Elein88: Gracias por seguir ahí y dar señales de vida XD
A mí también me encanta la versión que P. Jackson se ha currado de Gandalf, porque la impresión que de él me dejó el libro (aunque no lo recuerde apenas) es que era bastante cascarrabias, casi siempre con un humor de perros.
Creo que para cambiar un poco de aires, voy a conservar esa primera impresión en mi relato para con la protagonista, al menos durante unos cuantos capítulos :P
Para ambientación, había pensado en la famosa Promentory de la B.S.O. de El último mohicano, algún vídeo de Youtube de esos que entran en bucle infinito xP
· CAPÍTULO VI: REENCUENTRO ·
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¿Ese hombre tiene guano de pájaro en el pelo?
... Sí, eso parece.
El Istar cada día se junta con gente más rara.
Permanecías oculta cerca de la gruta cuando dieron la alarma de que algo se aproximaba. Pensaste que se trataría de la avanzadilla de la hueste orca (aunque te pareció demasiado pronto para el poco tiempo transcurrido desde que el huargo salió por patas), pero en su lugar apareció vociferando sobre un trineo tirado por conejos un viejo harapiento de dudosa higiene.
Los enanos se quedaron con la misma incrédula expresión que tú al verlo, sobre todo el rubito. Pobre. Qué tierno.
Cubierta sólo con la capucha, sin el embozo (total, después de lo de anoche, ya para qué) guardas con ellos una distancia mayor a la prudencial, pues sin duda el reciente incidente los habrá tornado más recelosos. No obstante, la espesura, aliada con los peñascales cada vez más abundantes, es idónea para espiarlos sin desvelar tu ubicación. Las lindes del bosque se encuentran cerca.
Te aburre la espera. Los dos magos llevan un buen rato hablando y fumando alejados del resto, a saber de lo que estarán departiendo tan circunspectos. Rollos de magos.
Un aullido.
Por fin.
Ves dos huargos precipitarse raudos hacia donde está el grupo y no haces nada por detenerlos. Quieres que los enanos sean perfectamente conscientes de lo que se les viene encima. Además, si no son capaces de deshacerse de dos simples lobos, sabrás que vas a tener que trabajar más de lo que en un principio supusiste, aunque con lo de anoche ya pudiste hacerte a la idea.
Las bestias duran dos suspiros. Su líder acaba de estrenar una de las espadas élficas que hallaste en ese antro y el arquero se ha encargado en parte del segundo huargo, porque el remate se lo ha dejado al de los tatuajes en la calva. Menudas modas... Aunque se lo puede permitir estando así de mazado.
Se han puesto nerviosos. Discuten entre ellos: el jefe por ser jefe y el Istar como segundo al mando. Saben que deben salir de ahí cuanto antes, pero sin los ponis la huida se les va a complicar bastante.
Muy inteligente el mediano anoche. Marchad, caballitos, marchad.
Pensaría que son como los perros y que iban a regresar dóciles a sus amos después de que el lance con los troles se hubiera solucionado.
Deja de meterte tanto con él. Fue el único que se dio cuenta de que los estabas siguiendo.
Te cuesta admitirlo, pero debes reconocerle eso al menos al muchacho. En fin, algo de inteligencia deberá de tener entonces, aunque te confundiera con una pantera.
Con una pantera... No sabes si tomártelo como un agravio o como un cumplido.
Concéntrate, pronto te tocará entrar en acción. La horda se acerca.
Trepas a la copa de una de las últimas hayas del bosque y desde allí divisas la manada de huercos. Primera contrariedad, hay muchos más huargos que orcos. Se nota que su caudillo se fía más de los animales que de sus subordinados. Aun así, no descartas que pueda producirse alguna baja en la compañía. Si para un guerrero experimentado los licaones son incluso más temibles que los orcos, para uno aficionado sencillamente pueden ser letales.
Un momento. ¿Pero qué hace ése? ¡Que el carcamal andrajoso se te ha adelantado!
Pues sí que corren los conejos. Lo malo es que están atrayendo a la caterva tras de sí, dando a los retacos la oportunidad de escabullirse.
Maldita sea, esta contingencia no la tenías prevista. Menos mal que este mago va tan fumado que no sabe ni adónde está guiando a la caballería huerca. Hasta en dos ocasiones ha estado a punto de cruzarla directamente con la comitiva.
El grupo está aprovechando lo abrupto del terreno para ocultarse tras cada roca, mientras que tú te vales de ello para saltar silente de una a otra y darle alcance, ahora que la retaguardia de los orcos parece no estar tan interesada en cazar gazapos.
Un huargo se ha descolgado del resto y ha captado el olor de los enanos en el peor momento para ellos (ya que se encuentran justo debajo del canchal desde donde husmea el animal) y en el mejor momento para ti, que, en tu último salto, has acabado agachada tras un berrueco sito enfrente, a no mucha distancia. Aunque no reparan en tu presencia porque les urge más solventar la del orco de arriba.
Dejas con sigilo tu guadaña en el suelo mientras adviertes cómo una sola mirada del adalid es suficiente para que el joven arquero se prepare para asaetar.
... Pero tardas mucho, querido.
Incorporada en cuclillas sobre tu risco, agarras con ambas manos los dos cuchillos orcos que te han acompañado estas últimas noches y te despides de ellos lanzándolos a la cabeza de jinete y montura casi simultáneamente.
Y no fallas.
Los ojos de todos buscan los tuyos, pero la sombra que proyecta tu capucha se lo impide. Sus miradas primero reflejan sorpresa. La del brujo, luego, preocupación. La del joven, azoramiento.
Te llevas el dedo índice a los labios reclamando silencio, y les dedicas una media sonrisa teatral, mostrándoles sin pudor tu colmillo superior derecho.
Ese gesto saca al Istar del desconcierto general. Eso, y los aullidos de la marabunta que se abalanza sobre vosotros tras haber descubierto al lobo y al soldado orco muertos encima de la roca.
—¡Vamos! ¡Deprisa! —grita el mago.
Los ves alejarse pesadamente, pues van cargando con armas, víveres y demás bártulos.
Tú no los sigues todavía, quieres quitar a algún huerco y mascota de en medio. Cualquier baja que causes entre sus filas antes de que éstas se reorganicen, será valiosa después.
Permaneciendo en la misma postura, vuelves a coger tu guadaña con la izquierda y con calma acaricias la empuñadura de tu sable, que sobresale por encima de tu hombro derecho, en espera del primero que aparezca persiguiendo a los Naugrim.
Te ha visto.
No se para a pensar si perteneces o no a la compañía y azuza a su huargo contra ti, el cual se había frenado al olisquear el cadáver de su congénere.
Conforme la bestia inicia el salto hacia tu roca, tú desciendes de ella desenvainando tu sable, y aprovechas esos breves instantes que el animal permanece suspendido en el aire para deslizarte bajo él y seccionarle el pescuezo.
El lobo toca tierra desangrándose y aprisionando la pierna izquierda de su cabalgador, lo cual te permite rematarlo con una estocada por el costado.
Te escondes en el mismo lugar que los enanos momentos antes, y dejas el sable apoyado en la roca porque sabes que un segundo orco va a emerger por encima, extrañado de que su camarada no regrese, ya que sus objetivos se están replegando en otra dirección.
Ves al segundo licaón repetir el mismo salto que el primero y darse de bruces con sus despojos agonizantes en un oscuro charco de sangre. El jinete se inclina desde su montura para comprobar si su colega sigue vivo y entonces saltas de improviso sobre orco y huargo por detrás. Los ensartas inmisericorde con el largo mango de tu guadaña, pues hace tiempo que lo cambiaste por uno de acero que acabase en afilada punta, en vez de dejarlo romo de madera, y así poder utilizarlo de rejón si se terciare.
Precisamente para ocasiones como ésta, por ejemplo, en el que has preparado un bonito pincho moruno, atravesando por el espinazo al engendro y sobrándote aún mucha asta para perforar al animal por el lomo, entre el dorso y la cruz, hasta salirle la pica por el pecho.
Con todo el peso de tu cuerpo (que tampoco es que sea mucho) mantienes la presión sobre ambos; aun cuando el huargo se ahoga en un aullido estremecedor, aun cuando sientes debajo de ti el leve movimiento espasmódico del orco moribundo, aun cuando tus nudillos demudan blancos por la fuerza con la que ases la dalla.
Abres por fin los ojos. Con el empuje que estabas ejerciendo, los habías cerrado involuntariamente.
Sangre.
Te extasía. Te transforma. Te subyuga. Te dejarías llevar... Pero no es el momento; no es el momento.
Recoges el sable, limpias la hoja en la escueta armadura de cuero del mílite orco antes de que la sangre del primer huargo se empiece a secar y corres tras la estela de los gusarapos, que se ha atrincherado en un claro entre un picacho y unos cuantos árboles, aguardando la inevitable acometida.
Su cabecilla ordena al joven del arco disparar, por lo que se sitúa en la vanguardia de su pelotón con el tolmo a su espalda. Entretanto, la manada los va acorralando con inusual parsimonia. Los orcos creen que su superioridad numérica ya les ha garantizado la victoria.
Alcanzas el roquedal tras el que se han acuartelado, lo escalas veloz y, de un salto en parábola, te colocas junto al saetero.
Asombro.
Lo miras y le guiñas un ojo.
«Tranquilo, zagal. Voy a echarte una mano», piensas, esperando que él también entienda lo mismo.
Cambias de mano la guadaña y la hincas en el suelo.
Ante el pasmo del mozo, lanzas una de tus estrellas metálicas a un jinete orco y le aciertas entre ojo y ojo. El chico reacciona por fin y responde con otro disparo certero a un objetivo más distante.
Lo vuelves a mirar asintiendo.
«Muy bien, chaval. Tú te encargas de los más alejados y yo de los más próximos».
—¡No cedáis! —Oyes rugir a su capitán detrás de ti.
Por el rabillo izquierdo te parece ver cómo otro de los jóvenes intenta repeler el ataque con un tirachinas.
¡¿En serio, tío?! ¿A ti te parece normal?
Y tú mientras agotando tu valiosa provisión de cuchillas... Manda narices.
Continúas tu mano a mano con el arquero, pero ya sólo te queda una estrella, que preferirías conservar. Al menos él cuenta con más flechas en su carcaj.
Vas a tener que usar tu otra arma... de fuego.
No, no la usaré a menos que no haya más opción. De momento, creo que me basto con mis dotes de lucha.
Rozas suavemente la última cuchilla aún sujeta a tu cinturón sin decidirte a usarla, aprovechando que el muchacho está cubriendo vuestra posición.
—¡Por aquí, insensatos! —Escuchas bramar al ermitaño.
Suspiras. Coges la estrella. Te tomas un instante para elegir qué orco tendrá el honor de recibir el postrer impacto de su hoja. Hmm, aquel feo de allí.
—¡Kíli! ¡Corre! —Es el jefe, que reclama para sí a tu fugaz compañero de batalla.
«Venga, vete, pequeño. Esto se te está quedando grande».
¡Eh! ¿Pero qué diantres?
Notas que algo te tira de la muñeca izquierda. El joven enano te ha agarrado con una fuerza inesperada para intentar arrastrarte junto a él en su carrera hacia el peñasco, y apenas te da el tiempo justo para arrancar del suelo la enhiesta guadaña con tu otra mano libre. Lo malo es que tu cinturón no ha podido aguantar ese giro tan brusco y se desprende indefectiblemente de tus caderas.
¡Joder! No te ha dado tiempo a recuperar tus gumías. Ni la escarcela a él asida. ¡Porca miseria!
Vuelves tu cabeza mientras corres para dedicarles un último adiós y una visión ensombrece tu rostro. Acabas de divisar en la lejanía un pequeño escuadrón élfico. No tardará en alcanzar la hueste orca, y por ende, a vosotros.
El enano líder se encuentra de pie en lo que parece la entrada a una fosa subterránea que te había pasado inadvertida. Os aguarda con una angustia infinita. No va a permitir que ninguno de su cuadrilla se quede fuera a merced de los orcos, aunque ese uno se halle incomprensiblemente adherido a la criatura que casi lo mató anoche.
Sólo cuando se dispone a saltar dentro de la catacumba, el chico disminuye la enorme presión que ejerce en tu muñeca y te suelta para que tú también puedas adentrarte sin embarazos. E inmediatamente después de que caigas por la losa, el paladín salta detrás de ti.
Te incorporas rápidamente apoyándote en la roca que os hizo de rampa y permaneces atenta. Se oye ya el cuerno que anuncia la carga de caballería. No te hace ninguna gracia que los elfos puedan hacerse con tu cinturón y lo que encierra, pero no te queda otra, así que te das la vuelta procurando templar tu inquietud y entonces sientes un ligero pinchazo en el cuello, entre las dos clavículas.
Thorin te está apuntando con la espada con que anónimamente le habías obsequiado.
