Earendil95: jajaja, ya sabía yo que no te incomodaría que ella fuera bisexual, lo que no sé es si todo el mundo va a ser igual de abierto para aceptarlo. Y lo mismo pasa con lo de Fíli. No todo va a girar alrededor de Thorin (que con tanto fic sobre él, se lo tiene muy creído :P).

Elein88: Uff, menos mal. Siempre tengo la sensación de que al tratarse de capítulos casi completamente dialogados, la gente se me aburre leyéndolos.
Efectivamente le di bastantes vueltas a los detalles de la raza. Conozco unos cuantos fics (más en inglés, pero en español también los hay) cuyas OC pertenecen a especies inventadas por las autoras, pero los que he leído tienden a presentarlas como las últimas de sus respectivas especies, supongo que para explicar por qué los personajes de Tolkien no tienen constancia de ellas. A mí me daba pena concebir un género nuevo del que sólo quedase un único espécimen con vida, así que lo que se me ocurrió para solucionar su «inexistencia» hasta este punto de la historia de la Tierra Media, es que se ocultan viviendo en las sombras.

Espero que esté resultando plausible :P

Eria the guardian: Muchas gracias por comentar :D
Ya he visto que te has aplicado mucho con tu fic y llevas un ritmo tremendo de publicación!
Dentro de poco veremos cómo reacciona Thorin cuando una mujer se atreve a jugar con él…

N. del A.: Estando en Rivendel, no podían faltar las canciones (pero tranquilos, nada ñoño). Llevo tiempo resistiéndome a sugeriros música, porque entiendo que cada uno escucha lo que más le apetece cuando lee, pero me he animado gracias a un comentario de Elein88 y su visión de la vida como una B.S.O.
La canción que canta Nyx es la de Henry Martin, de Joan Báez (sí, del año de la polca, y cuanto más antigua sea la versión que elijáis, mejor). Si os da por escucharla durante la escena en que lo narro, cambiad mentalmente Escocia por Umbar, que para el caso es lo mismo U^_^


—Te lo ruego, Thorin, ¡enséñale el mapa! —tronó Gandalf.

Era la enésima vez que el mago le pedía al enano que cediera y finalmente Thorin claudicó, aunque aceptar que Elrond pareciera ser el único capaz de desentrañar los secretos que encerraba el viejo pergamino no le resultó fácil.

Efectivamente, el señor elfo advirtió que un mensaje arcano se hallaba escondido en forma de runas lunares y ya era casualidad que aquella noche fuese la más propicia para poder leerlas. Tradujo para los allí presentes (si bien Elrond no sabría decir qué pintaba el mediano en aquella reunión) el texto en khuzdûl que, con la luz de la luna, apareció de la nada en el manuscrito.

Los versos de la profecía khuzd turbaron al rey enano, el tiempo apremiaba en su contra. No podían demorarse mucho más en la morada elfa, debían partir pronto.

Elrond confirmó sus sospechas acerca de los planes de la compañía: reconquistar Érebor. Un propósito nada sensato, le dijo al nogoth mientras le devolvía el mapa, aunque a Thorin se le daba una higa lo que el elfo pudiera pensar. Sin embargo, cuando todos se disponían a recogerse para dormir, el Medio Elfo lo retuvo.

—Si tienes un momento, Thorin —le dijo en voz baja alargando la mano a su antebrazo pero sin llegar a tocarlo—, me gustaría preguntarte por el interés que alegó la nízrim para ingresar en la comitiva —interrogó el elfo cuando se cercioró de que sus compañeros (incluido Gandalf) ya se habían marchado.

El enano lo escrutó cauto desde abajo. Es cierto que la chica no le inspiraba confianza, pero también era verdad que durante la cena se comidió para no delatar las intenciones del grupo. Y sentía que debía actuar de igual forma para con ella.

—Dos látigos de mithril —se limitó a contestar Thorin tras un silencio, en contra de lo que le dictaba su conciencia.

Elrond se quedó pensativo, meditando la respuesta. Ante el aire caviloso que adquirió el semblante del elfo, el enano se impacientó. —¿Por qué querías saberlo? Ella te dijo que necesitaba de nuestra habilidad, y es obvio que no podría recurrir a nadie más para forjar esas armas.

—No se trata de a quién pudiese recurrir ella o no, sino más bien de si es ésa su verdadera razón —se apresuró a aclarar.

—¿A qué te refieres? —inquirió Thorin.

El señor elfo, cabizbajo, dio unos pasos por la sala porticada antes de responder.

—Su raza está aquejada por una enfermedad —empezó Elrond, intrigando al enano—, una enfermedad mental. —Una imperceptible sacudida recorrió al naug, que continuó interrogando al elfo con sus garzos ojos—. De hecho, creemos que dicho trastorno es el origen por el que surgió su especie.

Silencio.
Thorin temió demandar más detalles. ¿Y si era como la afección hereditaria a la que estaba condenada su familia? No soportaría semejarse en lo más mínimo a esas criaturas.

—¿Qué enfermedad? —preguntó al cabo el enano, tenso y expectante.

—Bulimia intelectual, hambre de conocimientos, sed de saber —desveló Elrond—. Nosotros lo llamamos el síndrome del demonio sabio.

Debió de inferir por la distensión inmediata en el rostro del enano que para él aquello no era tan grave como para tenerlo en consideración. —No caigas en el error de subestimar su dolencia, Thorin Escudo de Roble. Ésta es peligrosa, tanto que por ella matan sin importarles a quién. Desprecian las posesiones materiales, so pena de que éstas conduzcan a un saber ulterior. Su mal los consume por dentro, haciendo que nunca acumulen suficientes conocimientos y siempre ambicionen más y más, de las materias más dispares e inconexas. A causa de esta patología se aislaron del resto del mundo, ya que no experimentaban satisfacción alguna en la socialización. Endurecieron su corazón al desdeñar a aquellos seres con menor erudición, considerándolos prescindibles y por tanto aniquilables. No valoran la vida de quienes no demuestran inteligencia, sirviéndose de ellos a placer mientras les reporten algún provecho, y eliminándolos sin remordimientos cuando estos dejan de serles útiles.

Thorin calló. No sabía qué pensar. Si lo que Elrond decía era cierto, debía reconocer que algunos de sus amigos corrían un riesgo real, si bien no durante el viaje, sí cuando recuperasen el reino y ella ya tuviese lo que quería. Eso implicaba prever un plan con el que estar preparados ante tal contingencia final, en la que la chica se rebelase contra ellos. Pero ¿cómo acabar con alguien inmortal?

—¿Cómo podríamos anularla en el caso de que se volviese un peligro para nosotros? —aventuró Thorin.

—Vosotros los enanos teóricamente tenéis cierta ventaja; sois considerablemente más fuertes que ellos, pero sobre todo, que ellas. Además, habéis tenido la relativa suerte de no lidiar con una nízrim de aire, por lo general de mayor complexión, aunque no mucho más.

—¿Estás diciendo que bastaría con emplear la fuerza bruta? —Se confió el khuzd.

Rió quedo el elfo. —Ni por asomo. Ellos siempre han sido conscientes de cuáles eran sus carencias, por lo que continuamente han procurado suplirlas. Se esfuerzan en perfeccionarse —informó Elrond—. Antaño, los elfos, gracias a nuestro fino oído y a nuestra aguda visión, podíamos detectarlos a varas de distancia. Pero por lo que he podido comprobar hoy, eso ya ha cambiado. Del mismo modo, lo más probable es que hayan especializado sus técnicas de lucha para abatir a oponentes de mayores dimensiones.

—Entonces no hay forma humana de reducirla —sentenció Thorin desalentado.

—Tampoco he dicho eso. Siendo trece enanos y un mago contra ella, veo complicado que pudiera venceros a todos, aunque no me atrevería a afirmar que fuera imposible —argumentó el elfo—. Sin duda la clave radica en su dependencia de la sangre. Sin ella son simples mortales, ya que la necesitan para regenerarse y para valerse de sus habilidades en el manejo de cada elemento, pero priorizando. Es decir, en una situación en la que se encuentren heridos de gravedad pero en la que a la vez el utilizar su poder les concediese la victoria, indudablemente invertirían la energía de la sangre de la que se hubiesen abastecido previamente en curarse internamente, puesto que por lo visto usar su elemento constituye un gasto considerable, así que sólo lo emplean de ser imprescindible e imperioso.

Esa aseveración tranquilizó un punto al enano. —Tendría pues que conseguir que no se alimentase de sangre.

—Exacto. Y una vez logrado esto, inmovilizarla de extremidades y con especial cuidado de sus colmillos, pues buscará siempre la sangre para reponer sus fuerzas. No obstante, no puedo aventurar a ciencia cierta cuánto tiempo pueden estar sin beberla antes de que noten los efectos de la abstinencia y cómo manifiestan dichos síntomas. —Elrond hizo una pausa—. Reconozco que no contamos con demasiados datos sobre los de su ralea. Yo me he preocupado de estudiarlos dentro de las limitaciones que entraña su exacerbada inaccesibilidad, pero muy a mi pesar, admito que el que más sabe de ellos no soy yo, sino precisamente un viejo conocido tuyo.

Thorin enarcó las cejas en un gesto sorprendido. Hasta hace apenas unas horas no tenía ni idea de que esos seres existían, por lo que se le hacía difícil imaginar que alguien de su entorno no sólo estuviese al corriente de su cultura, sino que fuera una eminencia al respecto.

—Thranduil Oropherion, el rey del Bosque Verde. —La sorpresa del enano se tornó en visible desagrado—. Al igual que yo, cuando era un niño tuvo un encuentro con una nízrim que lo marcó profundamente, de manera que dedicó muchos años de su vida a investigarlos.

Gracias. Un nuevo motivo para odiarla a ella y a toda su raza. Ya podían haber destripado a ese sucio elfo cuando hubieron ocasión; tanto que se jactaban de asesinar a diestro y siniestro.

—Por consiguiente huelga decir, Thorin Escudo de Roble, que en tus manos está la oportunidad de cambiar esto.

Thorin lo miró sin entender.

—Si su meta, como la tuya, es Érebor, todo el tiempo que conviva con la compañía será valioso para averiguar más acerca de su estirpe: costumbres, lengua, singularidades, entrenamiento… Seguramente ella se mostrará hermética y reacia a revelar nada, pero por muy poca información que consiguieseis sonsacarle, créeme, será mucho. Eso sí —concluyó Elrond—, recela de ella. Mucho me temo que los látigos de mithril sean sólo una excusa con la que disfrazar sus auténticas intenciones. ¡Ah! Y un último consejo —añadió—. Por lo que pude deducir durante la sobremesa, se trata de una nízrim de fuego, ¿verdad? —Thorin asintió, recordando lo que Gandalf pronunció en la cueva—. Si finalmente os veis en la obligación de suprimirla, debes asegurarte de que sea cuando ella ya no pueda sanarse a sí misma. Será entonces cuando tampoco pueda generar fuego. Porque si, en sujetándola, aún le quedare energía, os calcinará a todos aunque ello le cueste la vida.

Un recuerdo de las llamaradas de Smaug asaltó al rey enano tras las funestas palabras del señor elfo. Sin embargo, se repuso rápidamente y asintiendo para agradecerle el consejo, marchó del salón hacia sus aposentos.


Despierta.
Tienes cosas que hacer, como «comprar» un cinturón y recobrar la escarcela y las armas.

Te levantas con una sensación extraña de haber hibernado una eternidad. Por el ajimez de poniente compruebas que la luna creciente ha desaparecido del firmamento. Aún no se aprecia la claridad en el Este, mas tampoco crees que quede mucho para que amanezca.

El hecho de que anteanoche, por salvar a los enanos de los trols, te saltases tu ciclo de sueño, implicaba que esta noche no ibas a dormir las tres horas habituales que acostumbra tu especie, sino que se iban a sumar. Pero sin la luna, no puedes precisar cuántas horas habrás dormido. Puede que cinco, quizá más.

Vas al cuarto de baño para asearte y descubres que, como de cotidiano no te pintas, se te olvidó desmaquillarte anoche y la untura con que delineaste tus ojos se ha extendido. Ahora sí que das miedo.

Echas un vistazo a tu camisa negra y decides dar un remiendo al tajo de la espada de Thorin, que te lleva más tiempo del que quisieras. Tras oprimirte el pecho con la venda, te pones la camisa junto con el pantalón pardo y las botas, te calas el pañuelo y la esclavina con la capucha (pasando del velo élfico), te cruzas el morral y te dispones a aprovechar las primeras luces del día.

¿Pero qué…?
Qué hijos de puta.

La puerta no se abre. Los elfos te han debido de encerrar con llave mientras dormías. No te supone un problema en realidad, porque de un salto te plantarías en el jardín recoleto del nivel inferior bajo tu dormitorio, como efectivamente haces, pero te jode el mero hecho de que hayan pretendido retenerte por si te daba por salir durante la noche.

Con la tontería de arreglarte y coser la camisa ya raya el alba. Te encaminas a la cija que te enseñó Glorfindel ayer. Entretanto permanezcáis en Rivendel, conviene que ingieras toda la sangre posible. Nunca se sabe cuán complicado te resultará conseguirla después.
Eliges un borrego medio cojo, que seguro acabará siendo la comida de los enanos horas más tarde, así que decides ahorrarle el sufrimiento de ser degollado por la gorja. Tú actúas de forma precisa y casi siempre indolora. Lo abrazas, transmitiéndole el calor de tu cuerpo. Lo acaricias cariñosa en la testa, amansándolo, oyendo su respiración pausada y plácida, invitándolo a dormitar; y cuando ya está transpuesto, le guías a mejor vida. Un ligero pinchazo, apenas lo habrá notado.

Sigilosa, te alejas del establo justo cuando dos pajes entran en él. Paseas entre las calles que poco a poco empiezan a atestarse de elfos que van y vienen, aunque te parezca que ya no les envuelva ese halo de calma y sosiego, y anden como acelerados.

Los enanos deben de estar dándoles trabajo.

Buscas algún puesto de marroquinería para ojear talabartes coriáceos. Al girar una esquina para cruzar una de tantas pasarelas que salvan los numerosos regatos que serpentean por la villa, avistas al mediano. Habrá madrugado para hacer turismo...

—Buenos días —te dice con su sempiterna sonrisa cuando te sitúas a su vera.

—Igualmente —le respondes, bajándote el pañuelo. Él te mira con cierta extrañeza.

—¿No te importa que te vea la cara?

—Ya me la has visto un par de veces.

—En realidad, sólo una.

—Si te incomoda, me vuelvo a embozar —propones sin denotar ofensa.

—Oh, no. No —se apresura a disculparse—. No es eso, simplemente me ha sorprendido que ya no quisieras cubrírtela.

La conversación se estanca unos minutos durante los cuales continuáis con vuestro paseo matutino. A él parece gustarle todo lo que le rodea. Debe de infundirle algún agradable sentimiento que desconoces.

—¿Has desayunado ya, Nyxiræ? Ah, por cierto, aún no te he dicho cómo me llamo. Mi nombre es Bilbo.

—Curioso.

Se queda un rato procesando tu respuesta sin llegar a discernir si has querido expresar algo bueno o algo malo.

—No te preocupes, no tengo hambre —enlazas para interrumpir sus pensamientos.

Vuestros pasos os llevan a una de las mansiones cuya terraza da a una cascada con vistas a la garganta formada por los pies de las escarpadas laderas que preceden a las Montañas Nubladas.

Una puerta abierta. Una antecámara. Un armario.

Mientras que el mediano se asoma al amplio balcón, te cuelas disimuladamente en la pieza. Abres el ropero. Pertenece a un elfo: túnicas, pantalones, camisas de cuello alto, botas… Nada que te sirva. Husmeas en las gavetas de la cómoda aledaña y, al fin, algo que alegra tus ojos. Un precioso cincho de cuero con varias anillas y broches bañados en dorado viejo con los que prender espada y faltriquera. Despacio, lo sacas del cajón y amagas con rodearte las caderas y la cintura para medir su longitud. Bueno, con unos agujeros más pasará a ser de tu talla.

Escuchas unas voces fuera de la habitación, así que vuelves a guardar la pretina en su sitio y te escabulles hacia el mirador donde habías dejado al hobbit. Él sigue allí, pero no está solo. El señor elfo se encuentra a su lado. Te aproximas desconfiada hasta el umbral del arco de la entrada.

—… Y he oído que adoran las comodidades del hogar también —comenta Elrond.

—Y yo he oído que no hay que pedir consejo a los elfos, pues te dicen que sí y que no —le replica el mediano. Muy buena, Bilbo. Cada día me caes mejor. Pero parece que al elfo no le ha sentado tan bien tu comentario…

Al cabo, Elrond sonríe, rompiendo la tensión. Por un momento, el pequeño creyó haberlo agraviado. El elfo se despide posando una mano sobre el hombro del hobbit. —Sabes que puedes quedarte aquí, si así lo deseas —concede Elrond antes de marcharse.

Cuando se halla a tu altura, bajo el arco, le clavas la mirada, haciendo que se detenga un instante.

—No vuelva a encerrarme. No soy una bestia —le susurras. No es una amenaza, tampoco una advertencia. Es una aclaración para que la tenga en cuenta. Te observa evaluando el cariz de tu frase y asiente bajando la cabeza y rehuyéndote, mientras tú regresas con Bilbo.

Si te preguntan, jamás lo admitirás en público, pero estás disfrutando de su compañía. Este hombrecillo en miniatura, de aspecto peculiar, con esas orejas puntiagudas y exageradas, que va por el mundo sin zapatos (hala, ahí, a pelo), con el cabello ensortijado y con un traje totalmente inapropiado para la aventura. ¡Y que habla sin parar! Como si le hubiesen dado cuerda. Todo lo contrario de lo que te suscitaría curiosidad y en cambio, adivinas en él una inteligencia innata. Astucia, más bien. Ingenio, si lo prefieres. ¿Quién sabe? Puede que el viaje no resulte tan tedioso estando él.

En vuestra distraída caminata, recaláis en una fuente dispuesta en bancales.

Ése va a ser tu primer estremecimiento del día.

Doce enanos.
Cuentas para confirmarlo pero no hay margen de error. Doce enanos desnudos, bañándose impúdicos en la fontana. A su puta bola (nunca mejor dicho), sin inquietarse de si algún elfo se escandaliza por su conducta.

Bilbo y tú frenáis en seco, pasmados y ojipláticos ante tal espectáculo. Y no sois los únicos. Elrond y Lindir también lo están presenciando. El mayordomo no puede reprimir una expresión de asco por semejante visión. Le han amargado para el resto de la jornada. Pobre.

Bueno, al menos contemplar la escena tiene premio: el rubito y el arquero.
Interesante… Cuerpos jóvenes y lozanos, espaldas anchas, músculos bien definidos y abdominales resplandecientes gracias al agua. Una sonrisa salaz despunta en tus labios.

—A lo mejor deberías taparte los ojos. —Ésa podría haber sido la voz de tu conciencia, pero no. Es una voz mucho más profunda, barítona y fiera, la que ha retumbado a tus espaldas.

Bilbo los cierra raudo acatando la orden, y tú te giras para enfrentar a Thorin.

—A lo mejor los que deberían taparse, en general, son vuestros camaradas —opones tranquila e insolente.

Él te examina disconforme y severo, con los brazos cruzados. Estará pensando desesperadamente una respuesta con la que rebatir tu observación, aunque el tiempo pasa y continúa callado en su postura impertérrita.

Tiene la cabeza para llevar el pelo. Muy frondoso y deseable, por cierto.

—Balin ya tiene listo tu contrato. Después de la comida, dirígete a sus dependencias para firmarlo —te conmina con frialdad.

¿Contrato? ¿Pero eso sirve de algo?

Esperas que se dé la vuelta y se vaya, pero por lo visto él debe de estar esperando lo mismo de ti, así que volteas lentamente para dar un último vistazo a sus sobrinos (lo cual termina de crisparlo) y te largas, seguida del mediano.

—¿Quién es Balin? —interpelas, ya lejos de la bacanal.

—El de la barba blanca y larga —indica Bilbo. Hmm, escueta descripción, pero bastará.

Tras una comida mucho menos ceremoniosa que la cena de anoche, en la que has departido con el mediano largo y tendido (aunque más bien haya sido un monólogo por su parte), le preguntaste por la Comarca y aquello derivó en una canción típica de su tierra. No estaba mal. Algunos lacayos elfos de los que os sirvieron la colación, se detuvieron a escucharlo e incluso trajeron algún instrumento con el que amenizar su canto. Cuando acabó, se sintió algo violento por ser el centro de atención y te rogó que fueras tú la que ahora se animase. Le debías una canción. Le complaciste un punto reticente. Tañendo una guitarra, entonaste una melodía que aprendiste en Umbar, acerca de un zagal al que forzaron a convertirse en corsario. Los elfos que prestaban oído a tu balada, no daban crédito. ¿Cómo podía alguien haber compuesto una romanza en defensa de un pirata? ¿Cómo podía alguien justificar el pillaje, una actividad execrable? No obstante, Bilbo apreció tu trova y te felicitó repetidas veces cuando hubiste terminado.

Luego, él se retiró para echarse una siesta y tú proseguiste con tu visita al lugar, displicente con el mandato de Thorin. Quedaba mucha tarde para formalizar un acuerdo que para ti se trocará en papel mojado.

La biblioteca de Elrond supuso un inconmensurable descubrimiento. Era descomunal, de dos plantas, la superior con balaustrada de madera alrededor de un espacio central, circular y diáfano. Ya sólo por esto, había merecido la pena que el Istar se hubiera salido con la suya al arrastraros hasta allí.

No reparaste en el atardecer triste y quejoso de un junio anodino afuera, pues meditabas abrumada sobre un volumen de libros muy curioso de temas que ya estaban olvidados. El rescoldo mortecino de la chimenea hacía sombra en el suelo, mientras pedías vanamente a los libros un consuelo para sobrellevar los futuros días de espera, antes de alcanzar tu objetivo.

—¡Por fin te encuentro! —Te saca de tu ensimismamiento una voz gangosa que no es la del mediano. Es un fastidio haber desarrollado vuestras cualidades de acecho de manera que ni los elfos os perciben, pero que vuestros sentidos sigan sin agudizarse; de lo contrario te habrías percatado de su llegada.

Es el joven del tirachinas, y sinceramente, no sabes a cuento de qué tanta alegría por encontrarte. —Llevo horas buscándote. Tienes que venir conmigo a signar el contrato.

Ay, qué perra con el contrato. No va a valer de nada, ¿por qué se empecinarán tanto?

Lo miras de soslayo por encima del libro con el que estabas enfrascada, y con un suspiro resignado lo dejas encima de la mesa para escoltar al enano. A las malas, esta noche, luego de dormir tus tres horas de rigor, podrás retomarlo.

—Balin te ha estado esperando toda la tarde porque Thorin le dijo que te pasarías después de la comida —apunta el chaval.

—Tenía cosas que hacer, Tim —atajas.

—Me llamo Ori —te corrige molesto.

—Te pega más Tim —objetas indiferente.

Arribáis a la alcoba colectiva justo cuando el del sombrero con alas lanza una salchicha al obeso mórbido que incomprensiblemente se halla sentado encima de un esbelto escritorio. Colapso de la mesa desvalida bajo el peso del titán. Lógico, a quién se le ocurre.
Carcajada general, salvo por el del hacha en la frente, que, o es el más soso de todos o ha sufrido una lobotomía. Te inclinas más por la segunda opción.

Y entre tanta risa, atisbas tu guadaña apoyada en la pared y tu sable tirado en el suelo junto a ella. De modo que Elrond se las consignó a los enanos para que se hicieran cargo de ellas…

—Aquí tienes, muchacha. —El tal Balin te entrega afable el documento, imbuido por el jolgorio que arman los otros—. Si te surge cualquier duda, sólo exponla y te la aclararé encantado.

Haces como que lees, porque lo cierto es que con semejante algarabía lo difícil es concentrarse, pero finalmente desistes y solicitas llevártelo para estudiarlo con detenimiento (mentira). El viejo consiente comprensivo.

—Bien, Nyxiræ, ahora eres oficialmente miembro de esta compañía —prorrumpe alborozado el arquero, aparentemente con unas cuantas cervezas de más, creyendo que ya has estampado tu rúbrica. Te aparta del anciano (y prácticamente del resto) y acomoda un brazo por bajo de tu hombro.

—Eso es —ratifica igual de contento el rubito, pero en un tono más bajo—, y como integrante de la misma deberás contagiarte de los nobles sentimientos que abanderamos: lealtad, honor, confraternización, generosidad… —apostilla posando al descuido él también su brazo en tu espalda—. Porque aquí lo compartimos todo.

—¿Ah, sí? Tenía entendido que los enanos respetabais con celo la propiedad. —Le provocas divertida.

—Depende de de qué propiedad estemos hablando —murmura sobre tu cuello.

—Es una lástima que tengas que esperar a mañana para empezar a conocernos —se lamenta el arquero. Conque mañana partís y nadie te había informado hasta ahora. Organizados, desde luego—. Así que aprovecha, que ésta será tu última noche con habitación para ti sola —sugiere regalándote un guiño antes de llevarse la pipa a la boca.

—Vaya, me había convencido de que podía empezar a conoceros esta noche —le contradices—. Al fin y al cabo, aquí lo compartimos todo —recalcas con una media sonrisa insinuante.

—Nyxiræ, ¿ya has firmado? —Viene Bilbo al rescate—. Yo ya me retiro. Si quieres, te acompaño.

Te desembarazas elegantemente de los brazos de los hermanos, deseándoles un «hasta luego» en vez de un «buenas noches», y el mediano y tú subís por las escaleras. Entre peldaño y peldaño, de la cajita metálica has extraído otro de tus cigarrillos puros, y le pides a Bilbo que aguarde a que te lo fumes antes de entrar en el edificio, de forma que os quedáis rezagados en el rellano de la escalinata. Te sientas en la baranda casi a horcajadas, apoyando uno de los pies en ella y con la otra pierna colgando.

A través del humo de las caladas, divisas las figuras del mago y del señor elfo sobre un pontón de piedra que vadea un arroyo. Su plática requeriría de mayor discreción, pero sus palabras reverberan y os llegan claras y nítidas.

—… Y puedes confiar en que sé lo que estoy haciendo —asegura el Istar.

—¿Lo sabes? Ese dragón lleva sesenta años dormido. ¿Qué pasará si tu plan fracasa, si la bestia despierta? —insiste Elrond.

—¿Y si lo logramos? Si los enanos recuperan la montaña, nuestras defensas en el Este se reforzarán.

—Es peligroso, Gandalf.

Tan absortos estáis Bilbo y tú en el diálogo más allá del río que no reparáis en la presencia de Thorin a vuestra izquierda. Él tampoco pierde detalle de lo que debaten, brindándoos una breve ojeada perspicaz.

—También es peligroso no hacer nada. Vamos, el trono de Érebor le corresponde a Thorin. ¿Qué temes?

—¿Ya lo has olvidado? La lacra de la demencia siempre ha acompañado a esa familia. —Te tensas en posición de alerta encima del pasamanos. ¿Demencia? ¿Como la vuestra, como la tuya? No puedes evitar dirigirle una mirada cómplice y taciturna que Thorin no comprenderá porque no sabe de tu síndrome—. Su abuelo perdió la cabeza por el oro —¿por el oro? Bah, por un instante llegaste a empatizar con él, a hermanarte con su sufrimiento; pero no adolece más que de una codicia desmesurada—, su padre sucumbió a la misma dolencia. ¿Puedes jurar que Thorin Escudo de Roble no correrá la misma suerte? Gandalf, estas decisiones no nos incumben sólo a nosotros…

Ya has oído bastante. Apagas el cigarrillo contra el barandal y desciendes de él, arrostrando a Thorin.
Podías haber obviado la discusión entre el viejo y el elfo, podías haberte ido sin más, pero tu naturaleza insidiosa te ha empujado a ello. Desprecio. Un desdén supremo y corrosivo condensado en una fugaz mirada que fulmina sus zarcos ojos, como la muerte de una estrella.

Te despides del hobbit y ya en tu dormitorio, te desvistes y te preparas otro baño caliente. Puede que transcurra mucho tiempo hasta que vuelvas a deleitarte con otro.

El agua humeante te alivia. Una hora a remojo. Dos. Empiezas a impacientarte. ¿Vendrán? Vale, a lo mejor no vienen los dos. Pero lo que es innegable es que les has enviado una invitación en toda regla. Porque no ha sido demasiado sutil, ¿no? Lo de compartirlo todo, ¿habrán entendido que te referías a tu habitación?

Te das una palmada en la frente. Quizás hayas sobrevalorado su inteligencia. En fin, una pena, también puede que sea porque no les atraigas. Razas diferentes, gustos dispares.

Sales de la tina y te lías dejadamente un lienzo alrededor de tu busto mientras tornas al dormitorio para fijarte en la posición de la luna, cuando unos golpecitos en la puerta te reclaman.

¡Genial! Al final alguno se ha animado.

Aún con el pelo húmedo ladeado sobre tu hombro derecho y con el paño relajado por vestido, abres la puerta para dedicarle una sonrisa pícara al joven enano (o a los dos), pero sólo aciertas a entreabrir los labios y a sujetar la toalla que ya se estaba deslizando por tus senos.

—Si esperabas a mis sobrinos, no van a venir. —Su tono suena duro y autoritario—. Les he prohibido expresamente que alternen contigo. Esto no es un viaje de asueto. Estamos cumpliendo una misión y no voy a permitirles distracciones que puedan hacer que los maten.

Tiene sentido. Si bien a ti no te afectaría lo más mínimo, puede que la concentración de ambos disminuyera.

—Y lo mismo se extiende a ti. Céntrate en cumplir lo que figura en el contrato y no los tientes con seducciones. Exijo seriedad y compromiso, y no consiento actitudes desinhibidas y libertinas.

—No.

—¿Cómo dices? —cuestiona incrédulo.

—He dicho que no. No estoy subyugada a vos. Como líder que sois, acataré vuestras órdenes siempre que éstas sean militares, tácticas o de estrategia, pero no vais a limitar ni coartar mi estilo de vida.

Frunce el ceño. Durante un momento te parece vislumbrar en sus ojos un destello de amenaza, de castigo inminente; y de nuevo el mismo Thorin arrogante y con perfecto dominio de sí mismo.

—Sospechaba tal respuesta.

—Pues entonces habéis malgastado vuestro tiempo. Y ahora, si me disculpáis —le espetas en un conato de cerrarle la puerta. Pero él te lo impide.

—Insisto, ¿dejarás de flirtear con mis sobrinos?

—Eso dependerá de lo receptivos que los halle.

—Me lo temía —musita contrariado—. En tal caso —baja la mirada y traga saliva en una pausa eterna—, ¿te serviría yo? —lo pregunta inexpresivo. Puro trámite.

Ésta sí que es buena.

—¿Perdón? —Quizás tus oídos te han engañado.

—Si no vas a cejar en tu empeño de… —se toma un segundo para escoger sus palabras— gozar de mis sobrinos, prefiero sacrificarme antes de que ellos sucumban y lleguen a enamorarse de quien no les conviene.

—¿Amor? ¿Quién ha hablado de amor? Yo estoy interesada en algo más… tangible. Y creo que ellos también.

—Ellos son jóvenes y no saben distinguir. Confundirán tus intenciones. Y dado que pareces no poder contener tus impulsos, asumo su lugar.

—Qué abnegado. Quizás no lo hayáis entendido correctamente. Yo busco disfrutar, y no veo qué placer voy a experimentar con alguien que lo hace por obligación. De modo que os agradezco vuestra deferencia, pero no, gracias.

Le cierras definitivamente la puerta con brusquedad.
Ha conseguido cabrearte. ¿Quién se cree que es? Nadie te ha sometido nunca y él no va a ser el primero.

Te diriges de nuevo al ventanal para determinar la hora en base a la luna. Sigues asiendo con lasitud la parte delantera de la toalla contra tu pecho, pero la aflojas lo suficiente como para que la parte trasera resbale hasta la base de tu espalda, rozándote el tatuaje y causándote un inaudible gemido por el contacto sedoso. Tu enfado te impide darte cuenta de que la puerta se ha vuelto a abrir.

Una voz barítona, abisal y peligrosamente próxima te arranca tu segundo estremecimiento.

—¿Y si no supusiese un sacrificio?