¿Rukawa?, ¿gay?

—¡Ja, ja, ja! ¡Qué te pasó en la cabeza, Hanamichi!

Sakuragi recibía las burlas de sus amigos con seriedad. Tenía curitas por toda la cara, los brazos y también en las piernas, pero a Ryota y Mitsui, estallados de la risa en el suelo, solo les interesaba el estado de su cabello.

—A mí me gusta cómo te queda, Sakuragi. Te ves lindo.

—¡¿En serio, Haruko?! —Sonrió por primera vez en el día al ver a su amada Haruko entrar por la puerta del gimnasio. Ya era una costumbre que ella fuera a ver todos los entrenamientos del equipo. Su presencia, generalmente, ocasionaba una distracción importante en el pelirrojo. Solía terminar atajando el balón con la cara cuando ella aparecía o le daba ánimos.

Haruko se puso en puntitas de pie para acariciarle la cabeza.

—¡Se siente áspero! —le decía entre risitas, refregándosela. Sakuragi reía también, embobado por su belleza.

—¿Ahora no parezco todo un deportista talentoso? —alardeó, señalándose.

—¡Claro! Siempre lo pareciste, Sakuragi. Fue por eso que te recomendé con mi hermano cuando te conocí.

La sonrisa del nombrado poco a poco se iba deshaciendo. Haruko lucía tan inocente, tan desconocedora de la mancha con la que ahora cargaba. Aquella que no lo dejó dormir en toda la noche.

«Haruko es tan amable como siempre, y yo… la traicioné. Ya no puedo mirarla a los ojos»

Apartó la vista.

A pesar de su siempre ingenuidad, ese acto no pasó desapercibido por Haruko, quien pestañeó ante la evasión de su amigo. Sí, amigo. Ella lo tomaba como su gran confidente. El único con el que podía hablar de todo porque era muy "flexible".

Para ella era algo así como el amigo gay con el que toda chica se siente tranquila y segura, incluso como para ir al baño con él. Van a pasear, de compras, hablan con soltura entre ellos y nunca pasan una línea innecesaria. No tiene que preocuparse porque le mire el trasero ni tampoco por actuar femenina ante él. Era una relación perfecta, sana y honesta. Haruko, sin saber que su percepción insultaría a Hanamichi si se la dijera, en su inocencia lo tomaba así, como un amigo gay aunque él no lo fuera. Al menos no que ella supiera. Más de una vez, debía confesar, deseó que fuera gay. Una ocasión en especial, cuando sintió que Hanamichi se le había insinuado. De una forma muy torpe, pero insinuado al fin. Como eso era una amenaza para su preciada amistad, se convenció de que había sido una jugarreta de la mente. Hanamichi no es ese tipo de persona, se decía.

Sus amigas, cansadas de su ingenuidad, la llamaban "inocente" por no decirle otra cosa. Haruko era una experta cuando se trataba de negar la realidad.

La puerta del gimnasio se abrió, trayendo consigo a los miembros restantes del equipo que faltaban para arrancar a entrenar. Rukawa era uno. Como siempre, su porte desarreglado causaba impresión de pereza a los demás. Se acomodaba la muñequera mientras andaba, buscaba con los ojos un balón como si lo necesitara para respirar. Encontró algo parecido. Frenó los pies al toparse con la cabeza rapada y pelirroja de Sakuragi. Éste último le echó un vistazo rápido y volvió a dirigirse a Haruko con una gran sonrisa.

Rukawa suspiró.

—Ni hablar.

Ese fue, posiblemente, el entrenamiento más raro que alguna vez se dio en el equipo. Tanto Ryota como Mitsui, Gori, Kogure, Ayako y Haruko, observaban sorprendidos la actitud del rapado pelirrojo. No estaba molestando a Rukawa.

Repetimos: no está molestando a Rukawa.

Con unos ojos concentrados y el cuerpo envuelto en sudor, se enfocaba en el entrenamiento, el cual, al no tontear, hacía a la perfección. Sus movimientos eran ligeros, rápidos y, aunque no lo crean, atractivos a la vista.

El director Anzai tomaba té tranquilo sentado en su silla mientras los demás no salían de la consternación por verlo convertirse en un deportista disciplinado. Ayako hasta tuvo un momento de debilidad donde sintió a sus mejillas calentarse. Fue un acto instintivo del cuerpo que no tenía la importancia que Ryota le estaba dando. Le lloraba mirándola, pues había notado el cambio en su rostro. Haruko, al lado de Ayako, también sufrió una impresión similar. Con una mano en el pecho, veía al pelirrojo pegar uno de sus atléticos saltos. Su corazón latía deprisa, emocionado. Y es que Hanamichi parecía un hombre hecho y derecho cuando no estaba actuando como un payaso. El color negro le quedaba genial, agregó un pensamiento que no venía al caso, refiriéndose a la musculosa negra que vestía.

Sin embargo, a pesar de la adrenalina, lo que sentían ambas solo era eso, una impresión vacía y superficial. Una reacción común ante una figura que creyeron, por un momento, bella y perfecta. Era como admirar un cuadro. Haruko, entonces, se volteó a Rukawa hallándolo igual de bello. Sintiéndose algo desconcertada, una teoría que venía cosechando empezó a brotar en su interior. ¿Qué es el amor, en realidad? A Rukawa lo veía como una deidad, lo admiraba por sus habilidades deportivas, pero eso no tenía que ser precisamente amor. No lo conocía en profundidad, no había pasado ninguna experiencia o convivencia con él como para decir: te acepto con tus virtudes y defectos. Apenas le había hablado. Era un amor superficial lo que sentía, una obsesión típica que se da en la adolescencia. Su rostro fue bajando con un sentimiento de pesar. Y aunque fuera superficial, era tan potente, tan fuerte, que se confundía con amor. Recién, por un minuto, sintió lo mismo por Sakuragi impulsada por la admiración de verlo en tal perfecto estado. Si tan fácil era caer en el espejismo del enamoramiento, ¿cuántas veces más en su vida le pasaría? Y con cuántas personas, porque talentosos sobraban en el mundo, solo que la mayoría estaban escondidos. Era cuestión de empezar a abrir el abanico de opciones y dejar de mirar solo a Rukawa para encontrar otro talento que se ajustara a sus necesidades, hoy entendía, egoístas de admirar, pues haciéndolo ponía un peso y expectativas en el otro.

Pensó, entonces, que muy pocos debían conocer el significado del verdadero amor, porque si era tan fácil confundirlo con la dependencia o la admiración, ¿cuántas parejas de verdad existían? Posiblemente, la mayoría vivía una mentira. Ella no quería terminar así, conformándose con una fantasía. Quería experimentar el verdadero amor, o, en todo caso, vivir en una soledad digna. ¿Debía olvidar a Rukawa, entonces?, puesto que eso era él: una fantasía. Un amor platónico.

Los sonidos de los rebotes del balón la sacaron del divague. Sí que se había ido lejos. Volvió la atención a la cancha. Sakuragi picaba el balón con las piernas flexionadas. Hacía dribleos cortos y rápidos cerca del suelo, miraba la canasta como si fuera su presa. Esos entrenamientos básicos con Ayako sí que habían dado frutos. Tenía un dribleo perfecto.

Los demás integrantes del equipo continuaban atónitos con que no se escuchara ni una sola burla en la cancha. Sakuragi no insultaba a Rukawa ni siquiera cuando éste hacía una de sus ya conocidas clavadas, que solían desmayar a sus admiradoras chillonas.

Rukawa, algo sorprendido también, espiaba a Hanamichi de reojo desde la otra punta de la cancha. Lo atrapó haciendo un tiro simple cerca del aro. Luego de encestar, Hanamichi agarró el balón, se paró detrás de la línea de tiro libre y levantó los brazos. Despegó los pies del suelo, dobló la muñeca y lo lanzó.

Boquiabiertos, todos seguían con los ojos al balón que rodaba por el aire. Todo indicaba que iba a entrar.

Casi.

Golpeó en el borde del aro y cayó fuera. Sakuragi permanecía quieto en el lugar mientras el balón regresaba a él entre saltitos como si lo hubiera extrañado. Lo atajó en las manos, pensativo. Rukawa picaba otro balón sin quitarle la vista de encima.

«Ese tiro no estuvo nada mal»

Por un momento tuvo el deseo de enseñarle. Era cuestión de hacer unos leves ajustes en la posición de los brazos y las piernas para que enceste, nada loco. Pero el pelirrojo nunca aceptaría una clase de él.

Menos ahora.

Bajó la vista sintiendo cómo una sensación amarga se abría a paso rápido entre sus adentros, amenazando con dirigirse al corazón. No le permitió pasar. Cambió de mano el balón y se puso a driblear en dirección a la canasta. Jugó con el balón un poco, pasándolo entre las piernas, antes de flexionar las rodillas para saltar con el brazo en alto. Impulsó la mano hacia abajo e hizo una clavada que dejó sacudiéndose al tablero. Todos derivaron la atención a él. Algunos de sus compañeros lo felicitaban, otros lo admiraban en silencio. Solo por si acaso, buscó una mirada envidiosa entre esos ojos. No la encontró.

Quizás nunca más la encontraría, pensó.

Hanamichi abrió su casillero, suspirando. Sus compañeros ya se habían ido a casa mientras él, queriendo olvidarse de todo, queriendo no pensar por un maldito instante, se la pasó entrenando todo el día. Ya eran las siete de la tarde, no quedaba nadie. Y su cabeza, tal como el día de ayer, seguía siendo un desastre.

Todavía no podía creer lo que pasó con Rukawa y menos cómo aquello le hizo sentir. Indagar para adentro le era incómodo, temía descubrir una parte de sí mismo que, estaba seguro, sería difícil de aceptar. Como buena cabeza dura que era, decidió directamente ni pensar y enfocarse en otra cosa. Así, mágicamente, los problemas desaparecerían. Si no puedes golpearlos, ignóralos; era su lema.

Se quitó la musculosa negra y fue hasta una de las canillas que había en los vestidores. Se remojó un poco el cuerpo para limpiarse el sudor. Al volver al casillero, se encontró con una cabeza despeinada.

Se le paró el corazón.

Tuvo que golpearse el pecho para que funcionara de nuevo. Había olvidado que el casillero de Rukawa, para su maldita suerte, estaba al lado del suyo. Tragando saliva y poniendo su mejor cara de superado, se encaminó hacia su casillero.

Rukawa corrió disimuladamente las pupilas hacia la izquierda. Sakuragi se secaba el torso con una toalla.

—Oye. —lo llamó.

—…

—Oye.

Sakuragi pasó la vista a él. Rukawa lo veía fijamente.

—¿Qué pasa, Rukawa? ¿Te gusta lo que ves? —se burló con un tonito insinuante, bajando la toalla del torso para mostrárselo.

Los ojos de Rukawa apuntaron a su pecho de forma instintiva. En efecto, era un gran y escultural torso que, si formara parte del cuerpo de otra persona, le sería indiferente. Daba la impresión de ser duro al tacto. Corrección, lo era. Lo pudo tantear un poco y esa piel de tonalidad rosa pastel parecía hecha de acero. Volvió a su rostro.

—¿Y qué si lo hiciera?

Sakuragi arrugó la frente.

«Ugh, maldito zorro. No puedo decir nada si eres tan sincero»

Decidió seguir con lo suyo, poniéndose la playera blanca del uniforme. Rukawa se abrochaba los botones de la camisa mientras lo observaba por el rabillo del ojo. Imposible no hacerlo. Esa cabeza roja destacaba por dónde la vieras. Era un semáforo.

—Te ves como un idiota —le dijo, poniendo una mano en su cabeza— ¿Tan traumado te dejé que te rapaste?

Hanamichi se subió el pantalón azul del uniforme luego de haberse quitado el short con el que entrenaba. Se abrochaba el cinturón con la vista plantada en el casillero.

—Lo hice porque por mi culpa perdimos.

Rukawa levantó las cejas. Bufó. El idiota seguía con lo mismo, pensaba.

—Como sea, podría acostumbrarme a esto. —Le acarició la cabeza. Se sentía áspero. Esos mini pelitos le pinchaban.

Y Sakuragi se sentía raro con esa mano yendo y viniendo por la cabeza. Otra vez una sensación nerviosa comenzaba a molestarle en el estómago. La última vez había empezado así. Arrancó en el estómago y, sorpresivamente, terminó en la entrepierna. Asustado por caer de nuevo en el mismo error, asustado por su propio sentir, le dio un manotazo.

—¡No me toques!

Rukawa se quedó con la mano en el aire. Algo en sus ojos le contaba que el rechazo no le había sido indiferente. Él inclinó el rostro.

—Lo siento.

Sakuragi agrandó los ojos.

«¿S-S-Se disculpó? ¡¿El zorro se disculpó?!»

Rukawa le dio la espalda. Agarró su bolso del suelo y comenzó a retirarse con aquel aura pesada. Sakuragi lo veía irse sintiéndose mal.

—¿Qué carajo fue eso? —se preguntaba, cerrando la puerta del casillero. Esa disculpa no parecía ser solo de ahora, había sonado demasiado angustiosa para haber surgido solo porque le acarició la cabeza en broma. Entonces, esa disculpa… ¿era por lo de ayer?—. La cara que puso… ¡Agh, mierda!

Le dio un puñetazo al casillero. Su plan se cayó a pedazos. No había servido de nada evitar al zorro todo el día. Pensó que de esa forma, poniendo una necesaria distancia entre ellos, todo volvería a la normalidad tarde o temprano.

¿Aclarar lo que sucedió el día de ayer? También pensó en eso, pero no tenía los huevos para enfrentarlo. Porque lo que había sucedido entre ellos, le gustara o no, lo removió. Temía escuchar la respuesta de Rukawa. Ésta le podría llegar a tergiversar el cerebro, llevándolo a hacer nuevamente algo de lo que se arrepentiría luego.

—Ese tipo no puede estar descontrolándome así...

Desde que Rukawa lo besó no pudo dejar de pensar en él. Bueno, se estaría mintiendo si dijera que nunca pensaba en él. Siempre estaba pensando en él. En matarlo, pero en él a fin de cuentas. Aceptar que le daba tal grado de importancia le pesaba en el orgullo. Reconocer que, quizás, no lo quería tan muerto, también. Era demasiado cabeza dura para admitir que, en realidad, quería ser como él.

Por eso siempre lo observaba.

Por eso lo tomó como su némesis, para superarlo y así superarse a sí mismo. Todos necesitamos un rival en la vida para crecer, él había encontrado al suyo.

¿Atractivo, Rukawa? Odiaba admitirlo, pero lo era. Un día tuvo ese pensamiento cuando arrancándose los pelos se preguntaba qué había visto Haruko en ese imbécil. La respuesta apareció rápido: rasgos finos en un rostro agraciado, una piel de porcelana, unos ojos de hielo que encantan, una voz apenas usada pero seductora, cabello desordenado y rebelde. Alto, misterioso, deportista, buen cuerpo. Tenía todo lo que a cualquier chica de preparatoria le gustaría.

¿Entonces qué hacía un chico rudo como él sintiendo lo mismo que una minita?

—¡No soy una jodida chica!

Exclamó ese día, rompiéndose la cabeza contra la pared de su habitación. Humo salía de la frente mientras juraba fingir demencia. Ese pensamiento nunca sucedió, ese día tampoco. Listo, borrado de la memoria. Acá no pasó nada. Sigamos.

Y siguió, como si nunca hubiera pensado aquello. Como si nunca lo hubiera visto con otros ojos por unos críticos minutos.

Pero ahora, luego de ser besado por él, ese día volvía a las corridas para estrellarse directo con su corazón. ¿Qué pasó entre ellos realmente? ¿Le gustaba a Rukawa?, ¿Rukawa era gay? Si lo examinaba bien, tenía toda la pinta de serlo. Esbelto, pestañas largas, delicado, no se fijaba en las mujeres. Bueno, en realidad no se fijaba en nada más que el Básquet.

—Ningún hombre puede ser así de hermoso y no ser puto. —Si la comunidad gay pudiera escucharlo, lo lincharían. Su forma de pensar era un total insulto, pero era la única que tenía. Una forma simple y cuadrada. No le enseñaron más. Se declaraba ignorante respecto al tema. Para él, todos los hombres homosexuales eran afeminados, se arreglaban más que los hombres "comunes" (y a veces más que las mujeres) y solían ser todos guapos y de rasgos delicados. Por el contrario, los heterosexuales -los hombres de verdad, agregaba con orgullo- debían ser imponentes, con pelos en el pecho, bien machos y rudos; ese era su básico conocimiento sobre "ser hombre en el mundo". Y daba pena. Hanamichi solo veía estereotipos que debían cumplirse a rajatabla, nada más. Para él todo era blanco o negro, por ende, que apareciera un gris lo desestabilizaba. Rukawa era un gris para él. No se comportaba como el típico afeminado que tenía en mente al pensar en un homosexual, pero al mismo tiempo se le tiraba encima, lo besaba y no tenía problema de tocarlo ahí abajo—. Entonces sí es puto... ¿y quiere coger conmigo? ¿Cómo cogen los hombres entre ellos? ¿Quién se la mete a quién? ¿Se la meten los dos?

La cuestión era: ¿por qué se lo estaba preguntando?

—¡AHHHH! ¡Me cago en ti, Rukawa! —Golpeó el casillero de nuevo. Ahí se quedó, con una mueca afligida y el puño hundido en la chapa. Tenía sentimientos encontrados—. Su asquerosa cara se veía tan triste cuando se fue… ¡Ah, maldición!

Quería arrancarse los pelos de los nervios, pero ya no tenía. Debió haberse rapado luego de superar la crisis, pensó.

Rukawa volvía los pasos por las afueras de la escuela. Con las manos en los bolsillos del uniforme, caminaba mirando hacia arriba. El sol del atardecer se asomaba tenue entre las hojas de los árboles del patio, que se mecían lentas por el viento del otoño. Cerró los ojos.

«Creo que la cagué»

Agarró su bici rosa del estacionamiento de bicicletas y motos que había cerca de la entrada. Se puso los auriculares, apretó el botón de encendido en el Walkman, se lo colgó en la cintura y pasó una pierna por encima de la bici. No llegó a apoyar el trasero en el asiento que un dolor seco se estrelló directo en su cabeza. Se la refregó con pereza.

—¡Oye, zorro!

Giró el rostro. Sus ojos se abrieron un poco. Hanamichi venía caminando hacia él. Hacía saltar unas piedritas en la mano. Rukawa achinó los ojos, dándose golpecitos en la cabeza.

—¿Tú me tiraste eso, idiota?

—¿Y qué si lo hice? Sigues vivo, no es para tanto. —Hanamichi escupió el suelo antes de continuar—. Llévame.

—¿Huh?

—Que me lleves, sordo —insistió, deteniéndose a su lado. Le arrancó los auriculares de las orejas—. Yohei y los demás se fueron temprano con la moto, no tengo cómo volver a casa.

—Siempre vuelves caminan-

—¡Solo llévame, imbécil! —exclamó con la cara roja.

Rukawa rodó los ojos. Le dio unas palmaditas a la parte trasera de la bici. Hanamichi examinaba el portaequipajes diminuto con una cara de mafioso.

—Ah, ¿prefieres venir aquí? —Rukawa señaló el canasto.

Una ceja de Hanamichi tiritó. Claramente no entraba ahí.

—Oye…, siempre me lo he preguntado. ¿Por qué usas bicicleta de mina?

—Solo es una bicicleta.

—Tiene el caño bajo, es de mina. —Hanamichi señaló el tubo que separaba el manubrio del asiento. Era encorvado hacia abajo, como una "U".

Rukawa le echó un vistazo.

—Qué tiene qué ver.

—Caño alto hombre, caño bajo mina.

—Es la misma mierda. Mientras sea cómoda, ¿cuál hay?

Hanamichi gruñía por las respuestas que daba. No les encontraba sentido. Rukawa, definitivamente, no era un fan de los estereotipos como él.

Puso una mano en el canasto.

—¿Y qué hay del color rosa y el canastito, eh?

—Me gusta el color y el canasto es cómodo, puedo llevar el bolso ahí.

Hanamichi miraba los ojos aburridos de Rukawa con una ceja en alto. Sonrió. Qué tipo más simple, pensaba. Se le hacía algo tierno que le gustara esa bici rosa y que la defendiera a muerte como si fuera su compañera de vida.

«Espera..., ¿tierno?»

—¡NOOOO!

Rukawa, con el codo apoyado en el manubrio de la bicicleta, observaba al pelirrojo que hacía todo lo posible para arrancarse los pelos que no tenía. Soltando palabras inentendibles, como si estuviera en pleno maleficio, se golpeaba la cabeza contra el suelo.

Bufó.

—¿Vas a subir o no?

Hanamichi frenó el intento de noqueo. Despegó la cara del cemento, sonrojado. Lo miró por encima del hombro con un huevo en la frente.

—Solo porque no me queda otra. No te ilusiones, zorro.

—…

—…

—Tarado.

Continuará…