Earendil 95: Efectivamente, yo también diría que Kíli sintió cierta atracción por la protagonista, pero aún no es momento de explicar el porqué :P. Y como comprobarás en este capítulo, Thorin no se va a portar nada bien, pero es que, en general, la que nunca se porta bien es ella XD

Elein88: a riesgo de granjearme algunas enemistades, el personaje que más aborrecí de la película no fue Azog, ni Gollum, ni tan siquiera el rey trasgo. Fue Radagast. Nunca entenderé a cuento de qué esa aversión por lavarse.

Aquí dejo el primer capítulo dialogado casi en su totalidad. Espero haber captado mínimamente la forma de expresarse de Thorin y Gandalf. Son personajes complejos, demasiadas aristas en sus personalidades como para reflejarlas todas en unas líneas :S

Pero antes, os comparto esta portada que me ha regalado Victoria Levitt (mil mil gracias ^_^), y vendría a ilustrar la presentación formal de Nyx a los enanos.:

pin (punto) it (barra) 4tjbasxz56ej3b

Y para la ambientación, este vídeo de Youtube (Dark Ambience | Cave Sounds | D&D Tomb | 45 Minutes) servirá:

watch?v=kxqJuc1HHbg

N. del A.: para evitaros líos en la lectura, os comento. La protagonista se dirigirá a Thorin con el tratamiento de cortesía de voseo reverencial, parecido al plural mayestático (aunque él no la corresponda de igual forma). A Gandalf y a los enanos más ancianos (caso de Balin, Óin o Dori) de usted. Al resto, de tú. Y cuando en un futuro deba dirigirse a algún señor elfo (y no quiero destripar) lo hará de vuecencia o usía. Ya veré.


· CAPÍTULO VII: PROPOSICIÓN ·

·

Parece que va en serio. Si no llega a ser por la esclavina de pelo, te habría hecho sangre.

Lo miras a los ojos. Garzos en la penumbra del algar, como la estrella Naos en el cielo de la noche. Inevitable que te cautiven, pero no puedes permitirte ni un estremecimiento sin acabar clavándote la punta de su espada, de modo que obligas a tu mente a disipar la recreación de esa sensación que tantas veces has experimentado observando solitaria el firmamento, escuchando el suave ulular del viento entre los árboles, y esa estrella contemplándote azulada desde su constelación...

Nyx, sólo son unos bonitos ojos engarzados, nada más. No te descentres.

Endureces tu expresión gracias al desdén que te confiere el sacarle casi una cabeza de altura y tornas a tu gélida e indiferente concepción de lo que es un enano mientras atenazas con tu diestra la guadaña.

Aguardas expectante a que sea él quien comience a hablar, puesto que de haberte querido rematar, ya habría intentado atravesarte el gaznate (aunque lo mismo le iba a dar); pero esta situación se está alargando incómodamente.

El silencio y la tensión se empiezan a romper cuando el joven arquero intercede. Cauto y temeroso, pero intercede al fin y al cabo.

—Tío, nos ha ayudado. Dos veces. —Vaya, interesante información, son familia. Y al susodicho tío no parece haberle gustado que el muchacho haya hecho referencia a dicho vínculo en tu presencia, pues la severa mirada que le ha dirigido sin apenas ladear la cabeza rebosaba reprobación.

—Tú podrás haberle perdonado su tentativa de asesinato de anoche, pero yo no —le reprende—. Y ahora mismo nos va a decir por qué lleva días siguiéndonos —exige por fin dirigiéndose a ti conforme eleva la espada hasta casi rozar tu barbilla, a pesar de lo cual tú conservas tu compostura y altivez.

—¿Sois vos Thorin, al que llaman «Escudo de Roble»?

Silencio. No se fía. Lógico.

»Si lo sois, en tal caso querría proponeros un trato.

Sigue callado y en guardia.

—¿A qué trato te refieres? —Se apresura a indagar el Istar, acercándose a ti.

—¿Debo suponer pues que es usted el líder de la compañía con el que tengo que negociar? —A ver si con esa pulla, el tal Thorin reacciona.

—¡El líder soy yo! Y no tengo nada que negociar contigo. —Pues sí. Ha reaccionado.

En ese momento cae por el óculo de la cueva el cuerpo de un orco, que hace que aquellos que estabais más cerca de la entrada os apartéis para dejar paso al finado. Tú aprovechas para escabullirte elegantemente y apoyar la guadaña en la pared de la caverna. En un espacio tan cerrado su maniobrabilidad es limitada. Siempre te quedará desenvainar las gumías en caso de necesidad.

Thorin ha retirado su hoja para agacharse sobre el cadáver y arrancarle una flecha alojada en el cuello, posible causa de la muerte.

—¡Elfos! —escupe, con reproche expreso para el mago y soltando la saeta como si le quemase en la mano.

—¡No veo adónde conduce el camino! —grita el grandullón tatuado, que se había separado del grupo—. ¿Lo seguimos o no?

—Lo seguimos, ¡cómo no! —le contesta el del sombrero con alas.

—¡Alto! Aún no he acabado contigo —prorrumpe autoritario mientras se encamina hacia ti. Creías haberte zafado de él con la aparición estelar del orco, pero te vuelve a encarar con la espada, aunque esta vez a la altura del centro del esternón—. No voy a permitir que esta criatura continúe siguiéndonos —aclara cargando la palabra criatura con un inmenso menosprecio—. ¡Habla ya! —te exhorta—. Dinos quién eres y por qué nos has estado vigilando, o te juro por Durin que te atravieso en el sitio.

¿Quién es ese Durin?

Le sostienes la mirada. Aire contra Fuego.
Sólo puede avivarse más.

—Mi nombre es Nyxiræ —le respondes serena entretanto te quitas la capucha para darte a conocer—. Os he estado siguiendo para guardaros las espaldas, a vos y a vuestra compañía.

—¡¿Cómo tienes la insolencia de afirmar semejante falsedad cuando estuviste a punto de matar a uno de los nuestros?! —brama señalando con su mano libre al arquero.

—Eso fue un arrebato en respuesta de otro —admites imperturbable mirando al chaval, que baja su vista para esquivar la tuya—. No tenía que haber sido así, y mi capacidad de raciocinio todavía anda preguntándose el motivo por el cual vuestro sobrino actuó de forma tan descortés ante alguien que acababa de salvarle la vida —arguyes en tu defensa—. Pero no os lo toméis como algo personal; yo no lo hice.

—¿Que no me lo tome como algo personal? —cuestiona entre incrédulo y colérico—. ¡Ibas a degollarlo!

—Por supuesto. —Lo retas.

El mutismo inunda la espelunca, sólo quebrado por el goteo incesante de las estalactitas.

»¿Queréis vengaros? —lo azuzas taimada—. Hacedlo.

Observas tranquila cómo su mano se crispa alrededor de la empuñadura. Por sus ojos cruza un destello de locura. Se está controlando más de lo que acostumbra para no mandarte de un sablazo a criar malvas.

—¿Y qué interés te ha movido a «protegernos», muchacha? —intermedia para templar los ánimos el que siempre te ha parecido el más vetusto y venerable de todos, si exceptúas al mago.

Muchacha, dice.

—No quisiera resultar irrespetuosa, anciano, mas mi interés sólo me concierne a mí. No obstante, puedo confirmaros que los orcos os persiguen desde que abandonasteis la Comarca con el mediano.

—¿Y desde cuándo nos sigues tú? —te interpela el peregrino gris.

—Podemos estar de interrogatorios lo que reste de día hasta que los elfos den con nosotros y pasen a ser ellos los que nos interroguen por haber atraído a sus dominios una manada de orcos —atajas—. O podemos cerrar un trato asaz provechoso, principalmente para vosotros. Usted decide, jefe —espetas al ermitaño.

Eso, tú sigue cabreándolo, por si la puntada anterior no le había tocado bastante.

—He dicho que no tengo nada que tratar contigo —sentencia Thorin, presionándote el coleto azabachado con su flamante espada.

—Muy bien. Y yo no tengo ningún inconveniente en acecharos desde la distancia; pero quizás estiméis más sensato tenerme cerca y así ser vos quien me vigile —le provocas mientras te vas moviendo con suma lentitud alrededor de él.

—No harás tal cosa —masculla con una voz grave y profunda, advirtiéndose el peligro en sus zarcos ojos.

—No podréis impedírmelo —le contrarías procaz con su mismo volumen de voz, de forma que sólo él haya podido escuchar tu respuesta.

Está hiperventilando. Eso es malo.

—¡Basta! ¡Ya está bien de rodeos y circunloquios! —bufa el Istar—. Revélanos ahora mismo qué eres y qué te ha traído hasta aquí —te conmina mientras agarra su bastón con ambas manos en un amago de amenazarte—. Y más vale que nos cuentes la verdad.

Te hallas ahora entre el mago y el paladín. Diriges un vistazo al viejo y, con mucha calma para que no piensen que vas a echar mano de cualquier arma, desembarazas tu brazo izquierdo de la capa, que caía totalmente hacia ese costado, y coges la mitad del puro que te guardaste en el bolsillo de tu loriga. Ésta es la ocasión para la que lo habías estado reservando. Saboréala.

Sujetándolo entre el corazón y el anular de tu mano izquierda, te lo pones en los labios, como si todo lo que te rodeara en ese momento no fuese contigo, y con la derecha chasqueas los dedos. Una trémula llama que enciende el cigarro conforme das la primera calada.

—¿Responde eso a su pregunta, anciano?

—Una nízrim de fuego, como me temía —musita para sí, aunque lo has oído perfectamente.

«Nízrim». Es verdad, no lo recordabas. Así es como os llaman los elfos.

—Ígnea, si no le importa —le corriges—. Y siendo conocedor de lo que soy, lo será asimismo de lo que mi raza acostumbra.

—Sí —repone tras una breve pausa.

—¿Debo preocuparme entonces, o puedo confiar en su discreción? —inquieres sin dejar de fumar, espaciando las caladas.

Asiente funesto.

—Desconozco lo que eso significa, pero un simple truco de magia no hará que cambie de parecer. Aquí termina tu viaje, mujer. No vas a seguirnos —zanja el cabecilla.

—Thorin —apela el eremita—, no caigas en el error de minusvalorarla. Una nízrim de fuego es capaz de generarlo, de controlarlo y lo más importante, es inmune a él.

—Exacto. Y ése es uno de los motivos por el que deberíais reconsiderar vuestra decisión. Sobre todo para la parte de vuestra misión que incluye un dragón.

—Smaug... —murmura el Istar, que, con aprensión en la mirada, intenta dilucidar en la tuya si es ésa la auténtica razón que te impulsa.

Le dedicas una sonrisa cáustica luego de exhalar el humo del veguero. Es listo el viejo.

—Para ese fin ya contamos con un saqueador —interviene Thorin, indicándote al mediano con la cabeza.

Ésta sí que es buena.

No puedes contener tu asombro ante esa revelación, y te vuelves hacia el hobbit, que se encuentra junto al mago. Se agita nervioso. Es evidente que no deseaba entrar en la conversación.

—No te ofendas, pequeño, pero no acierto a ver cómo piensas deshacerte de uno de los seres más atroces del orbe, al margen de la escasa ventaja que te da tu exiguo tamaño y tu olor casi inexistente.

—Bueno, lo cierto es que todavía no había pensado en ello —se excusa titubeante mientras se rasca la coronilla. ¡Oy! Si fuera un gato, lo habrías adoptado en el acto.

Tras esa respuesta vuelves a mirar con incredulidad y conmiseración al verdadero adalid del grupo.

«Estáis jodidos», le transmites enarcando ambas cejas. Entretanto, ya te has terminado el puro. ¡Maldición! El resto de las hojas de tabaco estaba en la faltriquera. ¿Por qué no se te ocurrió guardarlas en el morral?

No conceden tregua. Thorin no ha dejado de apuntarte con su espada y el brujo continúa aferrando el bastón, pero...

—Gandalf, ¿insinúas que este ser es invulnerable al fuego de dragón?

—¿No estarás pensando siquiera en aceptar su ayuda? —interrumpe el fortachón, vuelto al redil. Vaya, y tú que creías que podríais haber echado algún combate juntos, para entrenaros y tal.

—No sólo eso. Es inmortal, al igual que los elfos —añade el anacoreta.

—Me río de la inmortalidad de los elfos —replicas con un carcajeo cavernoso que no tiene nada de divertido, y arrostras de nuevo al capitán—. Vos elegís, Thorin Escudo de Roble. Ésta es mi oferta: protegeré en vuestro periplo hasta Érebor a aquellos de vuestra compañía que precisen de protección: ataques de orcos, de trasgos, de elfos... —Dejas esa coletilla para incitarlo—. Cualquier aprieto. Y una vez dentro, enfrentaré al dragón si habéis menester. Lo que hagáis después, es cosa vuestra.

Thorin suelta una risa suspicaz y descreída. —¿Pretendes hacerme creer que tú sola vas a poder cumplir todo lo que prometes? ¿A cambio de qué? —Esa última pregunta cierne sombras sobre su rostro.

—Estad tranquilo, es difícil que me interese lo que un nogoth pueda ofrecerme; ni joyas ni riquezas.

—¿Entonces?

—Entonces, hay algo en Érebor que necesito y lo único que os atañe saber es que no está relacionado ni con el oro ni con piedras preciosas. Yo os defiendo y vos me dais acceso a la montaña. Así de simple.

—No pienso sellar un acuerdo si no estoy plenamente informado de lo que daré a cambio.

—Está bien, si tanto insistís... —concedes—. Ambiciono un par de látigos de mithril.

El pretexto le ha cogido por sorpresa. Y no sólo a él, también al Istar al parecer.

»Ignoro si alguna vez los Hadhodrim habréis fabricado algo por el estilo, pero no creo que ello sea un óbice para vuestra raza. Tenéis fama de ser los más avezados en la manipulación de los metales.

—Aun siendo así, no os alcanzaría la vida entera para pagármelos.

—¿Pagar? A ver cómo os lo explico: no suelo pagar por aquello que adquiero. No obstante, si consideráis que vuestra vida, la de vuestro sobrino y la del resto de vuestra comitiva no merecen lo que valen esos dos látigos, entonces os he sobreestimado sumamente.

—¿Cómo osas? —te increpa con la misma voz queda y barítona de antes; los dientes apretados para contenerse.

—Oso porque puedo. En menos de un día habéis podido comprobar mis habilidades en los momentos más oportunos para vosotros. Os aseguro que no encontraríais mejor escolta en toda la Tierra Media, a menos, claro está, que consiguieseis la adhesión de un balrog o de una bandada de Águilas, lo cual veo improbable.

Pero qué fantasma eres.

El tiempo se detiene mientras Thorin parece sopesar tu propuesta. Debe de estar cavilando el coste. El mithril es diez veces más valioso que el oro. Dejó de extraerse cuando los Naugrim perdieron Moria, y lo poco que queda sin adjudicar está a buen recaudo en Érebor. A buen recaudo hasta para ellos, por el guardián más infranqueable: un dragón.

Compruebas que, al meditar, el rey va descendiendo inconscientemente su espada, que ya casi enfila tu estómago. «Cuidado, enano. Estáis relajando la guardia».

—No. —Ahora es a ti a la que ha cogido por sorpresa—. No puedo fiarme de alguien que amenaza a quien dice proteger.

Es más terco de lo que esperabas y te estás quedando sin argumentos para convencerlo. En tu danza a cámara lenta alrededor de él, has logrado que Thorin quede de espaldas a la pared, aunque siga intimidándote con su hoja.

¿Tienes energía suficiente como para lo que estás pensando?

Apenas la he utilizado desde que maté al último rastreador orco.

Pues tú misma, aunque debería empezar seriamente a preocuparte que siempre vayas de sobrada por la vida.

—Es una lástima —finges lamentarte—. Esas armas me habrían venido bien en un futuro, pero como os he dicho antes, no tengo ninguna pega en vigilaros desde lejos. Sólo por precaución, por si seguís metiéndoos en problemas.

—¿Acaso no te he ordenado claramente que dejes de seg-

No le das tiempo a terminar su protesta. Te abalanzas sobre él sin previo aviso, incrustándote su espada. Debido a la embestida, el empuje lo lleva contra la pared de la gruta. Lo acorralas cercando su cabeza con ambos brazos sin brindarle escapatoria, de manera que no pueda hacer otra cosa que mirarte.

Sientes cómo la punta y el filo de la espada hienden tu coleto, tu camisa, tu piel, tus músculos. La hoja perfora tus órganos internos: epiplón, cuerpo del estómago y del páncreas. Daña el colon transverso. Roza la flexura duodenoyeyunal y la aorta abdominal. Lacera la arteria renal izquierda cerca del uréter, y pasa a escasísima distancia de la última costilla flotante y de tu columna vertebral (milimétricamente calculado para que no la toque, porque si llegase a quebrarte las vértebras y desgarrar la médula, necesitarías emplear bastante más energía en regenerarlas, por no decir que no podrías caminar hasta que no se hubieren reconstruido por completo). Y finalmente se abre paso hasta aparecer teñida de escarlata por tu espalda arqueada.

Notas la sangre vertiéndose caliente y descontrolada por tu cavidad peritoneal y un dolor inhumano sacudir todas tus terminaciones nerviosas, contrayendo y pinzando cada músculo de tu ser, excepto los de tu cara. Te cuesta ímprobos esfuerzos seguir controlando el resuello y mantener un semblante hierático para que Thorin no perciba ni un resquicio del suplicio que te colapsa por dentro.

Ha contenido la respiración.
Todos han contenido la respiración al ver semejante aberración. Alguien que se inmola de improviso tan gratuitamente, sin razón aparente.

Pero no te mueres.

El joven arquero, que había permanecido todo el rato junto a su tío, se retiró instintivamente al intuir un peligro; y su lugarteniente, que estaba en el flanco contrario, acertó a elevar su maza en respuesta a tu acometida, pero la detuvo a medio camino en el aire, solidificado al procesar por fin lo que estaba sucediendo.

Fijas tus pupilas en las del soberano, con la cabeza sutilmente ladeada. En esos ojos añiles que antes te habían encandilado ves el sobresalto y la confusión... Y la repulsión ante algo que no alcanza a comprender.

Empieza de nuevo a respirar entrecortado. Se da cuenta de que sigue asido a la empuñadura de la espada ahora en ti clavada y la suelta por inercia. Pero tú continúas acosándolo e inclinándote despacio sobre su faz, hasta casi acariciar su nariz con la tuya.

Nyx, sabes que debes desprenderte de ella cuanto antes.

Vas a decírselo sosegada, sibilina, pronunciando cada palabra con voz susurrante en tu suave acento meridional, articulando cada pausa con un poso hipnótico. Así le darás tiempo a aspirar el frescor de tu aliento, a reparar en los albos colmillos que asoman entre tus carnosos labios rosáceos, a sondear tus iris dorados y refulgentes que lo observan implacables; de forma que toda la trascendencia de tu proposición, que se ha atrevido a despreciar, quede tatuada en esa frase.

—Decidme, Thorin Escudo de Roble, si no preferiríais que yo detuviese con mi cuerpo toda estocada que llevase vuestro nombre escrito, antes que ver a uno solo de vuestros compañeros sacrificarse por vos.