Disclaimer: Nada de esto me pertenece, la saga crepúsculo es propiedad de Stephenie Meyer y la trama es del libro "Una luna sin miel" de Christina Lauren, yo solo busco entretener y que más personas conozcan este libro.
Capítulo 4
Resulta que estoy dispuesta a tomar el lugar de mi hermana enferma en su luna de miel soñada, pero mi límite es estafar a la aerolínea. Como estoy en quiebra, encontrar un vuelo accesible desde la gélida tundra a Maui en pleno enero requiere algo de creatividad. Edward no es de ayuda, seguramente porque es de esos treintañeros maduros que sí tienen una caja de ahorros y no tienen que hurgar en el cenicero del auto para dar con alguna moneda perdida. Debe sentirse bien vivir así.
Nos ponemos de acuerdo en que tenemos que viajar juntos. Por mucho que quiera deshacerme de él, la agencia de turismo dejó muy en claro que si descubren algún incumplimiento de los términos y condiciones nos cobrarán por el total del paquete. No sé si es el olor a vómito o la idea de pasar tanto tiempo cerca de mí, pero Edward se aleja por el pasillo y murmura:
—Avísame cuánto tengo que pagarte.
Desaparece antes de que pueda decirle que el monto será menos de lo que se imagina.
Por suerte mi hermana fue una gran maestra y pude conseguir dos boletos a Hawái tan baratos que casi son gratis. Un avión es un avión y llegar a Maui es lo que realmente importa, ¿no?
Todo va a estar bien.
Puede que AhorraJet no sea la aerolínea más lujosa, pero no es tan mala como para justificar los comentarios por lo bajo y las miradas de odio que me lanza el hombre sentado a mi lado.
—Puedo escucharte, ¿sabes?
Edward se queda en silencio y pasa una hoja de su revista.
Entrecierra los ojos y sé exactamente lo que está pensando: No puedo creer que dejé que te ocuparas de esto.
No estoy segura de haber visto antes a alguien dar vuelta las hojas de El mundo del tejido con tanto ímpetu. Fue un lindo detalle que tuvieran material de lectura en la puerta de embarque como si fuera el consultorio de un ginecólogo; lo desconcertante fue que la revista más nueva fuera de 2007.
Reprimo la irrefrenable necesidad de tirarle una oreja.
Tendremos que fingir ser recién casados durante todo el viaje, no estaría mal empezar ahora.
—Terminemos con esta chiquilinada —digo firme—. Si tenías una opinión tan formada sobre el vuelo, te hubieras ocupado tú.
—Si hubiera sabido que ibas a comprar pasajes en una patata con alas, me hubiese ocupado yo. —Mira hacia arriba con un gesto de pánico—. Ni siquiera sabía que existía esta parte del aeropuerto.
Pongo los ojos en blanco y veo que la mujer sentada frente a nosotros nos mira y escucha nuestra conversación. Bajo la voz y le digo con una sonrisa falsa:
—Si hubiera sabido que serías tan quisquilloso, te hubiese dicho que no me fastidiaras y te ocuparas de tu maldito pasaje.
—¿Quisquilloso? —Edward señala el avión que hay al otro lado de la ventana—. ¿Viste esa chatarra? No me asombraría que nos pidieran dinero para el combustible.
Le quito la revista y ojeo un artículo titulado "¡Camisetas y pulóveres de lana liviana para el verano!".
—Nadie te obliga a ir gratis a Maui en este viaje soñado — concluyo—. Y, para tu información, no todos podemos costear pasajes más caros. Te avisé que mi presupuesto era pequeño.
—Obviamente no me imaginé que fuera tan pequeño. De haber sabido, me hubiera hecho cargo del gasto —resopla.
—¿Aceptar dinero del fondo para acompañantes sexuales? — Con una mano en el pecho, finjo ofensa—: No me atrevería.
Edward vuelve a tomar la revista.
—Mira, Isabel, solo estoy aquí sentado leyendo. Si quieres pelear, ve allí y pídeles a los representantes de la aerolínea que nos muevan a primera clase.
Quiero preguntarle cómo puede ser que esté yendo a Maui y sea más desagradable que nunca, pero siento el teléfono vibrar en mi bolsillo. Es probable que sea: A) Nya para actualizar el estado del vómito, B) Nya para recordarme algo de lo que me he olvidado y, de todos modos, no tengo tiempo para solucionar, C) alguno de mis primos para contarme un chisme, o D) mamá para pedirme que le pregunte algo a papá o le diga algo a papá o llame a papá de algún modo. Por más espantosas que suenen todas esas opciones, prefiero escuchar a cualquiera de ellos antes que tener que conversar con Edward Cullen.
Tomo mi teléfono y me paro mientras le pido:
—Avísame si embarcamos.
Obtengo un gruñido desinteresado como única respuesta.
El teléfono vuelve a sonar, pero no es mi hermana sino un número desconocido con código de área de Twin Cities.
—¿Hola?
—Busco a Isabella Swan.
—Ella habla.
—Mi nombre es Kasey High, soy la encargada de recursos humanos en Hamilton Biotecnología. ¿Cómo estás?
Mi corazón galopa mientras repaso mentalmente la docena de entrevistas que tuve durante los últimos dos meses. Todas fueron para puestos de coordinación en medicina científica (el nombre elegante para los científicos que se reúnen con médicos para hablarles sobre los medicamentos en términos más técnicos que los que puede manejar el equipo de ventas), pero Hamilton estaba primero en mi lista porque la compañía se especializa en vacunas para la gripe. Tengo experiencia en virología y no tener que incorporar los conocimientos de un campo completamente nuevo en pocas semanas me pareció ideal.
Aunque, para ser honesta, a estas alturas estoy dispuesta a pedir trabajo en Hooters si con eso consigo pagar la renta.
Con el teléfono contra el oído camino hacia una zona más silenciosa e intento no sonar tan desesperada como me siento.
Luego de mi experiencia con el vestido de dama de honor, soy mucho más realista respecto de cómo podría quedarme el naranja del micro short de Hooters o los pantis brillantes que completan el uniforme.
—Todo bien —respondo—. Gracias por preguntar.
—Me comunico contigo porque, luego de evaluar a todos los candidatos, el señor Hamilton quisiera ofrecerte el puesto de coordinadora de medicina científica. ¿Sigues interesada?
Giro sobre mis talones y miro hacia donde está Edward para ver si la dosis de felicidad de las palabras que acabo de escuchar es suficiente para contagiarlo. Pero él sigue descargando su fastidio sobre la revista de tejido.
—¡Oh, por Dios! —exclamo mientras sacudo una mano sobre mi cara como para darme aire—. ¡Sí, definitivamente!
¡Un sueldo! ¡Estabilidad financiera! Poder dormir sin el miedo de la inminente indigencia.
—¿Cuándo podrías comenzar? Aquí tengo una nota del señor Hamilton que dice 'Cuanto antes, mejor'.
—¿Comenzar? —dudo mientras contemplo a los viajeros de clase turista que llevan puestos collares con flores de plástico y camisas con estampados hawaianos—. ¡Pronto! Ahora. Pero no ahora ahora. Dentro de una semana. Diez días en realidad. Puedo empezar en diez días porque… —Suena un anuncio y veo a Edward levantarse de su asiento. Todavía molesto, me señala la fila de gente que empieza a formarse. Mi cerebro colapsa de tanto caos y alegría —. Tuve un problema familiar… Y también tengo que ocuparme de un familiar enfermo… Y…
—Está bien, Isabella —pone fin a mi agonía con piedad y calma —. Acaban de pasar las fiestas y todo sigue un poco revuelto. Pondré el lunes 21 de enero como fecha tentativa de incorporación. ¿Te parece bien?
—Me parece perfecto —respiro, creo que es la primera vez desde que respondí el teléfono.
—Maravilloso —dice Kasey—. Pronto recibirás un correo con la propuesta formal y algunos papeles para completar. Necesitamos que los firmes lo más rápido posible si decides avanzar. Es suficiente con un escaneo o una firma digital. Bienvenida a Hamilton Biotecnología. Felicitaciones, Isabella.
Vuelvo hacia Edward aturdida.
—Al fin —dice, con su equipaje de cabina en una mano y el mío en la otra—. Estamos en el último grupo para embarcar. Creí que iba a… —se detiene y entrecierra los ojos mientras analiza mi rostro—. ¿Estás bien? Pareces… contenta.
La llamada que acabo de tener se reproduce en mi mente una y otra vez. Quiero revisar mi registro de llamadas y discar al último número para asegurarme de que Kasey no se haya confundido de Isabella Swan. ¿Me salvé de una intoxicación en masa, gané unas vacaciones gratis y conseguí trabajo en el transcurso de veinticuatro horas? Yo no tengo esta suerte. ¿Qué está sucediendo?
Edward chasquea los dedos frente a mis ojos y me sobresalto.
—¿Todo bien? ¿Cambiaste de planes? —Me mira con cara de desconcierto, creo que desea tener cerca una rama para pincharme.
—Conseguí trabajo.
Edward se toma un momento para procesar mis palabras.
—¿Justo ahora?
—Tuve la entrevista hace algunas semanas. Comenzaré luego del viaje.
Esperaba que se decepcionara, pero, por el contrario, levanta las cejas y dice con calma mientras me guía hacia la fila para embarcar:
—Eso es excelente, Isabella. Felicitaciones.
Me sorprende que no haya preguntado si es un puesto de mantenimiento o que no me haya deseado suerte en mi nuevo trabajo como vendedora de heroína pediátrica. No esperaba sinceridad. Nunca estoy en el grupo de los que reciben su encanto, ni siquiera la versión diluida de recién; estoy tan familiarizada con el Edward sincero como lo estoy con un oso hambriento.
—Eh, gracias.
Rápidamente le escribo a Alec, a Nya y a mis padres (por separado, claro) para contarles la buena noticia; para cuando termino, estamos en el umbral del pasillo hacia el avión con los pasajes en la mano. La alegría me invade: sin el estrés del desempleo, puedo verdaderamente dejar Twin Cities por diez días.
Puedo tomarme unas auténticas vacaciones en una isla tropical.
Sí, con mi enemigo, pero, incluso así, lo elijo.
El corredor hacia el avión es un puente raquítico que nos lleva de la miniterminal a nuestro avión todavía más mini. La fila avanza lento porque los pasajeros intentan forzar sus enormes equipajes en los diminutos compartimentos. Si estuviera con Nya, le haría un comentario sobre por qué la gente se resiste a llevar maletas del tamaño indicado así todos despegamos y aterrizamos en horario.
Pero Edward logró pasar cinco minutos sin quejarse, no voy a darle el gusto.
Llegamos a nuestros asientos; el avión es tan angosto que solo hay cuatro lugares por fila, dos a cada lado del pasillo. En realidad, están tan cerca que bien podría ser un gran sofá dividido por un apoyabrazos enclenque. Edward está adherido a mi brazo. Tengo que pedirle que mueva el peso del cuerpo hacia la otra nalga para poder abrocharme el cinturón. Luego del desconcierto por el grave sonido del metal trabándose, se endereza y nos damos cuenta al mismo tiempo de que nuestros cuerpos se están tocando desde los hombros hasta los muslos, solo separados en la cintura por un apoyabrazos durísimo e inamovible.
Mira sobre las cabezas de los pasajeros.
—No confío en este avión —mira hacia atrás en el pasillo—, ni en su tripulación. ¿Yo vi mal o el piloto estaba usando un paracaídas?
Edward siempre es tan relajado, calmo y centrado que molesta; pero ahora que le prestó atención puedo notar que sus hombros están tensos y su rostro pálido. Creo que está sudando. Cuando me doy cuenta de que tiene miedo su actitud en el aeropuerto cobra un nuevo sentido.
Lo veo tomar una moneda del bolsillo y acariciarla con el pulgar.
—¿Qué es eso?
—Una moneda.
—¿Acaso es una moneda de la suerte? —Saboreo el momento.
Me ignora con un gesto amenazante y vuelve a guardarla en su pantalón.
—Siempre pensé que tenía mala suerte —le cuento en un rapto de bondad—, pero mira: no comí mariscos por mi alergia, estoy yendo a Maui y conseguí trabajo. Sería muy cómico —me río y giro hacia su lado— que la primera racha de buena suerte en toda mi vida terminara con un accidente aéreo.
A juzgar por su expresión, no le parece para nada gracioso.
Cuando una mujer de la tripulación pasa por nuestro lado, Edward cruza el brazo por encima de mí y la para en seco.
—Disculpe, ¿podría decirme cuántos kilómetros tiene este avión?
—Los aviones no tienen kilómetros, tienen horas de vuelo —sonríe la tripulante de cabina.
—Okey, entonces, ¿cuántas horas de vuelo tiene este avión? — Lo veo tragar con impaciencia.
La mujer gira la cabeza en señal de confusión ante la pregunta.
—Tendría que consultarle al capitán, señor.
Edward se inclina sobre mí para acercarse, me hundo en el asiento y no puedo evitar captar el delicioso olor de su jabón.
—¿Y qué pensamos del capitán? ¿Es competente? ¿Confiable? —Edward guiña un ojo y me doy cuenta de que su ansiedad no disminuyó, pero la está canalizando a través del coqueteo—. ¿Durmió bien?
—El capitán Blake es un gran piloto.
Miro a uno, luego al otro, y hago un gesto dramático con la alianza de bodas que me prestó mi tía Ginny. Ninguno lo nota.
—Claro —dice Edward—. Quiero decir… no es del tipo que estrellaría un avión, ¿verdad? —Le sonríe y, guau, creo que podría pedirle los datos de su tarjeta de crédito, su grupo sanguíneo o que gestara a sus hijos y ella diría que sí complacida.
—Solo una vez —le responde divertida y ahora es ella quien guiña el ojo antes de seguir su camino.
Durante la siguiente hora Edward apenas se mueve, no habla y se comporta como si respirar hondo fuera a desestabilizar el avión y hacerlo caer en picada. Tomo mi iPad y en el proceso recuerdo que no tenemos wifi. Abro un libro, deseando dispersarme con algo de diversión paranormal, pero no puedo concentrarme.
—Un vuelo de ocho horas sin película —me quejo por lo bajo mientras miro el respaldo sin pantalla de la butaca delante de mí.
—Quizá creen que pronto tu vida pasará frente a tus ojos y eso será suficiente distracción.
—¡Está vivo! —Me doy vuelta para mirarlo—. ¿Hablar no interferirá con la presión barométrica de la cabina?
—No lo descarto. —Vuelve a tomar su moneda de la suerte del bolsillo.
Nunca pasé tanto tiempo con Edward, pero construí una idea bastante precisa de él por las historias que escuché de Dane y Nya.
Temerario, cazador de aventuras, ambicioso, despiadado… Este, que se aferra del apoyabrazos como si su vida dependiera de ello… no es esa persona.
Respira profundo, afloja los hombros y hace una mueca. Si yo que mido un metro sesenta estoy algo incómoda, no puedo imaginar lo que será para Edward, cuyas piernas nada más deben medir tres metros. Hablar parece haber roto la maldición de inmovilidad: ahora sus rodillas rebotan con nerviosismo y golpea los dedos contra la mesa rebatible hasta agotar la paciencia de la dulce anciana de la fila de adelante, que lo mira con odio. Le sonríe para disculparse.
—Cuéntame de tu moneda —le propongo y miro hacia su puño, que todavía aprieta el amuleto—. ¿Por qué crees que te da buena suerte?
Parece sopesar internamente el riesgo de interactuar y los beneficios de una distracción potencial.
—No es que quiera alentar la conversación —responde—. ¿Pero qué ves? —Abre la palma.
—Es de 1955 —noto.
—¿Qué más?
—Ah… ¿te refieres a las letras duplicadas? —descubro al mirar más cerca.
—Justo aquí, sobre la cabeza de Lincoln. —Se inclina y señala.
Puedo asegurar que la frase "In God we trust" fue estampada dos veces.
—Nunca había visto una así —admito.
—Hay muy pocas. —Acaricia la superficie con el pulgar y vuelve a guardarla.
—¿Es muy valiosa?
—Cerca de mil dólares.
—¡Mierda! —exclamo.
Entramos en una turbulencia leve y los ojos de Edward se desorbitan, mira hacia todos lados como si estuvieran a punto de caer las máscaras de oxígeno.
—¿Dónde la conseguiste? —intento distraerlo.
—Compré un plátano a la salida de una entrevista laboral y me la dieron como vuelto.
—¿Y?
—Conseguí el empleo y, cuando quise comprar un dulce, la máquina expendedora la rechazó porque pensó que era falsa. La llevo conmigo desde entonces.
—¿No te preocupa perderla?
—Esa es la clave de la suerte, ¿no? —responde con los dientes apretados—. Tienes que confiar en que nunca te abandonará.
—¿Y ahora se te fue la confianza?
Intenta relajarse sacudiendo la cabeza. Si estoy leyendo bien sus gestos, se arrepiente de haberme hablado. Pero la turbulencia se intensifica y su metro noventa vuelve a la rigidez total.
—¿Sabes? —comento—, nunca me hubiera imaginado que te daba miedo volar.
—No me da miedo —inhala profundo varias veces.
No hace falta que refute su declaración. La fuerza que tengo que hacer para correrle la mano de mi lado del apoyabrazos es prueba suficiente.
—Tampoco me encanta —agrega.
Pienso en los fines de semana que pasé acompañando a Nya porque Dane estaba con su hermano y la cantidad de discusiones que eso generó entre ellos.
—¿No deberías ser como Bear Grylls?
—¿Quién? —Me mira con desconcierto.
—¿Y el viaje a Nueva Zelanda? ¿El canotaje por el río? ¿Los viajes de hermanos para tentar a la muerte? ¿El surf en Nicaragua? Vuelas por diversión todo el tiempo.
Descansa la cabeza contra el asiento y vuelve a cerrar los ojos para ignorarme.
Mientras las ruedas chirriantes del carrito de bebidas avanzan por el pasillo, Edward vuelve a invadir mi espacio y llama a la tripulante.
—¿Puedo pedirte whisky con soda? —Me mira y corrige su pedido—. Mejor dos.
—No me gusta el whisky.
—Ya lo sé. —Guiña un ojo.
—Lo siento, pero no tenemos whisky.
—¿Un gin tonic?
La azafata hace una mueca, Edward baja los hombros, desilusionado.
—¿Cerveza?
—Eso sí tengo. —Abre un cajón y le pasa dos latas de cerveza barata—. Son veintidós dólares.
—¿Veintidós dólares estadounidenses? —Toma las cervezas para devolvérselas.
—También tenemos refrescos, que son gratis —dice—. Pero si quieres hielo, cuesta dos dólares.
—Espera —intervengo mientras busco mi bolso.
—No pagarás mi cerveza, Isabella.
—Tienes razón, no lo haré. —Tomo dos cupones y se los alcanzo a la mujer—. Pero sí Nya.
—Como no podía ser de otro modo.
La tripulante de cabina continúa su recorrido.
—Más respeto —digo— que la obsesión de mi hermana por conseguir cosas gratis es lo que nos trajo hasta aquí.
—Y llevó a doscientos de nuestros familiares y amigos a la sala de emergencias.
Siento un impulso protector hacia Nya:
—La policía ya dijo que no tenía la culpa.
—Y el noticiero de las seis. —Abre la cerveza, que hace un ruido muy satisfactorio.
Amago a responder, pero me distraigo por el modo en que su nuez de Adán se mueve cuando toma. Y toma. Y toma.
—Bueno.
—No sé qué me sorprende —sigue—, si estaba condenado al fracaso de cualquier manera.
El impulso se convierte en llamarada:
—Hola, Edward, estás hablando de tu hermano y tu cu…
—Cálmate, Isabella. No me refiero a ellos. —Toma otro trago y lo miro fijo—. Me refiero a las bodas en general. —Se estremece y pronuncia la palabra siguiente con repulsión—. Al romance.
Ah, es de esos.
Admito que mis padres no fueron el mejor modelo de romance, pero el tío Harry y la tía Ginny han estado casados cuarenta y cinco años; el tío Draco y la tía Mione, casi treinta. A mi alrededor hay varios ejemplos de relaciones felices y duraderas, así que sé que existen… aunque puede que no sean para mí. Me gusta pensar que Nya no empezó algo que está condenado a fracasar, que realmente puede ser feliz con Dane.
Edward toma la mitad de la primera cerveza de un solo trago mientras yo intento unir las piezas de lo que sé de él. Tiene treinta y cuatro años, dos más que nosotras y que Dane. Trabaja de… algo de matemáticas, lo que explica que sea tan irrefrenablemente gracioso.
Lleva siempre consigo al menos un tipo de desinfectante y no come en bufés. Creo que estaba soltero cuando nos conocimos, pero al poco tiempo comenzó una relación que al menos parecía formal.
Creo que su pareja no le caía muy bien a su hermano porque recuerdo una ocasión en la que Dane despotricaba contra ella y deseaba que no se comprometieran.
Oh, por Dios, ¿estoy yéndome a Maui con el prometido de otra mujer?
—No estás saliendo con nadie ahora mismo, ¿no? —pregunto —. ¿Cuál era su nombre…? Sierra, Simba… ¿algo así?
—¿Simba? —Casi se ríe. Casi.
—Me encanta que te sorprenda que alguien no lleve el minuto a minuto de tu vida amorosa.
—No me iría en una falsa luna de miel contigo si estuviera con alguien. —Hace un gesto que le arruga la frente. Se hunde en su asiento y vuelve a cerrar los ojos—. Basta de hablar. Tenías razón, hace que el avión se mueva.
Con collares de flores y el aire del mar adhiriendo la ropa a nuestros cuerpos, nos subimos a un taxi justo en la salida del aeropuerto. Paso la mayor parte del viaje con la cabeza contra la ventanilla tratando de absorber lo azul del cielo y los retazos de océano que puedo capturar entre los árboles mientras avanzamos.
Ya puedo sentir cómo el cabello se me infla por la humedad, pero vale la pena. Maui es impresionante. Edward va a mi lado en silencio, contemplando la vista y escribiendo ocasionalmente algo en su teléfono. No quiero perturbar la calma, pero saco algunas fotos borrosas mientras seguimos por la autopista y se las envío a Nya.
Responde con un emoji.
Yo:
Lo sé, lo siento
Nya:
No te disculpes.
Mamá no se separa de mi lado.
¿Quién es la verdadera ganadora?
Disfruta o te patearé el trasero cuando vuelva.
Mi pobre hermana. Es verdad que preferiría estar con Nya o… con cualquier persona en realidad, pero aquí estamos y estoy determinada a sacarle provecho. Tengo diez hermosos y soleados días por delante.
Cuando el taxi aminora la marcha y toma la última curva, el hotel aparece, imponente, frente a nuestros ojos. El edificio es colosal: una estructura compuesta por varias torres, vidrio, balcones y plantas decorativas en cada rincón. La orilla del mar está justo ahí, tan cerca que, si alguien tirara una piedra desde la planta más alta, probablemente podría pegarle a un surfista.
Tomamos un camino ancho con enormes higueras a ambos lados. Cientos de faroles colgados de las ramas más altas se menean con la brisa. Si es así de hermoso durante el día, no puedo imaginarme el paisaje con la puesta del sol.
Llega música desde unos parlantes escondidos entre la vegetación y, a mi lado, Edward mira hacia delante, concentrado en el camino.
Finalmente nos detenemos y dos botones aparecen de la nada.
Bajamos del auto impactados por lo que nos rodea y nuestras miradas se encuentran sobre el techo del taxi. Huele a plumeria, y el sonido de las olas rompiendo en la playa ahoga el ruido de los motores en el estacionamiento. Estoy segura de que Edward y yo alcanzamos nuestro primer y enfático consenso: Mierda. Este lugar es increíble.
Tan distraída estoy que tartamudeo cuando uno de los botones toma un puñado de etiquetas para equipaje y pregunta mi nombre.
—¿Mi nombre?
—Para la maleta.
—La maleta. Claro. Mi nombre. Mi nombre es… es una historia graciosa…
Edward rodea el auto y me toma de la mano.
—Swan —dice—. Tanya Swan-próximamente-Cullen, y yo soy su esposo. —Se inclina y me da un beso en la cabeza para dar más credibilidad—. Está confundida por el viaje.
Pasmada, lo veo mirar al botones mientras resiste la desesperación por limpiarse los labios con el puño.
—Perfecto —dice el botones mientras garabatea el nombre en algunas etiquetas que luego pega en las manijas de nuestras maletas
—. El registro se hace pasando esas puertas —sonríe y señala un amplio lobby—. Les llevaremos su equipaje a la habitación.
—Gracias. —Edward pone algunos billetes en la palma de la mano del botones y me arrastra hacia el mostrador—. Convincente—reprocha cuando nadie puede escucharnos.
—Edward, no sé mentir.
—¿En serio? No se notó para nada.
—No es mi fuerte, ¿sí? Los que no fuimos tocados por la Mano Negra consideramos que la honestidad es una virtud.
—Dame las dos identificaciones. La tuya y la de Nya. Para que no entregues la incorrecta por error. Yo me encargo de pagar el depósito de accidentes con mi tarjeta de crédito. Luego arreglamos.
Las ganas de pelear burbujean en mi pecho, pero tiene razón.
Ahora, que ya ensayé y repasé en mi mente, estoy segura de que la próxima vez que alguien pregunte mi nombre gritaré como un robot: "ME LLAMO TANYA". Es mejor que casi escupirle toda la historia a un botones, pero no mucho mejor.
—Guárdalas en la caja fuerte cuando tengamos la habitación —digo mientras abro mi bolso y tomo las identificaciones.
Las acomoda en la billetera junto a la de él.
—Déjame hablar a mí en la recepción. Por lo que me dijo Dane, son muy estrictos con las reglas del premio y de solo mirarte puedo notar que estás mintiendo.
Me aprieto la cara, frunzo el ceño y sonrío, todo al mismo tiempo para tratar de borrar mi expresión; repito la secuencia varias veces. Edward mira con horror.
—Compórtate, Isabella. Cuando era más joven estoy seguro de que estuvo en mi lista de cosas por hacer antes de morir, pero esta noche no quiero dormir en la playa.
Mele Kalikimaka suena de fondo cuando entramos al hotel. El espíritu navideño persiste, aunque ya haya pasado Año Nuevo: un enorme árbol de Navidad se alza en la entrada a la recepción, sus ramas salpicadas de lucecitas centelleantes soportan el peso de cientos de adornos rojos y dorados; del techo cuelgan guirnaldas y más adornos que también se enroscan en las columnas, asientos, canastos, floreros y casi cualquier superficie disponible. El agua de una gran fuente golpea contra la piscina debajo y, en el aire húmedo, el aroma de la plumeria se mezcla con el del cloro.
Los empleados nos saludan de inmediato. Me duele el estómago y mi sonrisa es demasiado forzada. Una hermosa mujer con rasgos polinesios toma la identificación de Nya y la tarjeta de crédito de Nya.
—Felicitaciones por haber ganado las raspaditas. —Sonríe mientras ingresa los nombres.
—¡Me encantan las raspaditas! —digo con tanto entusiasmo que me gano un codazo de Edward. La recepcionista estudia con detenimiento la foto de Nya y lentamente vuelve a mirarme—. Engordé algunos kilos. —Me sonrojo.
Como no hay una buena respuesta para esa declaración, sonríe amablemente y continúa cargando información. No sé por qué siento que debo continuar hablando, pero lo hago.
—Me quedé sin empleo durante el otoño y desde entonces no paré de tener entrevistas. —Puedo oler el nerviosismo de Edward a mi lado. Lo siento apoyar una mano en mi cintura, tomar mi camiseta y jalarla con tanta fuerza que me recuerda a un ave de presa intentando matar a un desafortunado ratoncito—. Suelo cocinar cuando estoy estresada, por eso me veo un poco diferente en esa foto. Esa foto en la que estoy yo. Pero sí conseguí empleo. Hoy, de hecho, ¿no es increíble? No me refiero a que sea imposible de creer. Ni la boda ni el empleo.
Cuando finalmente tengo que parar para tomar aire, Edward y la mujer me miran fijo.
Sonríe incómoda y desliza hacia mí una carpeta con numerosos mapas e itinerarios de actividades:
—Tenemos para ustedes la suite nupcial.
Mi cerebro repasa el término suite nupcial y solo viene a mi mente la habitación que compartieron Lois y Clark Kent en Superman II: las telas rosadas, la bañadera con forma de corazón, la cama gigante.
—Todo está incluido en el paquete romántico —continúa— y pueden elegir entre numerosas actividades como cena a la luz de las velas en el Jardín Molokini, un masaje en pareja en el balcón del spa al atardecer, servicio a la habitación con pétalos de rosa y champagne…
Edward y yo nos miramos fugazmente.
—En realidad preferimos el aire libre —interrumpo—. ¿Hay opciones más vigorosas y menos… desnudas?
Inserte aquí una pausa incómoda.
—Encontrarán un listado más detallado en la habitación.
Mírenlo y reservamos lo que tengan ganas de hacer.
Le agradezco y miro a Edward de reojo, me está mirando con ternura… lo que significa que está pensando en qué menú (sin bufé, claro) servirán en mi funeral luego de que me mate y esconda el cuerpo.
Desliza nuestras tarjetas para activarlas, se las entrega a Edward y sonríe con amabilidad:
—Estarán en la última planta. Los elevadores están allí a la vuelta. Haré que les alcancen sus maletas de inmediato.
—Gracias —dice Edward con naturalidad, sin escupir hasta el último detalle de su último año de vida. Sin embargo, me complace ver como vacila en su paso firme cuando la mujer nos saluda:
—Felicitaciones, señor y señora Cullen. Disfruten su luna de miel.
