Earendil 95: Claro que te aprecio, mujer ;) Por eso decidí cortarlo, no quería haceros leer demasiado U^.^ Que los dos últimos cap. me han salido un poco largos :( Lo siento, pero tenía que contar demasiadas cosas.
Elein88: Efectivamente, los látigos de mithril, aunque increíblemente caros, no podían ser el verdadero motivo de Nyx. Y tardará en saberse qué es lo que busca realmente.
Intuyo que muchas os habíais figurado un trío con los principitos, pero siendo coherentes, no veo a los hermanos tan atrevidos como para eso u/ /u
Eria the guardian: A Nyx le van los jovenzuelos, pero tampoco va a hacerle ascos a un «hombre» hecho, derecho y experimentado. O quizás sí, ¿quién sabe?
Hebe: Bienvenida de nuevo :)
Sí, para Nyx, Ori es bastante soso. Cuando lo vio repeler el ataque de los orcos armado con un tirachinas, ya le puso una cruz. Pero puede que en un futuro próximo, le vaya cayendo mejor ;)
Elessar: Gracias por comentar :D
Ya veo que para ti esa frase podría resumir todo el capítulo XD.
Y a todos los que seguís esta historia, espero que os esté gustando (aunque no comentéis :P). Gracias por leer :D
En mi opinión, el relato adolece de muchos altibajos, supongo que como la película (no todo va a ser emoción y adrenalina). Como veis, ya he incluido algunas escenas de la V.E. ^_^ aunque ello haya derivado en el final del cap. anterior. ¡En menudo berenjenal me he metido!
N. del A.: El síndrome del demonio sabio que mencioné en el capítulo anterior es en realidad el famoso Síndrome de Fausto; pero obviamente no podía denominarlo así en la narración.
Advertencia: Este capítulo está dividido en tres secciones. La tercera parte contiene escenas explícitamente sexuales y violentas, así como una etopeya de Thorin que es altamente probable que difiera de la concepción que de dicho personaje puedan tener los lectores. Esta descripción psicológica de Thorin es susceptible de repetirse a lo largo de toda la historia, por lo cual, si os va a resultar difícil asimilar un enfoque distinto y poco agradable sobre su personalidad, muy a mi pesar, sugiero que abandonéis la lectura del presente fic.
Perdón por las molestias.
—¿Y si no supusiera un sacrificio?
Esas palabras todavía resuenan en la habitación mientras sin concederles mucho crédito, volteas lentamente la cabeza para echar un vistazo por encima de tu hombro.
Thorin está detrás de ti, contemplando abstraído tu espalda. Instintivamente ocultas tu tatuaje con el lienzo y él alza la vista para cruzarla con la tuya.
Está aguardando una respuesta y sabes que no le gusta esperar.
Vuelves a otear a través del mirador, hacia el horizonte, hacia la luna creciente paseándose por el cielo nocturno. Suspiras. Afianzas un pico de la toalla en cada mano y, sin llegar a soltarla completamente, dejas caer ambos brazos a cada lado de tu cuerpo, exponiendo tu dorso inerme a sus ojos. Sin el abrigo del paño, el aire de la noche te acaricia, erizándote la piel.
—Antes de nada, sé que pertenecemos a razas distintas y aunque yo pueda sentir cierta atracción por vuestros sobrinos o… —te pausas— por vos, soy consciente de que puede no darse a la inversa.
Y tras puntualizar esto, decides enfrentarlo por fin y te giras, sujetando aún cada extremo del lienzo con ambas manos…
… Pero duras desnuda delante de él sólo unos segundos, exactamente el tiempo transcurrido entre mirarle a los ojos y fijarte luego en su entrepierna.
¡¿Pero qué demontres es «eso»?!
Una severa protrusión que, en tu subjetividad, amenaza con rasgar sus pantalones.
Esa visión te ha aterrado, haciendo que volvieses a ocultar tu cuerpo de su vista con la pretensión de que aquello merme.
Decir que parece desconcertado es decir poco. Procuras rehacerte, restablecer la compostura, pero la verdad es que tienes un problema, porque después de columbrar el tamaño de su virilidad, estás convencida de que "aquello" te va a doler. Mucho. Y no vas a disfrutar una mierda.
Sí, es cierto que los Nicrói tenéis asumido el dolor físico, y sí, podrías aguantar que él te volviera a clavar su otra espada. Pero sabes que a la primera sólo uno de vosotros va a gozar de una noche loca en Rivendel, y ése no vas a ser tú.
—Disculpad. N-no creo que se- , que pued- —tartamudeas llevándote una mano temblorosa a la frente, y retornándola inmediatamente al paño en cuanto notas que éste comienza a resbalarse.
No aciertas a terminar la frase, así que espiras para sosegarte. —Lamento haberos puesto en esta tesitura. No insistiré con vuestros sobrinos. Os libero de vuestra obligación —le dices eludiendo su cara y asiendo con tanta fuerza la toalla alrededor de tu cuerpo que tus nudillos viran al blanco.
—¿Qué? —exclama indignado—. ¿ ¿Acaso estás jugando conmigo, mujer? ? —brama dando unos pasos hacia ti, que rápidamente esquivas alejándote de los ventanales y aproximándote a la pared frente a tu cama, junto al espejo. De hecho, lo que precisamente intentas evitar es situarte entre él y la cama.
—N-no, majestad —balbuceas.
¿«No majestad»? ¿En serio has dicho eso?
—¿ ¿Entonces? ? —te inquiere colérico.
No sabes muy bien cómo justificarte sin resultar estúpida, pero no te queda más remedio. Si tu cerebro percibe un peligro inminente frente al cual no reaccionas, tus mecanismos de defensa inflamarán tu cuerpo y a él también, por extensión. Y no crees que eso cuadre mucho con los planes de la compañía.
—C-como os comenté antes, busco obtener placer y preferiría no morir en el intento.
Muy bien, Nyx. Seguro que pilla tu ironía…
No, no la ha pillado y su enojo está aumentando por momentos. Observas cómo sus músculos se contraen, cómo cierra los puños en un ademán inicuo.
—Thorin —es la primera vez que lo llamas sólo por su nombre de pila—, no he intimado antes con nadie de vuestra especie. Presumí que seríamos compatibles, pero admito que estaba equivocada. —Por su expresión deduces que no le has aclarado nada y está perdiendo la paciencia.
Tras un segundo, avanza hacia ti con el ceño fruncido y la mirada gacha y torva, y levantas una mano suplicante. Tu temperatura corporal se dispara.
—¡Estáis demasiado bien dotado! —profieres, cerrando los ojos al pensar que estaba a punto de agredirte.
Esa aseveración le ha cogido a contrapié, frenándolo en seco. Ha faltado poco para prender la mecha. Sacude un par de veces la cabeza, suspicaz ante lo que acabas de afirmar.
—¿Cómo? ¿Pretendes ahora hacerte la mojigata, como una virgen que jamás hubiese visto una…? —Pero se calla antes de pronunciar lo evidente.
Tu vena altiva e impetuosa salta ante preguntas tan pueriles. —Con mi edad he tenido tiempo de mantener numerosas relaciones sexuales, pero me gustaría recordaros un pequeño detalle que quizás se os esté pasando por alto: me regenero.
Entorna los ojos sin comprender.
Para llevar el pelo…
—Toda.
Esa puntilla hace que caiga por fin en la cuenta, despejándole la mirada. Sus hombros se destensan, sus puños se relajan.
Exhalas y prosigues tu argumentación, casi comprensiva, casi maternal, como quien explica a un niño el porqué no puede tener todo lo que desea.
—Si hubiéramos llegado a más, yo no habría disfrutado nada, Thorin, sólo habría sentido dolor. A la segunda o a la tercera vez sin duda habría culminado, pero me consta que no soy de vuestro agrado y que, por mucho que lo neguéis, esto lo hacéis como algo impuesto; por lo que no veía probable que quisieseis repetir la experiencia hasta lograr satisfacerme. Al margen de que tampoco habría sido posible sabiendo que partimos al alba y seguramente querríais estar descansado. —Te has ido irguiendo lentamente, separándote de la pared contra la que estabas apoyada.
Él también rehúye tus ojos, cabizbajo, digiriendo una información complicada de asimilar. Porque autocurarse es un don cuando se trata de cicatrizar lesiones de lizas, pero no te entusiasma tanto cuando tu metabolismo se empeña en que tu himen es otra herida a sanar.
—Está bien. Tengo entonces tu palabra de que depondrás tus intenciones para con mis sobrinos —enuncia autómata al cabo.
Lo cual no quiere decir que ellos vayan a deponer las suyas…
Asientes concisa.
Se va y justo cuando se dispone a cerrar la puerta de tu alcoba, ambos escucháis un alarido. Lastimero primero, que se va tornando desgarrador en los breves segundos que dura. Como si el viento lo hubiera arrastrado expresamente hasta vuestros oídos a través de los bosques que circundan Rivendel, y las gargantas de las Montañas Nubladas lo hubieran amplificado. Era un grito femenino, de niña o de adolescente. Pero ahora que se ha desvanecido, sin oír ningún otro que lo secunde, sin remanente, más parece una ilusión, un fantasma de la memoria. Algo que nunca hubiese ocurrido.
Su deje lúgubre te ha puesto el vello como escarpias y tu cerebro reptiliano, el más primitivo, ha actuado antes de que pudieras analizarlo con lógica y frialdad. Te has quitado la toalla y precipitadamente has tapado con ella el espejo de cuerpo entero reclinado contra la pared. No tiene ninguna base racional, pero tu instinto te dijo que debías hacerlo: cerrar esa puerta para que no pudiesen entrar.
E inmediatamente después es otra puerta la que se cierra.
Y te encuentras nuevamente sola en tu cuarto.
Despierta.
Salís en unas horas, y todavía tienes tareas pendientes.
Pesarosa, abres los ojos. Sabes que has hecho bien en rechazarlo. En otras circunstancias (que no fuese tan patente que él te detesta, por ejemplo, o que ambos dispusieseis de más tiempo y de menos preocupaciones) ni se te habría pasado por la cabeza desaprovechar ese portento de la naturaleza que le cuelga entre las piernas. ¿Cómo ibas a sospecharlo? Es un enano, no un caballo.
Pero tal como se estaba presentando el encuentro, no tenía visos de acabar bien, sobre todo para ti.
En fin, siempre te quedará desear que los sobrinos infrinjan subrepticiamente la prohibición del tío.
Pues como estén tan bien dotados como él, estamos en las mismas.
Ya, pero confías en que siendo jóvenes, no se contenten con una sola vez, para que en las sucesivas el dolor se vaya atenuando hasta la nada.
Te dejas de lamentaciones y conjeturas y te levantas. El espejo continúa protegido con tu paño. ¿Qué diantres había sido eso? Fue como un clamor de ultratumba, alguien a quien hubiesen estado torturando antes de arrebatarle finalmente la vida. Pero no podía ser. Que tú sepas no hay aldeas o caseríos cerca de la ciudad en millas a la redonda.
Cuando estéis de nuevo en camino, convocarás a tu padre para consultarle. Lo viste vadear el Paso Escondido el día que arribasteis a la villa, no debe de andar muy lejos.
Te preparas para la marcha. Por desgracia, vas a tener que olvidarte del coleto. Al igual que tu cincho, ya estaba muy ajado y la cuchillada de la espada de Thorin (la de acero) terminó de rematarlo.
Antes de abandonar definitivamente las que han sido tus dependencias estos dos días, arramplas con un par de jabones y un pequeño lienzo del baño. Unos pocos souvenirs que siempre vienen bien, y tampoco es que te quepa más en el morral.
Esta noche Elrond ha atendido tu petición y no te han encerrado con llave. Serán tontos…
Te encaminas por última vez a la cija en busca de un postrer trago de sangre y ya saciada, te diriges a la antecámara de la mansión frente a la cascada, donde guardaste la pretina de cuero. Amparada por la oscuridad de la noche, puesto que la luna ya no cabalga por el firmamento, entras silente. Un elfo dormido con los ojos abiertos.
Mira que son raros estos tíos.
Vaya, el elfo en cuestión es Lindir. Se ha portado tan atentamente contigo que hasta te da pena robarle el cinturón. Bueno, en compensación, le dejas cautelosa encima de la cómoda unas cuantas monedas de oro de las que afanaste en el antro de los trols. Él lo entenderá.
Con tu flamante adquisición sólo queda usurparle al antipático de Glorfindel la faltriquera, pero no tienes ni idea de dónde se aloja. En tu deambular por la morada del señor elfo, tus pasos te guían sin pretenderlo (o igual sí lo han pretendido) hacia la biblioteca, en la segunda planta del ala sur de la Casa de Elrond. Los eficientes ayudantes elfos han recogido y ordenado los libros que desatendiste en la mesa central cuando Tim te conminó a ausentarte, empero recuerdas en qué estantes hallarlos. Uno de ellos era un incunable de sumo interés para ti, dado que se trataba de una suerte de códice miniado sobre tu raza escrito en quenya, de reducidas dimensiones y rudimentariamente impreso con anotaciones e ilustraciones en los márgenes; la mayoría muy inexactas e incompletas hasta donde has podido leer, mas aun así, una rendija por la que otros pueden saber de vosotros. Y conviene que se esfume, de esa biblioteca al menos. Directo al henchido morral.
Vagas entre los anaqueles en busca de algún otro interesante con el que colmar las noches de guardia, con los enanos roncando en torno y Bilbo inoperativo.
—No pareces una enana —asevera una vocecita infantil. Un niño humano de no más de 10 años (aunque tampoco es que calcular edades sea tu fuerte) en camisón al fondo del pasillo. Agradeces al dios de los enanos que lleves el pañuelo subido. No te habría hecho ninguna gracia que el chico hubiese reparado en ya sabes qué. Una situación asaz incómoda, más que nada porque con esa edad debe de estar en el umbral entre lo que puedes matar y lo que no.
—¿No deberías estar durmiendo, pequeño? —atajas.
—No puedo. Tengo pesadillas —informa el crío verecundo.
—Prueba a encender un candil antes de acostarte —le recomiendas lacónica. A ver si se pira y te deja tranquila.
—Ya me he desvelado. Podrías contarme una historia hasta que me durmiese.
Sí venga. No tienes otra cosa mejor que hacer.
—Es una lástima, sólo me sé historias de miedo, y no creo que te ayuden mucho.
—Pues entonces léeme un libro.
¿Pero este niño no tiene madre?
—Lo siento, pequeño. Estoy ocupada —te excusas desabrida, nunca se te ha dado bien tratar con infantes.
—Por favor —te ruega el crío—. No quiero molestar a mi madre ni a mi aya. Ahora todos estarán dormidos, incluso tus compañeros enanos. Y si tú tampoco puedes dormir, así nos haremos compañía.
No se va a cansar de dar por saco. Te lo digo yo.
El rapaz se ha ido aproximando a ti confiado, pellizcándote la manga de tu camisa negra, sus ojos verdes impetrándote que permanezcas a su lado para superar su noche toledana. Pero te da bastante igual, así que-
—Me llamo Estel. ¿Y tú? —Bah, no te permite ni acabar tus pensamientos. ¿El niño se llama "esperanza" en sindarin? Pero qué relamidos son estos elfos.
—Nyxiræ.
—¿Qué significa? —indaga curioso.
—Absolutamente nada —le espetas—. De veras, muchacho, me tengo que ir. —Y amagas con desprenderte de su manita trabada a tu blusa, pero su rostro transmite tal tristeza…—. ¿Tan terribles son tus pesadillas?
El chaval asiente mohíno. —Los orcos matan a mi padre —abate la cabeza—, todas las noches —explica compungido a punto de llorar.
—Entiendo —suspiras. No te crees lo que vas a decir—. Ven, te contaré una historia. —Y observas cómo al rapaz se le iluminan nuevamente sus glaucos ojos y te toma de la mano.
Desde que te relacionas con gente, te estás ablandando.
—¿Y por qué llevas la cara tapada? —Se percata el pequeño cuando la luz de un candelabro incide sobre vosotros.
—Porque la tengo desfigurada —mientes para disuadirlo de seguir preguntando. Funciona.
Te sientas en una de las sillas que rodean la mesa central, y esperas que el chico haga lo propio, sin embargo ha determinado que tu regazo le resulta más confortable. Qué paciencia.
Has seleccionado un libro cualquiera al azar. Por favor, que verse sobre botánica y el niño se aburra y se duerma. Pero no, narra una balada épica sobre un notas, de nombre Túrin, que las pasa canutas.
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Al cabo de un rato, el crío comienza a bostezar reiteradamente y descansa su cabeza contra tu pecho. Tú prosigues tu lectura procurando que no se espabile. Tu diestra se posa liviana en la curva entre el hombro y el cuello del chiquillo, que dormita cabeceando, debatiéndose por no caer del todo en el abismo del sueño, mas es inevitable. Él desea conocer el final de la epopeya, pero tu tono de voz, el volumen quedo en el que se la has relatado, tu acento cadencioso y sibilante como un arrullo, finalmente han conseguido lo que él iba buscando: vencer al insomnio y a los horrores de la noche.
Contenta de que por fin puedas librarte del mocoso, aún sentada, piensas en que deberías portearlo suavemente encima de la gran mesa de tejo de la biblioteca. El suelo está frío como para que duerma ahí echado hasta que amanezca, aunque reste poco para ello. De repente…
—¡Suéltalo! —Oyes en el quicio de la entrada. Ha sido imperativo, pero no gritado. Miras hacia allá y ves a un Glorfindel alarmado, ojos desorbitados, advirtiendo un peligro que no es tal sobrevolar al muchacho.
Vaya, vaya. Qué casualidad. El tipo que te confiscó la escarcela ahora quiere algo que tú tienes.
Te bajas el embozo. Con el niño dormido ya no hay por qué ocultarse.
Le brindas al elfo esa aviesa sonrisa tuya tan estudiada: de lobo solitario (o mejor, de pantera solitaria) revelando inmisericorde uno de tus colmillos, mientras consolidas el dominio de tu mano sobre el cuello de Estel.
Había visto su cuerpo.
Ella tenía razón en un principio. Pertenecían a razas diferentes y si bien durante el ágape le había dirigido furtivas miradas a su recatado escote, se convenció de que realmente no podía sentirse atraído por ese ser y que todo se debía a que llevaba demasiados meses sin catar una hembra.
Hasta que contempló su espalda cimbreada, su estrecha cintura, sus caderas proporcionadas, sus nalgas redondeadas, su tatuaje en negra espiral. Y hasta que admiró durante escasos segundos su torso desnudo.
No obstante, su subconsciente tuvo que intuir ya algo mientras la amonestaba, antes de que ella le cerrase la puerta en las narices. Delgada y con curvas. Demasiadas curvas para estar delgada. Demasiadas curvas para no haber reparado antes en ellas.
Se presentó allí con las ideas claras, sabiendo que lo que iba a hacer, lo hacía por el bien de sus sobrinos, de la compañía, de la misión. Que aquello era un sacrificio y que le iba a costar horrores empalmarse para poder cumplir con ella. Que iba a tener que hacer acopio de recuerdos de las ocasiones en que había yacido con enanas (pocas) y con mujeres (muchas) para llegar a encenderse. Pero apenas se alejó unos pasos de la cámara de la muchacha, no pudo obviar una dolorosa erección presionando el forro de sus pantalones. Y sin meditarlo ni avisar siquiera, entró en sus aposentos y la encontró distraída bañada por la luz de la luna.
Extasiado por su presencia, anduvo sigiloso hasta la chica, sintiendo su miembro palpitante pidiéndole a gritos que la penetrara cuando vio que ella aflojaba el escueto lienzo que la envolvía, pero se contuvo de arrojarla contra la cama y juzgó más apropiado preguntar.
Craso error.
Cuando ella lo arrostró por fin regalándole la vista con sus generosos senos, él ya había resuelto abalanzarse sin contemplaciones sobre ellos, asaltarlos con su boca. Todo muy al estilo enano: unilateralmente. Pero inexplicablemente ella se cubrió de nuevo y sus ojos reflejaron una fugaz sombra de miedo, que él no supo interpretar, o que quizás malinterpretó del todo.
De pronto, se sorprendió a sí mismo una vez más manipulado por aquella mujer; igual que en la cueva, cuando ella simuló querer besarlo sólo para irritarlo; igual que en la cena, cuando le mostró insinuante parte de su colmillo sólo para confirmar el ascendiente que ostentaba sobre él. Se sintió como una marioneta a la que manejasen con hilos, un juguete del que se hubieran cansado antes siquiera de estrenarlo. Y la ira que lo invadió casi lo llevó a golpearla, a apresarla contra la pared y gritarle que se largara, porque de lo contrario la mataría.
Pero otra vez se contuvo. Era experto en eso, en contenerse.
Y ella arguyó algo que se le hacía difícil creer, pero que tenía su lógica. Siempre la maldita lógica de la que aquella mujer hacía gala. Y lo que más le jodía es que debía darle la razón, una vez tras otra tras otra. Porque, ahora que sabía de su síndrome, parecía que esa joven siempre fuera a estar en lo cierto y no errase nunca.
Eternamente virgen. Manda narices. La chica con el cuerpo más voluptuoso y condenadamente follable que hubiera visto jamás (bueno, tal vez estuviera exagerando, pero en ese momento no hacía memoria de otra fémina igual); la muchacha que no se cortaba a la hora de dedicar a sus sobrinos soterradas insinuaciones lascivas y sonrisas incitantes, y que siempre fuera virgen. Asco de paradoja.
La puta virgen, se dijo y rió desganado entre dientes, tumbado sobre su tálamo. No podía dormir. Llevaba horas echado, pero no encontraba reposo. Tanto pensar en ella y maldecirla y al final su miembro volvía a erigirse rígido y vibrante, descollando por debajo de las sábanas. Pero esta vez no iba a quedarse con las ganas.
Retiró la frazada y bajó la mano hasta la base del falo, constriñéndola pujante unos instantes para notar la sangre bombeando, y luego comenzó a acariciarlo lánguido. Arriba y abajo.
No tenía que haberle permitido hablar. No tenía que haberse dejado convencer. No tenía que haberse marchado de su dormitorio.
Tenía que haberle arrancado la toalla de entre las manos, y haberla sujetado por el cuello contra la pared, hasta escuchar su respiración intermitente y trabajosa, hasta que hubiese musitado con dificultad palabras de clemencia: "pr-por favor, majestad" (majestad lo había llamado en un desvarío).
Inconcebiblemente, en su sueño, Thorin se representaba más alto que ella, facilitando así que estuviese a su merced. Porque eso era lo que él quería, doblegarla, someterla. Hacerle pagar por todo lo que les estaba causando. Y por Mahal que se lo haría pagar.
Disminuyó la presión que ejercía sobre su cuello y la chica jadeó por unas bocanadas de aire. Pero no por mucho tiempo, porque enganchándola del pelo, atacó su boca con la suya, acallando una queja que ella materializó vapuleándole el pecho con los puños.
Sin parar de besarla, la agarró con firmeza de las muñecas y se las esposó a la espalda, por encima del tatuaje, para atraerla hacia él sin estorbos. Sus manos eran como grilletes de hierro para unas articulaciones tan finas. Él se apropió de sus labios, y cuando no le bastó con ellos, introdujo su lengua sin previo aviso, sondeándola cual intruso, rudo y egoísta. Ella rompió el beso mordiéndole la lengua y él se apartó de ella bruscamente.
La miró extrañado a sus ojos ambarinos, que aparentaban reflectar la escasa luz existente, mientras se llevaba unos dedos a la boca para ver si le había hecho sangre. Y otra vez esa mirada de superioridad, de victoria que no soportaba de ella. Enloquecido, la abofeteó en la cara con el envés de la mano y ella cayó al frío suelo semiinconsciente. Era verdad que los enanos fueran más fuertes que los de su especie.
Se agachó junto a ella para comprobar su estado, pero cuando pasó el brazo por debajo de su cuello para incorporarla, descubrió una brecha entre su ceja izquierda y la sien de la que manaba un hilillo de sangre.
En ese momento, Thorin deceleró la cadencia con la que se había estado estimulando, cuestionándose a sí mismo. Estaba fantaseando con forcejear con ella, con infligirle daño, y eso lo estaba excitando. Se tranquilizó pensando que en la vida real nunca podría obrar en tal extremo, y reanudó su compás. Además, como cabía esperar, el corte se borró sin dejar rastro.
Aprovechando que la chica se hallaba desmayada, cargó su grácil cuerpo hasta depositarla en la cama. La idolatró durante unos instantes, fascinado por semejante obra de arte, recreando cada detalle, cada curva que hubiera podido apreciar hacía unas horas. Captaba cómo su verga erecta la ansiaba, acusando pequeños pero continuos espasmos. Se despojó de toda la ropa y se subió él también al lecho.
Ella empezaba poco a poco a moverse, a titilar levemente los párpados, así que él, con su mano izquierda, aferró de nuevo sus muñecas por encima de la cabeza de la chica, aprisionándolas con furia contra la cama.
Brazos inmovilizados.
Le separó las extremidades ayudándose con la derecha y colocó sus caderas entre ellas. Él era bastante más corpulento que la joven, cuyos muslos toleraban a duras penas esa intromisión.
Piernas inmovilizadas.
La muchacha tenía la cabeza ladeada hacia la derecha, libre acceso a su cuello, tentación que él había retrasado ya por demasiado tiempo. Lo mordió suavemente, aspirando ese aroma que había percibido cuando ella le abrió la puerta con el cabello recién lavado sobre los hombros descubiertos. Un olor embriagador a coco y vainilla muy sutil, que le llevó a devorar cada rincón de su cuello indistintamente con besos húmedos, con la punta de la lengua y con los dientes, enrojeciendo con su barba la cuidada piel de la joven.
Sin cesar ni un solo momento de bloquear las muñecas de la chica, descendió en sus atenciones hacia la clavícula y siguió rastreando hasta que alcanzó su pecho izquierdo, abundante, turgente, firme y rotundo. Lo oprimió con la mano que le quedaba libre mientras dibujaba círculos con la lengua alrededor de su areola, rosada y de un tacto extremadamente sedoso, hasta que el pezón se endureció al enfriarse en él su saliva. Entonces lo succionó, ocasionando que la joven gimiera imperceptiblemente y se agitase exánime bajo su hercúlea anatomía.
Sostribándose en su derecha, se elevó y vio que ella había entreabierto mínimamente los ojos, pero estos se movían vagamente de un lado a otro. Pronto iba a recuperar la consciencia.
Lo que fuera a hacer, tenía que hacerlo ya. Hincó sus rodillas en la cama y repartió su peso mientras con la mano libre orientaba su balano hacia la entrada de la chica. Por un instante entendió los temores que vislumbró en su rostro cuando ella discernió lo que latía bajo sus pantalones. Frente ese cuerpo delicado y curvilíneo, su miembro parecía monstruoso, incapaz de ser acogido por ella.
Tanteó con el glande los pliegues de su sexo, escasamente húmedo, lógico por otra parte. Al margen de que su intrusión le fuera a doler, había que añadirle el hecho de que la falta de lubricación podía pasarle a él también factura, de modo que se metió tres dedos en la boca para mojarlos y después lo extendió por su mástil, mezclándose su saliva con una gota de líquido preseminal que ya le asomaba.
Su miembro palpitaba errático en anticipación a lo que iba a sobrevenir. Lo asió por la base y apuntó de nuevo hacia el himen de la joven. No lo había engañado. Ahí estaba, esa frágil membrana que lo separaba de un cálido paraíso dentro.
Y fue cuando lo presionó ligeramente cuando ella despertó. Desorientada primero, al no reconocer dónde estaba o cómo había llegado hasta allí, y furibunda luego, cuando advirtió lo que estaba sucediendo. "Soltadme, soltadme os he dicho", chillaba revolviéndose e intentando zafarse de su garra de acero.
Él aumentó la compresión con que atenazaba sus muñecas, y con la derecha atrapó sus mejillas obligándola a mirarlo.
"Vas a pagar por amenazar con asesinar a mi sobrino, por atreverte a jugar con ellos y conmigo, y por esa mirada de desprecio que me lanzaste cuando te enteraste de mi desgracia y que fue peor que escupirme a la cara. Nadie me había mirado así jamás, ni los humanos para los que trabajé cuando Érebor cayó, ni los elfos que vinieron a Érebor a rendirnos falsa pleitesía. Ni siquiera la escoria de Azog cuando decapitó a mi abuelo. NADIE."
Ella negaba horrorizada. "Esto no está pasando".
Dispuso de nuevo su asta contra la doncellez de la chica, y en un precario equilibrio, tornó a sostenerse entre su brazo derecho libre, el izquierdo con que la maniataba y las rodillas.
Cogió impulso y apenas prestó atención al no, por favor, no implorante que articuló la joven. De un solo empellón, descargó toda su fuerza contra la muchacha; desgarró su virgo con violencia y se abrió paso fulminante dentro.
El quejido que soltó la chica se ahogó enseguida, cuando la empaló hasta el fondo, y su verga desapareció por completo en ella. La joven estaba conteniendo la respiración. Había arqueado la espalda en una mueca de sufrimiento, los ojos estáticos, la boca entreabierta, emitiendo inaudibles sollozos. Él sintió cómo las paredes de su interior ardían, combatiendo todavía la súbita invasión, comprimiéndose alrededor de su órgano, lo que provocó que se le escapase un suspiro de placer. Comenzó a moverse, despacio; no porque se preocupase por ella sino para lograr lubricarla.
Ella cerró los párpados y apretó los dientes, resistiendo los envites. Dos gruesas lágrimas brotaron de sus ojos antes de abrirlos y fijarlos en un punto impreciso. Y después, se abandonó. Había perdido.
Había conseguido poseerla y ya no había marcha atrás, más allá de la que daba él cada vez que la arremetía. Ni siquiera le importó que él regresase a lamer su cuello ni a reclamar sus labios. La lasitud de la chica lo incitaba aún más, el cerciorarse de que ya no iba a luchar. Liberó sus muñecas (ella ni se inmutó) y hundiéndole los dedos alrededor de la pelvis, la arrastró por las caderas con ambas manos para acoplarla enteramente a la suya, propiciando que la penetración fuese así más profunda.
Thorin sabía que iba a correrse pronto. Se estaba machacando con vehemencia desde el momento en que se imaginó embistiéndola por primera vez, adueñándose del estrecho espacio de calor líquido que se ceñía a su verga de un modo imposible. Y ahora, en su mente, él la follaba rápido, duro e implacable, con el mismo ritmo que se imprimía con su mano.
La imagen del perfecto cuerpo de la joven derrotada rendido al incesante vaivén de sus empujones terminó por colapsarlo. Estalló dentro de ella, rebosándola, y luego descansó su frente en la clavícula de la chica, recobrando el aliento. Y entonces Thorin conquistó el orgasmo, un éxtasis eléctrico que le recorrió el espinazo y paralizó sus piernas; una prolongada explosión sensorial que se infiltró en su mitad inferior. Inclinó la cabeza hacia atrás contra la almohada y sofocó un bramido de liberación, su semen desparramándose por su mano, entre sus dedos, vertiéndose sobre su abdomen, enredándose en su vello.
Entretanto su resuello volvía a la normalidad y se calmaba, reflexionó acerca de lo que había ideado. La había violado; mentalmente, pero lo había hecho. Y había alcanzado un clímax como hacía tiempo no experimentaba.
No. No debía concederle tanta importancia a un hecho aislado, puntual. Simplemente había tenido la necesidad de desfogarse, y a eso había que sumarle el odio que le profesaba a la chica. Nunca podría darse esa situación. Además, el Medio Elfo aseguró que si ella se veía en peligro no dudaría en utilizar el fuego para salvarse. ¿Por qué entonces continuaba mortificándose por ello? Se cubrió la vista con el antebrazo que había permanecido inútil, avergonzado de sus pensamientos, infinitamente culpable de haberse masturbado delirando con abusar de ella, con forzarla.
Inmóvil, con su mirada azul fija en el techo de la estancia, llegó a sentenciarse despreciable.
Despreciable.
Como le había hecho sentirse ella tras ser testigo de la conversación entre Gandalf y Elrond.
Sus zarcos ojos tornaron a anegarse de rabia. Recordar la ojeada despectiva de la chica lo enfureció de nuevo, y eliminó cualquier atisbo de pesadumbre por lo que se había imaginado.
Se lo merecía…
¿Se lo merece?
