Disclaimer: Nada de esto me pertenece, la saga crepúsculo es propiedad de Stephenie Meyer y la trama es del libro "Una luna sin miel" de Christina Lauren, yo solo busco entretener y que más personas conozcan este libro.
Capítulo 9
Cuando volvemos a tierra firme, Edward recupera el color, pero para no tentar a la suerte (o correr el riesgo de cenar cerca de Sophie y Billy) decidimos pedir servicio a la habitación.
Aunque él lleva su plato a la sala de estar y yo el mío al dormitorio, entre mi primer bocado de pasta y el cuarto episodio de Glow, me doy cuenta de que, si hubiera querido, podría haberlo dejado en la habitación y salir yo sola para hacer alguna de los cientos de actividades que ofrece el hotel. Y sin embargo aquí estoy: pasando la noche encerrada en la habitación porque Edward tuvo un día difícil. Si necesita a alguien, estoy a un grito de distancia.
Si necesita a alguien… ¿va a necesitarme a mí? Quiero pegarme por esta debilidad, y por creer que Edward me elegiría a mí para consolarlo ahora que no está atrapado en un bote. Claro que no me elegiría, ¡y no tiene por qué hacerlo!
Pero tan pronto como termino de debatirme conmigo misma sobre cómo disfrutar mis vacaciones y frenar el avance de lo que sea que siento por este tipo que ha sido casi amigable conmigo en el paraíso, pero nunca en la vida real, recuerdo lo que sentí bajo el agua, cómo se sintió su pecho contra mi espalda en cubierta, cómo se sintieron mis dedos entre su pelo. Mi corazón late enloquecido pensando en cómo su respiración se sincronizó con el ritmo de mis uñas pasando suaves por su cuero cabelludo.
Rompo en carcajadas cuando nos recuerdo desnudos jugando al Twister en el Baño del Infierno.
—¿Te estás riendo por lo del baño? —grita desde la sala de estar.
—Me reiré por lo del baño hasta el final de mis días.
—Yo igual.
Miro hacia la sala de estar, sonrío y caigo en la cuenta de que seguir firme en el equipo Odio a Edward Cullen tomará más trabajo del que realmente vale.
La mañana llega a la isla y el cielo se ilumina lento y nublado.
Ayer, el rocío de la noche se evaporó enseguida con el calor del sol.
Pero no hoy, hoy llueve.
Está helado y atravieso la habitación para buscar café. La suite sigue bastante oscura, pero Edward ya despertó. Está estirado a lo largo del sofá y sostiene un libro grueso frente a los ojos. Con sabiduría, se abstiene de hablarme hasta que la cafeína haya tenido tiempo de recorrer mi organismo.
Luego de un rato, voy hacia la sala de estar. Sigo en pijamas, pero ya me siento humana.
—¿Qué piensas hacer hoy?
—Lo que ves. —Cierra el libro y se lo apoya sobre el pecho. La imagen se guarda en la enciclopedia de mi cerebro como la Posición Edward dentro de la subcategoría Sorprendentemente Sexy—. Pero en la piscina y con un trago en la mano.
Al mismo tiempo, miramos hacia la ventana y fruncimos el ceño. Las gotas gruesas hacen sacudir las palmeras y el agua corre por las puertas del balcón.
—Quería hacer surf con remo —digo decepcionada.
—Parece que no va a suceder. —Vuelve a levantar el libro.
Mi instinto me indica mirarlo mal, pero él ni siquiera me está mirando. Tomo la guía del hotel de la mesa del televisor. Tiene que haber algo para hacer en un día de lluvia; puedo compartir tiempo con Edward en el exterior, pero puede correr sangre si los dos pasamos todo el día en la suite.
Acerco el teléfono y abro la guía. Edward se acerca para leer la lista de actividades sobre mi hombro. Su presencia se convierte (de repente) en una enorme masa de calor que recorre la habitación y ahora se para a mi lado. Mi voz vacila mientras miro la lista.
—Tirolesa… helicóptero… caminata… submarino… kayak… cuatro por cuatro… bicicleta…
Me detiene antes de que pueda decir la siguiente.
—Oh, ¡paintball!
Lo miro pálida. El paintball siempre me pareció una actividad para personas amantes de las armas y llenas de testosterona. Edward no parece pertenecer a ese grupo.
—¿Has jugado al paintball alguna vez?
—No —responde—. Pero parece divertido. ¿Qué tan difícil puede ser?
—Parece algo muy peligroso como para dejarlo librado al universo, Edward.
—Al universo no le importa cómo me vaya en el paintball, Bella.
—Una vez mi padre me regaló una pistola de bengalas cuando me fui de campamento con un novio. Se disparó en la cajuela e incendió nuestro equipaje mientras nadábamos en un río. Tuvimos que ir a un Walmart para comprar ropa (recuerda, solo teníamos nuestros trajes de baño). El pueblo era diminuto, como salido de una película de terror. Nunca antes había sentido que podía convertirme en la cena de alguien hasta que me encontré caminando por esos pasillos en busca de ropa interior.
Me mira por varios largos segundos.
—Tienes muchas de estas historias, ¿no?
—No te das una idea. —Vuelvo a contemplar la ventana—. Pero, en serio, llovió toda la noche, ¿no habrá mucho lodo?
—Solo estás dispuesta a terminar cubierta de pintura, pero nada de lodo. —Se apoya en la encimera.
—El objetivo es justamente no terminar cubierta de pintura.
—No puedes evitar pelear conmigo —dice— y eso me ofende.
—¿No fuiste tú quien hizo el chiste del lodo? ¿Eso no fue pelear?
Gruñe, pero lo veo reprimir una sonrisa.
—¿Por qué no atacas eso? —Señalo el minibar.
Edward se acerca todavía más. Su perfume es increíble y eso me fastidia.
—Hagamos paintball hoy.
—De ninguna manera —digo sacudiendo la cabeza.
—Vamos —ruega—. La próxima actividad la eliges tú.
—¿Por qué quieres pasar tiempo conmigo? No nos caemos bien.
—No estás pensando estratégicamente. Podrás dispararme con balas de pintura.
Un montaje de videojuego se reproduce en mi cabeza: mi arma escupiendo balas verde Skittle que estallan contra el chaleco de Edward. Y, finalmente, el tiro de gracia: una enorme mancha verde directo en la ingle.
—¿Sabes qué? Voy a adelantarme para reservarnos lugares.
Una combi del hotel nos lleva al campo de paintball. Nos detenemos frente a un edificio industrial con un gran estacionamiento en el frente y bosques alrededor. La lluvia no es copiosa (más bien es una llovizna fina y persistente), pero sí, claro, hay lodo.
Dentro, la oficina es pequeña y huele a (adivinaron) tierra y pintura. Nos da la bienvenida un hombre tan ancho como alto que usa una camisa con un estampado que mezcla el camuflaje militar con flores hawaianas y, por lo que indica su gafete, se llama Hogg.
Edward habla con él sobre las opciones de juego, pero yo casi no escucho. Las paredes están cubiertas de cascos, armaduras, gafas de protección y guantes. Cerca de una puerta hay un poster que dice: CÁLMATE Y RECARGA. También hay armas, muchas armas.
Es un mal momento para recordar que nunca antes sujeté una, ni hablar de disparar.
Hogg se va hacia una habitación en el fondo, Edward gira para mirarme y me señala una pared que tiene nombres y puntajes: son los jugadores que ganaron una suerte de guerra de paintball.
—Parece que va a ser bastante intenso.
Señalo hacia la otra punta de la habitación a un cartel que dice: CUIDADO: MIS BOLAS PUEDEN PEGARTE EN LA CARA.
—Hogg sí que sabe de elegancia. —Levanto un arma de paintball que imita un rifle—. ¿Te acuerdas de la escena de Cómo eliminar a tu jefe en la que Jane Fonda está vestida de safari y recorre la oficina buscando al señor Hart?
—No —dice Edward, torciendo la cabeza para contemplar todo el equipamiento que hay en la habitación con un dulce asombro—. ¿Por qué?
Sonrío cuando vuelve a mirarme.
—Por nada. —Señalo hacia la pared y pregunto—. ¿Disparaste un arma alguna vez?
Hay muchos fanáticos de la caza deportiva en Minnesota, ¿y quién sabe?, Edward podría ser uno de ellos.
Asiente y se queda callado. Mi mente entra en un túnel de locos imaginando la tragedia que sería que tuviera la cabeza de una cebra colgada de la pared de su sala de estar. O de un león. Oh, por Dios, ¿qué tal si es una de esas personas horribles que van a África a cazar rinocerontes?
Mi imaginación hace que vuelva con todo su esplendor el rechazo hacia Edward Cullen, pero luego agrega:
—En el campo de tiro con Dane un par de veces. Le gusta más a él que a mí. —Se desconcierta cuando ve mi expresión—. ¿Qué sucede?
Tomo una gran bocanada de aire y entiendo que acabo de hacer lo que hago siempre: imaginar el peor escenario.
—Antes de que lo aclararas te imaginé con un gorro de safari apoyando tu pie sobre el cadáver de una jirafa.
—Basta —dice—, qué asco.
—Así soy. —Me encojo de hombros y hago una mueca.
—Entonces permítete conocerme. Dame el beneficio de la duda.
Dice esto último con calma, como quien no quiere la cosa, y luego frunce el ceño y señala una hebilla de cinturón apoyada sobre el mostrador que dice: Primera regla para el uso seguro de armas: no te metas conmigo.
Sigo tambaleándome en la profundidad de su confesión (y lo expuesta que me hizo sentir de repente) cuando Hogg vuelve cargando el equipamiento con sus gruesos brazos. Nos entrega un par de guantes, un mameluco, un casco y un par de gafas protectoras a cada uno. La pistola es de plástico liviano y tiene una tolva adherida a la parte superior donde se almacenan las bolas de pintura. Todo el resto sí es pesado. No puedo imaginarme corriendo con esto.
Edward inspecciona el equipamiento y se acerca al mostrador.
—Tienes… Eh… ¿protección?
—¿Protección?
Las puntas de las orejas de Edward se enrojecen. Creo que pudo leer mi mente y vio la mancha verde impactando contra su entrepierna. Mira a Hogg en busca de compresión, pero el instructor sacude la cabeza y se ríe.
—No te preocupes, grandulón, vas a estar bien.
—Sí, grandulón, yo te cubro —digo golpeándole la espalda.
El escenario para el juego es un bosque de cinco hectáreas con una docena de refugios de madera distribuidos entre la arboleda, troncos dispersos para poder esconderse detrás y algunos puentes colgantes extendidos entre los árboles. Nos piden que nos reunamos con el resto del grupo bajo un techo de metal. Las gotas de lluvia se transformaron en niebla, pero sigue soplando un viento frío que hace que mis hombros se acerquen a mis orejas.
Ethan me mira y debajo de las gafas protectoras puedo ver cómo arruga los ojos de alegría. Apenas pudo contener la risa desde que salí del vestidor.
—Pareces una caricatura —dice.
—Claro, porque a ti te queda pintado —devuelvo. Pero, más allá de que quiera fastidiarlo, es evidente que a Edward en realidad le sienta increíble el uniforme camuflado. Tiene este aspecto de soldado-sexy que no sabía que me gustaba, pero parece que sí.
—Elmer Fudd —agrega—. Cazando guonejos.
—¿Quieres callarte?
—Eres la versión patética de la recluta Benjamin.
—La recluta Benjamin ya es patética.
—¡Por eso! —La situación lo divierte mucho.
Por suerte, se acerca Bob, el instructor. Es bajito pero robusto y camina sobre el grupo como un general frente a su tropa. La conclusión obvia es que Bob quiso ser policía, pero no resultó.
Nos dice que jugaremos en la modalidad contienda mortal.
Suena a la vez genial y terrible: los veinte que conformamos el grupo seremos divididos en dos grupos, y básicamente correremos por todos lados y nos dispararemos hasta que todos los miembros de uno de los equipos sean eliminados.
—Cada jugador tiene cinco vidas —dice y nos mira con perspicacia mientras avanza—. Cuando les den, trabarán sus armas, bajarán el cañón y regresarán a la base. —Señala una pequeña construcción cercada, con un cartel escrito a mano que dice CAMPAMENTO BASE—. Se quedarán allí hasta que termine su tiempo y luego volverán al juego.
Edward se acerca y dice contra mi oído:
—No te enojarás cuando te elimine primera, ¿no?
Lo miro. Tiene el cabello aplastado por la humedad y reprime una sonrisa. Literalmente se muerde los labios y, por un momento, quiero acercarme a liberarlos.
Pero me alegra que no piense que estaremos en el mismo equipo.
—No me amenaces —respondo.
—Hay reglas sencillas pero firmes —sigue Bob—. Primero la seguridad. Si creen que algo es tonto, no lo hagan. Las gafas puestas, siempre. Cuando no usen sus armas, deben mantenerlas trabadas y con el cañón cubierto. Lo mismo para cuando tengan que retirarse porque les hayan dado.
Alguien aplaude a mis espaldas y me hace mirar sobre mi hombro. Un hombre pelado, alto y robusto asiente a lo que dice el instructor y casi que tiembla de la emoción. No tiene camiseta, lo que me parece… raro. Pero también tiene un cinturón cruzado sobre el pecho con balas de pintura extra, lo que es… todavía peor.
Intercambio miradas confundidas con Edward.
—¿Ya jugaste? —le pregunta.
—Vengo siempre que puedo —dice el hombre—. Clancy. —Se acerca para estrecharle la mano.
—Edward. —Me señala y yo saludo—. Ella es Skittle.
—En realidad —digo, fulminando a Edward con la mirada— soy…
—Debes ser muy bueno entonces —le dice Edward a Clancy.
Clancy dobla los brazos peludos sobre el pecho.
—He alcanzado el nivel de Prestigio en Call of Duty unas doce veces, saca tus propias conclusiones.
—Sin ánimos de ofender, ¿por qué no llevas camiseta? ¿No te dolerá si te pegan? —No puedo resistir la pregunta.
—El dolor es parte de la experiencia —explica. Edward asiente como si lo que acaba de decir tuviera mucho sentido, pero lo conozco lo suficiente como para leer la risa en sus ojos.
—¿Algún consejo para este par de novatos? —pregunto.
Clancy está encantado con la pregunta.
—Usen los árboles; son mejores que las superficies planas porque pueden rodearlos y escabullirse. Para asomarse, siempre inclinados. —Nos enseña—. Mantengan protegido el resto del cuerpo. Si no, sabrán lo que es que les pegue una bola que viaja a varios kilómetros por segundo justo en el paquete. Perdón por la grosería, Skittle.
—A nadie le gusta un golpe en el paquete. —Hago un gesto con la mano.
Asiente y continúa:
—Y lo más importante: nunca pero nunca muerdan el polvo. Si caen, considérense muertos.
Todos aplauden cuando Bob termina y comienza a dividir los equipos. Edward y yo nos decepcionamos un poco cuando ambos terminamos en el Equipo Trueno. Lo que significa, lamentablemente, que no podré cazarlo por el bosque. La desilusión se acrecienta cuando ve a nuestros contrincantes: un puñado de adultos y siete adolescentes celebrando el cumpleaños número catorce de uno de ellos.
—Espera —dice Edward señalándolos— no podemos dispararles a niños.
—¿A quién llamas "niño"? ¿Tienes miedo, abuelito? —le responde uno que tiene frenos y una gorra puesta hacia atrás.
—Si te trajo tu mamá, eres un niño. —Edward sonríe con tranquilidad.
Detrás, sus amigos ríen y lo azuzan.
—En realidad tu mamá fue quien me trajo. Y me tocó el pito en el asiento de atrás.
Edward suelta una carcajada.
—Sí, eso suena justo como algo que haría Elizabeth Cullen —dice y le da la espalda.
—Mírenlo huyendo como un bobito —grita el niño.
—Cuida tu boca —Bob intercede y le lanza una mirada al adolescente. Luego gira hacia Edward—. Déjenlo para el campo de batalla.
—Creo que Bob acaba de habilitarme para destruir a ese idiota.
—Edward, es un niñito escuálido.
—Perfecto, no desperdiciaré muchas municiones para eliminarlo.
—Puede que te estés tomando esto demasiado en serio —digo poniéndole una mano sobre el brazo.
Me sonríe y guiña un ojo para que entienda que se está divirtiendo. Algo cobra vida dentro de mi caja torácica. El Edward juguetón es la última evolución de mi compañero de viaje, y la recibo con los brazos abiertos.
—Siento que debería haber prestado más atención a las reglas —Edward jadea a mi lado, lleno de lodo y salpicado de pintura púrpura. Yo estoy igual. Alerta de spoiler: el paintball duele—. ¿Hay un límite de tiempo? —Toma el teléfono y comienza a buscar en internet. Gruñe cuando pierde señal.
Apoyo la cabeza contra el refugio de madera y miro al cielo. El plan original de nuestro equipo era dividirnos y ocultarnos cerca de los bunkers; habíamos asignado defensores para que se quedaran en territorio neutral y cubrieran la avanzada de los atacantes. No estoy segura de dónde falló el plan, pero en un momento hubo una emboscada y ahora solo quedamos cuatro. El otro equipo está completo (incluidos los adolescentes malhablados).
Edward y yo quedamos atrapados detrás de una pared destruida y los niños, que son mucho más sanguinarios de lo que imaginamos, intentan cazarnos por todos los frentes.
—¿Siguen ahí? —pregunto.
Edward se asoma un segundo por encima de la barricada.
—Sí. —Vuelve a mirarme.
—¿Cuántos?
—Solo veo dos. Creo que no saben dónde estamos. —Gatea para mirar por el otro lado, pero se arrepiente rápido—. Uno está bastante lejos, el otro está parado en el puente. Diría que esperemos. Alguien aparecerá para distraerlos en algún momento y podremos correr hacia esos árboles.
Pasan unos segundos llenos de disparos y gritos. Esto es lo más alejado de la realidad que puedo imaginar. No puedo creer que lo esté disfrutando.
—Deberíamos intentar avanzar sin que nos vean —digo. No me fascina la posibilidad de atajar más bolas de pintura con el trasero, pero hace frío, estamos en un pantano, y mis muslos están empezando a temblar en señal de un inminente calambre—. Puede que lo logremos. Para mi sorpresa, no eres tan malo en esto.
Me mira y luego vuelve a espiar el bosque.
—Pero tú tienes la agilidad de una roca. Creo que deberíamos quedarnos.
Me acerco y lo pateo, me recorre un cosquilleo cuando pega un grito de dolor fingido.
Como estamos atascados aquí, escondiéndonos de un grupo de púberes, me siento tentada de buscar conversación, pero dudo.
¿Quiero conocer a Edward? Creía que conocía lo más importante (es un hombre prejuicioso que odia a las mujeres curvilíneas que compran alimentos altos en grasas en la Feria Estatal), pero también aprendí que:
•Trabaja en algo relacionado con matemáticas.
•Hasta donde sé, tuvo una sola novia desde que lo conozco, o sea en dos años y medio.
•Es muy bueno para fruncir el ceño (pero también para sonreír).
•Insiste en que no le molesta compartir la comida; solo no le gustan los bufés.
•Lleva a su hermano menor en caras aventuras.
El resto de la lista asalta mis pensamientos:
•Es en verdad muy gracioso.
•Se marea en los barcos.
•Está compuesto de puro músculo; debería confirmar que tiene órganos debajo.
•Es competitivo, pero no de un modo violento.
•Puede ser tremendamente encantador si se lo motiva con un colchón cómodo.
•Cree que siempre me veo bien
•Recuerda la camiseta que usé la tercera vez que nos vimos.
•Por lo que pude ver, esconde un gran paquete en esos pantalones.
¿Por qué estoy pensando en el pene de Edward? ¡Qué asco!
Obviamente, llegué aquí con una imagen de él que creía bastante acertada, pero tengo que admitir que esa idea se está desmoronando.
—Bueno, ya que tenemos que hacer tiempo —digo y me siento—. ¿Puedo hacerte una pregunta totalmente personal e invasiva?
—Solo si no vuelves a patearme. —Se masajea una zona de la pierna.
—¿Qué pasó entre tú y Sophie? Y de paso, ¿cómo fue que empezaron a salir? Ella es muy… Mmm… 90210. Y tú pareces más… Mmm… The Big Bang Theory.
Edward cierra los ojos y se inclina para mirar al otro lado de la barricada.
—Quizá sí deberíamos salir…
Lo traigo de vuelta detrás del muro.
—Nos queda una vida a cada uno y te usaré como escudo humano si salimos. Habla.
Toma una bocanada de aire e infla las mejillas mientras exhala.
—Salimos durante dos años —cuenta—. En ese momento vivía en Chicago, no sé si lo recuerdas, y había ido a Twin Cities a ver a Dane. Pasé por su oficina y ella trabajaba en el mismo edificio. La vi en el estacionamiento. Se le cayó una caja llena de papeles y la ayudé a levantarlos.
—Se oye como un comienzo cliché para una película romántica. —Para mi sorpresa, se ríe—. ¿Y te mudaste? ¿Así sin más?
—No fue "así sin más". —Se limpia una mancha de lodo de la frente y me gusta el gesto, puedo asegurar que tiene que ver más con la vulnerabilidad que le genera la conversación que con vanidad. En un raro momento de lucidez, me doy cuenta de que esta es la primera vez en la que realmente estoy conversando con Edward—. Pasaron algunos meses y yo venía considerando una oferta de trabajo en Twin Cities hacía un tiempo. Cuando volví a Minneapolis, nos pareció que tenía sentido vivir juntos. ¿Por qué no?
Cierro la boca cuando me doy cuenta de que está abierta.
—Guau, me toma el mismo tiempo saber si un champú me gusta lo suficiente como para seguir usándolo. —Algo se estruja en mi pecho cuando Edward se ríe, pero no de felicidad—. ¿Qué sucedió? —pregunto.
—Creo que no me engañó. Alquilamos un apartamento en Loring Park y todo iba bien. De verdad bien —hace una pausa y me mira a los ojos, como si tuviera miedo de que no le creyera—. Iba a proponerle casamiento el cuatro de julio.
Levanto una ceja para cuestionar que fuera esa fecha específica y se estira para rascarse el cuello con vergüenza.
—Me pareció que iba a ser lindo hacerlo con los fuegos artificiales.
—Ah, un gran gesto. No hubiese pensado que eras ese tipo. —Lo hago reír.
—Llegué a hacerlo, por si te lo preguntabas. Un amigo organizó una cena en su casa, fuimos, estuvimos un rato con ellos y luego la llevé a la terraza y me arrodillé. Lloró y me abrazó, pero luego me di cuenta de que nunca había dicho que sí. Cuando bajamos para ayudar a nuestro amigo a limpiar, Sophie dijo que se sentía mal y que debía volver. Cuando llegué ya se había ido.
—Espera, ¿ido ido?
—Sí —asiente—. Se había llevado todas sus cosas. Solo dejó una nota en la pizarra del refrigerador.
—¿En la pizarra? —Mis cejas se juntan.
—"Creo que no deberíamos casarnos. Lo siento". Eso dijo. Lo siento. Como si me estuviera diciendo que había salpicado salsa de tomate en mi camisa favorita. ¿Sabes qué? Limpié esa pizarra cientos de veces y nunca logré borrar esas palabras. No lo digo en sentido metafórico. Usó un marcador indeleble, no uno para pizarra, y nunca más salieron.
—Uff. Horrible. Puedes borrarlo si le pasas un marcador de agua, ¿sabías? No es que sea de mucha ayuda ahora…
—Lo recordaré la próxima vez.
—No puedo creer que hayas hecho un gran gesto y ella te lo haya devuelto con marcador indeleble en una pizarra. Dios, sin ánimos de ofender, pero Sophie es una imbécil.
Esta vez se ríe más fuerte, con más liviandad y la sonrisa le llega hasta los ojos.
—No me ofende. La mía fue una idea estúpida. Aunque me alegra haberlo hecho. Creí que éramos felices, pero la verdad es que nuestra relación era superficial. No creo que hubiera durado mucho más —hace una pausa—. Quizá solo quería sentar cabeza. Creo que desperdicié mi gran gesto con la persona equivocada. Ahora me doy cuenta de que necesito estar con alguien con quien pueda conversar durante horas, y a ella no le gustaba profundizar en nada.
Esta declaración no encaja con la idea de un temerario elitista, pero, de nuevo, tampoco encajaba el que se aferraba al apoyabrazos del avión. Tengo nuevos datos sobre Edward para mi lista:
•No sabe buscar en internet trucos de limpieza.
•Es introspectivo.
•Por mucho que lo niegue, es un romántico.
Me pregunto si Edward tiene dos caras bien diferentes o es que yo nunca me atreví a mirar más allá de lo que me contaban Dane y Nya.
Recordando cómo se paralizó cuando vimos a Sophie en el hotel, le pregunto:
—¿No habían vuelto a verse? Antes de…
—¿Antes de la cena con Charlie y Molly? Nop. Sigue viviendo en Minneapolis. Eso lo sé. Pero nunca volví a cruzármela. Y sin duda no sabía que estaba comprometida.
—¿Cómo te sientes con eso?
Juguetea con una ramita y mira hacia el horizonte.
—No estoy seguro. ¿Sabes de qué me di cuenta en el barco? Terminamos lo nuestro en julio. Dijo que lo conoció mientras él estaba reponiendo útiles escolares. ¿Cuándo es eso? ¿Agosto? ¿Septiembre como mucho? Esperó un mes. Yo estaba destruido… Era un desastre. Creo que una parte de mí pensaba que todavía podíamos volver hasta que la vi en el hotel y me choqué de frente contra una pared de desilusión.
—Lo siento —digo. Él asiente y sonríe al suelo.
—Gracias. Fue difícil, pero ya estoy mejor.
Mejor no necesariamente significa bien, pero no puedo profundizar porque el ruido de unos disparos atraviesa el aire, demasiado cerca como para seguir charlando. Damos un salto y Edward espía sobre el borde del muro mientras me acerco con torpeza.
—¿Qué sucede?
—No estoy seguro… —Se mueve de un lado al otro y mira con el dedo apoyado en el gatillo.
Me aferro a mi arma, puedo sentir en los oídos cómo late mi corazón. Solo es un juego y podría rendirme cuando quisiera, pero mi cuerpo no parece entender que el peligro no es real.
—¿Cuántos tiros te quedan? —pregunta.
Estaba un poco suelta de gatillo cuando comenzó el partido y tiré ráfagas al aire sin apuntar. El arma ahora se siente ligera.
—No muchos. —Miro dentro de la tolva, solo quedan cuatro bolas girando dentro del barril plástico—. Cuatro.
Edward abre su tolva y me pasa dos municiones. Siento pasos en la tierra. Es Clancy, a lo lejos, puedo ver que sigue sin camiseta, pero el resto es una forma difusa de color piel. Dispara y se esconde detrás de un árbol.
—¡Corran! —grita.
Edward me toma por la manga de la camiseta, me aparta del muro y señala hacia el bosque.
—¡Ve!
Comienzo la carrera, los pies golpean contra el césped húmedo.
No estoy segura de que él me esté siguiendo, pero llego al árbol más cercano y me refugio detrás. Edward avanza hasta otra barricada y mira hacia atrás. Un jugador solitario deambula.
—Es ese niño maleducado —murmura con una sonrisa—. Míralo ahí, solo…
—Quizá espera a alguien. —Escaneo los árboles intranquila.
—O puede que se haya perdido. Los niños son estúpidos.
—Mi primo de diez años construyó un robot con goma de mascar, un par de tornillos y una lata de Coca Cola —comento—. Los niños de ahora son mucho más inteligentes de lo que éramos nosotros. Vamos.
—Primero eliminémoslo. —Edward sacude la cabeza—. Solo le queda una vida.
—A nosotros también nos queda una vida.
—Es un juego, el objetivo es ganar.
—Tenemos que ir sentados durante todo el viaje de vuelta. A mi trasero magullado no le importa ganar.
—Démosle dos minutos. Si no tenemos un tiro seguro, correremos.
Accedo de mala gana, Edward se mueve para cortar camino por los árboles y sorprenderlo por el otro lado. Lo sigo de cerca, prestando atención a las maderas del suelo para que mis pasos no hagan ruido. Pero tiene razón, no hay otro jugador.
Cuando llegamos al final de un pequeño claro, vemos que el niño sigue donde estaba, tranquilo, moviendo ramitas con la punta de su arma. Edward se acerca y con la boca en mi oreja dice:
—Tiene un auricular. ¿Qué tan estúpido tienes que ser para escuchar música en una zona de guerra?
Me alejo para verle el rostro.
—Lo estás disfrutando, ¿no?
—Oh, sí —sonríe con dientes.
Edward levanta su arma y avanza agazapado y en silencio conmigo a su lado.
Llegamos a avanzar solo dos pasos en el claro cuando el niño nos ve y sonríe burlón con sus frenos. Levanta el dedo del medio y recién en ese momento me doy cuenta de que es una trampa. No giramos a tiempo para ver a su amigo aparecer por atrás, pero, antes de que podamos hacer algo, todo mi trasero está morado.
—No puedo creer que nos emboscara para que nos dispare su amigo —gruñe Edward—. Mocoso insolente.
Estamos en la sala de relajación del spa esperando que nos llamen, vestidos con batas que hacen juego. Nuestros cuerpos están tan doloridos que no nos arrepentimos de haber reservado el masaje de pareja incluso cuando recordamos qué implica que sea de pareja: estar en la misma habitación desnudos y cubiertos de aceite.
La puerta se abre y aparece una mujer de pelo oscuro. La seguimos a través de un pasillo largo y de tenue iluminación hacia una habitación todavía más oscura. Un jacuzzi burbujea en el centro y el vapor invita a zambullirse.
Edward y yo nos miramos por un segundo, pero apartamos rápido la vista. Me aferro a mi bata con plena consciencia de que estoy totalmente desnuda debajo. Creía que iríamos directo a la camilla de masajes y que deberíamos soportar solo un rápido momento de maniobras incómodas hasta meternos en las sábanas.
—¿No habíamos reservado solo masajes? —pregunto.
—Su paquete incluye unos minutos en el hidromasaje para comenzar a ablandar los músculos, luego los buscará la masajista.
—Su voz es suave y calma—. ¿Se les ofrece algo más, señor y señora Cullen?
El instinto me hace abrir la boca para corregirla, pero:
—Estamos bien —intercede Edward y le regala una sonrisa de dieciocho quilates—. Gracias.
—Que lo disfruten. —Hace una reverencia y cierra la puerta detrás de ella.
El jacuzzi borbotea entre nosotros.
Su sonrisa se borra y me mira con severidad.
—No llevo nada debajo. —Hace un gesto hacia el lazo de su bata y agrega—: Imagino que tú tampoco…
—Nop.
Contempla el vapor del agua y su deseo es casi palpable.
—Mira —dice, finalmente—. Haz lo que quieras, pero yo apenas puedo caminar. Voy a meterme.
Se desata la bata antes de terminar de pronunciar la última palabra y puedo ver con claridad su pecho desnudo. Giro abruptamente, de repente me interesa mucho la mesa con bocadillos y botellas de agua que está apoyada contra la pared a mis espaldas.
Se escuchan unos movimientos y finalmente el ruido de la tela contra el suelo antes de un gemido, grave y profundo.
—¡Oh, por Diooosss! —Suena como un diapasón y un escalofrío sube por mi cuerpo—. Isadora, tienes que meterte.
—Estoy bien. —Tomo un tazón de frutas secas y muerdo una.
—Somos dos personas adultas y no podrás ver nada. Mira.
Giro un poco y espío sobre mi hombro. Tiene razón, las burbujas le llegan justo debajo de los hombros, pero igualmente es un problema. ¿Quién hubiera dicho que me gustaban tanto las clavículas? Dobla la boca en una pequeña sonrisa, apoya la espalda, estira los brazos y suspira dramáticamente.
—Dios, esto se siente increíble.
Cada uno de mis magullones y músculos doloridos responde con un lloriqueo. El vapor forma dedos que me llaman. Burbujas, chorros y un sutil olor a lavanda.
Clavículas desnudas.
—De acuerdo. Cierra los ojos. —Lo hace, pero apuesto a que puede espiar—. Cúbrelos también. —Se queja, y apoya la palma sobre los ojos—. Con las dos manos.
Una vez que está completamente ciego, lucho para deshacerme de la bata.
—Cuando accedí a esta luna de miel, jamás me imaginé que implicaría tanta desnudez.
Edward se ríe entre las manos. Meto un pie en el agua. El calor me envuelve (casi demasiado calor) y un silbido se escapa cuando me sumerjo en el agua. El calor y las burbujas alrededor de mi cuerpo se sienten tan bien que no puede ser real.
—Oh, por Dios, esto es increíble —exclamo con un suspiro tembloroso. Edward endereza la espalda—. Puedes mirar, ya estoy decente —digo.
—Debatible. —Baja la mano con cautela.
Los chorros golpean mis hombros y la planta de mis pies. Mi cabeza cuelga hacia un costado.
—Esto se siente tan bien que no me importa lo que digas.
—Ojalá me quede energía para decir algo inteligente, entonces.
—Qué bueno ser alérgica a los mariscos. —Resoplo una risa, me siento embriagada.
—Sé que el costo fue alto, pero ¿te divertiste? —Edward se hunde un poco más.
Quizá sea porque el agua caliente me dejó más como una gelatina que como un puñado de dolor muscular y magullones, pero la verdad es que sí.
—¿Considerando que tuve que tirar mi calzado deportivo favorito y que apenas puedo sentarme? Sí, me divertí. ¿Tú?
—Sí. Si dejo de lado todo el tema Sophie, estas vacaciones no son tan terribles como esperaba.
—Guau, no seas tan halagador. —Lo miro con un ojo.
—Entiendes a lo que me refiero. Creía que estaría solo al costado de la piscina, que comería demasiado y volvería a casa bronceado. Creía que te toleraría.
—Debería ofenderme, pero… pienso igual.
—Por eso es una locura que estemos aquí. —Edward se mueve hacia el otro lado del jacuzzi y se estira para alcanzar un par de botellas de agua apoyadas en una repisa. Mis ojos siguen el movimiento, el modo en que los músculos de su espalda se relajan y se contraen, el modo en que las gotas de agua ruedan por su piel. Tanta piel—. Por Dios, a tu hermana le daría un ataque si nos viera ahora.
—¿A mi hermana? —Parpadeo para llamar su atención y tomo la botella que me alcanza.
—Sí.
—Mi hermana cree que eres genial.
—¿Nya?… ¿En serio?
—Sí. Odia los viajes en los que llevas a Dane, pero no entiende por qué yo te odio tanto.
—Mmm… —dice, procesando lo que acaba de escuchar.
—Pero no te preocupes, no le diré que disfruté algunos momentos contigo. La Nya presumida es la peor Nya.
—¿Crees que no se dará cuenta? ¿No tienen telepatía de gemelas?
—Lamento decepcionarte, pero no. —Me río y destapo la botella.
—¿Cómo es tener una gemela?
—¿Cómo es no tener una gemela? —respondo y lo hago reír.
—Touché.
Edward debe tener calor, porque se incorpora y se mueve hacia otro de los escalones dentro del jacuzzi, uno un poco más alto, que deja más piel al descubierto.
El problema, ya ves, es que me muestra más piel a mí.
Mucha más.
Veo hombros, clavículas, pecho… y cuando levanta los brazos para correrse el pelo de la cara veo varias pulgadas de abdominales bajo los pezones.
—¿Siempre fueron tan…? —Sacude una mano como si supiera a qué se refiere. Y lo sé.
—¿Diferentes? Sí. Según mi madre, desde que éramos bebés. Es algo bueno, porque intentar estar a la altura de Nya me hubiese enloquecido.
—Sin duda. ¿Es raro verla casada?
—Todo cambió desde que conoció a Dane, pero así son las cosas, ¿no? La vida de Nya se está acomodando como se suponía que lo haría. Yo soy la que está estancada.
—Pero eso está por cambiar. Debes estar emocionada.
—Sí. —Es extraño estar hablando con Edward de esas cosas, pero su interés parece sincero. Hace que quiera contarle, que quiera preguntarle—. ¿Sabes? No sé muy bien a qué te dedicas. ¿Algo de matemáticas? Llegaste al cumpleaños de Nya con traje y corbata, pero creí que habías desalojado un orfanato o clausurado un pequeño almacén familiar.
—Trabajo para una compañía de investigación como planificador de identificación digital. —Pone los ojos en blanco.
—Eso parece inventado. Como en El padre de la novia cuando ella le dice a Steve Martin que su prometido es un consultor independiente en comunicaciones y él le responde que esa es una metáfora de "desempleado".
—No todos podemos tener trabajos tan claros como "narcotraficante". —Se ríe sobre el agua burbujeante.
—Ja, ja.
—Para ser más específico —dice—, me especializo en el análisis y desglose de presupuestos. En términos más simples, le digo a mi compañía cuánto deberían gastar sus clientes en publicidad digital.
—¿Es una explicación elegante para "¡Impulsa este posteo!" "¡Invierte en Twitter!".
—Sí, Isabella —dice seco—. Suele ser eso. Tienes razón, normalmente son muchas matemáticas.
—Duro. —Frunzo el rostro.
Suelta una sonrisa silenciosa que hace temblar mis huesos.
—La verdad es que siempre fui un nerd de los números y los datos. Pero esto es el siguiente nivel.
—¿En serio lo disfrutas?
Se encoge de hombros, tan musculosos que no puedo pensar en otra cosa.
—Siempre quise un trabajo en el que pudiera juguetear con números todo el día, mirarlos desde diferentes ángulos, intentar descifrar algoritmos y anticipar patrones; este trabajo me permite todo eso. Sé que suena supernerd, pero de verdad lo disfruto.
Ajá. Mi trabajo siempre fue un trabajo. Me gusta hablar sobre ciencia, pero no siempre disfruto el aspecto comercial de mi puesto.
Puedo tolerarlo porque estoy formada para eso y soy buena en lo que hago. Pero escuchar a Edward hablar sobre su trabajo es sorprendentemente sexy. O puede que solo sea el agua, que sigue burbujeando a nuestro alrededor. El calor me deja somnolienta, ligeramente mareada.
Con cuidado de mantener mis senos bajo la línea del agua, me estiro para tomar una toalla.
—Siento que me derrito —comento.
Edward responde con un gemido:
—Déjame salir primero, así le aviso a la masajista que ya estamos listos.
—Buena idea.
Con un dedo, me indica que debo girarme.
—Aunque ya vimos todo lo que había para ver —dice. Lo escucho secarse e imaginármelo produce extrañas descargas eléctricas en mi cuerpo—. El Baño del Infierno se ocupó de eso.
—Siento que debería disculparme. Vomitaste justo después.
Se ríe por lo bajo.
—Como si esa pudiera ser mi reacción por verte desnuda, Isabella.
La puerta se abre y se cierra. Cuando me giro para preguntarle qué quiso decir, ya no está.
Edward no vuelve a buscarme y cuando Diana, nuestra masajista, me acompaña a la habitación puedo ver por qué. Está paralizado por el horror mirando la camilla.
—¿Qué sucede contigo? —pregunto entre dientes mientras
Diana se aleja para bajar las luces.
—¿Ves dos camillas? —susurra.
Vuelvo a mirar y no entiendo a qué se refiere hasta que… Oh.
—Espera —digo, mirándolo—. Creía que los dos recibiríamos masajes.
Diana sonríe con calma.
—Claro que sí. Pero como yo les enseñaré y ustedes practicarán con el otro, solo podemos hacerlo de a uno a la vez.
Mi cabeza gira hacia Edward y ambos compartimos el mismo pensamiento: Mierda, no.
Diana confunde nuestro terror con otra cosa, porque se ríe y dice:
—No se preocupen, muchas parejas se ponen nerviosas, pero solo les mostraré las técnicas y luego los dejaré para que practiquen y no se sientan evaluados o supervisados.
¿Esto es un burdel? Quiero preguntar, pero por supuesto no lo hago. Por poco. Edward mira fijamente a la camilla, desolado.
Entonces —dice Diana mientras rodea la mesa y corre las sábanas para que uno de nosotros pueda entrar—, ¿quién quiere masajear primero y quién quiere recibir el masaje?
El silencio de Edward como única respuesta significa que está haciendo el mismo cálculo mental que yo: ¿Tenemos que quedarnos?
Considerando lo que dijo justo antes de irse sobre su reacción a mi desnudez, no sé qué piensa, pero dada mi nueva fascinación por sus clavículas, el vello de su pecho y sus abdominales, avanzar con el masaje me resulta tentador. Me pregunto si no sería más fácil recibir el masaje primero para no tener que tocarlo y fingir que no me afecta. Aunque el panorama de esas enormes y fuertes manos masajeando mi espalda desnuda no es mucho más alentador.
—Yo lo intentaré primero —digo, justo en el momento en que Edward dice: "La masajearé primero".
Nos miramos con los ojos bien abiertos.
—No —respondo—, súbete a la camilla. Yo me ocupo del masaje.
—En serio, está bien. Yo masajearé primero. —Se ríe incómodo.
—Iré a buscar toallas —dice, amable, Diana— y les daré algo de tiempo para decidir.
Cuando se retira, giro hacia él:
—Métete en las sábanas, Elmo.
—En serio preferiría… —Hace una mímica como si fuera a apretar mis senos.
—No creo que haya nada de eso.
—No, me refería a… —gruñe y se pasa una mano por la cara—. Solo súbete. Me daré la vuelta para que puedas acomodarte. Desnuda o como prefieras.
Está oscuro, pero puedo verlo ruborizarse.
—¿Estás…? Por Dios, Edward, ¿estás preocupado porque vayas a tener una erección en la camilla?
Levanta la barbilla, traga y pasan unos cinco segundos hasta que responde.
—La verdad que sí.
Y con esa pequeña frase mi corazón da un vuelco. Su respuesta fue tan sincera y real que mi garganta se seca ante la idea de ponerlo a prueba.
—Oh —digo y mojo mis labios. De repente tengo la boca seca. Miro a la camilla y transpiro—. De acuerdo. Me subiré. Solo… Quiero decir… Solo no te rías de mi cuerpo.
Se queda mudo, petrificado, y murmura un contundente:
—Nunca haría eso.
—Excepto que ya lo has hecho. —Se me quiebra la voz.
Abre la boca para responder con las cejas juntas en señal de preocupación, pero Diana regresa con una pila de toallas. Edward exhala por la nariz e, incluso cuando alejo la mirada, puedo sentir cómo intenta recuperar mi atención. Siempre me gustó mi cuerpo (y hasta puedo valorar mis nuevas curvas), pero no quiero estar en situaciones en las que alguien tenga que tocarlo por obligación.
Pero, de nuevo, si no confiara en él y no quisiera que me tocara, podría decirle a Diana que no tenemos ganas de hacer esto hoy.
¿Entonces por qué no lo hago?
¿Será verdad que en realidad quiero sentir las manos de Edward sobre mi cuerpo?
Si él no quisiera, también podría decirlo, ¿no?
Lo miro buscando una señal de incomodidad, pero ya no está ruborizado, sino tremendamente determinado. Nuestros ojos se encuentran por uno… dos… tres segundos y luego contempla mis labios, mi cuello y todo mi cuerpo. Inclina las cejas, separa apenas los labios y noto que su respiración se acelera. Cuando vuelve a mirarme, entiendo lo que intenta decirme: Me gusta lo que veo.
Sofocada, busco el lazo de mi bata; se supone que estamos casados, lo que quiere decir que nos conocemos desnudos y, aunque definitivamente vimos fragmentos en el baño del barco, no creo estar lista para que Edward tenga una vista directa y prolongada de mi cuerpo sin bata subiendo a la camilla. Por suerte, mientras Diana corre las sábanas y se gira para darme privacidad, Edward juguetea con su lazo y lo mira fijo. Dejo caer mi bata y a toda velocidad me deslizo entre la calidez y la suavidad de este suave capullo.
—Empezaremos boca abajo —dice con un tono suave y amable—. Edward, ven, párate en este lado.
Me giro con toda la gracia que puedo y acomodo el rostro en el aro. Tiemblo alborotada, nerviosa y tengo tanto calor que quiero tirar las tibias sábanas al suelo.
Diana habla despacio con Edward sobre cómo doblar la sábana, riéndose sobre que no hará falta tanto protocolo si lo hacemos en casa. Él también se ríe; volvió el Edward fresco y encantador y debo admitir que estar así, mirando al suelo, en lugar de haciendo contacto visual, hace más fácil seguir odiando al hombre con el que, de repente, quiero tener sexo hasta quedar inconsciente.
Escucho que Diana aprieta un envase y luego el ruido del aceite sobre sus manos.
—Esa cantidad es suficiente —dice Diana con suavidad—. Empecemos por aquí.
Apoya las manos en mis hombros y comienza a masajear primero suave y luego con firmeza. Diana relata los movimientos y le explica a Edward cómo debe moverse desde el punto en el que el músculo se inserta y abarcar todo el largo siguiendo la forma. Le explica dónde debe aplicar presión, cómo evitar las zonas sensibles.
Comienzo a relajarme, a hundirme en el colchón.
—Ahora inténtalo tú —propone Diana.
Más aceite. Se intercambian los lugares al costado de la camilla y percibo una respiración profunda y temblorosa.
Siento el calor de las manos de Edward sobre mi espalda, siguiendo los pasos de Diana. Y me derrito. Muerdo mis labios para contener un gemido. Sus manos son enormes, incluso más fuertes que las de ella (una profesional) y cuando uno de sus dedos corre un mechón de pelo de mi cuello, se siente como un beso.
—¿Se siente bien? —pregunta despacio.
—Sí… Bien. —Tengo que tragar antes de hablar.
Siento cómo se detiene y ella lo alienta a mover las sábanas para poder trabajar en la parte baja de mi espalda. Aunque puedo sentir la presencia de Diana detrás de él, creo que nunca me sentí tan a gusto ni tan excitada. Sus manos acarician mi piel, sus dedos me masajean, resbalosos y cálidos.
—Ahora —dice Diana—, cuando llegues al trasero, recuerda: presiona, no separes.
Me río con incredulidad dentro del aro, y me aferro a las sábanas. Detrás de mí, con las manos flotando sobre mi cintura, Edward se ríe entre dientes.
—Mm, entendido.
Con cuidado, Diana le muestra cómo doblar la sábana para descubrir solo una pierna y una nalga. No es el primer masaje que tomo, así que claro que ya habían masajeado mi trasero… Pero nunca antes me había sentido tan expuesta como ahora.
Extrañamente, no lo odio.
Más aceite, más sonidos de manos frotándose y luego apoyándose sobre mí, enormes, presionando mis músculos justo como lo indica Diana. Detrás de mis párpados, pongo los ojos en blanco de placer. ¿Cómo puede un masaje de trasero ser tan maravilloso? Tan bueno es que pierdo el control.
—¿Quién iba a decir que eras tan bueno en esto? —lanzo entre un gemido.
Edward se ríe y las vibraciones de su voz grave me atraviesan.
—Oh, estoy segura de que ya sabías que era bueno con las manos —interviene Diana, juguetona, y estoy a punto de decirle que se vaya y nos deje en paz en este burdel.
Baja por mis piernas hasta los pies. Me dan cosquillas y me enternece que sea tan cuidadoso, pero transmite seguridad y sin decir una palabra sé que puedo confiar en él. Vuelve a subir para avanzar por mis brazos, masajear mis palmas y terminar en la punta de cada uno de mis dedos antes de dejarlos debajo de las sábanas con mucha suavidad.
—Buen trabajo, Edward —dice Diana—. ¿Estás despierta, Tanya?
Gimo.
—¿Lo masajearás tú a él ahora? —pregunta Diana entre risas.
Vuelvo a gemir, esta vez por más tiempo. No estoy segura de que pueda moverme. Y, si pudiera, solo sería para darme vuelta y obligar a Edward a meterse debajo de las sábanas conmigo. Esta presión en la parte baja de mi vientre no se irá sola.
—Suele suceder —dice.
—No tengo problema —dice Edward, y puede que sea porque mi cerebro está hecho papilla, pero su voz suena más profunda, más lenta, como miel tibia y densa. Pareciera que él también está un poco excitado.
—La mejor parte —cuenta Diana— es que tú podrás enseñarle a ella. —Los escucho moverse y a Diana alejarse, abrir la puerta y agregar—: Los dejaré para que intercambien posiciones si quieren; también pueden volver al spa y zambullirse de nuevo en el jacuzzi.
Diana no está, pero por algún motivo el silencio se siente cómodo.
—¿Estás bien? —pregunta Edward con cuidado luego de algunos segundos.
—Oh por dios —consigo susurrar.
—¿Es un "Oh, por Dios" bueno o un "Oh, por Dios" malo?
—Bueno.
—Excelente —se ríe con el mismo tono enloquecedor y maravilloso.
—No seas presumido.
Escucho que se acerca y puedo sentir su respiración en mi cuello.
—Oh, Isabel. Acabo de pasar mis manos por todo tu cuerpo y estás tan relajada que casi no puedes hablar. —Se aleja y escucho su voz a la distancia, cerca de la puerta—. Pierde cuidado que seré tan presumido que no lo aguantarás.
