Earendil95: yo creo que todos los enanos en general pensaron lo mismo de Bilbo cuando Gandalf les confirmó que iba a ser su saqueador XD, lo que pasa es que por temor al mago no se atrevieron a expresarlo de ese modo.
Elein88: No dejaré de agradecerte tu apoyo ^^. Me agrada saber que se capta bien la personalidad de Nyx: manipuladora, fría, calculadora... Aunque aún no he podido desarrollar del todo su faceta y pensamientos más oscuros, pero espero poder mostrar en los próximos capítulos cuán siniestra puede llegar a ser.
Aquí os comparto un fanart de Nyx con la catana y una gumía a Numenoreano (¡mil, mil gracias! ^_^):
deviantart (punto) com (barra) numenoreano/art/Nyxirae-543141559
También os dejo la música de ambientación en este vídeo de Youtube (se titula Assassin's Creed 2 Full Sountrack, por si no os saliese en el enlace):
watch?v=KlwnyHG5SJ4
Por cierto, he dejado desperdigados pequeños avances (spoilers) sobre la futura trama y sobre puntos débiles de Nyx, así como aspectos sobre su raza. Espero que no resulten tan sutiles como para pasaros desapercibidos.
Y ya sabéis que agradeceré enormemente comentarios y críticas para mejorar (siempre que se hagan desde el respeto ;)
Me animarán a continuar escribiendo :D
· CAPÍTULO VIII: DENTRO ·
·
¡Extráetela ya!
Te sigues acercando a su rostro, aunque ya no quede mucha distancia por recortar. Los zarcos ojos de Thorin permanecen clavados en ti, todavía impactados por tu macabro ofrecimiento. Empieza a gotear rítmica la sangre de la punta de su espada, que asoma por tu espalda; pero él no puede verlo.
Has reparado en la repulsión que le causas y encuentras divertido irritarlo aún más, haciéndole creer la absurda ilusión de que buscas su boca. Es obvio que él te va a rechazar, como efectivamente hace al girar su cabeza hacia la izquierda, por lo que te vales de ese movimiento de negación para deslizar tus labios por su mejilla con suavidad, apenas rozándola, hasta alcanzar su oreja derecha, parcialmente oculta entre su larga cabellera oscura y trenzada.
—Espero que con esto deis por satisfecha vuestra venganza por lo del chico —le susurras acariciando levemente su lóbulo con tu labio inferior, en un tono casi inaudible.
Él reacciona con furia ante tu provocación y, agarrando de nuevo el puño de la tizona, termina de hundírtela hasta el gavilán, mientras sofoca un gruñido de rabia.
Realmente no te lo esperabas, y notas cómo un esputo de sangre sube por tu esófago hasta la boca, pero lo retienes (a duras penas) y le sonríes sin mostrarle los dientes esta vez; no crees que sea una bonita visión verlos ensangrentados.
—Ahora —ruge quedo entre dientes— estoy satisfecho.
Tragas saliva y sangre y liberas al fin a Thorin del cerco que hacían tus brazos a cada lado de su testuz, al separarte con violencia de él para que la espada salga de tu cuerpo.
Al expulsarla, ha terminado de seccionar la aorta abdominal, pero casi inmediatamente después de que la hoja abandone tu torso, la regeneración interna comienza. Es dolorosa, aunque no tanto como lo fue la intrusión del frío filo del acero. Si hubieras aprovechado la sangre de los huargos que mataste hace un rato, la recuperación sería mucho más rápida.
Caminas hacia atrás con parsimonia sin dejar de mirarle a los ojos y vuelves a ocupar el centro de la cueva. Tranquilamente te descuelgas el morral y el sable, dentro de su vaina, y lo pisas por si acaso a alguno se le ocurre la improbable idea de arrebatártelo. Te quitas la esclavina, dejándola caer a tus pies. Te desabrochas la capa marrón, que se escurre por tu hombro izquierdo hasta donde descansa la capucha, y desanudas los laterales del rajado coleto de cuero, desprendiéndote de él ante la atónita mirada del grupo. Por último (tampoco vas a regalarles la vista con un destape integral), con tu derecha levantas tu camisa negra empapada en sangre hasta justo antes de apreciarse el vendaje que usas para oprimir tus senos, y les muestras la herida abierta.
Quieres que vean cómo se regenera todo lo que ha sido dañado. Observarlo por vez primera debe de ser para ellos algo así como contemplar el retroceder del tiempo a una velocidad inusitada, ya que, en apenas un minuto, no queda marca o señal alguna de laceración.
—No es posible —murmura el arquero.
El joven se allega a ti impulsado por la curiosidad. Extiende su mano izquierda para tocarte donde hace unos instantes palpitaba la llaga, pero se frena a unas pulgadas para pedirte permiso con los ojos. Asientes de modo cuasi imperceptible y entonces él acaricia tímido tu abdomen, sin atreverse a palpar, como si temiera que presionándote con sus dedos, la cuchillada fuera a reabrirse. No le importa mancharse con las últimas gotas de sangre que resbalan remisas por tu llano vientre.
Te ríes breve; cantarina y sincera ante el roce, pues te ha hecho cosquillas. Se acaban de conectar los últimos nervios; de cerrar la epidermis, y esa zona todavía es sensible al tacto. Él sonríe, no sabes si como respuesta a tu risa o tras cerciorarse de que tu herida ha desaparecido por completo.
De repente, sientes unas hormigas trepando por tu espalda cerca de la columna vertebral, por donde había sobresalido la hoja. Volteas la cabeza para comprobar que el rubito también se ha unido a la fiesta. Al contrario que el saetero, se ha tomado él solo la licencia y recorre con sus dedos una invisible cicatriz que se esmera en localizar, seguro de haberla visto claramente, a pesar de que se haya esfumado ante sus ojos.
Si ambos continúan indagando, vas a estallar en carcajadas y no quedaría muy profesional. Contente.
Un momento, ¿éste no te había parecido hermano del otro? Si es así, igualmente será sobrino de Thorin. La verdad es que los tres comparten similar porte, empero de las diferencias superfic...
Un estremecimiento.
—¡Eh! El tatuaje no se toca —le espetas al rubiales apartando con tu izquierda su mano. El muchacho había cogido confianza y se estaba aventurando en terreno peligroso.
Tiene en cuenta tu advertencia, pero prosigue curioseando incansable en la zona que no le ha sido vedada.
—Bueno, ya habéis comprobado de lo que es capaz una nízrim —ataja el brujo desabrido, visiblemente turbado por la escena.
Vaya, ahora que te estabas empezando a acostumbrar a estar entre los dos jóvenes.
»Thorin, debes decidir si finalmente nos acompaña —instiga ahora para agilizar los trámites.
El líder, ya restablecido de la conmoción, torna su semblante pensativo. Es indudable que prefiere tenerte como escudo humano antes de que alguno de sus amigos haga lo propio sin su consentimiento. Te percataste rápido de que sus compañeros ostentan una inquebrantable lealtad hacia él y que, a su vez, él se responsabiliza en exceso de proteger a su grey, sospechas que hasta el punto de dar su vida por esta misión; pero eso no le asegura que otro no la vaya a dar por él, y ello lo tortura. Ésa era tu carta en la manga. Ibas a jugarla tarde o temprano, y ha sido más temprano que tarde.
—¿Te fías de ella? —le inquiere Thorin.
—Ni por un momento. Jamás confiaría en nadie de su ralea, pero no puedo negar que si cumple con su parte del trato, tiene toda la razón, no hay mejor escolta. Y puede sernos muy útil... —concede el viejo.
Apruebas silente la sensatez del mago mientras te metes la camisa por dentro del pantalón pardo, chafando un poco a los hermanos. Se acabó la exploración.
»...Siempre y cuando nos comente cómo tiene pensado solucionar su necesidad de sangre —apostilla dejadamente.
—¡¿Necesidad de sangre?! —exclama el monarca.
—Los Nízrim beben sangre para ser inmortales y poder manejar el elemento al que estén asociados —revela capcioso.
—¿Quieres decir que existen de más clases aparte de los de fuego? —Se sorprende el «saqueador».
—Claro, una Gens por cada elemento clásico —le ilustras aséptica, como si su pregunta fuese la mayor obviedad que hubieras oído en tu vida.
—Que existan más me trae sin cuidado. Lo que verdaderamente me preocupa es que te alimentes de sangre —te ataca Thorin enconado.
—No me alimento de sangre —le rebates con displicencia entretanto te abrochas y ladeas la capa—. Puedo comer de todo, al igual que vosotros. Sólo necesito sangre para ser distinta. —Te vuelves hacia el Istar—. Y en cuanto a eso, descuide, anciano. Procuraré llevar conmigo algún animal: liebre, hurón, garduña... Es evidente que no voy a atacar a nadie de la compañía a la que tendría que guardar. Además, no me beneficia en nada que no lleguéis vivos a Érebor. ¿Cómo entraría entonces en la montaña? Porque la puerta principal es inexpugnable.
—Conque llegase uno vivo, sería suficiente —apunta sabia e inocentemente el del tirachinas, aunque reciba por toda réplica un codazo con amor en el costillar de parte de un enano de pelo cano y apelmazado con tanta trenza.
«No te creas que no lo había pensado antes», reconoces para ti. No obstante, haces como que pasas por alto ese comentario y terminas de vestirte.
Thorin escruta las facciones del ermitaño, en demanda de más información que le ahorre futuras sorpresas, pero el viejo permanece mudo. Ya ha dicho todo lo que tenía que decir. Le has dejado claro que, para su seguridad (y por extensión, para la del resto de la comitiva) le conviene mantener la discreción: los ignorantes suelen ser más felices... y también suelen vivir más.
—Si no la admites en el grupo, nos seguirá de igual forma, y aunque me enerve reconocerlo, es preferible tenerla vigilada —sentencia finalmente el Istar.
—Muy bien. Como tú quieras, pues —suspira el paladín resignado—. Vamos, andando —ordena, pero ahora tú sí estás incluida entre los que deben acatarlo.
Todos inician la marcha por el angosto camino, más bien desfiladero, que el fortachón había sugerido antes. Vas a por tu guadaña apoyada en la pared para remolonear y así cerrar la expedición.
—Mujer, no pienso dejar que seas la última. Asume que a partir de ahora siempre habrá alguien convertido en tu sombra —te advierte Thorin. Y te ha parecido que los dos sobrinos se dirigían una pícara sonrisa, pero como eres un ser racional, concluyes que te lo has debido de figurar, porque viendo la notoria aversión que hacia ti ha demostrado el jefe, deduces que a la raza enana no puedes suscitarle otra cosa. Lógica impera. Y además, te da bastante igual. Salvo los tres de turno, los demás te resultan condenadamente antieróticos.
No te quejas por el aviso, incluso aprecias la consideración de haberte llamado «mujer» y no «criatura del averno», y tomas la estrecha garganta detrás de uno que lleva una hoja de hacha en la frente. Te daría grima si no estuvieses acostumbrada a cosas peores. Ya es un logro que siga vivo con eso ahí incrustado.
Te siguen el del peinado raro en estrella de mar (en realidad, la mayor parte de ellos se peina de forma extravagante) y el del tirachinas. De improviso, te chocas con el de enfrente. El obeso mórbido se ha atorado formando un tapón. Resoplas.
Éste va a durar poco.
—Me llamo Ori, y éste es mi hermano, Nori. —Oyes presentarse tras de ti, aprovechando la momentánea interrupción.
—Qué bien. Felicidades —ironizas sin prestarles mucha atención.
Eso, tú haciendo amigos...
El del hacha en la frente logra desatascar al gordo a empellones y continuáis avanzando. Echas un vistazo atrás para ubicar mejor cuántos gusarapos entorpecerían tu retirada en caso de que se produjera un desprendimiento en la angostura, y ves al adalid caminar absorto entre los cortados de piedra caliza escasamente iluminados desde arriba, pues el sol hace tiempo que se alejó de su zénit. Cruzáis una mirada, y todo rastro de admiración por la belleza del abra desaparece al saberse observado por ti, pues retoma la expresión dura, seca y adusta que debe de tener memorizada para cada vez que trate contigo.
Estaría más guapo sin el sempiterno ceño fruncido.
Ciertamente. Tiene unos preciosos (y glaciales) ojos azules...
¡Eh! No. Para de hacer eso. No me líes. Lo que estás pensando no entra en el plan. Ni con él ni con sus sobrinos.
¿Ni siquiera para divertirte un poco durante el viaje?
Ni siquiera para eso. Cuando todo esto acabe, probablemente tendré que matarlos, y no me apetece hacerlo mirando a los ojos de alguien con el que haya tenido más que palabras. Siempre reclaman respuestas, o clemencia, o ambas.
Tú misma, pero para unos enanos mínimamente apuestos que te encuentras en la vida, ya son ganas de autocontrol.
Lo que tú digas.
Además, ¿qué te hace suponer que ellos querrían algo conmigo?
Es una duda razonable.
Sabes que objetivamente eres muy atractiva para los Edain, incluso debes de serlo también para los elfos (pese a que las elfas sean más rectas y estilizadas), aunque no puedes confirmarlo ya que siempre has procurado evitarlos. Pero seguramente para los Naugrim no seas hermosa. Las pocas enanas que has visto tenían la particularidad de ser muy velludas y, si bien es cierto que sus formas eran rotundas y curvilíneas como puedan serlo las tuyas, su reducido tamaño las hacía parecer extremadamente más gruesas que tú.
De modo que la deducción más plausible te lleva a pensar que las preferencias de un nogoth en cuanto a féminas no pasan por una mujer más alta que ellos, imberbe y atlética, pero de turgentes curvas. Bueno, quizás lo de turgentes curvas sí llegase a llamarles la atención, pero los colmillos les cohibirían bastante.
En conclusión, no deberías temer por tu integridad mientras estés rodeada de enanos.
Todo un alivio...
El sinuoso pasadizo aparenta no tener fin y no se escucha más sonido que el que hacéis en vuestro avance. Elevas la vista hacia la reducida línea de cielo sobre vosotros. Inesperadamente, una sombra la vadea veloz.
«No puedes estar sin saber en qué ando metida, ¿verdad, padre?», piensas esbozando una sonrisa sagaz.
La marcha se va frenando, signo inequívoco de que el camino se acaba, abriéndose a unas vistas imponentes: un burgo élfico, erigido sobre un valle rocoso entre ríos, cascadas y vegetación abundante. Una simbiosis perfecta de arquitectura y naturaleza.
Es en contadas ocasiones como ésta, o como cuando hace una centuria estuviste en Valle, frente a las mismas puertas de Érebor, cuando lamentas la condición nómada de tu pueblo, que le ha impedido desarrollar un arte tan monumental y complejo, característico de otras especies intelectuales. Las grandes obras de ingeniería, las tipologías constructivas, el encanto de las construcciones típicas o la majestuosidad de aquellas palaciegas os han sido negadas desde que determinasteis no asentaros en región alguna ni reclamar tierras para radicaros.
Quizás lo único bueno de ser apátridas es que consideráis patrimonio universal todo por igual: de la ciudad blanca de Minas Tirith a la torre de Isengard, de las minas de Moria a la fortaleza de Cuernavilla, en el abismo de Helm; pasando por Umbar o por los Puertos Grises; incluso la adorable aldea hobbit que viste en la Comarca o las ruinas aún soberbias de Dol Guldur. Todo os pertenece como hijos de la Tierra Media. Lástima que la mayor parte de ella esté aún habitada. Aguantar a los pobladores es lo que os disuade de hacer más turismo.
—El valle de Imladris —anuncia el Istar solemne—, conocido en la lengua común con otro nombre.
—Rivendel —precisa el mediano embelesado.
—Aquí está la última morada al este del mar —enuncia el viejo.
Has permanecido rezagada en unos escalones labrados que se hallaban camuflados al final del sendero y eres testigo de cómo el cabecilla se dirige desafiante hacia Gandalf (se llamaba Gandalf, ¿no?).
—Éste era tu plan, ¿verdad? —arremete Thorin airado—: buscar refugio junto al enemigo.
Este hombre parece odiar a todo el mundo.
—Aquí no hay enemigo alguno, Thorin —zanja el mago—. La única inquina que hallarás en este valle será la que traigas contigo.
¡Uuuh! Menudo corte.
—¿Crees que los elfos bendecirán nuestra misión? —plantea el líder—, intentarán impedirla.
—Claro que sí, pero tenemos preguntas que necesitan respuestas.
Esa contestación te ha escamado bastante. ¿A qué preguntas se refiere? ¿Acaso han emprendido esta misión —suicida, por cierto— sin tener atados todos los cabos? Hmm, por qué no te sorprende...
Thorin agacha la cabeza dándose por perdedor de la discusión.
Reprimes una risita al presenciar su enésima muestra de soterrada rivalidad entretanto te retiras silenciosamente; si quieren despedazarse cuales perros de presa, mejor que te pille lejos.
Te calas la capucha y te embozas con el pañuelo. Vais a entrar en dominios elfos y, aunque sabes que antes o después los mayores del lugar descubrirán lo que eres, juzgas conveniente retrasar el tener que mostrarte en público.
Descendéis por una escarpada escalinata hasta llegar a un esbelto puente de piedra sobre uno de los ríos que bordean la ciudad, flanqueado a cada lado por sendas estatuas de guerreros elfos; pero en cuanto te dispones a atravesarlo junto al resto de la cuadrilla, un pinchazo insoportable te taladra la cabeza y un agudo pitido te ensordece momentáneamente. Te paras en seco soltando la guadaña y te agazapas tapándote los oídos por encima de la capucha, tratando de no sucumbir bajo ese endiablado zumbido.
¡¿Pero qué demontres sucede?! Rara vez has estado enferma en tu vida y apenas te ha aquejado algún triste dolor de cabeza. No puede deberse a que anoche te saltaras tu ciclo de sueño; ya lo has hecho más veces y siempre te acabas reponiendo.
Notas unas manitas posarse sobre las tuyas.
—¿Te encuentras bien? —te pregunta el «saqueador».
Lo miras con los ojos entrecerrados y titilantes, y adviertes por encima de su hombro destellos de cómo los dos hermanos, que ya se encontraban al final del puente, al igual que la mayoría del grupo, se detienen alarmados al verte arrodillada junto al hobbit.
El rubito hace ademán de ayudarte, pero la dominante garra de su tío le impide desandar el camino. Sin embargo, lo que más te inquieta es la figura circunspecta y gris del brujo, inmóvil en la lejanía, que entre pestañeo y pestañeo se te antoja cada vez más luctuosa.
El puente...
El río...
El mediano no despega sus manos de las tuyas, a ambos lados de tu cabeza. —¿Se te pasa? Sea lo que sea, lo elfos podrían curarte, pero primero tenemos que cruzar.
Te cuesta abrir los ojos, el dolor punzante que te traspasa las sienes hace que todo se tambalee y oscile en derredor. Tienes la extraña sensación de que tus pies no tocan el suelo y de que acabarás cayendo al vacío a causa de un vértigo ficticio que se asienta en tu estómago.
Parpadeas varias veces hasta conseguir mantener los ojos abiertos. Los verdes del hobbit te miran inquietos y pacientes. Estás segura de que permanecerá contigo hasta que este tormento se vaya, o hasta que te vayas tú pretil abajo de cabeza al río.
Lo contemplas: el mediano que te había confundido con una pantera, que había intentado distraer a los troles a falta de estrategia mejor, que había liberado a los ponis seguramente para que no corriesen una suerte fatídica sin importarle quedarse sin monturas, que ha aceptado el puesto de saqueador a pesar de que todo apunte a un final funesto. Ahí está, intentando transmitirte calma y serenidad a través de esos joviales ojos verdes y de su pazguata sonrisa.
Y mientras pensabas todo eso, el malestar se ha ido desvaneciendo y el estridente silbido se ha apagado.
Poco a poco dejas caer tus manos y él se separa para que te incorpores. Recoges del suelo la dalla y le sonríes en agradecimiento, aunque no puede verlo porque llevas subido el pañuelo; pero ha debido de intuirlo, entre la capucha y el bucle rebelde, por la expresividad de tus ojos.
Termináis de cruzar el puente (tú todavía algo mareada), hasta llegar a una plazuela donde os esperan los demás. De nuevo el rubio y el arquero amagan con acercarse a ti, pero prefieres evitar otra muestra de autoridad del jefe hacia ellos.
—Estoy bien. Un vahído —les informas inexpresiva, aunque en el fondo sabes que debes dormir y conseguir sangre; pronto, a ser posible. Tal vez haya algún establo cerca. No es que la sangre de animal te apasione, pero tienes que rehuir la enana-humana-élfica de momento.
Cuando te aproximas al mago, le lanzas una ojeada desafiante. Entiendes su actitud impertérrita ante tu sufrimiento, mas no por ello vas a perdonárselo. Quizás se la guardes para cuando tengas oportunidad.
—Confiaba en que los encantamientos sobre el río Bruinen, que protegen este sacro refugio de invasores malignos, impidiesen que continuases con nosotros —admite el viejo sin un ápice de remordimiento.
Será cabrón.
—Pues entonces, anciano, acaba de confirmar algo que usted y los elfos siempre se han negado a creer: su alquimia contra las razas del Mal no puede con nosotros, porque por mucho que les indigne y repugne nuestra naturaleza oscura, los Nicrói somos neutrales.
—¿Nicrói? —repite el eremita desconcertado en voz baja.
Anda, mantén la boca cerrada hasta que se te pasen los efectos del arrechucho.
Sí, será mejor.
Entretanto aguardáis a que alguien os reciba, te dedicas a analizar la arquitectura del lugar. Deambulas por la plazoleta sorteando a los retacos, abiertamente incómodos por haber tenido que arribar a un señorío a priori hostil para con ellos.
Al cabo, un elfo refinado y elegante (cómo no) baja unas escaleras que dan a la explanada, y que supones serán el acceso a la urbe.
—¡Mithrandir! —llama al Istar.
¿Pero no se llamaba Gandalf?
—¡Ah, Lindir! —Se alegra el mago, ante lo cual el susodicho responde con un gesto amanerado a modo de saludo.
A unos pasos de ti, Thorin le susurra algo a su lugarteniente. El elfo también le ha debido de resultar un poco pedante.
—Oímos que habías cruzado hacia el valle. —Disciernes que le comenta el elfo en sindarin.
—Debo hablar con Elrond —le replica el anacoreta en la lengua común.
—Mi señor Elrond no está aquí —confiesa el tal Lindir, y ahora los Gonnhirrim entienden lo que dice.
—¿No está aquí? ¿Y dónde está? —interpela el mago.
En ese momento, el toque de un cuerno acercándose disipa su incertidumbre, a la vez que pone en guardia al grupo.
«Dubekar» o algo por el estilo grita el capitán hacha en mano, exhortando al resto a formar a la defensiva. Uno de tus compañeros os tironea al mediano y a ti para que entréis en el círculo que han creado, al mismo tiempo que los primeros caballos del escuadrón élfico irrumpen en la plaza y os rodean.
Perfecto, ahora tienes que soportar la altiva y perpleja mirada de los jinetes, sorprendidos de encontrarse enanos en su territorio, mostrando además una resistencia que, por muy fiera que fuere, podrían aplastar de proponérselo.
Cuando toda la caballería os ha sitiado, el elfo que parece estar al mando refrena su hito corcel.
Y es entonces cuando descubres que, atado al pomo de su silla de montar, tu cinturón, el cual deseabas que hubiera pasado desapercibido entre la hierba, te ha delatado sin siquiera bajarte el embozo.
