Y un día de diciembre me cansé de escribir.


¿Quién puede matar a un niño?
(Narciso Ibáñez Serrador, 1976)

Ya lo habías hecho antes.
Matar a un niño. Matar a varios; contraviniendo una de las pocas leyes que dicta tu especie.

Involuntarias, regresan a tu mente las imágenes del exterminio que llevaste a cabo metódica y flemática en aquella aldehuela del Lejano Harad hasta que no quedó nadie.

Cuando tu padre descubrió tiempo después los restos del aduar, y el monstruo que surgió derivado del tormento que infligiste, movió las arenas del desierto para que se tragaran aquel infierno y borrasen cualquier huella que pudiera incriminarte en un futuro. Pero no pudiste escapar de su iracunda reprensión por tus actos. Los Nicrói no soléis practicar la tortura en adultos, si bien está veladamente permitida como recurso para sonsacar información, siempre y cuando no se prolongue, pero sobre todo, siempre que se ejecute de tal modo que sólo infunda pavor o resignación; porque si la víctima en el instante último de expirar ha sido capaz de extirpar cualquier sentimiento, acumulando únicamente un odio y una furia infinitos, entonces puede darse el caso de que el torturado se transforme en un espíritu maldito y paradójicamente corpóreo. Un ente errabundo y hórrido con el solo impulso de repetir en otras personas su truculenta muerte.
Una y otra vez.

No obstante, desde el momento mismo en que decidiste sentenciar al poblacho sin mediar juicio alguno y perpetrar tu venganza, sabías que esos críos, que habían participado en un horror anterior, ya estaban perdidos. Jamás se convertirían en hombres probos porque habían mamado la violencia desde su infancia, que nunca fue tierna. A pesar de su corta edad, dejaron de ser inocentes en cuanto lanzaron la primera piedra.
Aun así, con ellos fuiste rápida, limpia y relativamente compasiva.

Nyx, esos niños tomaron parte en una ejecución pública. Y éste, que sepamos, no ha hecho nada.

Tientas el pulso de Estel en la yema de tus dedos. Palpitación pausada, la de quien duerme tranquilo, ajeno a cualquier mal.

—¡Suelta al chico te he dicho! —Glorfindel permanece aún en el umbral de la puerta, sin atreverse a mover un solo músculo, por si lo interpretas erróneamente, temiendo que puedas lastimar al chaval. Sospechas que él no está tan versado como su señor sobre las normas tácitas de tu etnia. Y eso es una ventaja.

Si juegas este órdago, olvídate de hablar con Elrond antes de marchar.

Pese a que tu misión no contempla preocuparte por la suerte de los Eldar, desde que recalasteis en Rivendel has estado sopesando la necesidad de advertir al Medio Elfo sobre lo que se está propagando al Noroeste —aunque todavía les pille muy lejos; o quizás no tanto—, pero lo has ido demorando con suma desgana e indiferencia excusándote en la poca disponibilidad que, supones, tendrá alguien continuamente asediado por ocupaciones y gente que se las dé.

Dudaste mucho sobre la conveniencia de compartir dicha confidencia y lo cierto es que se te antoja extraño sobremanera que aparentemente nadie haya dado ya la voz de alarma, máxime conociendo las catastróficas consecuencias que trajo consigo la Gran Plaga del 1636 T.E.
No, no es posible. Seguro que los Istari, «todopoderosos» guardianes de la Tierra Media, han debido de recibir alguna noticia, y por ende, los Grandes Señores Elfos. Mas preferirías no arriesgarte a darlo por sentado.

Empieza a clarear a través de los amplios miradores de la biblioteca orientados hacia el Este y los enanos estarán disponiéndolo todo para partir. Cavilas, pero concluyes que es más importante recobrar la escarcela. Los elfos no pueden, no deben descifrar la composición del polvo azabache.
Se siente.

—Por supuesto —concedes tras una pausa sin levantar tu mano del cuello de Estel—, en cuanto vuestra merced me devuelva cierto cincho de mi propiedad. Incluyendo todo lo que contiene, obviamente.

El rapaz ha dado un respingo, empero continúa dormido sentado sobre tu halda, su cabeza apoyada en tu clavícula.

Glorfindel vacila. Sabe que aquella sustancia pulverulenta que no pudieron definir, y que evidentemente aún querrá analizar convencido de su iniquidad, es la que más te interesa recuperar. Pero la integridad del muchacho prima más. Para los elfos siempre prima más.

—Está bien —claudica tras unos segundos de tensión e incertidumbre—. Cógelo —te insta desenganchando algo, que resulta ser tu pretina, de detrás de la espalda, bajo su túnica.

—A, a, a —le niegas—. Déjelo muy despacio en el suelo y empújelo con el pie —le indicas en voz baja para no despabilar al pequeño. El fino oído del elfo te escuchará de igual manera.

—Libera al crío primero —negocia.

—¿Por qué iba a hacerlo? —objetas con sorna—. Es mi salvoconducto.

—El cinturón ya es tuyo. ¡Libértalo! —exige rayando la desesperación.

Es igual de terco que los enanos.

Te inclinas sobre el pelo del mocoso, simulando olerlo, como la hiena con la carroña para comprobar que todavía es comestible. Teatralmente, truecas tu anterior expresión burlona por otra severa, y le regalas una mirada descarnada, desprovista de cualquier atisbo de conmiseración, que refleja unas indudables y funestas intenciones. Sólo con conferir un tono peligroso y calmado a tu voz, expones la cruda realidad:

—Antes siquiera de que pueda llegar hasta él, yo ya le habré desgarrado la yugular sin remedio.

Frase lapidaria y efecto conseguido.

—De acuerdo; tú ganas —cede al fin. Y acto seguido se agacha lentamente y deposita el talabarte sobre el mármol, propinándole un suave puntapié. El tahalí con la faltriquera se deslizan hasta situarse entre tus botas.

—Muy bien —celebras complacida—. Y ahora va a darse la media vuelta y a desaparecer por donde ha venido.

—¡¿Qué?! Ya te he dado lo que querías.

—Y yo se lo agradezco, pero debe entender que primero prefiera abandonar el lugar. Al igual que vuestra merced de mí, yo no me fío de vuesarced. Le aseguro que el chiquillo no recibirá daño alguno si hace lo que le digo.

—¡No me asegures nada, ser despreciable! —impreca perdiendo los estribos—. ¡Entrégame al chiquillo!

Hasta para insultar son remilgados estos elfos.

—Shhhh —ruegas divertida con el índice sobre tus labios—. Va a despertarlo, y su trabajo me ha costado conseguir que se durmiese.

Glorfindel no parece sumarse a tu buen humor mañanero pero acata tus directrices y se aleja del acceso, esfumándose tras el arco de la entrada.

Porteas delicadamente a Estel sobre la mesa de tejo, recoges el cinto ajustándotelo después y de un salto, te encaramas cual rana al alféizar del ventanal más próximo, y te mantienes ahí subida, en guardia, de cara al interior. Intuyes que el elfo no se ha movido del otro lado de la jamba, ocultándose a tu vista tan sólo. Así que una vez ganada la mano, quizás puedas hacerle llegar el mensaje a Elrond, Glorfindel mediante.

—Elfo —llamas aún asida a la repisa.

Un estilete silba cortando el aire y lo esquivas in extremis de casualidad, perdiéndose en parábola a tu espalda. Buenos reflejos. Te ha sorprendido, no te lo esperabas, semejante derroche de arrojo (o de estupidez). Gracias a que estás a contraluz y los nacientes rayos de sol que se retuercen sorteando los alcores lo han deslumbrado, haciéndole errar su puntería.

Capullo…

Resoplas por lo que tienes que aguantar, esa daga voladora ha dado al traste con la proverbial hospitalidad de los elfos. En fin, que al menos no se diga que no les has avisado.

—La plaga se extiende desde el Norte —le informas inexpresiva, y lo último que ves antes de saltar al vacío desde el ajimez es una sombra de extrañeza cruzar la cara del rubio anodino mientras se dirigía hacia el chico.

Dos pisos más abajo caes de pie, rodillas flexionadas. Cualquier humano se habría quebrado los tobillos, pero la evolución ha sido generosa con tu pueblo.

Alcanzas a los enanos fuera ya de la ciudad, rumbo a las Montañas Nubladas. Han tomado un camino distinto al del Paso Escondido por el que arribasteis. Por suerte para ti, los presuntos encantamientos sobre el Bruinen parecen funcionar sólo para entrar y no para salir. Echas un último vistazo atrás, a la silueta de la villa élfica que amanece bajo el sol remiso de levante, casi irreal entre las brumas del río, mas no te sobreviene nostalgia o fascinación. Hacía rato que te sobraba Rivendel.

Como presumiste al no divisar la guadaña ni el sable en tu fugaz paso por sus estancias ora vacías, ellos se han encargado de tus armas. Más concretamente, el tipo de pelo en estrella de mar, el que estuvo afanando la cubertería furtivamente durante la cena; así que seguramente, de no haber acudido tú, se las habría agenciado igualmente. Como debe ser. Hmm, no te cae mal.

El enano rubio cierra la marcha. Cuando te ve, se alegra durante un segundo para luego mudar a un latente distanciamiento, suscitado sin duda por la reprimenda que anoche, tanto a él como a su hermano, debió de echarles su tío.

Su tío.

Se habrá dado cuenta ya de que has regresado al redil, aunque probablemente en su fuero interno habrá deseado no volverte a ver la jeta. De hecho, está evitando hacerlo. Cuchichea algo con el anciano respetable de larga barba blanca. Éste asiente, se gira a mirarte, se para y te aguarda, dejando que el resto de sus compañeros le sobrepase.

—Buenos días, muchacha —te saluda con una sonrisa cordial en su agradable rostro.

—Sí, son buenos. Lo normal en este mes de incipiente verano.

—Necesito verificar el contrato. Lo has firmado, ¿verdad?

Rebuscas en tu henchido morral hasta dar con el pliego y se lo enseñas. El tal Balin se coloca ceremonioso su monóculo y revisa el documento.

—Me pareció escuchar que te llamabas Nyxiræ, pero aquí veo que has signado como… ¿Rúsëomôr?

—Así es —afirmas con naturalidad—. Es una adaptación de mi nombre en quenya. Nos está prohibido representar caracteres de nuestro idioma frente a foráneos. —El anciano medita unos instantes disconforme, acaso ponderando si ese detalle anula las vinculaciones del compromiso—. Espero que no suponga un inconveniente para aceptar su validez. Según tengo entendido, los Naugrim tampoco confesáis a extraños de otras razas vuestros verdaderos nombres en khuzdûl —apostillas resuelta.

Hesitante, Balin atiende a tu razonamiento. A la postre, determina que sería injusto rescindir el acuerdo, obrando ellos de igual forma.

Os adecuáis de nuevo al ritmo de la compañía, mas declinas intentar iniciar una charla con los jóvenes hermanos para ahorrarles una situación tensa e incómoda. Ya habrá ocasión cuando se le haya disipado el mal humor al líder (si es que eso es factible).

En fin, siempre te quedará el mediano, también conocido como Bilbo. No vayas a fastidiarla cuando hables con él, y lo llames Volvo o Bulbo o algo por el estilo. Quedarías muy mal.

Se te va…

Bastante.


Mientras los invitados en la Gran Casa de Elrond supuestamente dormían, estaba teniendo lugar un conciliábulo: dos altos Noldor y dos Istari se habían citado bajo la cúpula del ágora porticada que coronaba un risco del complejo de Rivendel, atalaya serpenteada por el agua que se precipitaba en elegantes cascadas.

Thorin había asumido, habiendo elfos de por medio, que alguna reunión giraría en torno a la misión que había emprendido, aunque francamente tampoco le impresionaba un cuatrín lo que petimetres entrometidos pudieran opinar al respecto.

En cambio, Nyxiræ ni había considerado esa posibilidad, más allá de las conversaciones que pudieran entablar el viejo y el señor elfo. Quizás, de habérselo figurado, se habría impuesto la obligación de comunicarle a Elrond los estragos, todavía escasos, de la peste que sus congéneres habían detectado, hacía no muchos años, en un grupo nómada cerca de la región de Forochel, entre la provincia de Jä-rannit y Angmar —aunque siendo realistas, a pocos les solía importar lo que aconteciese al Norte de las tierras de Evendim, donde todo se acababa para la mayoría de los habitantes (ignorantes) de la Tierra Media—. El problema es que, como casi toda enfermedad infecciosa transmisible, el aumento de los contagiados es exponencial si no se erradican a tiempo. Y ese momento había pasado. Igual que el de desvelárselo al Medio Elfo. Lástima.
Ya si eso se lo referiría sucintamente a Gandalf más adelante.

De manera que, en estando Nyx entretenida leyendo una epopeya a cierto hijo de montaraz norteño para luego ponerse a regatear menudencias con un noldo con aires de vanya, un cónclave debatía asuntos que terminaron atañéndola.

Para Gandalf era previsible que el jefe de su orden y amigo censurase tajante su implicación en tamaña confabulación. Sin embargo, albergaba la esperanza de ganarse a Galadriel, si bien no para su causa, siquiera para obtener su implícito beneplácito. Pero los argumentos tanto de Elrond como de Saruman desestimando un hipotético regreso del enemigo pesaban en su contra, por mucho que se esforzase en rebatirlos. Distrayéndolos de Smaug, buscaba centrarlos en el resurgimiento de una maldad más destructora. Mas sus intentos sucumbían, minimizados por sus contertulios.
Hasta que les mostró la hoja de Morgul que Radagast le transfirió en el Bosque de los Trols. Esa prueba convenció a la Dama de Lórien, pero no a Saruman.

—Una daga de una edad pasada ha sido hallada… No es que sea gran cosa, al fin y al cabo —desdeñó el Mago Blanco un punto sarcástico—. La misión de esta compañía de enanos, en cambio, me produce gran inquietud. Y el hecho de que se os haya unido una nízrim, más incluso.

—Debes averiguar su auténtico propósito, Mithrandir —encomendó Galadriel—. Tiene que ser asaz poderoso como para forzarla a romper la inquebrantable neutralidad que hasta ahora han celado los de su ralea.

—Es necesario —apoyó Elrond—. Pudiere ser sólo un caso aislado: que ella esté actuando individualmente por motivos egoístas. O por el contrario, tratarse de alguna tentativa de acercamiento que su especie tenga interés en estudiar. Sea como fuere, debemos estar prevenidos y vigilantes.

—Procuraré indagar todo cuanto pueda —convino el mago—, pero al menos nos queda el consuelo de que se haya aliado con nosotros antes que con los orcos.

—Eso no es consuelo alguno —repuso Saruman—. Bien puede asesinaros cuando ya no le seáis de utilidad y asociarse con los orcos si así lo dictaminase —sentenció—. No me convences, Gandalf. No creo que pueda aprobar dicha misión.

Pero ya era tarde.

La Dama Blanca tenía la habilidad de penetrar en la mente de otros y el Mago Gris no era una excepción.

«Se marchan», manifestó Galadriel a Gandalf, su telepatía oculta al resto de los presentes. «Sí», confirmó el Istar.

«¿Tú lo sabías?». Era una pregunta retórica, pues la elfa sonrió cómplice al silencio que con gesto travieso e infantil le otorgó el anciano.

—Mi señor Elrond —interrumpió Lindir visiblemente contrariado—, los enanos… se han ido.

No bien hubo acabado de anunciarlo, un apresurado Glorfindel apareció detrás de él. —Y esa aberración de mujer se ha adueñado de la grava negra.

La última noticia conturbó a Elrond más que la primera. —¿Cómo ha ocurrido?

—Amenazó con matar a Estel —denunció Glorfindel para no revelar ante Saruman el nombre real, y por consiguiente el origen, del infante.

Extrañado y confuso, Elrond especuló la situación. Los Nízrim no atacaban a los niños. Les estaba prohibido a fin de preservar el equilibrio natural de las poblaciones. Si lo que aducía era veraz, había sido una estratagema para apoderarse de la sustancia fuliginosa valiéndose del desconocimiento de Glorfindel de esa máxima.

—¿De qué materia hablas? —se interesó el Mago Blanco.

Glorfindel receló unos segundos. —Una que todavía no hemos podido identificar. La perdió en un escarceo con los orcos, previo a su llegada a Rivendel, y nosotros la encontramos —precisó el elfo—. Pero teniendo en cuenta los antecedentes de esos seres, preferimos requisarla a devolvérsela. Su enconada insistencia por recuperarla nos hizo sospechar que podía entrañar algún componente inicuo.

—¿Y no conservaste nada? ¿No lo dividiste en varias muestras para el subsiguiente análisis? —interpeló Saruman.

—Sí, separé un lote, pero reducido por seguridad.

Saruman se erigió entonces como el salvador de la coyuntura. —Será mejor que sea yo quien la examine antes de que termine extraviándose —sugirió condescendiente. Y por poco no se le escapó rematar la frase con un elfo tuercebotas. Habría sido una humillación inadmisible hacia un elda capaz de derrotar a un balrog y de volver de entre los muertos (no muertos) de la Sala de Mandos.
Pero pensarlo, lo pensó.


3019 T.E.

Isengard

—El Abismo de Helm tiene un punto débil —constataba Gríma sibilino—. Su muro exterior es de sólida roca, pero tiene una abertura en su base, poco más grande que un desagüe.

Saruman vertía en una marmita esférica una especie de grava negra contenida en un matraz.

—¿Cómo? ¿Cómo puede el fuego derretir la roca? ¿Qué artefacto derribaría el muro? —se preguntaba Lengua de Serpiente sosteniendo un candelabro mientras se acercaba al crisol. Saruman, precavido, detuvo su brazo cuando la trémula llama de la vela amenazaba con rozar la tobera del recipiente metálico.

—Si logramos abrir brecha, el abismo de Helm caerá —aseveró el Istar descarriado.

—Aun abriendo brecha, haría falta una innumerable multitud, ¡miles!, para asaltar el patio.

—Decenas de miles —puntualizó imperturbable y confiado el anciano de oscuras y tupidas cejas.

—Mi señor, no existe tal ejército —opuso el consejero, empero tuvo que retractarse ante la visión inabarcable de las incontables cohortes apostadas frente a la alta torre. Y se relamió abyecto imaginando la devastación que esparcirían en el reino que había osado expulsarle.

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3 al 4 de marzo de 3019 T.E.

Fortaleza de Cuernavilla (Rohan)

—¿Esto es todo? ¿Sólo esto puedes convocar, Saruman? —escupía con desprecio el rey Théoden desde su resguardada posición en el patio de armas sito en lo alto del alcázar sin haber entrado aún él en combate.

Ignoraba que dos ciclópeas balas de cañón huecas, reforzadas con aguzadas puntas metálicas y rellenas con pólvora, estaban siendo colocadas junto a los barrotes del albañal de la base de la muralla. Y que un Uruk-hai de deformado rostro embadurnado con la mano blanca, estandarte del Istar corrompido, a modo de marca de guerra, empuñando una antorcha enfilaba raudo la desembocadura para prenderles fuego.

Y a pesar de las vociferantes y vehementes órdenes de un angustiado Áragorn para que lo matasen, a pesar de que inexplicablemente Légolas erró una flecha apenas acertándosela en el hombro derecho, a pesar de que llegó a disparar una segunda saeta... el Uruk-hai alcanzó su meta, y se inmoló gustoso dentro de la potente explosión causada por el Fuego de Orthanc que levantó por los aires, cual pluma liviana, un lienzo de muralla de robustos sillares construido a finales de la Segunda Edad.

Había perdurado incólume y altiva, pero su destino se vio alterado por una casualidad, un capricho del azar, cuando setenta y ocho años antes dio a parar en poder del Mago Blanco una fórmula alquímica, tosca y experimental, que una nízrim y su padre tiempo atrás, en los límites difusos entre el Cercano Harad e Ithilien radicados, habían elaborado en una noche lluviosa y aciaga; como aquella que estaba cayendo nefasta e incierta sobre el Abismo de Helm.


Antes de nada, me gustaría pediros perdón por la tardanza. Casi seis meses sin actualizar (y además haciéndolo ahora con un capítulo de transición; con mucha información, eso sí, pero de transición al fin y al cabo) es más de lo que había estimado y habría querido. No voy a comentar las causas que lo han motivado. No vienen al caso. Sólo confío en no demorarme mucho con el próximo.

También quería disculparme porque, tras tantos meses, lo más probable es que el estilo no sea exactamente igual y no empaste, o desentone algo, con lo último que publiqué. Espero recuperarlo en las siguientes entregas.

Y por último, seguir agradeciéndoos vuestro interés en esta historia (especialmente a Elein88, Earendil97, Espiral2.0, Eria, Sofía y Darya, así como a los que habéis estimado seguir o marcar como favorito el relato, y a esa misteriosa "Guest", que he colegido que se apodó "Euphin" en otra plataforma, y que espero me disculpe si he errado).

Sois vosotras/os lo que realmente me mueve y habéis hecho que no mande a tomar por saco el fic por los muchos quebraderos de cabeza que me está dando XD