Ya estoy de vuelta con otro cap. y esta vez, despreocupaos, porque no es de transición (aunque pueda parecerlo al principio). Y además, me ha quedado bastante enjundioso. Detesto escribir entregas tan largas, pero tampoco me quiero eternizar con este fic; que llevo catorce capítulos (quince con éste) para contaros, no sé, como ¿unos cinco días?
A este paso no descarto hacer una trilogía como Peter Jackson XD
Elein88: Me he matado para tener listo el cap. antes de tu viaje al imperio del sol naciente ^3^ Y aún, con todo y con eso, sin tu inestimable ayuda sobre aspectos anatómicos y médicos no lo habría logrado. Mil gracias.
El pasado de Nyx lo iré colando poco a poco, pero efectivamente tiene episodios muy oscuros.
Respecto a su diatriba con Glorfindel, quería que ella se saliese con la suya pero sin dejar al otro como un idiota. Al fin y al cabo, según Tolkien (y la Wikipedia), "había sabiduría en aquella frente" :P.
La pólvora era algo que desde el principio no me encajaba en el universo de ESDLA. Al parecer la inventó Saruman (llamándola fuego de Orthanc), pero si era así ¿con qué diantres fabricaba Gandalf sus afamados fuegos artificiales? XD
Earendil95: Tus plegarias han sido escuchadas, y en este capítulo podrás disfrutar (espero) de ese juego candente del que hablas ^^
Interesada: Te digo lo mismo que a Earendil95 :P
Eria the guardian: Como bien apuntas, si alguien se propone crear una nueva raza, qué menos que dotarla de idiosincrasia propia. Veo que tú también compartes este pensamiento y lo aplicas en tu fic :D
Espiral2.0: Ay, los capítulos de transición son la gran disyuntiva de los escritores. Son necesarios, pero nos arriesgamos a aburrir al personal -_-' Espero que éste satisfaga tus ganas de "chicha" ;)
Guest: Guest, Guest, eres una incógnita para mí. No puedo dirigirme a ti por ningún nombre y eso me ofusca XD Por lo visto, te gusta el misterio tanto como a mí.
Aru97: ya te lo dije, pero te lo vuelvo a repetir si es preciso. ¡Necesito vivamente que comiences ese fic sobre El Hobbit! *o*
Y ahora, al grano. Los próximos cinco/seis capítulos no van a seguir el hilo de la película, entre otras cosas, porque se desarrollan en los escasos cuatro minutos de paisajes que van desde la partida de Rivendel hasta los gigantes de piedra.
Advertencia: El presente capítulo está fragmentado en dos secciones. La segunda parte contiene escenas explícitamente sexuales, por lo que recomiendo a aquellos/as lectores/as a quienes no les guste el lemon que eviten su lectura.
Y sobra afirmar que me cuesta sumamente narrar este tipo de contenidos, de modo que no esperéis más del estilo en bastantes capítulos. He dicho.
—¡Nyxiræ! Ya pensé que no vendrías —te saluda un eufórico Bilbo, no sabes muy bien a cuento de qué—. ¿Qué quería Balin? —indaga al descuido.
—Ratificar el contrato —farfullas lacónica con el primer cigarro de la mañana en la boca en tanto procuras encenderlo. Habrías preferido empezar el día con un buen café como el que sirvieron en la cena de bienvenida, pero habrás de conformarte con lo que hay. Que por cierto, haber, cada vez va habiendo menos tabaco en la cajita metálica. En fin, siempre te quedará sisarles a estos algo de galenas dulce. A lo mejor el mediano hasta gasta hojas del Viejo Toby, que por lo que has oído no están tan mal. Con un poco de suerte, no las habrá desmenuzado y podrías liarlas. Fumar en pipa te resulta harto inusual.
—Comprendo. Yo tuve que pasar por lo mismo —confiesa por lo bajo—. Son bastante formales para estas cosas —concluye torciendo la boca y desorbitando los ojos, pelín histriónico el chaval.
Por el rabillo del ojo, adviertes cómo se escinde la compañía entre los propensos a remolonear y los que van más ligeros, adalid y sobrinos incluidos. Los tiene bien atados, cómo no.
—Bueno, ya va siendo hora de que nos presentemos los demás, visto que nuestro saqueador ha sido tan descortés de no hacer lo propio —censura jovial el del sombrero con alas, que se ha situado a vuestra vera.
—Vamos, Bófur, eso no es justo —tercia Tim (Espera, éste tenía otro nombre. ¿Cuál era?)—. Apenas hemos coincidido estos dos días.
—Estaba de chanza —lima el aludido—. Bien, pues como ha indicado Ori (Vale, era Ori. Ahora entiendes por qué lo olvidaste), mi nombre es Bófur, y esos que van delante de nosotros son mi hermano Bómbur, y mi primo, Bífur.
O sea, el gordo y el tipo del hacha en la frente.
—Am —asientes indiferente exhalando una bocanada. Desearías no tener que aprenderte ningún nombre más allá del del jefe y el del Istar (y casi que ni el del Istar. Que por cierto, ¿por dónde andará?).
—Y el que carga con tu guadaña es mi hermano —apunta Tim (te da que se va a quedar con ese mote…)—. Se llama Nori, aunque creo que ya te lo presenté en otra ocasión.
—Puede ser —cedes desapasionada.
—Y el que camina a su lado es mi otro hermano, Dori.
Desde luego, no se devanan mucho los sesos eligiendo nombres.
—Y los que van en vanguardia, ¿quiénes son? —preguntas un poco por aparentar un fingido interés.
—Veamos —se apresura a complacerte el tal Bófur—, los últimos son Óin y Glóin, también hermanos (como ves, aquí todos estamos emparentados); precedidos por los sobrinos de Thorin, Fíli y Kíli, aunque sospecho que a ellos los conocerás más que al resto… —apostilla no sin cierta sorna—. Y junto a Thorin, van Balin y su hermano Dwalin.
No contentos con hastiarte con semejante retahíla de apelativos, a cuál más ridículo, se unen a la conversación los demás rezagados. Menuda retaguardia en caso de ataque, pero al menos aprovechas para recuperar tus armas que te entrega galante el del pelo en forma de estrella de mar.
Nori.
La tertulia discurre por temas tediosos para ti, ninguno que te reporte información útil o trascendente, de modo que optas por emplear esa habilidad tuya de abstraerte del mundanal ruido que te circunda. Desconectar.
En tu cerebro debe de existir una laya de resorte que se activa cuando escuchas demasiadas palabras vacuas y fútiles en un mismo discurso. De manera que te dedicas a contemplar el paisaje, harto cambiante. Rivendel se asienta en el Ángulo. El profundo valle es una de las muchas quebradas de los páramos de la base de las Montañas Nubladas y sus costados son muy abruptos, lo que os obliga a permanecer ojo avizor para no trastabillar y rodar colina abajo como un queso. Anda, buena analogía con el gordo.
Bómbur.
Como sea.
El primer alto en el camino no lo efectuáis sino cuando el sol ya ha rebasado su zénit y cae inmutable hacia poniente. Madre mía, estos tíos no se callan ni debajo del agua. Hasta con comida en la boca y todo, lástima no se atraganten…
Para no acabar con jaqueca, decides desertar de la cuadrilla de renuentes y tomarte la taza de achicoria (dejémosla en potable) con los de la avanzadilla, menos locuaces, ya que han enmudecido en cuanto te han visto venir. Mejor, no estás para charlas, aunque no puedes evitar pensar que este viaje, hasta que te los cargues, se te va a hacer muuuy largo.
Thorin se levanta nada más sentarte tú, reclinándote en un berrueco como improvisado respaldo.
—Proseguiremos enseguida, así que no te acomodes —te espeta el líder dándote la espalda mientras abandona tu nuevo grupúsculo.
Sólo cuando ya ha avanzado unos pasos, se te ocurre pronunciar un escueto "Como mandéis, Majestad", perfectamente audible. Huelga decir que una mirada gélida y fulminante por encima del hombro no se ha hecho esperar por su parte, pero reprime replicarte y se aleja definitivamente.
—¿Por qué hablas así? —interpela el arquero, para seguidamente volver a centrarse en apurar una magra pata asada de un pobre animal desconocido. Debe de haberse arrepentido de dirigirte la palabra con su tío cerca.
—¿Así cómo? —Das pie a que se explique luego de cerciorarte de que Thorin está lo suficientemente lejos y ocupado con Tim y Bófur como para reparar en vuestro diálogo.
El joven ladea la cabeza y encoje los hombros, considerando cómo definirlo. —Tan rebuscado.
—Aprendí la lengua común hace mucho tiempo. Puede que me haya quedado obsoleta.
—No es una posibilidad, es una certeza —sentencia el rubio, acompañando su comentario con un guiño obsequioso que busca borrar cualquier ofensa, entretanto se esmera en limpiar los restos de comida de su cuchillo en la hierba.
Un recuerdo furtivo de Eveno sentado con las piernas cruzadas en el verdegal que bordeaba vuestro hogar, acariciando la cabellera de Nereyn recostada entre sus rodillas te asalta por sorpresa. Es verdad que este enano se asemeja bastante a tu antiguo compañero.
—No tuve ocasión de preguntaros cómo os llamabais —mientes, como disculpándote, tras una pausa.
—Fíli. Y ahí —aclara señalando con la barbilla—, mi hermano: Kíli.
El arquero muestra una tímida sonrisa a modo de presentación formal. Por suerte, antes de que los demás pretendiesen siquiera iniciar más ceremonias de saludo, el líder da la orden de reanudar la marcha.
No rechazas la compañía de los dos hermanos, a la que hay que unir la del joven del tirachinas y la del mediano; vamos, toda la muchachada yendo en fila ocupando el centro de la expedición. El líder liderando y el de los tatuajes en la calva cerrando la comitiva.
Así nunca te vas a aprender sus nombres…
Ni ganas.
El ocaso confiere ricos dorados al áspero paisaje de somonte, una pradera que amarillea por las carquesas tardías y el inminente verano, salpicada de roquedales.
Y un aburrimiento supremo, por mucho que los sobrinísimos se vayan animando cada vez más a departir contigo, alentados por la inexplicable confianza que te han cogido Tim y Bilbo. Sin embargo, poco a poco has dejado de prestarles atención.
Un rumor remoto.
Al principio no le concedéis importancia, pero te escama. No es el ulular del viento entre las ramas de los enebros. No es el trinar de pájaros indeterminados en lontananza. Es un zumbido sordo, informe.
Instintivamente te subes el pañuelo para cubrirte la mitad de la cara. Quizás se trate de alguna caravana de nómadas que viajen paralelos a la cadena montañosa, aunque es poco probable.
El gesto de taparte no le ha pasado desapercibido al de los tatuajes, que se para y otea en torno, desconfiado. Lo imitas, dispuesta a ventilarte otro veguero si al final es una falsa alarma. Los demás se percatan y van aminorando el ritmo hasta detenerse a unos cuarenta pies de vosotros dos, descolgándose los enseres y demás provisiones.
Un rumor que se aproxima.
Sea lo que sea, se mueve a más velocidad de la que cabría suponer para un clan trashumante. El fino puro baila entre tus dedos, inseguro, como si supiera que no es el momento más propicio para ser consumido.
Un rumor que se va concretando cuando ya es tarde.
Orcos.
Una cuadrilla de unos veinticinco mílites, si no aparecen más detrás de los canchales. ¿Sin huargos? Debe de tratarse de un destacamento de rastreadores con capacidad ofensiva en caso de localizar al objetivo. Si no los derrotáis antes de que anochezca, estaréis jodidos. Estos seres están habituados a la oscuridad más que los enanos.
—¡Dwalin! ¡Nyxiræ! —grita Fíli.
Al fin, algo de acción entre tanta monotonía.
Joder, adiós al cigarrillo. Y era el último.
El jefe llama a las armas vociferando. En un pestañeo, te sitúas junto a él y lo encaras con brusquedad.
—¿Vais a conceder cuartel? —Es una duda estúpida para ti, pero durante el episodio de los trols, resolvió no acabar con ellos. No es la misma situación, mas no sabes si actuará de igual forma.
Thorin te mira fugazmente sin comprender.
—¿ ¿Vais a conceder cuartel? ? —le repites más alto. No queda mucho tiempo para que colisionen ambas columnas. Kíli ha comenzado ya a inferir las primeras bajas orcas.
—¡Por Durin! ¡NO! —te brama—. ¡Luchad, mantened la formación! —arenga espada en mano mientras corre para formar en posición de ataque con el resto. Una táctica más comprometida que alinearse a la defensiva.
—Bien —susurras bajándote el embozo. Mejor, si tienes que utilizar tus colmillos.
Tu estrategia será diferente. Ignoras sus técnicas de guerra. No podrías amoldarte a ellas. De modo que eliges separarte de la unidad enana y permitir que los orcos se interpongan entre ellos y tú.
El grueso de la sección orca se va a centrar obviamente en tus compañeros, y tú podrás ir mermándolos poco a poco desde atrás, puesto que te subestimarán. "Un individuo solo, sin el apoyo de su pelotón. No, peor. Una mujer. Me meo de la risa".
No te equivoques. No eres indestructible. Dales una oportunidad y te decapitarán. Y entonces ya puede irse todo al carajo.
Pero no tienes tanto que perder. Y como no tienes tanto que perder, no pierdes el tiempo en preocuparte por la suerte de otros, por mucho que tu contrato especifique otra cosa. Te limitas a matar. Y en eso eres experta.
Conoces cada zona vital, para todo ser antropomórfico tienden a ser las mismas. Un solo golpe, un solo tajo, y a otra cosa. Mariposa.
Mientras los enanos se enzarzan en desgastar al enemigo, en protegerse entre ellos, tú acometes directamente al contrario en aquellas partes que impliquen muerte. Letal, eficaz y rápido. Nada de herir. No hay cuartel.
La guadaña es harto efectiva para ese menester. Esgrimida en la región correcta del cuerpo, la secciona con escaso esfuerzo. Básicamente cuello y extremidades inferiores a la altura de la femoral con la ilíaca externa. Así que te pones a ello.
Primer orco que se apercibe de tu presencia y se precipita hacia ti con ese bamboleo típico de quien tiene mucho músculo dificultándole la carrera. Alza amenazante su cimitarra herrumbrosa entretanto estima oportuno emitir un sonoro berrido a fin de que su actuación resulte más creíble. Éste no se ha dado cuenta de que la guadaña se blande precisamente para impedir que se acerquen demasiado, y con el rejón en punta del final del largo mango lo has desarmado al sajarle la muñeca con que empuñaba, provocando que el alfanje se le escape contra su voluntad. Verás, chato, cuando cortas muy profundo, cortas los tendones, y la función prensil se va a paseo.
Desconcierto y furia de tu oponente, que sin importarle estar desangrándose por las arterias radial y ulnar, baladronea con no sabes muy bien qué, quizás arrearte un tornavirón con su otro brazo inerme, el cual eludes con una patada en círculo exterior. Sus ideas se reducen a embestir cual toro cuando les privas de armas, mas el arco efímero que dibujan sus gotas de sangre al ser rajado de lado a lado justo debajo de la última costilla no perdona tamaña carencia. No ha sido un corte limpio, has tenido que aplicar una fuerza considerable para deslizar toda la hoja. Y en esos segundos han surgido más orcos a tu alrededor.
Basta con rotar vertiginosa sobre tu eje para que, o asta o filo inflijan el daño pretendido. Mentira, nunca es tan fácil. Entre otras cosas, porque una dalla es un instrumento que requiere ser manejado con ambas manos, so pena de que asumas que aquello se te descontrole amputándote algún miembro. Sin embargo, ellos han terminado en el suelo mutilados y tú no.
Con la tontería ya te has quitado de en medio a tres, y eso cuando el resto de la horda apenas ha acorralado a los enanos.
Hincas la guadaña en la tierra, aunque no desenfundas sable o gumías todavía. De nuevo te vas a apoderar de lo que otros ya no necesitan: una pica que no merece tal calificativo, pero que usada a modo de jabalina consigue insertarse bajo el omóplato de uno de esos engendros, que se disponía a arremeter contra Tim, el cual se empeñaba en pertrecharse con guijarros para recargar su inseparable tirador.
—¿ ¿En serio, tío? ? ¿A ti te parece normal? —le chillas casi escupiendo cada palabra.
Ha debido de captar la indirecta y soltando al unísono todos los cantos que había acumulado, se equipa presto con la alabarda que gentilmente le has enviado.
Lo malo es que los orcos se han percatado de que los estáis contendiendo por dos flancos y se reparten. Lo bueno (o al menos eso te obligas a pensar) es que el tipo del hacha en la frente y uno de los vejestorios acuden en tu ayuda.
En tu contra, la fuerza bruta de esos bichos. A tu favor, que eres más ágil y diestra. Entretanto pirueteas ingrávida un segundo para esquivar las falcatas orcas, derribas a uno de tus adversarios con un barrido de tijera a la vez que lanzas un hondo sablazo a otro que le cercena su faz, ya de por sí deforme, de sien a sien. Bastante asqueroso, sí; pero ése ya no se levanta.
Llegan a cercaros, forzando a ¿Bífur? a arrimarse más a ti. Procuras que corra el aire. No estás acostumbrada a luchar espalda contra espalda y podrías lacerarlo con un movimiento mal calculado, a pesar de que prácticamente estés bregando por impulsos. Tus reflejos, perfeccionados por casi un milenio de duro y continuo aprendizaje en diversas artes marciales, así como tus asaltos, se manifiestan de forma instantánea, sin premeditar, o más bien adivinando las intenciones del contrario antes de que las implemente. Supervivencia en estado puro.
Cuando por fin has logrado desembarazarte de aquellos contrincantes más próximos, atisbas al mediano en problemas. Ha desenvainado su abrecartas pero no atina a maniobrar certeramente y de no ser por alguno de los hermanos de Tim, ya os habríais despedido de vuestro saqueador. Los orcos lo barruntan, los débiles son las víctimas más asequibles. Así que te escabulles veloz para darles alcance y hacer como que defiendes a Bilbo. En realidad se te da un ardite lo que pueda pasarle.
No es verdad.
Como si lo fuera.
Con raudos vistazos compruebas que la balanza se decanta por vuestro bando. Cada vez cuentas menos orcos. Empero no debéis confiaros. Thorin pelea fieramente con su flamante acero élfico (¿quién se lo iba a decir?) codo con codo con Dwalin, estragando a quienquiera que los enfrente. Y los demás a quienes aún no pones nombre, ya se han aclimatado y auguran pronta la victoria. Esto es cosa hecha.
De repente recibes un impacto seco, si bien no muy enérgico, en la base de la columna, donde el tatuaje; pero da igual. Tu punto débil, el área más vulnerable si alguien quisiera noquearte. Y encima propinado por tu propio camarada, el gordaco, que ha tropezado chocándose contigo. Manda narices.
Blasfemia ininteligible… El coleto de cuero que te adargaba el tronco precisamente contra este tipo de percances, y que quedó inservible merced a la tizona de Thorin, debe de estar riéndose en su tumba de flores y helechos bajo la ventana de tu aposento, allá en el refugio élfico.
Te invade una sensación de aislamiento. Aturdida, los sonidos e imágenes en derredor simulan nublarse, peligrosamente acolchados.
Te tambaleas debilitada, cual ebrio vagabundo, sorteando en lo posible a los pocos rivales que restan, buscando apartarte de la contienda, porque en estas condiciones tienes más probabilidades de que seas tú la que salga malparada.
El último.
El último orco, que estaba batiéndose en retirada dispuesto a huir como una rata acobardada, al verte desvalida ha vislumbrado un resquicio para escapar con vida.
Agarrándote por la esclavina y elevándote, rodea tu cuello con un brazo y amenazándote con una faca debajo de la mandíbula, reta a tus acompañantes.
Catorce pares de ojos impotentes, catorce bocas semiabiertas. Trece enanos y un hobbit perplejos, que no se arriesgan a mover un músculo.
No forcejeas con tu agresor, pese a que él no cesa de agitarse. Él va a morir. Tú probablemente te lleves una buena cuchillada, pero te regenerarás. En cambio, la compañía aparenta no acordarse, de lo contrario ya se habrían abalanzado sobre él.
Cuando ese bárbaro se ha asegurado del éxito de su acción y amaga con arrastrarte con él, Kíli reacciona y presuroso lo apunta con una flecha. Desafiante, el monstruo se mantiene parapetado detrás de ti, sobresaliéndole tan solo parte de la testuz, y se atreve a causarte una ligera incisión mientras se ríe chirriante y mezquino, pero inquieto.
Entonces, muy despacio, con calma para que el orco, en su alteración, no lo note, te señalas bajo la clavícula izquierda. El arquero niega azorado, mas después de leerte los labios ("hazlo"), suspira cerrando los ojos…
Y dispara.
Una alongada saeta silba hendiendo la brisa, y se te clava penetrante hasta las plumas.
Has ahogado un quejido, y aprietas párpados y dientes aguantando el dolor, entretanto escuchas el borboteo de la sangre que empieza a ascenderle por la tráquea a tu captor, que lentamente afloja su agarre, lo que te otorga cierto margen para quebrar el astil por donde se anuda el emplumado de la flecha y zafarte al fin, con todo el suplicio que conlleva sacar la saeta de tu cuerpo encontrándose ésta estática incrustada en el pecho del desgraciado.
Kíli ha volado hasta ti y ahora te sostiene aliviado (más o menos).
—Nyxiræ, ¿estás bien?
—¡Ah, rayos! Duele como su puta madre —maldices soez. El saetazo te ha perforado la pleura y el lóbulo superior del pulmón izquierdo originándote sendos neumotórax y hemotórax. Gajes del oficio.
—Bien. Te la debía, por intentar matarme cuando nos conocimos —se excusa pícaro con una media carcajada. Y parecía tonto el rapaz...
—¿Qué ha sido eso? —interpela severo su tío ciñéndose la espada, luego de rematar al infeliz orco; no aventuras si por indulgencia o por desprecio.
Nyx, no puedes exponerte ante ellos.
—¿A qué os referís? —evades imperturbable liberándote del socorro del arquero.
—No te hagas la necia. El desfallecimiento en mitad de la batalla.
Sus garzos iris no muestran ni un atisbo de comprensión, ni de paciencia. No tienes por qué dar explicaciones. No tienes por qué, pero…
—Cuando me tatuaron, introdujeron demasiado la aguja, afectándome una raíz nerviosa superficial —aduces displicente tras unos instante en silencio afrontando su mirada.
Su cruce de brazos te indica que no se contenta con tan sucinta aclaración.
—Hiperestesia. Aumento de la sensibilidad frente a estímulos táctiles. Comporta semiinconsciencia si recibo golpes rotundos en esa zona.
—Es plausible —masculla el anciano de la trompetilla—, y hasta el momento no ha sido relevante.
—Lo relevante aquí es que prometiste salvaguardar a los integrantes de esta compañía y no al revés —te increpa amonestándote.
¿Per-do-na?
Ojeas en redor y calculas con un gesto prepotente de suficiencia.
—Corregidme si yerro, pero yo he liquidado prácticamente el mismo número de orcos que vosotros trece juntos. (Al mediano casi que ni lo contamos). No creo que podáis recriminarme que no haya cumplido —se lo dices calmada y respetuosa en las formas, pero evidentemente no en el contenido—. No obstante, y aunque os lo agradezco, no habría hecho falta que intervinieseis. Puedo curarme sola, por si lo habéis olvidado. —Y tirándote de la esclavina y de las restantes capas de ropa le enseñas la herida, o lo que queda de ella. Se ha regenerado mientras discutíais.
—Thorin, sólo ha sido un incidente sin consecuencias —apacigua el anciano de la larga barba blanca posando paternal una mano en el hombro del líder—. La noche se nos ha echado encima y aún debemos encontrar donde pernoctar ahora que todavía hay algo de claridad. Quizás sería conveniente posponer esto para más tarde.
El jefe no rebate a su compañero, pues a pesar de que seguramente él no ha dado el asunto por zanjado, permanecer allí es una insensatez. Y Thorin, de insensato, tiene precisamente poco.
Recogéis vuestras desperdigadas pertenencias (agenciándote un machete enemigo, como viene siendo costumbre, y más contando con cincho nuevo y reluciente) y retomáis la ruta adentrándoos en la vegetación hasta un pequeño claro entre el sotobosque.
Cena frugal, coloquio insustancial. No ves la hora de irte para convocar a tu padre y ya de paso, obtener tu ración de sangre. El flechazo de Kíli ha derivado en una pérdida importante de energía y debes reponerte.
—¿Adónde vas? —inquiere desabrido el jefe en cuanto intuye tus pretensiones.
—A cazar. Supongo que comprendéis a lo que me refiero —respondes neutral. Sin insolencia.
—No. Te toca la primera guardia. Con Ori —replica imperativo.
Acatas el mandato para evitar otro enfrentamiento, si bien juzgas inusitado que te encargue semejante tarea desconfiando notoriamente de ti. Esto altera tus planes, pero ya te organizarás cuando finalice tu turno de vigilancia.
Tres horas que computas en base al recorrido de la luna en el firmamento. Tres horas en las que Tim ha estado más tiempo observándote que avizorando el entorno. Y tú has hecho como que lo obviabas entretanto te ensimismabas escudriñando el cielo nocturno y divisando la estrella Naos, allá en la constelación que vosotros denomináis Argo Navis. La misma estrella que te vino a la mente la primera vez que arrostraste a Thorin en el algar tras la primera emboscada de los orcos.
Tres horas que ya han transcurrido.
Te despides parca de Tim sin pasar por el campamento, precaviendo otra negativa de Thorin.
¿Te das cuenta de que rehúyes dirigirte directamente a él por su nombre propio?
No estoy para acertijos.
Tras distanciarte un trecho de la albergada enana, localizas un collado peñascoso entre la floresta. Éste parece un buen sitio.
Te agachas y coges un puñado de briznas y gravilla acercándotelo a la boca. Y susurras: "Nyxiræ. Loma bosque, quebradas de los páramos. Montañas Nubladas. Antares", frotando la tierra entre tus manos mientras se esparce en la brisa serrana.
Después, trepas al promontorio ocultándote bajo un saliente.
Y esperas; divagando, rememorando, analizando todos los cambios que se están produciendo en tu antaño cuasi tranquila existencia, y hogaño asaz enojosa. Pero no se puede desobedecer una misión impuesta por la Consuleia, salvo por motivos poderosos que por supuesto tú no tenías. Y casualmente, ese cometido casó a la perfección con tus posteriores ambiciones particulares.
Aceptaste, bien que te lastraban bastantes prejuicios contra los Naugrim, dando por sentado que terminarías matando a aquellos que no pereciesen durante el viaje. A vosotros no os doraron los oídos con una resurrección en las Tierras Imperecederas, por lo que desarrollasteis un miedo desmedido a morir. En consecuencia, os especializasteis en sobrevivir, lo cual entrañaba que los de vuestro alrededor no fueran tan afortunados. Ello derivó en una perturbadora trivialización de la muerte. La muerte de otros, claro.
Esa indolencia hacia el sino del prójimo ha caracterizado a tu pueblo casi desde sus orígenes, pero algunos de vosotros sois capaces de desligaros de esa malsana inclinación e incluso, de sentir cierta empatía. Llámalo afinidad, llámalo como quieras.
Sea como fuere, el caso es que gracias a esa minoría vuestra especie continúa evolucionando.
—Buen granito. —Una repentina aseveración te sobresalta—. Cuarzoso. No se altera tanto con la humedad —informa la voz, ya reconocible, en un lugar impreciso a tu siniestra.
—Ígnea, Nyxiræ —formulas alegre bajando de un salto del tolmo y situándote frente a él.
—Térreo, Antares —te corresponde un punto contrariado—. Cómo me fastidia andarme con protocolos con mi propia hija.
Una vez que la muchacha hubo partido con Ori, el rey enano reclamó los conocimientos médicos de Óin acerca de la veracidad de lo que había alegado la chica respecto al vahído sufrido. Óin le confirmó que un tatuaje mal hecho en esa región del espinazo podía acarrear secuelas, aunque no necesariamente adversas. De hecho, si era cierto que a la joven le había sido diagnosticada hiperestesia, cabría incluso la posibilidad de que las caricias le afectaran. No hasta el extremo de perder la consciencia, pero sí podrían suponer un hiperestímulo, algo así como una sensibilidad exacerbada, es decir, que ella disfrutara mucho más del roce en la zona aquejada que una persona normal.
Al tomar la disertación esos derroteros, despachó enseguida a Óin. Ya lo había entendido todo.
Thorin se recostó en la hijuela que portaba enrollada junto con los demás bártulos que traían consigo desde que partieran de las Montañas Azules y que no acabaron vete tú a saber dónde cuando los ponis se encabritaron y se dieron a la fuga durante la refriega con los trols. Esa noche, la primera lejos de Rivendel tras aquello, agradeció en suma no haberla perdido, aunque apenas sí se tratase de un jergón, tan fino que podía sentir hasta las secas acículas caídas de los pinos negros y las sabinas albares que poblaban aquel relieve arriscado, preludio de la incipiente cordillera.
Cerró los ojos. El día había sido largo. Casi no pudo dormir la noche anterior, y al poco de lograrlo, tocaba levantarse para abandonar la ciudad antes de que los elfos les echaran en falta.
Mientras la compañía recogía con todo el sigilo del que eran capaces los enanos, él llevó a Ori a un aparte para encomendarle una peculiar labor. Debía anotar cada detalle, cada confesión involuntaria que vertiese la nízrim acerca de su especie, de sus hábitos y usanzas. Incluso, no sólo tenía que transcribir únicamente lo que a ella se le escapase, sino también lo que él valorase reseñable de su comportamiento o de sus métodos de combate. Cualquier particularidad, por muy nimia que estimase, que a ellos les resultase totalmente ignota y novedosa. Lo cual implicaba que prácticamente se convirtiera en su sombra, pese a que no le hacía mucha gracia simular confraternizar con ella, después de que ni siquiera hubiese tenido la consideración de aprenderse su nombre.
Como cabía esperar, Ori se sintió turbado, pues si tenía en cuenta lo que declaró Gandalf respecto de su nada amigable práctica de matar a quienes los descubrían, sumado al intento de asesinato que sufrió Kíli, lo más probable era que si ella descubría su actual cometido, no dudase en acabar con él. Por lo que Thorin le recomendó postergar la redacción para cuando la muchacha durmiera.
A la postre Ori tuvo que acceder. Al fin y al cabo, y aunque Thorin no la había expresado autoritariamente, su petición era como una orden.
Ahora que la joven había desaparecido (sin su permiso, la muy bellaca), Thorin percibió, entre parpadeos soñolientos, cómo Ori se enfrascaba, no sin cierta inseguridad visible, en redactar en las páginas finales de su libro, que se hallaban en blanco, lo que había acontecido en las últimas horas: la liza con la avanzada orca. Esa escaramuza debía plasmarla pormenorizadamente.
Thorin recordaba retazos de la misma en la que la chica parecía danzar entre la maraña de orcos, sin acertarla siquiera. Era un espectáculo digno de admirar, contorsionándose en el aire a la vez que repartía patadas y estocadas maestras. En derredor suyo segaba la vida sin miramientos. Y se preguntó cuántos años se habría consagrado a sublimar la aniquilación en un arte.
Y ésa fue la última visión que acogió antes de sumirse en un pesado duermevela.
Fueron sus propios pasos los que lo desvelaron. Se encontraba caminando por un pasillo prolongado y clivoso que descendía en suave pendiente, abovedado en cañón. Iluminado por la luz bermeja de las hachas dispuestas en las paredes labradas, no le costó reconocer aquel lugar.
Érebor.
Concretamente, la galería que daba a los calabozos.
Frenó en seco. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué se dirigía a la cárcel? ¿Acaso había sido hecho prisionero?
Estaba solo, sin guardias escoltándolo. Se observó a sí mismo. Iba ataviado con vestiduras regias. Azul. Su adorado azul en la portentosa aljuba, con orofresado en aljófar y pasamanería en hilo de plata. Un pantalón oscuro sujeto mediante un talabarte pertrechado con un puñal engarzado de zafiros, y unas botas lustrosas forradas con pelo de gineta completaban su atuendo.
Se tanteó la cabeza. Una corona. La corona que ostentó orgulloso su abuelo hasta el día en que fue decapitado por Azog.
Pero no podía ser. Eso quería decir que era rey. El Rey Bajo la Montaña. ¿Habían reconquistado ya Érebor? ¿Por qué no recordaba nada de lo que había ocurrido hasta ese momento? No, no era posible. Debía de estar soñando.
Trató de despertarse, de abrir por fin los ojos. No quería que una falsa ilusión lo embargase y le robase las fuerzas, quería descansar sin fantasear con nada. Sólo dormir. Pero en vano luchó contra ello y, proveyéndose de una de las antorchas que pendían de los muros, se adentró sin remedio en el quimérico pasadizo, dejándose llevar hacia lo que le deparase aquella recreación de su mente.
Rebasó las primeras celdas hasta que llegó a una que parecía de máxima seguridad. Pero incomprensiblemente la puerta no estaba cerrada con llave.
Alumbró el interior y la divisó dentro, esposada con un grillete de hierro dulce diseñado para atrapar ambas muñecas, cuya cadena colgaba de un techo no demasiado elevado y la forzaba a permanecer de pie.
Thorin apuntó una sonrisa esquinada y salaz.
No le gustó lo que eso significaba y se removió mínimamente, incómodo, bajo su liviano cobertor, mas no consiguió salir del sueño.
Enganchó la tea al candelero de uno de los lados de la mazmorra y se aproximó despacio. Reparó en ese momento en que otra vez era más alto, si bien también influía la penosa posición en la que se hallaba encadenada, que la obligaba a inclinarse un poco hacia adelante para descansar y no mantenerse así continuamente erguida.
La muchacha lo ignoró esquiva, quizás consciente de lo que él buscaba. La cabeza abatida entre sus brazos estirados hacia el techado de piedra hacía que su melena cárdena, a la que la llama trémula que ardía le arrancaba destellos violáceos, le ocultase parte del rostro. Thorin le retiró unas guedejas y le alzó delicadamente el mentón con la diestra.
La chica se avino por fin a mirarlo. El centelleo de la flama resinosa provocaba que sus ojos ambarinos refulgiesen, destacándose en la oscuridad como dos luciérnagas. Lo escrutaban cansados pero insolentes, y esto último lo incitó.
No dijo nada. Se deshizo de la almejía, con el pantalón puesto aún, y rasgó las raídas prendas que la envolvían, revelando su contorno, otra vez, otra noche, y ya iban dos.
Dio una vuelta a su alrededor, deleitándose con la figura de la joven. Sus curvas, su piel casi morena, su tatuaje… Lo acarició clandestino y la chica no pudo retener un gemido seguido de una imprecación. "Maldito seáis". Él rió entre dientes, divertido por proporcionarle placer contra su voluntad. Y continuó con su juego, besando la marca para posteriormente recorrerla con la punta de la lengua mientras ella rehusaba su contacto entre jadeo y jadeo, disconforme con que su propio cuerpo la traicionase.
Desatado, desestimando cualquier contención, se desabrochó el tahalí y se libró de los pantalones. ¿Cómo se había quitado las botas primero? Daba igual. Era su fantasía y obraba sin sentido alguno con un único propósito.
La asió por la estrecha cintura, y restregó su miembro erecto contra sus muslos y nalgas y notó el escalofrío del que fue presa la muchacha. Sus manos demandaron aquel busto turgente y abundante, que oprimieron, ávidas de su tacto, entretanto diseminaba más y más besos, succionando y lamiendo indistintamente, a lo largo de los espacios entre sus hombros y escápulas que no estaban tapizados por su cabello.
Entonces decidió que ya lo había demorado suficiente. Constriñó la base de su mástil e injirió su balano entre los pliegues de la joven, que para su sorpresa, se le ofrecieron húmedos. Las atenciones prestadas habían dado su fruto. Por alguna razón, le excitaba aún más la perspectiva de que ella fuese a gozar igual que él, por mucho que renegase de ello. De manera que regresando sus manos a la cintura de la chica, tomó un ligero impulso con el que no le costó desgarrar su membrana y la penetró por fin, con parsimonia, invirtiendo una eternidad hasta enterrarse por completo en ella.
Y comenzó a moverse.
Lentamente.
Un edén líquido, cálido y denso que lo estaba enajenando, invitándole a aumentar la cadencia cada vez que escuchaba los acezos acompasados que ella emitía irreflexiva.
Ya no quería hacerle daño. Quería que se corriera como iba a hacerlo él en pocos minutos. Así que resbaló su diestra hasta el clítoris de ella y dibujó círculos, primero amplios y tardos, que paulatinamente se aceleraron concentrándose en ese pequeño botón, cuando coligió por sus súplicas que anhelaba más.
Como colofón, sin cesar de mecerse dentro de ella, migró sus dedos de nuevo hasta el dibujo en negra tinta del dorso de la chica, explorando contumaz el trazado de la compleja espiral.
La muchacha no pudo reprimirse más y soltó un grito vehemente y sofocado, mientras las paredes de su interior se contraían con violencia. No le pilló desprevenido, pero tuvo que dominarse en un esfuerzo infinito para no llegar antes de tiempo.
La sujetó por las caderas ahora que la joven en su lasitud no podía oponer resistencia, y hundiendo sus dedos en la pelvis, arremetió con un ansia desmesurada.
Doce empellones.
Y un orgasmo inimaginable lo subyugó sin contemplaciones, agarrotándole las extremidades durante unos instantes. Su semen se había desbordado y goteaba errático y arrítmico sobre el pavimento del brete.
Ambos pugnaban por recuperar el resuello, él descansando encima de la espalda de la chica, con las manos aferradas aún a ella.
La idea de posar otro beso en su cuello le sobrevoló, pero no la materializó, consecuente con la situación. Ella era su rea, y el su rey. Y las demostraciones de cariño estaban fuera de lugar.
Salió de ella con un sonido lúbrico, apesadumbrado por tener que despedirse de su calor y en silencio, tornó a vestirse.
Pero no se fue sin más.
Con la daga de su pretina se practicó un diminuto pinchazo en el pulgar derecho. Una gruesa gota de sangre que se afanaba por brotar la herida y la lengua de la muchacha que se paseaba maquinal por su labio superior. Thorin le brindó lo que deseaba y la joven chupó voraz la rugosa yema del enano… hasta que advirtió el engaño.
Él acentuó una sonrisa perversa. —Tienes que estar intacta para cuando te visiten mis sobrinos.
Y entonces Thorin despertó con angustia y zozobra bañado en sudor.
