Hebe: ¡Muchas gracias por comentar! :D
Me gusta leer fics inspiradas en El Hobbit sobre OC femeninos que interactúen con Thorin y demás; pero para escribirlo yo, he preferido crear un personaje siniestro aunque neutral y atrayente, y ver cómo puedo incluirlo en un mundo donde el Bien y el Mal están tan marcadamente diferenciados, sin que parezca que lo he colado con calzador. No sé si lo estaré consiguiendo :P
Elein88: Enormemente agradecida por tus aclaraciones sobre anatomía ;)
N. del A.: El sable haradren (procedente del Harad) que describí en el primer capítulo y que en éste vuelve a aparecer es en realidad una catana de hoja negra y mango blanco. Así como las estrellas metálicas que figuran más abajo se corresponden con unos shuriken. Sin embargo, dudo que esos términos encajen con el vocabulario de Tolkien, por eso las he descrito en vez de nominarlas como generalmente se las conoce.
Para que os hagáis mejor idea de la indumentaria que gasta Nyx, os dejo este fanart creado por Numenoreano ^_^
http (dos puntos) / / numenoreano (punto) deviantart (punto) com /art/Nyx-Concept-534029169
Y para ambientar todo el capítulo, esta pieza de Youtube (Bee Sound Bees Buzzing 4 Hours):
watch?v=rbnaugmN-sg
· CAPÍTULO V: INMINENTE ·
·
No puedes aguantar la respiración eternamente.
En realidad, nunca lo has intentado. Sería interesante saber si sigues siendo inmortal sin respirar. Igual podrías probarlo primero en un elfo. ¿Esos petulantes pueden sobrevivir en estado de hipoxia?
Seguramente los Quendi y vosotros no respiréis lo mismo que hombres, orcos, enanos y demás mortales. El hecho de que ellos respiren oxígeno los mantiene vivos y los condena a la vez. Su cuerpo se oxida lentamente tras cada exhalación y eso les conduce irremediablemente a su muerte, pero es evidente que si dejasen de respirar, morirían igualmente. Qué paradoja.
Allá tú con tus experimentos, pero como no salgas pronto de esta pocilga, acabarás oliendo a estiércol.
Los troles no se desplazan durante el día, por lo que ocupan cuevas hasta que llega la noche; y en ellas se dedican a reunir un variopinto surtido, que va desde cacharros inservibles hasta objetos interesantes.
Tardaste poco en encontrar la caverna, y efectivamente el olor era insoportable al principio y sigue siéndolo ahora. No te vas a acostumbrar a él por mucho que permanezcas en ella, de modo que aguantas la respiración mientras la recorres en busca de algo que pueda serte de utilidad.
Nada más entrar, una montaña de monedas doradas te dio mejor bienvenida que ese primer impacto pestilente. A los de tu etnia no os suelen interesar los tesoros ni las riquezas materiales, más que nada porque no les dais uso, pero es cierto que si tu plan continúa como lo trazaste, cuando te integres en la comitiva tendrás que asumir sus costumbres, y ello exigirá que pagues por aquello que te interese.
Te haces con un puñado de monedas, que metes en un bolsillo interno del morral, y prosigues tu inspección ahora que tus ojos ya se han adaptado a la oscuridad.
Espadas élficas de buena factura. Inmejorable, dirías. No te decantas aún por llevártelas. Aparte de que, para tu gusto, ya cuentas con demasiadas armas entre la guadaña, el sable haradren, las gumías y los cuchillos orcos, no dudas de que los enanos o el mago pasarán por aquí a echar un vistazo y probablemente a ellos les harán mejor servicio.
Deben de ser muy antiguas, de Gondolin o Menegroth, así que renuncias a ellas con lástima. Pero sí que te vas a llevar unas estrellas metálicas que hay esparcidas en el suelo junto a las espadas. Venid con mamá.
Esas pequeñas cuchillas arrojadizas de hojas afiladas y punzantes pueden ser muy útiles para disuadir a media distancia. Coges cinco y las ensartas en el poco hueco libre que queda en tu cinturón de cuero, con cuidado de que queden bien sujetas a él y a la vez siga siendo fácil y rápido echar mano de ellas.
Me parece que pronto te vas a tener que «comprar» otro cincho. Éste ya está en las últimas.
Sales cauta de la cueva agradeciendo una bocanada de aire fresco y es entonces cuando lo ves. Él no te ha visto a ti porque no tiene ángulo.
El rastreador orco sobre su huargo. Ya era hora.
Debe de haber divisado la columnilla de humo del desatendido campamento Khazâd y se ha adentrado en el bosque para concretar la posición de la compañía.
Está lo suficientemente cerca como para probar la efectividad de tu nueva adquisición. Apuntas a la sien y ¡blanco! Tiene el tiempo justo para procesar la información de que está muerto y caer de su montura.
El huargo se percata de la falta de jinete y, al no encontrar nadie a quien atacar, sale huyendo en la misma dirección por la que vino.
Derecho a la horda. Cuando vean al lobo sin el explorador, darán por sentado que los enanos lo han eliminado y sólo tendrán que seguir al animal de vuelta para que les indique dónde se hallan.
Te acercas al huerco y le extraes la estrella del cráneo. Lo pones boca arriba y desabrochas su rudimentaria armadura para, con uno de tus cuchillos orcos, practicarle una perforación en el pecho a la altura del cayado aórtico y aprovechar el flujo de sangre que aún lo esté atravesando. Necesitas toda la que puedas consumir para disponer al completo de tus capacidades en las próximas horas, cuando entres en combate directo con los orcos para interceder de nuevo por los renacuajos.
Cuando terminas con él, lo arrastras con dificultad hasta unos peñascos para ocultarlo, pues has escuchado voces que se aproximan, buscando la cueva de los trolls.
—Gandalf, entonces ¿qué era el ser que nos ayudó? —interrogó Fíli—. Nos has dejado intrigados.
—Yo creo que intentaba meternos el miedo en el cuerpo para que estemos más atentos —apuntó Ori con sorna—, pero todos sabemos que esa criatura no tendrá ninguna opción contra nosotros cuando empuñemos nuestro poderoso acero enano.
—Pues si nos vuelve a encontrar en tan enojosa situación, en calzones y sin poder echar mano de nuestras armas, más bien seremos nosotros los que no tengamos opción —le respondió Bófur para calmar el arranque de osadía e insensatez de su colega.
—Gandalf, ¿qué era? —insistió Kíli ante el prolongado mutismo del mago.
El viejo había eludido responder las anteriores seis veces que le habían preguntado lo mismo. Temía que supieran demasiado sobre ella, puesto que los de su estirpe eliminaban a los mortales que llegaban a conocer de su existencia. Sólo a las especies mortales, porque a los elfos no podrían matarlos pretextando tal motivo, pues eran más antiguos y por eso eran conscientes (al menos los individuos más vetustos) de toda raza que vino después. Pero además parecía existir un tácito pacto de silencio: «Vosotros no decís nada sobre nosotros, nosotros no os masacramos en masa». Aunque el Istar prefería creer que ese último punto jamás fuese agible.
—¡Gandalf! —Ahora era Bilbo el que presionaba.
—Nízrim —articuló escueto el ermitaño—. Ése es su nombre en sindarin. Ignoro cómo se llaman a sí mismos.
—Nízrim —pronunció el mediano pensativo. Kíli también lo repitió en su cabeza—. No suena aterrador, ciertamente.
—¿Y cómo es que nunca hemos oído hablar de ellos? —inquirió Dori.
—Eso es, señor enano, porque asesinan a todo aquel que llega a saber lo que son —atajó Gandalf, esperando mantener a raya la curiosidad de sus compañeros; y lo logró.
En ese momento Kíli entendió el porqué del embozo. Si no le hubiese visto los colmillos, por lo poco que se podía apreciar de su aspecto, podría haber pasado por una mujer joven o una elfa con ojos un tanto peculiares; evitando así dejar un reguero de muertos por doquier cada vez que tuviera que exponerse en público. Pero ahora que había descubierto su secreto, y después de comprobar en carne propia cómo no había tenido reparos en amenazar con matarlo, tal como acababa de confirmar Gandalf, empezó a sentir un temor fundado por su vida.
—Tranquilo, Kíli. No permitiremos que te suceda nada —le dijo Fíli en confidencia, apoyando una mano sobre su hombro. Parecía haber adivinado lo que le pasaba a su hermano por la mente.
Llegaron a la cueva, y lo primero que sintieron fue un hedor nauseabundo que conseguiría hacerles vomitar si prolongaban su visita en aquel lugar. No obstante, Glóin, Nori y Bófur lograron distraerse de él gracias a las mismas monedas de oro que en su mayoría Nyxiræ despreció. Y Thorin y Gandalf, gracias a las espadas forjadas en Gondolin por los altos elfos de la Primera Edad que convenientemente ella rechazó.
Cuando cada cual se sintió satisfecho con lo que el botín de los troles le había deparado, salieron al exterior. Gandalf tenía un regalo para el hobbit, ya que éste había permanecido fuera porque estaba seguro de que devolvería lo poco que le quedaba en el estómago del estofado de la cena si entraba, y no quería dar a los enanos más motivos para reprobarlo. «Toma, Bilbo, un abrecartas. Brilla y todo, así que úsalo con moderación».
—¡Algo se aproxima! —gritó Thorin.
—¡No os separéis! ¡Daos prisa! ¡Armaos! —comandó el peregrino gris.
Y en efecto, algo o alguien sorteando la ingente maleza, aunque pareciera imposible, les iba a dar alcance a gran velocidad.
