Earendil 95: los tres herederos de Durin, ¿quién no sintió lo mismo cuando los vio aparecer en casa de Bilbo en la película? Nyx no iba a ser menos XD. Y aunque siendo puristas es complicado que un romance con un ser de una raza siniestra funcione en el universo Tolkien, por mi parte lo intentaré :P
Y sobre lo que apuntas de que sigo la esencia de El Hobbit... Mientras estén en Rivendel, la historia se va a asemejar a la película, pero en cuanto salgan de ahí, se va a liar parda (más que nada porque en la película el intervalo entre Rivendel y los gigantes de piedra no llega ni a cuatro minutos XD).
Elessar: ¡gracias por comentar! :D
En cuanto a lo de traducirlo al inglés, se me ha pasado por la mente, pero considero que ya hay una cantidad ingente de fics (y muchos, de gran calidad) en inglés como para añadir otro que, para más inri, seguro que va a contener numerosos fallos, ya que no es mi lengua materna y no la manejo como tal. Aunque sí que me he planteado pasarla al italiano y al portugués, idiomas con los que me siento más cómoda.
Elein88: para mi desgracia Nyx y su raza tienen puntos débiles y vulnerables, pero de momento que quede entre nosotras :P
También he querido compartiros un fanart (una vidriera preciosa) en mi página de FB (facebook (punto) es (barra) Erinia (punto) Aelia) que ha tenido a bien regalarme DannaP ^_^
Para la música de ambientación, basta con entrar en el siguiente enlace de Youtube (City of Rome. BSO Assassin's Creed Brotherhood):
watch?v=-aPyQSD6AaU
Bueno, al tema. Aquí dejo uno de los seis capítulos ubicados en Rivendel, y aviso que van a ser más costumbristas que los anteriores. A ver, que estamos en Imladris, no va a aparecer Clint Eastwood con un revólver liándose a tiros con el personal. Así que no esperéis mucha sangre... o lo mismo sí, quién sabe.
· CAPÍTULO IX: TAHALÍ ·
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—¡Gandalf! —saludó efusivo Elrond al reconocer al peregrino gris.
—¡Elrond! ¡Mellonnen! ¿Mo evínedh? —quiso saber el Istar en sindarin. O sea, una forma elegante de sonsacarle al señor del lugar dónde había estado.
El Medio Elfo le fue avanzando detalles entretanto desmontaba de su caballo. Por lo visto, aquel día les había tocado salir de caza. Una jauría de orcos venidos desde el Sur, que estaban merodeando cerca del Paso Escondido. Todo muy raro.
Cuando abrazó a Mithrandir, el peredhel se olió que su buen amigo tenía algo que ver con aquella extraña incursión huerca, de modo que el mago se aprestó a despejar sus dubitaciones, presentándole de paso al líder del clan Hadhodrim al que asesoraba.
—Bienvenido, Thorin, hijo de Thráin. —Se adelantó Elrond.
—Creo que no nos conocemos —objetó seco y rudo el susodicho.
—Tienes el porte de tu abuelo —explicó el elda—. Conocí a Thrór cuando era Rey Bajo la Montaña.
—¿Sí? Él nunca te mencionó —remató sardónico el gonhir.
Nyxiræ dudó: ¿acaso el protocolo de estas gentes dictaba apropiado tratar de forma cortante y esquinada a un futuro convidador? Era mucho lo que por voluntad propia desconocía de sus costumbres sociales, pero creyó más probable que quizás el jefe naug se estuviese descargando de la hiriente pulla que le había deslizado Gandalf en su última discusión.
Aun así, estimó errónea la actitud de Thorin para con el señor elfo. Después de todo, no se debe morder la mano que te da de comer, aunque por el momento nadie hubiese hablado de comida.
—Nartho i noer, toltho i viruvor. Boe i annam van a nethail vin —profirió Elrond en sindarin a sus lacayos, tras el incómodo silencio que sobrevino a raíz del desafortunado exabrupto del nogoth, conocedor de que la mayoría de sus forzosos invitados desconocía esa lengua.
Que por si alguien se lo preguntaba, se habría traducido por «Encended fuegos. Traed el vino. Debemos alimentar a nuestros huéspedes». Vamos, la típica parafernalia que suelen ostentar los Quendi para mostrar su hospitalidad.
El problema es que Glóin no se tomó muy bien la mal disimulada descortesía de hablarles en un idioma ignoto.
—¿Qué está diciendo? ¡¿Acaso nos brinda insultos?! —rugió el pelirrojo aferrando su hacha.
—No, señor enano. Nos brinda comida —se apresuró a aclarar Gandalf, lo cual fue subrepticiamente celebrado por los de la comitiva, que no obstante, simularon aceptar a regañadientes.
Cuando todos se disponían a subir por las escaleras, Nyxiræ se irguió, pues había permanecido agachada en su procura de no destacar en altura entre sus compañeros. Bastante descollaba ya su guadaña hirsuta. Fue entonces cuando Elrond reparó en ella.
—¿Viaja con vosotros? —inquirió alarmado el elfo en voz baja al brujo, al que había retenido por el brazo.
El Istar volteó levemente la cabeza en un gesto innecesario. Sabía perfectamente a quién se estaba refiriendo.
—Eso me temo —le confirmó aciago el viejo.
Los enanos, al ver que su anfitrión se había parado en las escaleras sin terminar de guiarles a la entrada, se detuvieron a la espera. Elrond descendió un par de peldaños y observó detenidamente a la chica, cuestionándose cómo diantres había podido franquear el río, seguro como estaba de que su raza era maligna.
—Ahora me explico algunas cosas —le dijo mientras lanzaba un rápido vistazo a su silla de montar, donde se hallaba anudado el desgastado cinturón de Nyxiræ—. Albergaba la secreta esperanza de que tus pasos no te trajeran a Rivendel; pero viendo que estás aquí, con todo lo que ello supone —insinuó con un sutil movimiento de frente hacia el río—, mi invitación se extiende también a ti. Mas si me asaltare cualquier duda de que tu comportamiento no es el que se espera bajo este techo, serás duramente penada —le previno levantando un dedo admonitorio y severo—. Sin embargo, haré que se te confiera un trato «especial» acorde a tu condición.
«No me gusta cómo ha sonado ese especial», pensó Nyxiræ, pero a lo mejor podría sacar provecho de dicho arreglo.
—Agradecida por la gentileza —correspondió ella en alto para que se la escuchara por encima del pañuelo—. Es cierto que recalar en Karningul no entraba en mis planes —afirmó según inclinaba mínimamente la guadaña hacia el grupo, dando a entender que en los de ellos tampoco figuraba el burgo élfico—, pero debo reconocer que no lo lamento, pues la ciudad por sí sola bien merece una visita, sea cual sea el motivo que arrastre a ella —concedió sincera y ceremoniosa—. Y atendiendo a ese «trato especial» que usía ha sugerido, me gustaría solicitarle permiso para admirar la arquitectura circundante antes de la cena, sobre todo aquella más práctica, más... bucólica. Digamos, por ejemplo, ¿las caballerizas, o las regaladas?
Si bien el resto de los presentes no entendió qué podía tener de interesante, arquitectónicamente hablando, analizar unas cuadras, el viejo maia y el señor elfo captaron la indirecta vertida en la frase.
—Te concedo la venia. Los establos mayores están fuera de la villa, al norte del río Sonorona. No te daría tiempo a ir, pero existe una pequeña cija no lejos de la plaza de los caños, tras el mercado. Puede que sea de tu interés —consintió—. Glorfindel —llamó acto seguido.
Al instante, un elfo alto de rubios y largos cabellos (¿por qué ninguno los llevará cortos?) y de belleza anodina, que se incluía dentro del pequeño escuadrón que rodeó a la compañía, se apeó de su caballo y se dirigió hacia el Medio Elfo, el cual le dictó en susurros directrices muy precisas.
Glorfindel se encaminó al prieto bridón de su señor, retiró el cinto con las gumías y la escarcela del arzón de la montura, y se lo ató en algún lugar innombrable bajo su capa.
—Por favor, mi señora, ¿serías tan amable de acompañarme? —pidió cortés el elda rubicundo. A Nyxiræ empezó a molestarle que todo el mundo la tuteara. ¿Desde cuándo se habían perdido tanto los formulismos que tuvo que aprender a disgusto siglos ha? Al menos, se dijo, la había llamado «mi señora» pese a no ser nada suyo.
Ambos se perdieron escaleras arriba y los enanos ingresaron al fin en el hogar de un elfo después de más de medio siglo.
Nada más llegar al vestíbulo principal, el antiguo señor de la Casa de la Flor Dorada le rogó educado que se desciñera el sable y que le diese su guadaña a un paje. Ella accedió sin oponer resistencia.
Atravesaron la antesala en completo silencio. Glorfindel condujo a la joven calles a través. En un principio, el elfo caminaba presuroso, pero moderó el paso al percatarse de la fascinación que le causaba a la muchacha todo lo que la rodeaba.
Nyxiræ estaba maravillada por el ingenio que habían desplegado los Quendi en levantar su morada sobre un terreno tan abrupto y silvano. El agua y la foresta estaban presentes por doquier, y compartían espacio con la arquitectura sin estorbarse en lo más mínimo. Las esbeltas y albas construcciones élficas procuraban armonizar con las formas de la naturaleza compenetrándose con ella, o en ocasiones, incluso por ella invadida.
La chica vio más allá de lo que se abría ante sus ojos: vio los cálculos que habían tenido que realizar, el método de prueba y error hasta conseguir la perfección allí plasmada, la ejecución precisa y meticulosa; y se planteó si algún día su pueblo podría emplear esa sabiduría en su beneficio.
Ajeno al paisaje, Glorfindel la observaba con bigardía, amparado por la cabeza de altura que le sacaba a la joven, aunque Nyxiræ era consciente de la expectación que le suscitaba.
—A pesar de ser uno de los elfos más vetustos de esta ciudad, nunca me había topado con un individuo de tu especie, bien que tenía constancia de vuestra existencia, obviamente.
Nyxiræ no hizo comentario alguno y permaneció silente a su vera. Se preguntó cuántos años tendría aquel elda.
»No es preciso que receles, puedes destocarte. Mi señor Elrond ha dispuesto que sólo aquellos elfos nacidos antes de la Primera Edad o en sus albores sean los que traten contigo.
Ella dedujo que el tal Glorfindel sentía curiosidad por contemplar a una nithré por primera vez en su vida; juzgar si lo que se decía de esa raza era cierto, si tendrían alguna semejanza con los Primeros Nacidos. Pero en ese momento ella no estaba para satisfacer los caprichos de nadie. Le apremiaban otras cuestiones que se volvían más acuciantes a cada paso que el dichoso elfo demoraba, por lo que continuó oculta bajo la capucha y el embozo.
—Quizá su señor también le haya encargado que me entregue el cinto que ha recogido de su montura —se aventuró a decir la muchacha—. Se me cayó en una refriega que tuvimos los enanos y yo con los orcos, previa a vuestra intervención.
Glorfindel encajó renuente que, cambiando de tema, la joven rehusase descubrirse.
—No, eso no me lo ha dicho.
—En tal caso, se lo pido yo. Me gustaría recuperarlo, así como las gumías y la escarcela.
—Me temo que debo negarme.
«Vas a ser un hueso duro de roer, ¿verdad, elfito?», rumió Nyxiræ para sus adentros.
»Fui yo quien encontró el talabarte tras el ataque a los orcos —desveló—. En cuanto lo abrí y vi la cajita metálica con las hojas de tabaco, pensé que no podía pertenecer a esos engendros y creí conveniente comunicárselo a mi señor, que me autorizó a quedármelo como botín para un posterior estudio de su contenido —expuso sin inmutarse por la seriedad que comenzaba a exhibir la chica.
»Elrond enseguida coligió que los dos frascos de cristal que también había dentro contenían líquido coagulante y anticoagulante respectivamente, aunque le gustaría concretar las plantas que se seleccionaron para su elaboración aparte de las clásicas como ciprés, athelas o aloe vera —pormenorizó el calaquende.
Por un instante la muchacha temió que aquello derivase en un simposio sobre botánica aplicada, desviándose de lo que realmente importaba.
»Luego estaban las dos piedras de pedernal, que evidentemente no pueden tener otra finalidad que crear chispas, y por último, una bolsita coriácea con una gravilla negra que no pudimos identificar —reveló Glorfindel, como si Nyxiræ no supiera de sobra lo que portaba.
»Al principio me extrañó un poco la inquietud que mostró Elrond —prosiguió el elfo—. Es una de las personas más sabias de toda la Tierra Media, y lo que a muchos nos habría pasado inadvertido, se ve que a él no. Debió de inferir qué clase de ser eras en base a esas redomas y al resto de objetos que encerraba tu pequeño portamonedas.
—Como quiera vuestra merced —interrumpió hostil la joven—, pero como acaba de decir, ese cinturón es mío y teniendo en cuenta el respeto que profesan los elfos por la propiedad privada, insisto en que me lo devuelva.
Al antiguo capitán de Gondolin empezó a irritarle la obstinación que manifestaba la forastera frente a las razones que le había expuesto.
—En otras circunstancias lo haría encantado, pero como he mencionado antes, ahora me pertenece. No obstante, toma. —El elfo se pausó para meter una mano bajo su capa—, te restituyo las gumías. Son de buena factura. Me gustaron las filigranas que llevan grabadas, muy orientales —alabó franco, al tiempo que se las entregaba—. Pero como aquí dispongo de suficiente armamento, es cierto que no tengo necesidad de conservarlas —concluyó con una leve sonrisa, esperando que ese simple guiño bastara para contentar a la nízrim.
—Le agradezco su condescendencia, de veras —mintió ella con patente ironía—, pero no cejaré hasta que todo me sea retornado —remachó, tras enfundarse una gumía en cada bota.
—Es un cinturón ajado e inservible. Seguro que podrás comprar otro similar antes de partir —arguyó su acompañante con falsa amabilidad.
La disputa quedó en suspenso unos minutos, durante los cuales atravesaron una plazuela con un abrevadero de cuatro caños en el centro. La tarde caía y los últimos rayos de sol se colaban entre las ramas de los arbolillos de la glorieta, que junto con el murmullo del agua de la fuente, conformaban un escenario idílico.
Pero Nyx ya no prestaba atención. Le enervaba esta situación. Su gente no sentía apego por lo material, salvo que éste fuera un medio o un fin hacia un conocimiento ulterior; por lo que porfiar por sus pertenencias le parecía rastrero cual si se estuviera rebajando al nivel de los Naugrim, por todos conocida su extremada conducta posesiva y su avaricia. Mas no podía permitir que los elfos analizaran la sustancia fuliginosa que el saquito guardaba. Una manipulación inadecuada podría resultar fatal.
—No esperaba que en casa del señor Elrond me robasen a cara descubierta —confesó de improviso una contrariada Nyxiræ sin elevar el tono. Y ya arriesgaba demasiado. La jugada de enfurecer a su guía podía salirle muy bien si recuperaba la pretina, o muy mal, pudiéndose entonces olvidar de ella.
Glorfindel se quedó perplejo, desarmado ante una acusación tan directa; y le costó articular una réplica. —¡Oh! No pienses eso. No se trata de un hurto, sino de un botín de guerra. Es totalmente lícito.
—De eso nada. Sería un botín de pertenecer a los orcos a los que vencisteis, pero no es el caso —recriminó Nyxiræ—. Así que de lo que se trata es de simple y llano latrocinio.
—Vamos, vamos. Las posesiones materiales vienen y van. Es exagerado soliviantarse tanto.
—Oh, no. Sois los elfos los que soléis reaccionar así ante tales tesituras —comentó la muchacha con dejadez, un punto desganada—. Según tengo entendido, no os lo tomasteis demasiado bien cuando os robaron los Silmarils.
El rubio se detuvo en seco. Comparar la incautación de un gastado cinturón de cuero con todo lo que supuso el robo de la obra cumbre de Fëanor... Ése era un golpe duro de digerir, sobre todo para un noldo como era Glorfindel, si bien Nyxiræ lo creía sinda. La mirada con que pretendió fulminar la insolencia de la joven resbaló completamente, pues ella la sostuvo estoica e impertinente.
—A tenor de la imperiosa insistencia con que me lo pides, más que el tahalí, lo que te interesa recobrar es el saco de cuero que hay en la escarcela. Y sospecho que no puede contener nada bueno si alguien como tú se empecina en ello —apostilló el otrora súbdito de Turgon, mientras encaraba a la nízrim para desafiar sus ojos amarillos, ensombrecidos por la caída de la capucha.
Esa mano estaba perdida. Si Nyxiræ quería apropiarse de la faltriquera, tendría que usar otros métodos.
»Ya hemos llegado —gruñó Glorfindel a las puertas de una especie de henil construido en madera de haya—. Y te recomiendo ser rápida. La cena no tardará en servirse y aún tienes que pasar por la habitación que están acondicionando para tu estancia aquí. Aunque si yo fuera el señor de Imladris, no habría tenido tanta deferencia. Es más, por mucho que hubieras superado los encantamientos del Bruinen, sólo te habría permitido entrar para instalarte directamente en una de nuestras celdas.
La nithré dejó que se espesase el silencio entre ellos antes de responderle, intimidante y serena al mismo tiempo.
—Cuidado, elfo. Puede que mi libertad aquí sea vigilada, pero así como he venido hoy, otro día regresaré. Y esa vez nadie me verá ni oirá llegar, ni siquiera vuesa merced.
Y dicho esto, Nyxiræ se adentró sola en la cija.
«Eso es sencillamente imposible», se jactó él mentalmente ante la velada amenaza. La visión y la audición de los elfos eran indiscutiblemente superiores a las de cualquier otra etnia antropomórfica.
Glorfindel la esperó fuera, paseándose agitado de un lado a otro del postigo. Maldita la hora en que su señor había aceptado a esa criatura en su casa. Debía examinar esa arena negruzca cuanto antes. No podía eludir la cena, pero trasnocharía si era preciso para saber qué demonios era aquello que tanto obsesionaba a la nízrim.
Al poco, la chica salió del cobertizo.
—Sígueme —le espetó el elfo de malos modos.
La llevó de vuelta por el mismo recorrido que a la ida, pero ahora el noldo iba unas zancadas por delante, rezongando internamente su enojo. Nyxiræ no se tenía por rémora de tiburón, así que lo siguió pausada, aumentando la distancia que los separaba.
Glorfindel se alejó mascullando una retahíla de improperios, entretanto se internaban en un atrio porticado con un delicado templete en el lateral. Y en ese momento, la joven advirtió una figura subiendo las escaleras próximas que daban a la segunda planta del zaguán. Era el mediano.
Nyx obvió a su cicerone y, de un salto, se encaramó a la balaustrada de la galería superior justo cuando el hobbit terminaba de alcanzar el último peldaño. El pobre se llevó tal susto que trastabilló, y habría caído escaleras abajo de no ser por que la chica lo sujetó por el cuello de la camisa.
—Me has asustado —barboteó Bilbo casi sin aliento, afianzando sus pies en el piso.
La muchacha se descolgó de la baranda y deambuló por entre la arcada. Rodeada por columnas, había una escultura femenina que sostenía entre sus marmóreos brazos una suerte de bandeja en forma de escudo con los fragmentos de una espada quebrada.
Nyx los observó sin tocarlos. Bilbo se acercó también a ojear. De hecho, ésa era la intención que lo atrajo allí.
»Narsil. O eso creo —apuntó el mediano—. Es una espada muy antigua; perteneció a Elendil y a Isildur, reyes de Arnor y Gondor.
La joven dio la espalda a la estatua para contemplar el fresco que la confrontaba. Representaba a uno de los reyes que Bilbo había mentado haciendo frente a un enemigo colosal, ataviado con armadura negra y de complexión mucho mayor que la del mortal.
—¿Cómo lo llamabais a él? —demandó ella señalando al guerrero oscuro.
—Oh, lo cierto es que no solemos pronunciar su nombre —adujo evasivo, pero como la chica seguía mirándolo curiosa por entre el pañuelo y la capucha, añadió molesto—. Sauron, me parece recordar que se llamaba. ¿Por qué? ¿Vosotros lo llamáis de otra forma?
—Sí —respondió Nyx resuelta, según tornaba a trepar al pasamanos para seguidamente saltar al primer nivel, dejando a Bilbo con la incógnita.
Al fin y al cabo, técnicamente ella había contestado a su pregunta. Si de verdad hubiese querido saber qué nombre le habían otorgado los de su ralea, tendría que haberla formulado de otra manera.
La joven desapareció por donde había marchado el elda hacía unos minutos.
Mientras tanto, Glorfindel había seguido apretando el paso, rumbo a la cámara asignada a la muchacha. Su enfado le había impedido advertir que llevaba un rato andando solo. Para cuando reparó en ello, casi había llegado a la alcoba. Se volteó para darse de bruces con el pasillo vacío.
—¿Pero qué...? ¿Dónde se habrá metido ahora? ¿Tan difícil era seguirme?
Mas no bien hubo terminado de pensarlo en voz alta, se estremeció al sentir el ondular de una capa, ruido sedoso de un fantasma que caminaba detrás de él.
—¿Me buscaba? —entonó la chavala divertida cuando el elfo se giró de nuevo y encontró su rostro tapado.
Glorfindel endureció aún más su expresión, no estaba para bromas. Le indicó con el índice una puerta de doble hoja a su izquierda y se marchó sin despedirse ni mediar más palabra. «Ahí te quedas».
El noldo leonado se fue derecho a sus aposentos, a preparase él también para la cena. Entretanto se iba calmando (calentando el agua de la tina, seleccionando túnica, pantalón y zapatos), en su mente se cristalizó una realidad palpitante que no había podido discernir antes a causa de su crispación.
Paralizado, una gota de mador frío se materializó resbalándole por el espinazo.
Acababa de darse cuenta de que no había escuchado nada.
No había escuchado lo que hizo la joven dentro de la cija, ni siquiera el balido quejoso de una oveja sacrificada.
No había escuchado el silencio que se produjo sobre el empedrado cuando la chica dejó de seguirlo.
No había escuchado el rumor de sus pasos a través del corredor, y sólo acertó a notar su manto mecerse cuando la muchacha ya se hallaba a sus espaldas.
Y entonces supo que su raza no podría oír llegar a un nicrón hasta el momento mismo en que se les echase encima.
ACLARACIONES
Los elfos y los Istari llaman Nízrim indistintamente para singular/plural, o masculino/femenino; mientras que ellos declinan su gentilicio.
Nicrói: designa a toda la especie o al masculino plural.
nicrón: individuo del sexo masculino.
nithré: femenino singular.
Nithrái: femenino plural.
En cuanto a las Gentes (plural de Gens), forma fácil: de agua, de aire, de fuego y de tierra.
Forma no tan fácil: ácueos, etéreos, ígneos y térreos.
Sí, como veis, pierdo mucho el tiempo pensando en estas cosas. Me inspiré de refilón en las declinaciones del griego antiguo (pero sin exactitudes, sólo buscando un poco la eufonía).
Y por lo demás, confirmaros que el idioma de los Nicrói es directamente el latín, siendo una evolución del griego clásico, que para ellos sería su lengua arcaica.
¡Hala! Patada que le pego al universo de Tolkien y a la Filología en general. (Tampoco me iba a inventar yo una lengua propia para ellos, y además, el latín ha sido un elemento decisivo para idear el origen de la especie. Ya lo explicaré en su momento).
Me cansé de que Tolkien se inspirase en su mayoría (no en su totalidad) en la cultura anglosajona, germana y escandinava, así que me propuse impregnar a mis personajes de aires más grecorromanos (y algo de árabe y fenicio también tiene).
Lo dicho, idas de olla.
