Disclaimer: Nada de esto me pertenece, la saga crepúsculo es propiedad de Stephenie Meyer y la trama es del libro "Una luna sin miel" de Christina Lauren, yo solo busco entretener y que más personas conozcan este libro.
Capítulo 10
Me despierto y gruño de dolor. A pesar de la maravilla de masaje, estoy tan dolorida por la paliza que recibí en el bosque que apenas aguanto el peso de las mantas sobre el cuerpo. Mis brazos están salpicados de hematomas tan coloridos que por un momento dudo de si me duché ayer después del paintball. Tengo un magullón morado del tamaño de un durazno en la cadera, otros en los muslos, y uno enorme en el hombro que parece una extraña geoda.
Miro el teléfono, Nya acaba de escribirme un mensaje.
Nya:
Contando tropas.
Yo:
Contra todos los pronósticos, seguimos vivos.
¿Cómo te sientes?
Nya:
Igual.
Todavía no estoy lista para volver al ruedo, pero sigo viva.
Yo:
¿Y el esposo?
Nya:
Salió.
Yo:
¿Salió?
Nya:
Sí, se siente mejor y estaba inquieto.
Yo:
Pero tú sigues enferma.
¿Por qué no te está cuidando?
Yo:
Hace días que está encerrado en esta casa.
Necesitaba ver a sus amigos.
Miro mi teléfono y sé que no hay respuesta que no termine en una discusión.
—Se le debe haber acabado la cera para barba —murmuro y, justo en ese momento, escucho a Edward arrastrarse desde el pasillo hasta el baño.
—Apenas puedo moverme —dice cuando atraviesa la puerta del dormitorio.
—Mi piel está estampada a lunares —gimo y miro mis brazos —. Parezco salida de Fraggle Rock.
—¿Estás decente? —Golpea la puerta.
—¿Me has visto decente alguna vez?
Abre la puerta y se asoma.
—Hoy no tengo fuerzas para socializar. Hagamos algo, pero, por favor, solo nosotros.
Se va dejando la puerta abierta y a mí en soledad con mi cerebro para procesar lo que acaba de decir. Repito: ¿Cuándo el plan se convirtió en pasar las vacaciones juntos? ¿Y cuándo dejó de darnos náuseas esa idea? ¿Y cuándo empecé a irme a dormir pensando en las manos de Edward sobre mi espalda, mis piernas y entre mis piernas?
Escucho la descarga del retrete, el agua que corre y a él cepillándose los dientes. No puedo creerlo. Me acostumbré a los sonidos que hace cuando se despierta, ya no me impresiona verlo despeinado en las mañanas, y no me horroriza la idea de pasar el día juntos. De hecho, mi mente empieza a pensar opciones.
Edward sale del baño y vuelve cuando nota mi expresión.
—¿Qué te sucede?
No entiendo cómo pudo notarlo. Estoy sentada muy derecha, con el antifaz en la frente, la manta aferrada al pecho y los ojos bien abiertos.
La honestidad siempre nos resultó mejor:
—Me dio un poco de pánico que hayas sugerido que pasemos el día solos los dos y no haya querido escaparme por el balcón con una cuerda.
—Prometo ser tan molesto como pueda —dice entre risas. Se gira para regresar a la sala de estar y grita—: Y presumido también.
Recordar lo que sucedió ayer hace que mi estómago dé un vuelco y que mis partes íntimas se despierten. Suficiente. Me levanto y lo sigo, no me importa que me vea en este pijama diminuto ni que él esté en ropa interior y camiseta. No quedan secretos después del baño del barco, el jacuzzi y el masaje aceitoso.
—¿Y si vamos a la piscina? —sugiero.
—Hay gente.
—¿A la playa?
—También hay gente.
—¿Y si alquilamos un auto y recorremos la costa? —pienso mientras miro por la ventana.
—Nos vamos entendiendo. —Pone sus manos en la nuca y me distraigo con sus bíceps tonificados. Pongo los ojos en blanco (hacia mí, obvio, por notarlo) y, como no se le pasa nada, pregunta con descaro—: ¿Qué miras? —Alterna la fuerza entre sus dos brazos y habla cortado, al ritmo en que se contraen sus bíceps—. Parece-que-a-Isabella-le-gustan-los-músculos.
—Me recuerdas mucho a Dane —digo conteniendo una risa que pronto muere en mi garganta porque toda su actitud cambia.
—De acuerdo. —Deja caer los brazos y se inclina con los codos sobre los muslos.
—¿Te insulté sin darme cuenta? —pregunto.
Sacude la cabeza y piensa su respuesta durante un tiempo. Lo suficiente como para que me aburra y vaya a la cocina a hacer café.
—Creo que no te agrada mucho Dane —dice finalmente.
Oh, entramos en terrenos pantanosos.
—Me agrada —digo a la defensiva—. Me agrada más que tú — agrego con una sonrisa.
Silencio incómodo. Incómodo porque ambos sabemos que estoy mintiendo. El gesto conflictuado de Edward se convierte lentamente en una sonrisa.
—Mentirosa.
—De acuerdo. Admito que ya no eres Satán, pero definitivamente eres uno de sus secuaces —digo mientras llevo dos tazas a la sala de estar y apoyo la suya en la mesa de café—. Siempre creí que Dane era un chico de fraternidad, de esos que hacen de tomar cerveza un deporte. Lo que me sorprende es que tú puedas ser peor cuando pareces una persona mucho más seria.
—¿A qué te refieres con "peor"?
—Vamos —digo—, ya sabes. Como cuando lo llevas en esos locos viajes siempre que Nya tiene cosas planificadas. San Valentín en Las Vegas. El año pasado, en su aniversario de primera cita, surf en Nicaragua. En su, bueno, nuestro, cumpleaños número treinta, esquí en Aspen. Terminé comiéndome su postre gratis porque ella estaba muy ebria como para levantar el tenedor.
Edward se queda mirándome, visiblemente confundido.
—¿Qué? —pregunto.
—Esos viajes no los planeé yo. —Sacude la cabeza y sigue mirándome.
—¿Qué?
Ríe nervioso y se pasa una mano por el cabello. El bíceps vuelve a resaltar. Lo ignoro.
—Dane organizó todos esos viajes. De hecho, irme a Las Vegas en San Valentín me trajo problemas con Sophie. Pero no tenía idea de que se estaba perdiendo fechas importantes. Creí que necesitaba pasar tiempo con su hermano.
Durante unos segundos rebobino esas escenas en mi cabeza, porque sé que dice la verdad. Recuerdo especialmente el viaje a Nicaragua, estaba allí cuando Dane le dijo a Nya que no iba a estar para el aniversario de su primera cita. Estaba devastada. Dijo: "El imbécil de Edward compró pasajes no reembolsables. No puedo decir que no, cariño".
Estoy a punto de decírselo a Edward, pero él habla primero:
—Estoy seguro de que Dane no sabía que estaba perdiéndose cosas que ella había planeado para los dos. Él nunca haría eso. Debe haberse sentido muy mal.
Claro que piensa eso. Si la situación fuera al revés, diría cualquier cosa para defender a mi hermana. Retrocedo mentalmente cuando me doy cuenta de que ahora no es el momento para dar esta batalla y que no somos nosotros quienes deben darla. Esto es entre Dane y Nya, no entre Edward y yo.
Las cosas con Edward van bien. No lo arruinemos, ¿sí?
—Seguro que sí —respondo y él me mira agradecido, quizá ahora puede ver todo con más claridad. Todo este tiempo creí que era él quien estaba detrás de esos viajes y ahora lo entiende. No solo no es el imbécil criticón que creí que era, sino que tampoco es la mala influencia que le causó tanto sufrimiento a mi hermana. Es mucho para procesar.
—Vamos —concluyo—. Vistámonos y consigamos un auto.
Edward me toma de la mano para salir del hotel.
—Por si nos cruzamos a Sophie —explica.
—Claro. —Sueno como esos nerds inadaptados de las películas para adolescentes que están de acuerdo con todo lo que dicen los personajes principales, pero qué más da. Sostener la mano de Edward sigue siendo raro, pero ya no es totalmente desagradable. De hecho, se siente tan bien que me hace sentir culpable. No hemos visto a Sophie y a Billy desde la excursión en barco, por lo que esta actuación de amor probablemente sea innecesaria. Pero ¿para qué arriesgarse, no?
Además, me convertí en la fan número uno de esas manos.
Alquilamos un convertible Mustang verde lima porque somos dos turistas idiotas. Estoy segura de que Edward espera una discusión por la conducción, pero le arrojo las llaves con alegría. ¿Quién no quiere tener un chofer que la lleve a pasear por Maui?
Cuando llegamos a la costa noroeste, Edward acelera todo lo que puede. La gente no suele conducir rápido en la isla. Pone una lista de reproducción de Muse, pero uso mi derecho a veto y pongo The Shins. Se queja y, en un semáforo, cambia a Editors.
—No estoy para esto —protesto.
—Soy el conductor.
—No me importa.
Se ríe y me hace un gesto para que elija lo que quiera. Death Cab comienza a sonar y sonríe… parece que brilla el sol. La música flota a nuestro alrededor, tengo los ojos cerrados, el rostro contra el viento y la trenza de mi cabello volando detrás.
Por primera vez en días estoy total, completa y definitivamente feliz.
—Soy la mujer más inteligente del mundo por haber tenido esta idea —comento.
—Discutiría para no perder la costumbre —responde—, pero es verdad.
Me sonríe y mi corazón choca contra el esternón porque me doy cuenta de que estaba equivocada: por primera vez en meses (quizá años) estoy feliz. Y es con Edward.
Pero soy una experta en autoboicotearme y vuelvo a viejos hábitos:
—Debes estar esforzándote para no hacerlo.
—Es divertido discutir contigo —Edward se ríe y me doy cuenta de que no me está pinchando, me está elogiando.
—Ya basta.
—¿Basta de qué? —Me mira y luego vuelve al camino.
—De ser agradable. —Y, por Dios, cuando vuelve a mirarme para saber si estoy bromeando, no puedo evitar sonreír. Edward Cullen está haciendo algo extraño con mis emociones.
—Prometí ser irritante y presumido, ¿no?
—Sí —acuerdo—. Así que ponte manos a la obra.
—¿Sabes? Para ser alguien que me odia, gemiste mucho cuando te toqué —dice.
—Cállate.
—"Presiona, no separes". —Me sonríe y luego mira al camino.
—¿Puedes callarte?
Lanza una carcajada amplia y ruidosa; es un sonido que nunca había escuchado y un Edward que nunca había visto: la cabeza inclinada hacia atrás y los ojos arrugados de alegría. Se ve tan feliz como yo me siento.
Milagrosamente, pasamos horas sin pelearnos ni una sola vez.
Mi madre y Nya me envían algunos mensajes de texto, pero las ignoro. Este es uno de los mejores días de toda mi vida. La vida real puede esperar.
Exploramos la costa escarpada, encontramos varios espiráculos que nos dejan sin aliento y paramos a la vera de la ruta para comer tacos cerca de una playa de agua turquesa regada de corales. Ahora tengo cerca de cuarenta fotos de Edward en mi teléfono; y lamentablemente no puedo usar ninguna para chantajearlo porque se ve genial en todas.
Se acerca justo cuando miro una de sus fotos. Sonríe tanto que podría contar sus dientes y el viento presiona la camiseta contra su pecho. Detrás, el majestuoso bufadero de Nakalele produce su columna de agua de casi treinta metros de altura.
—Deberías enmarcarla para tu nueva oficina —dice señalando la pantalla de mi teléfono.
Lo miro sobre mi hombro para saber si está bromeando. Su expresión no me da respuestas.
—Sí, no lo creo. —Tuerzo la cabeza—. Es obscena.
—¡Había viento! —protesta porque piensa que me refiero al hecho de que bajo la camiseta azul puede adivinarse cada contorno de su pecho. Y… sí, pero…
—Me refería a la enorme eyaculación a tus espaldas.
Edward se queda callado y vuelvo a mirarlo, sorprendida de que mi comentario no le haya resultado ocurrente. Parece que se estuviera mordiendo la lengua. Noto que he virado la conversación del terreno de la pelea al de la sexualidad. Creo que está analizando si fue o no un coqueteo consciente.
Parece que se definió por pensar que no (lo que es verdad, pero, ahora que lo pienso, no estoy tan segura) y se inclina para morder su taco. Exhalo y paso a la siguiente foto: estoy parada frente a la famosa roca con forma de corazón. Edward vuelve a espiar sobre mi hombro y ambos nos quedamos quietos.
Modestia aparte, es una gran foto. Los cabellos sueltos de la trenza vuelan en el aire. Mi sonrisa es enorme; no parezco la pesimista que en verdad soy. Estoy enamorada de este día. Y, diablos, con el viento soplando sobre mi camiseta, las gemelas se ven increíbles.
—¿Me envías esa? —dice bajito.
—Claro. —Se la paso y escucho el ding cuando su teléfono la recibe—. No hagas que me arrepienta.
—Necesito una imagen de referencia para mi muñeca vudú.
—De acuerdo, está bien mientras sea solo eso.
—¿Qué otra cosa podría ser? —usa el tono travieso y mantiene el contacto visual, sus ojos gritan obscenidades.
Mi estómago vuelve a dar un tumbo. Una insinuación de masturbación. Humor sugerente. Se siente como saltar desde un avión sin paracaídas.
—¿Qué haremos esta noche? —pregunta mientras mira hacia otro lado y afloja lo denso del aire.
—¿En serio quieres tensar tanto la cuerda? —pregunto—. Estamos juntos hace… —le tomo el brazo para mirar su reloj— como ochenta años. Hubo hematomas, pero todavía no se derramó sangre. En mi opinión, deberíamos desistir mientras estemos a tiempo.
—¿Y eso qué implica?
—Yo me quedo mirando Netflix en el dormitorio y tú puedes recorrer la isla para asegurarte de que tus horrocruxes estén en su lugar.
—Sabes que para poder hacer un horrocrux debes matar a alguien, ¿no?
Lo miro fijamente y odio el pequeño silbido que suena en mi pecho porque entiende la referencia a Harry Potter. Sabía que le gustaba leer, ¿pero que le gusten los mismos libros que a mí? Hace que algo dentro de mí se derrita.
—Acabas de convertir un chiste en algo muy oscuro.
—¿Sabes qué me gustaría hacer? —Hace un bollo con el envoltorio del taco y se apoya sobre sus antebrazos.
—Oh… ya sé que vas a decir. Quieres cenar en un bufé.
—Quiero emborracharme. Estamos en una isla, en una falsa luna de miel y el paisaje es precioso. Sé que te gustan los tragos, Isabella Swan, y te vi apenas mareada solo una vez. ¿No te parece divertido tomar unas copas?
—Me parece peligroso —dudo y lo hago reír.
—¿Peligroso? ¿Tienes miedo de que terminemos muertos o desnudos?
Escucharlo decir eso se siente como un puñetazo porque es exactamente a lo que me refería, y la idea de terminar muerta no me asusta tanto como la otra opción.
Cerca de llegar al hotel, estacionamos en el polvoriento Cheeseburger Maui, que tiene un cartel que anuncia Mai Tais por $1.99 los miércoles. La propuesta me entusiasma porque es miércoles y estoy en bancarrota.
Edward se desabrocha el cinturón de seguridad y se estira en el asiento delantero. Definitivamente no echo un vistazo. Pero si lo hiciera, notaría lo blando que parece contra su duro y plano…
—¿Lista? —pregunta, y mi mirada se dispara hacia su rostro.
—Lista —respondo con mi tono de robot agresivo.
Definitivamente no estaba a punto de desmayarme. Estiro una mano, la sacudo y, por un momento, Edward cree que quiero que la tome. Se queda mirándome desconcertado.
—Las llaves —le recuerdo—. Si te embriagarás, yo conduzco.
Luego de analizar la lógica en lo que acabo de decir, las revolea y, como soy la persona menos atlética del mundo, casi las atrapo, pero terminan cayendo sobre el césped junto a las ruedas.
Edward se ríe mientras corro a recuperarlas. Cuando atravieso la puerta del bar que él mantiene abierta, un codo se me escapa y se clava directo en su estómago. Ups.
Apenas se inmuta.
—¿Eso es todo lo que tienes?
—Dios, te odio.
—No me odias. —Su voz es un gruñido a mis espaldas.
El interior del restaurante es exagerado y recargado y tan mágico que me detengo en seco. Edward choca con mi espalda y dispara:
—¿Qué diablos, Isabella?
—Mira este lugar —señalo. Hay un tiburón en tamaño real asomando de la pared, un pirata con su barco pintado en el muro del fondo, un cangrejo con chaleco salvavidas en una red suspendida del techo. Edward suspira.
—Es de otro mundo —dice con un silbido.
—Estamos teniendo tanto éxito en esto de no asesinarnos que estoy dispuesta a ir a un lugar más elegante si así lo prefieres, pero no veo un bufé, así que…
—Deja de tratarme como a un snob. Me gusta este lugar. —Se sienta, toma un menú pegajoso y lo examina.
Un chico con una camiseta del restaurante se acerca y llena nuestros vasos con agua.
—¿Van a querer comida o solo tragos?
Puedo adivinar que Edward está por responder solo tragos, pero me adelanto:
—Si vas a ir hasta el fondo con esto, necesitarás comida.
—Acabo de comer tacos.
—Mides un metro noventa y pesas noventa kilos. Te he visto comer y esos tacos no te durarán mucho.
El camarero concuerda conmigo con un mhmmm y lo observo.
—Miraremos el menú.
Ordenamos los tragos, Edward apoya los codos en la mesa y me analiza.
—¿Te estás divirtiendo?
Finjo estar enfocada en la carta y no en la ola de intranquilidad que siento cuando noto la sinceridad en su tono.
—Shh, estoy leyendo.
—Vamos, ¿no podemos conversar?
—¿Conversar? —Pongo mi mejor cara de confusión.
—Intercambiar palabras. Sin hacer bromas. —Exhala con paciencia—. Te pregunto algo, me respondes y luego me preguntas algo a mí.
—De acuerdo —accedo gruñendo.
Edward se queda mirándome.
—Dios, ¿ahora qué? —me inquieto—. ¡Pregúntame algo!
—Te pregunté si te estabas divirtiendo. Esa era mi pregunta.
Tomo un sorbo de agua, giro el cuello y le doy lo que quiere:
—Bien. Sí. Me estoy divirtiendo. —Expectante, continúa mirándome—. ¿Y tú? ¿Te estás divirtiendo? —pregunto, obediente.
—Sí —responde sin dudar y se inclina en su silla—. Creía que esto sería el infierno en una isla tropical y me sorprende que solo tenga ganas de envenenar la mitad de tus comidas.
—Es un avance. —Alzo mi vaso de agua y golpeo el suyo.
—¿Y cuándo terminó tu última relación? —pregunta y casi me atraganto con un pedazo de hielo.
—Wow, qué rápido cambiamos de tema.
Se ríe y hace una mueca tan adorable que quiero volcarle el agua en el regazo.
—No quiero parecer un loco entrometido. Pero ayer cuando hablábamos de Sophie me di cuenta de que nunca te pregunté nada sobre tu historia.
—Está bien —respondo con un gesto relajado—. No me molesta que obviemos mi vida amorosa.
—Sí, pero quiero saber. Ahora somos algo así como amigos, ¿no? —Los ojos verdes se le arrugan cuando sonríe, aparecen sus hoyuelos, miro hacia otro lado y puedo ver que el resto de las personas también nota su sonrisa—. No olvidemos que masajeé tu trasero ayer.
—Deja de recordármelo.
—No puedes decir que no te gustó.
Sí, me gustó. De verdad. Inhalo una gran bocanada de aire y comienzo:
—Mi último novio era un sujeto llamado Carl y…
—Disculpa, ¿Carl?
—Mira, no todos pueden tener nombres sexys como Sophie — digo, y me arrepiento inmediatamente porque frunce el ceño y sigue afectado incluso cuando la moza apoya frente a él un trago gigante, lleno de alcohol y frutas.
—Entonces, su nombre era Carl y trabajaba en 3M, y… Dios, es muy tonto.
—¿Qué cosa?
—Rompí con él cuando estalló el escándalo con 3M y la contaminación del agua. Defendió a la compañía y no pude tolerarlo. Me dio asco que fuera tan corporativo.
—A mí me parece un motivo razonable para terminar —Edward se encoge de hombros.
Chocamos los cinco sin pensarlo y pienso qué maravilloso es
que haya elegido ese momento en particular para hacerlo.
—Como sea, eso fue hace mucho tiempo… Y aquí estamos. — Ya tomó la mitad de su mai tai, así que le paso la pelota—. ¿Hubo alguien desde que terminaste con Sophie?
—Algunas citas de Tinder. —Vacía su vaso y luego nota mi expresión—. No es tan malo —aclara entre risas.
—Supongo que no, pero tengo la idea de que todos los hombres que están en Tinder solo quieren sexo.
—Puede que muchos sí. Puede que muchas mujeres quieran lo mismo. Por mi parte, nunca esperaría sexo en la primera cita.
—¿Entonces en cuál? ¿En la quinta? —digo señalando la mesa y luego cierro la boca porque, HOLA, ESTO NO ES UNA CITA.
Por suerte, mi idiotez coincide con la llegada de la camarera con una nueva ronda de tragos, entonces, para el momento en el que Edward retoma la conversación, está listo para cambiar de tema.
Resulta que Edward es un borracho tierno y feliz. Sus mejillas se sonrojan, la sonrisa no se le borra y las risitas siguen incluso cuando volvemos a hablar de Sophie.
—No se portó bien conmigo —dice, y luego vuelve a reírse—. Estoy seguro de que las cosas empeoraron porque me quedé. No hay nada peor en una relación que perder el respeto hacia tu pareja. — Apoya el mentón en una mano—. Me perdía a mí mismo estando con ella. Estaba dispuesto a dejar de ser quien soy para ser la persona que ella quería.
—Ejemplifica, por favor.
—De acuerdo —se ríe—. Para que te des una idea, hicimos una sesión de fotos de pareja.
—¿Camisetas blancas y vaqueros frente a una cerca de madera? —pregunto y se ríe más fuerte.
—No, ella de blanco y yo de negro frente a un granero intervenido con grafitis. —Ambos gemimos—. Lo más importante de todo era que nunca peleábamos. Ella odiaba discutir, entonces no podíamos estar en desacuerdo con nada.
—Parecido a nosotros —digo sarcástica y le sonrío. Se ríe y sostiene la sonrisa para mirarme.
—Sí. —Estira una pausa pesada y expectante, inhala profundo y agrega—: Nunca antes me había sentido así.
—De verdad lo entiendo. —Mucho más de lo que puedo decir.
—¿Sí?
—Antes de Carl… —digo, y se estremece al escuchar el nombre — salí con Frank…
—¿Frank?
—Nos conocimos en el tra…
—Ya sé cuál es tu problema, Irene.
—¿Mi problema, Ezra?
—Sales con tipos que nacieron en 1940.
Lo ignoro y sigo:
—Como sea, conocí a Frank en el trabajo. Las cosas iban bien, nos entendíamos en la cama, sabesaquémerefiero —digo, y espero que Edward se ría, pero no lo hace—. Como sea, una vez me vio perder el control por una presentación (estaba nerviosa porque creía que había tenido poco tiempo con el material como para sentirme cómoda) y te juro que eso lo apagó por completo. Seguimos juntos algunos meses más, pero ya no era lo mismo. —Me encojo de hombros—. Quizá estaba en mi cabeza, pero esa inseguridad empeoró todo.
—Repíteme dónde conociste a Frank…
—En Butake —termino de decirlo y me doy cuenta de que fue una emboscada.
—¡Bukkake! —exclama y amenazo con tirarle el agua.
—Es Butake, idiota, ¿por qué siempre haces lo mismo?
—Porque es divertido. Cuando eligieron el nombre, ¿no hicieron pruebas de audiencia o… o como se llamen?
—¿Focus groups?
—Eso. —Chasquea los dedos—. ¡Vivimos en la era de internet! Es como ponerle Richard a un niño. —Se acerca y susurra como si estuviera por decir el secreto mejor guardado—: Más tarde o más temprano le dirán Dick.
Me doy cuenta de que lo estoy mirando con evidente cariño cuando se acerca todavía más y me toca suavemente el mentón con la punta de un dedo.
—Me miras como si te gustara —dice.
—Es por el efecto de los mai tais. Te odio tanto como siempre.
—¿En serio? —Levanta una ceja con escepticismo.
—Síp. —Nop.
Exhala con un pequeño gruñido y termina su sexto mai tai.
—Creí que te había masajeado muy bien el trasero. Lo suficiente como para al menos pasar a la categoría desagrado intenso.
El camarero, Dan, regresa y sonríe al Edward dulce y amable.
—¿Uno más?
—No —me apresuro a responder. Edward protesta con un Pssshhh borracho. Dan me hace un gesto con las cejas, como insinuando que voy a divertirme cuando regresemos al hotel.
Mira, Dan, me conformo con poder subirlo al auto.
Puedo, pero la tarea requiere toda mi fuerza y la de Dan. El Edward borracho no solo es alegre, es excesivamente amistoso y, antes de que llegáramos a la puerta, consigue el teléfono de una linda pelirroja, le compra un trago a un hombre que lleva una camiseta de Vikings y les choca los cinco a unos cuarenta desconocidos.
Habla con un balbuceo tierno durante todo el viaje de regreso (sobre la perra de su infancia, Lucy; sobre cuánto le gusta hacer kayak en Boundary Waters y cuánto hace que no va; y sobre si alguna vez probé las palomitas de maíz saladas en escabeche —la respuesta es claro que sí—). Para cuando llegamos al hotel sigue borracho hasta la coronilla, pero un poco más entero. Logramos atravesar el lobby, pero tenemos que parar un par de veces más para que Edward se haga amigo de otros tantos desconocidos.
Se detiene para abrazar a uno de los botones que nos ayudó cuando llegamos. Desde atrás, le pido disculpas con una sonrisa y miro el nombre de su gafete: Chris.
—Parece que los recién casados la están pasando bien —dice Chris.
—Más de lo que deberíamos. —Avanzo hacia nuestra vía de escape: el pasillo de los elevadores—. Me lo llevo arriba.
—¿Quieres saber un secreto? —Edward levanta un dedo para indicarle a Chris que se acerque.
Uhhh…
—¿Está seguro? —dice Chris divertido.
—Me gusta.
—Eso espero —susurra Chris—. Es su esposa.
Y ahí explota mi corazón. Está borracho, me digo. No sabe lo que dice, es el alcohol el que está hablando.
A salvo en la suite, no puedo evitar que Edward se desplome sobre la enorme cama y se acomode para pasar allí la noche. Tendrá que vérselas con un gran dolor de cabeza en la mañana.
—Dios, estoy tan cansado —murmura.
—¿Día difícil? ¿Muchos paisajes y tragos?
Se ríe, levanta una mano en el aire y la aterriza con fuerza sobre mi antebrazo.
—No me refería a eso.
Su pelo cae sobre un ojo y estoy tentada de correrlo. Para que esté más cómodo, claro.
Me acerco y lo muevo con cuidado de su frente, me mira con una intensidad que me congela la mano a la altura de su sien.
—¿A qué te refieres entonces? —pregunto despacio.
No despega sus ojos de los míos. Ni siquiera para respirar.
—Es agotador tener que fingir que te odio.
Me toma por sorpresa y, aunque podría haberlo inferido, la confesión igualmente me atraviesa.
—¿Entonces no me odias? —pregunto.
—Nop. —Sacude su cabeza con dramatismo—. Nunca te odié.
¿Nunca?
—Parecía que sí.
—Eras muy mala conmigo.
—¿Yo era mala? —pregunto confundida. Repaso la historia en mi mente intentando verla desde su perspectiva. ¿Fui mala?
—No sé qué fue lo que hice. —Frunce el ceño—. De todos modos, no importa, porque Dane me dijo que no.
—¿Te dijo que no qué? —Estoy perdida.
—Dijo: "Ni se te ocurra" —dice arrastrando las palabras.
Comienzo a entender qué quiere decirme, pero igualmente insisto.
—¿Que ni se te ocurra qué?
Edward me mira profundamente y toma mi nuca. Juguetea con mi trenza mientras me contempla por un segundo y luego me acerca con un cuidado sorprendente. No me resisto; en retrospectiva, siempre supe que este momento llegaría.
Siento el corazón en la garganta mientras nos acercamos; luego de unos pocos besos cortos y exploratorios nos entregamos al indescriptible alivio de algo más profundo, se escuchan pequeños ruidos de sorpresa y hambre. Sabe a alcohol barato y contradicciones, pero de todos modos es, sin exagerar, el mejor beso de mi vida.
Me alejo, él pestañea y continúa:
—Eso.
Mañana voy a tener que preguntar si hay un médico en el hotel.
Algo no anda bien en mi corazón: late con demasiada fuerza, demasiado rápido.
Edward cierra los ojos y me tumba a su lado en la cama. Acurruca el largo de su cuerpo alrededor del mío. No puedo moverme y apenas logro pensar. Su respiración se estabiliza y se entrega a un sueño etílico. Yo lo sigo mucho tiempo después protegida por el perfecto peso de su brazo.
