Disclaimer: Nada de esto me pertenece, la saga crepúsculo es propiedad de Stephenie Meyer y la trama es del libro "Una luna sin miel" de Christina Lauren, yo solo busco entretener y que más personas conozcan este libro.
Capítulo 5
La a cerradura hace un pitido y la puerta doble se abre.
Me quedo sin aliento. Nunca antes había estado hospedada en una suite, ni hablar de una así de lujosa.
Brindo por la luna de miel soñada de Nya e intento no sentirme feliz porque ella haya tenido que quedarse sufriendo en St. Paul para que yo pueda estar aquí. Pero es difícil; esto realmente salió muy bien para mí.
Bueno, no tan bien. Miro a Edward, que me hace un gesto para que entre. Frente a nosotros hay una sala de estar ridículamente grande con un sofá, un diván, dos sillas, una mesa de café sobre una alfombra blanca y peluda que sostiene un arreglo floral de orquídeas violeta, un control remoto tan complejo que probablemente maneja a una asistente biónica y una cubeta de hielo con una botella de champagne y dos copas con la inscripción "señor" y "señora" grabada en el cristal. Miro a Edward lo suficiente para que nuestro aluvión de burlas eche raíces en la habitación.
A la izquierda de la sala de estar hay un pequeño rincón comedor con una mesa, un candelabro y un carrito de bebidas con todo tipo de vasos decorados con temática tiki. Trago mentalmente cuatro margaritas y me mareo de antemano por la inminente borrachera gratis que estoy a punto de disfrutar.
Pero al final se encuentra la verdadera joya de la habitación: una pared de puertas de vidrio que dan hacia un balcón con vista directa a la playa. Suspiro, las abro y salgo hacia la cálida brisa de enero.
La temperatura (tan agradable, tan lo contrario a Minnesota) me da una repentina claridad: estoy en Maui, en una suite soñada, en un viaje con todo incluido. Nunca había estado en Hawái. Nunca había hecho nada soñado, punto. Empiezo a bailar de alegría justo cuando Edward me saca de mi ensueño aclarándose la garganta y fastidiándose más fuerte que las olas.
Parece que estuviera pensando: Estuve en lugares mejores.
—Esta vista es increíble —digo casi en tono confrontativo.
—Tal como tu tendencia a hablar de más —dice, y pestañea lento.
—Ya te dije que no soy buena mintiendo. Me puse nerviosa cuando miró la identificación de Nya.
Junta las manos en una plegaria sarcástica. Molesta, me escapo del señor Aguafiestas y vuelvo al interior. Justo a la derecha de la entrada hay una pequeña cocina que no había notado; luego hay un pasillo que lleva a un pequeño baño y al fastuoso dormitorio.
Cuando entro noto que hay otro baño (gigante) con una bañadera lo suficientemente grande como para dos personas. Giro y encuentro la (inmensa) cama. Quiero zambullirme. Quiero quitarme la ropa y sentir la seda de…
El chirrido de una frenada suena en mi cerebro y me aturde.
Pero… ¿cómo? ¿Cómo llegamos hasta aquí sin haber discutido la logística de las camas? ¿Pensábamos que la suite de luna de miel iba a tener dos dormitorios? Sin dudarlo, ambos moriremos en el monte No Compartiré una Cama Contigo, pero ¿cómo decidiremos a quién le toca qué? Obviamente, creo que la cama me corresponde a mí… Pero, conociendo a Edward, debe creer que él se quedará en el dormitorio y yo, feliz de la vida, construiré una cueva de duende bajo la mesa del comedor.
Salgo justo cuando Edward cierra las anchas puertas y nos deja encerrados en este momento incómodo de convivencia forzada. Nos damos vuelta al mismo tiempo para mirar el equipaje.
—Guau —digo.
—Sí —concuerda.
—Es muy lindo.
Edward tose. En algún lugar, un reloj marca los segundos demasiado alto y empeora el silencio incómodo.
Tic.
Tic.
Tic.
—Lo es. —Se rasca la nuca. Se oyen las olas romper a lo lejos —. Y, obviamente, eres la mujer, te corresponde el dormitorio.
Parte de esa frase es lo que quería escuchar, y la otra parte es terrible. Tuerzo la cabeza y alzo las cejas:
—No me corresponde porque soy mujer. Me corresponde porque fue mi hermana quien la ganó.
—Bueno, si vamos a usar esos criterios, me corresponde a mí, porque Nya la ganó usando los puntos Hilton de Dane. —Se encoge de hombros con un gesto idiota.
—Pero ella organizó todo —discuto—. Si fuera por Dane, hubiesen pasado esta semana en un motel de ruta.
—Te das cuenta de que me estás peleando solo por pelear, ¿no? Ya te dije que podías quedártela.
—¿Lo que estás haciendo tú no es pelear? —señalo.
Suspira como si yo fuera la persona más insoportable del mundo.
—Quédate con la cama. Dormiré en el sofá. —Lo mira. Se ve lindo y cómodo, pero sigue siendo un sofá, y dormiremos aquí diez noches—. Estaré bien —agrega una pequeña dosis de martirio.
—Bueno, si te comportarás como si estuviera mandándote al calabozo, entonces no la quiero.
Exhala suave, se acerca hacia su maleta, la levanta y la lleva hacia el dormitorio.
—¡Espera! —exclamo—. Me arrepentí. Sí la quiero.
Edward se detiene, pero no se da vuelta para mirarme.
—Solo estoy yendo a acomodar algunas cosas en el armario, así no dejo mi maleta en la sala de estar durante diez días. —Me lanza una mirada sobre el hombro—. Me imagino que no tendrás problema con eso, ¿no?
Tiene tan calculado el balance entre ser generoso y pasivo agresivo que no termino de entender qué tan idiota es y se vuelve imposible calcular las dosis correctas de sarcasmo.
—No —respondo, y agrego, magnánima—: Usa todo el espacio que necesites.
Lo escucho resoplar mientras desaparece de mi vista.
La peor parte es que nos llevamos mal. Pero la mejor parte es que ¡no tenemos por qué llevarnos bien! La esperanza me infla como a un globo de helio. Edward y yo podremos orbitar al otro sin necesidad de interactuar y hacer lo que nos plazca en estas vacaciones individuales.
En mi caso, la probada del paraíso incluirá spa, tirolesa, buceo, y todas las aventuras que pueda encontrar. También las del tipo alcohólico. Si las vacaciones perfectas de Edward incluyen ansiedad, quejas y resoplidos exasperados, que lo haga donde quiera, pero yo no tengo que soportarlo.
Abro mi casilla de correo electrónico y veo un mensaje sin leer de Hamilton. La oferta es… bueno, basta decir que no tengo que averiguar nada para saber que la aceptaré. Podrían haberme dicho que mi escritorio estaba en la boca de un volcán y, por este dinero, lo hubiese aceptado sin dudar.
Tomo mi iPad, firmo los documentos y los envío.
Casi temblando de entusiasmo, reviso la lista de actividades del hotel y decido que lo primero en la lista será una exfoliación facial y corporal en el spa. Sola. Edward no parece del tipo de personas que disfrutan la cosmetología, pero sería lo peor tener que soportarlo levantando una rebanada de pepino de mi párpado para mirarme mal mientras intento relajarme con una bata puesta.
—Edward —lo llamo—, ¿qué piensas hacer hoy?
Me responde con silencio y puedo sentir el pánico que le genera que vaya a proponerle algo juntos.
—No te pregunto porque quiera tu compañía —agrego rápido.
Vuelve a dudar y, cuando finalmente responde, su voz suena débil, como si hubiera estado escondido:
—Gracias a Dios.
Entendido.
—Seguramente vaya al spa.
—Haz lo que quieras, pero no gastes todos los créditos de masajes.
—¿Cuántas veces crees que puedo querer que me masajeen en una tarde? —Frunzo el ceño, pero no puede verme.
—Prefiero no pensarlo.
Me aseguro de que el spa tenga duchas, tomo mi llave y dejo a Edward para que siga desempacando malhumorado, pero en soledad.
Un ínfimo atisbo de culpa aparece cuando me miman y consienten por casi tres horas usando el nombre de Nya. Mi rostro es exfoliado, masajeado e hidratado. Me frotan arcilla por todo el cuerpo hasta que la piel termina enrojecida. Siento un hormigueo recorrerme cuando lo cubren con toallas tibias de eucaliptus.
Me prometo a mí misma guardar algo de cada sueldo para llevar a mi hermana a un lujoso spa en Minnesota cuando deje de sentirse como "un cadáver recién resucitado". Puede que no sea Maui, pero estoy determinada a devolverle todo lo que pueda de esta experiencia. Mi única ocupación esta semana es darles propinas a los empleados. Me siento una impostora. Estas actividades renovadoras y relajantes no son para mí. Yo soy la que termina con un hongo en los pies luego de atenderme con una pedicura en Twin Cities y con una quemadura por depilarme con cera la línea de bikini en un spa de Duluth.
Blanda como una medusa y embriagada de endorfinas, miro a Kelly, la masajista.
—Eso fue… increíble. Si me gano la lotería, me mudaré aquí y te pagaré para que hagas eso todos los días.
Deben decírselo a diario, pero se ríe como si fuera tremendamente ingeniosa.
—Me alegra que lo hayas disfrutado.
Disfrutar es poco decir. No solo fue soñado, sino que me mantuvo lejos de Edward por tres horas.
Vuelvo al salón donde me invitan a quedarme tanto tiempo como desee. Me zambullo en el sillón de terciopelo rosa y tomo mi teléfono del bolsillo de la bata. Me sorprende encontrar mensajes de mi madre (Dile a tu padre que nos alcance papel higiénico y Gatorade), mi hermana (Dile a mamá que se vaya a su casaaa), Alec (¿Este es el castigo por burlarme de la tintura de Daphne? Me disculparía, pero he visto trapeadoras más hidratadas), y Alice (¿Te molesta que me quede en tu apartamento en tu ausencia? Esto es una plaga, puede que tenga que prender fuego mi casa).
Demasiado relajada y adormecida para lidiar con ellos, tomo un ejemplar de Us Weekly. Pero ni los chismes de la farándula ni el último escándalo de Bachelor consiguen mantenerme despierta; siento cómo se cierran mis párpados con un agotamiento feliz.
—¿Señorita Swan?
—¿Sí? —murmuro atontada.
—¿Señorita Swan? ¿Es usted?
Abro los ojos de golpe y casi tiro el agua de pepino que me había apoyado sobre el pecho. Cuando me incorporo y alzo la vista, solo puedo ver un enorme bigote canoso.
Y, oh. Conozco ese bigote; conocí ese bigote en una entrevista muy importante. Recuerdo haber pensado: "Guau, ¡el doble de riesgo de Sam Elliott es el CEO de Hamilton! ¿Quién iba a decirlo?".
Miro mejor. Sí, el doble de riesgo de Sam Elliott (Charles Hamilton, mi nuevo jefe) está frente a mí en Maui.
Espera… ¿qué?
—Señor Hamilton, ¡hola!
—Me parecía que eras tú. —Cuando nos vimos por última vez estaba menos bronceado, el pelo canoso estaba más corto y definitivamente no estaba usando una bata blanca y ojotas.
Estira los brazos para abrazarme.
Ah. Bueno, parece que haremos esto. Me paro y él nota mi incomodidad (porque no suelo abrazar a mis jefes, sobre todo si solo están usando una bata) pero luego piensa que su cerebro está de vacaciones y, aunque tampoco suele abrazar a sus empleados, ya es tarde para retractarse y todo termina en un incómodo abrazo de costado para que nuestras batas no se choquen de frente.
—Qué pequeño es el mundo —dice cuando nos despegamos—. ¿Cargando las baterías antes de arrancar la aventura Hamilton? Me gusta tu actitud. No puedes ocuparte de los otros si no te ocupas de ti.
—Exacto. —Siento los litros de adrenalina correr por mis venas; pasar de Zen a Alerta Nuevo Jefe es desconcertante. Me ato más fuerte la bata—. Y quiero volver a agradecerle por la oportunidad. Estoy muy entusiasmada por sumarme al equipo.
—Apenas te conocí supe que eras la indicada para el puesto. Tu trabajo en Butake fue encomiable. Siempre pensé que Hamilton no sería nada sin sus trabajadores. Honestidad, integridad, fidelidad… esos son nuestros valores.
Asiento; el señor Hamilton me cae bien… su reputación en el campo de la biotecnología es impecable y es conocido por ser un CEO que se involucra en el trabajo cotidiano; pero no puedo ignorar que esa frase es la misma que me dijo cuando nos despedimos luego de la entrevista. Después de haberles mentido a más de veinte empleados del hotel, volver a escucharla se siente más amenazante que alentadora.
Se oye el ruido de pasos apresurados atravesando el salón y aparece Kelly, asustada.
—Señora Cullen.
Mi estómago da un giro.
—Oh, gracias a Dios sigue aquí. Olvidó su alianza de matrimonio en el gabinete. —Abre la mano y apoya la cinta de oro sobre la mía.
Contengo un grito de espanto mientras intento agradecerle.
—¿"Señora Cullen"? —repite Hamilton.
La masajista nos mira confundida.
—Quieres decir Swan —dice.
—No… —consulta en una carpeta y vuelve a mirarnos—. A menos que haya habido un error, ella es la señora Cullen.
Tengo dos opciones frente a mí:
1. Admitir que tomé el lugar de mi hermana en su luna de miel porque se enfermó y ahora estoy fingiendo estar casada con un hombre que se llama Edward Cullen para robarnos este paquete turístico.
2. Poner cara de piedra y decirles que acabo de casarme y (qué tonta) todavía no me acostumbro a mi nuevo nombre.
En cualquier caso, soy una mentirosa. La opción uno conserva mi integridad, pero la opción dos no me evita decepcionar a mi nuevo jefe (especialmente considerando que la mitad de mi entrevista estuvo centrada en la importancia de construir un equipo de trabajo con "altos valores morales" formado por personas que "ponen la honestidad y la integridad por encima de todo lo demás"), y no terminaré durmiendo en la playa, hambrienta y desempleada, con nada más que una enorme factura del spa y el hotel para cubrirme.
Obvio que sé que solo una de esas opciones es la correcta. Pero no es la que elijo.
—Ah, sí, acabo de casarme.
Oh por Dios, ¿por qué? ¿Por qué hace esto mi boca? Eso fue en verdad lo peor que podría haber dicho porque cuando regresemos de este viaje tendré que fingir estar casada cada vez que me cruce con el señor Hamilton (posiblemente todos los días) o inventar un falso divorcio justo después de la falsa boda.
Uf.
Su sonrisa es tan grande que levanta el bigote. La masajista agradece que haya pasado el momento de tensión y se retira con una sonrisa. Sigo sonriendo. El señor Hamilton me estrecha la mano con entusiasmo.
—¡Esas son noticias maravillosas! ¿Dónde fue la boda?
—En el Hilton de St. Paul. —Al menos en eso puedo decir la verdad.
—Dios mío —dice sacudiendo la cabeza—, recién están arrancando, ¡qué bendición! Mi Molly y yo estamos celebrando nuestro aniversario número treinta. ¿Te lo imaginas?
Abro mucho los ojos, como si fuera una locura que este canoso haya estado casado treinta años y logro formular algunos sonidos sobre que es maravilloso y espectacular y que debes estar… tan feliz.
Y luego… toma un yunque metafórico y me tira al suelo de un golpe:
—¿Por qué no cenan con nosotros?
¿Edward y yo, sentados lado a lado en una mesa teniendo que… tocarnos y sonreír y fingir que nos amamos? Me recorre un escalofrío.
—Oh, no quisiéramos molestar. No deben estar nunca solos.
—¡Claro que sí! Nuestros hijos ya se independizaron; siempre estamos solos. Vamos. Es nuestra última noche y, para ser sincero, estoy seguro de que Molly ya no me soporta —suelta una gran carcajada—. No sería ninguna molestia.
Si hay una salida para esta situación, no la encuentro con la suficiente velocidad. Creo que tengo que morder el polvo. Sonriendo (y esperando disimular el terror que siento) me rindo.
Necesito este trabajo y muero por caerle bien al señor Hamilton.
Tendré que pedirle a Edward un favor enorme. Le deberé una tan grande que me dan ganas de romper algo.
—Claro, señor Hamilton, nos encantaría.
Vuelve a apretarme la mano.
—Llámame Charlie.
El pasillo se deforma y se alarga frente a mí. Desearía que no fuera una ilusión provocada por el pánico y que realmente hubiera un kilómetro hasta nuestra suite. Pero no. Y antes de lo que quisiera estoy de vuelta en la habitación rezando, un poco porque Edward esté afuera haciendo alguna actividad que lo mantenga ocupado hasta mañana y otro poco porque esté aquí y pueda ir a cenar con los Hamilton.
Apenas entro, lo veo sentado en el balcón. ¿Por qué vino hasta Maui para quedarse en la habitación del hotel? Aunque en realidad me parece un buen plan, me molesta compartir el gen ermitaño con él.
Al menos se puso pantalones cortos, una camiseta y está descalzo. El viento le vuela el cabello oscuro, pero me lo imagino con los ojos entrecerrados y criticando la playa, pensando que las olas podrían ser mejores.
Cuando me acerco, veo que sostiene un vaso de trago largo.
Tiene los brazos bronceados y torneados; las piernas son sorprendentemente musculosas y parecen no acabar nunca. Por algún motivo tenía la esperanza de que en pantalones cortos y camiseta su cuerpo pareciera una rama deforme con extremidades puestas en ángulos extraños. Quizá porque es muy alto. O quizá porque la situación era más tolerable si me convencía de que solo tenía un rostro bonito y que era deforme y desgarbado bajo la ropa.
Francamente, es una gran injusticia que su cuerpo esté tan bien formado.
Corro la puerta del ventanal intentando no hacer ruido; parece bastante relajado. Seguramente esté pensando en ahogar cachorros, pero no soy quién para juzgar. Al menos no hasta que haya cenado con mi jefe. Luego puede ser.
Me doy cuenta de que si quiero conseguir mi objetivo tengo que ser encantadora, por lo que dibujo una sonrisa en el rostro:
—Ey, hola.
—Isabel. —Me mira y entrecierra los ojos verdes.
—¿Qué hay de nuevo, Elijah? —Guau, comienzo a hartarme de este estúpido jueguito de nombres.
—Solo disfruto del paisaje. —Bueno, eso fue amable.
—No sabía que sabías hacer eso.
—¿Hacer qué? —Pestañea y vuelve la vista hacia el agua.
—¿Disfrutar cosas?
Se ríe incrédulo y creo que es el momento indicado para pasar al modo adorable.
—¿Cómo estuvo el masaje? —pregunta.
—Genial. —Busco en la mente palabras que no delaten mi pánico y humillación—. Muy relajante. —Vuelve a mirarme.
—¿Así es como luces relajada? Guau. —Como no respondo, indaga—. ¿Qué te pasa? Estás más rara que nunca.
—Nunca te había visto en pantalones cortos —admito. Las piernas, en particular los músculos de las piernas son un descubrimiento interesante. Intento borrar el rastro de elogio en mi voz—. Es raro.
—No me atreví a imitarte con la exposición de escote de la ceremonia —dice y hace un gesto con la mano—, pero me dijeron que los pantalones cortos eran adecuados para la isla.
No puedo creer que siga insistiendo con mi vestido de dama de honor, pero no va a distraerme de mi objetivo.
—En fin… No vas a creerlo —digo mientras acerco una silla a su lado y tomo asiento—. ¿Recuerdas que en el aeropuerto me ofrecieron el puesto en Hamilton? —Asiente, ya molesto—. Bueno. Adivina quién está aquí. —Intento forzar el entusiasmo sacudiendo las manos en el aire—. ¡El mismísimo señor Hamilton!
Edward gira hacia mí en un segundo y puedo ver el terror en sus ojos: nuestro plan de anonimato total acaba de ser arruinado.
—¿Aquí aquí? ¿En el hotel?
—Me lo crucé en el spa. En bata —agrego sin necesidad—. Me abrazó. Fue raro. Así que, entooooonces, nos invitó a cenar esta noche. Con él y su esposa.
—Paso —dice y ríe una vez.
Cierro mis dedos en un puño para no abofetearlo. Pero un puñetazo podría dejar una marca peor, así que vuelvo a abrir las manos y me siento sobre ellas.
—La masajista me llamó "señora Cullen" frente al señor Hamilton. —Hago una pausa para ver si entiende la indirecta. Como no reacciona, agrego—: ¿Comprendes lo que quiero decir? Mi nuevo jefe cree que acabo de casarme.
Edward pestañea varias veces con lentitud.
—Podrías haberle dicho que estábamos fingiendo.
—¿Frente al personal del hotel? De ninguna manera. Además, ¡no para de hablar de integridad y honestidad! En ese momento me pareció que seguir la mentira era la mejor opción, pero ahora me doy cuenta del error que cometí. Ahora cree que me casé.
—Lo cree porque se lo dijiste con todas las letras.
—Cállate, Eric, necesito pensar. —Medito mientras muerdo mis uñas—. Puede llegar a funcionar, ¿no? Me refiero a que dentro de unos días puedo decirle que resultaste ser violento y tuve que pedir la nulidad luego del viaje. Nunca se enterará de la mentira. —Tengo una idea tan buena que me obliga a sentarme—. ¡Oh! Puedo decirle que moriste. —Edward me mira fijo—. Salimos a bucear —digo con el ceño fruncido— y nunca regresaste al bote, una tragedia. — Pestañea—. ¿Qué? —pregunto—. Nunca volverás a verlo. No tienes que caerle bien ni tampoco necesita, ya sabes, saber que sigues existiendo.
—Pareces muy segura de que iré a cenar.
Pongo mi expresión más adorable. Cruzo mis piernas, las descruzo, me inclino, bato rápido mis pestañas y sonrío.
—¿Por favor? Sé que es mucho pedir.
—¿Se te metió algo en el ojo? —pregunta mientras se aleja.
Mis hombros se caen por la decepción y lanzo un gruñido. No puedo creer lo que estoy a punto de decir:
—Te dejaré el dormitorio si vienes e interpretas tu papel.
Se muerde el labio mientras piensa.
—¿Tendríamos que fingir estar casados? Me refiero a que tendremos que tocarnos y… ¿ser amables?
Edward pronuncia la palabra amables con el mismo tono que el resto de las personas diría desmembramiento.
—Es muy importante para mí. —Creo que lo logré. Me acerco un poco arrastrando la silla—. Prometo ser la mejor esposa falsa que hayas tenido jamás.
Inclina su trago y lo termina. Definitivamente no miro lo largo y definido que tiene el cuello.
—Bien. Iré.
—Muchas muchas gracias. ¡Oh, por Dios! —Casi me desmayo de la felicidad.
—Pero me quedo con el dormitorio.
