Y por las nonas de junio vengo a traeros la continuación. Acepto todo reproche por tal tardanza :( No tengo más excusa que la falta de tiempo. Luna Asami, estabas en lo cierto, casi tres meses os he dejado en la estacada T.T
Antes de nada quería agradecer a Aru97 y a Lunaykirin sus preciosos fanarts, que han tenido a bien colgar en la siguiente web y que me han hecho tremendísima ilusión :D
http (dos puntos) / / www (punto) aquelarretolkien (punto) deviantart (punto) com
En dicho perfil encontraréis más fanarts dedicados no sólo a esta historia sino a la que me animó a crearla: Una identidad inesperada, de Elein88, así como de aquellas que apoyo ahora que están empezando :)
Y también hallaréis un enlace al perfil deviantart de Numenoreano, el cual me ha obsequiado con diferentes concepciones de Nyx ^_^ (Nunca podré agradecéroslo lo suficiente, chicos ^3^).
También debo reconocimiento a Numenoreano por resolverme las dudas sobre estrategia, y a Dis Uzbadnatha por echarle un ojo a los posibles OoC que hubiese podido perpetrar :P
No me voy a alargar con el apartado respuestas porque como en el anterior, creo haberos escrito un privado a todos, pero por si acaso:
Numenoreano: gracias por tus ánimos (y reclamación velada xD) para que acabe de una santa vez la primera película -_-' De veras que lo intento, pero aún quedan como unos cuatro o cinco capítulo U^^
Elein88: sé que te da penita Bilbo, pero siendo justos y siguiendo el hilo de la película, es que en realidad en esos cuatro minutos de paisajes desde que salen de Rivendel hasta que llegan a los gigantes de piedra como que el muchacho no hace gran cosa XD
nomegustanloselfos: te he decepcionado con mi tardanza y lo lamento. Espero que este capítulo lo compense. Aunque lo que de verdad espero es que no te hayan abducido los Cárpatos :S
Dis Uzbadnatha: y un aplauso, señoras y señores, a la única que dedujo la identidad del narrador en tercera persona (y primera en ocasiones) :D Porque ahí va mi respuesta a las dudas que plantearon AngelaGiadelli, Lunaykirin, Luna Asami y Elein88.
Aclaraciones:
El capítulo anterior (XVIII: Conectados) se cerraba con cuatro párrafos contados por el narrador de la historia que no es Nyx. Dicho narrador se corresponde con el protagonista de otro de mis relatos, Barion de La Sangre sobre la Rosa. Despreocupaos, os confirmo que ambos fics son independientes, es decir, podéis leer perfectamente uno sin la obligación de tener que leer el otro. La única conexión es el asesino.
Me parecía interesante aplicar el mismo concepto que usó Tolkien de enlazar ambas historias (El Hobbit y El Señor de los Anillos) sólo que en vez de mediante un anillo mágico, a través de un asesino en serie.
Y ya de paso, quiero agradecer a aquellos que os habéis animado a seguir o marcar como favorita esta historia, caso de Aldebarán (qué pseudónimo tan atrayente *.*) por poner un ejemplo, y a las que me lo han transmitido por privado, como ZanateMonera y su misteriosa hermana :P Y en general a todos los seguidores desde las Sombras, como yo los llamo, acordes con la temática de este fic (aunque nunca viene mal asomarse a la Luz de vez en cuando ^w^).
N. del A.: La canción que canta Nyx a la Compañía es Two sisters de Emily Portman, fácilmente localizable en youtube; otra trágica romanza escocesa.
Asimismo creo conveniente puntualizar que he empleado una frase del libro El Puente de los Asesinos de Pérez-Reverte, que pronuncia el Capitán Alatriste y que le venía que ni pintada a Dwalin :P (Bueno, puestos a confesar, desde que empezara a escribir el fic os he colado unas cuantas frases de Los Simpsons amén de otras pocas de Pérez-Reverte que os han pasado desapercibidas xD)
Lamento comunicaros que el siguiente capítulo es el más largo de cuantos he escrito. Sabéis que detesto las entregas extensas porque os obligo o a quedaros demasiado tiempo frente a la pantalla o a leerlos por fascículos, pero como le he dicho a Numenoreano, no quiero que la primera película me lleve chorrocientos episodios (y también es que no quedaba bien cortarlo antes U-_-). Mis disculpas.
La rata olisqueó el aire viciado del algar.
Un parásito anidado hacía meses en su reducido cerebelo había modificado con éxito su conducta volviéndola temeraria. El miedo, ese revulsivo genético que aceleraba su reacción en caso de peligro, había sido suprimido y el roedor confiado se acercó a su… presa.
Un hombre de piel cetrina fuertemente inmovilizado gimoteaba pidiendo perdón sin convencimiento alguno con la vana esperanza de que su torturadora lo liberase. Pero aquello no iba a ocurrir. Y un múrido tras otro empezó a roerle en aquellos cortes diminutos pero profundos que la enmascarada inexpresiva le había practicado con sumo cálculo y meticulosidad.
El haradrim tardó en morir más de una semana y para entonces sus comensales habían desbridado sus extremidades y hurgado en el hueso.
~~~~~ ··· ~~~~~
No puedes quemar la casa entera, consumiría tus ya exiguas reservas; así que incineras los dos cadáveres (sit sibi terra levis) dominando la potencia del fuego para que no se desboque inútilmente, y sales por fin al día con un sol indigno de tal calificativo porque apenas ofrece claridad que atraviese las densas nubes de tormenta.
Lo cierto es que no te urge maldita prisa.
Te sientas en los peldaños de acceso a la choza bajo el tejaroz que techa la puerta de entrada y sacas de la escarcela un cigarro de los que te regaló tu padre para fumarlo cachazuda, distrayéndote con cada bocanada. Sin embargo tampoco lo disfrutas como quisieras, no con todo lo que ha pasado.
Con el veguero entre el anular y el corazón, te rascas desganada una ceja con la uña del pulgar. Está sucia de mugre y sangre. Deberías hacer caso de la última recomendación de tu progenitor y beber. Una de las cabras se acerca a husmear a tu vera. Podrías hincarle el diente pero prefieres a la ovejita pelona, tendrá menos pulgas si la han esquilado hace poco.
La jodía se resiste, sabedora de lo que le espera pero tampoco tienes pensado matarla, demasiadas muertes por una noche. Ingerirás lo suficiente para atravesar el Paso de Imladris y la soltarás. Estará un tiempo mareosa mas se sobrepondrá.
Los enanos deben de estar a punto de llegar al Otero de la Mano Muerta (nombre tétrico y poético con el que lo has intitulado), de modo que te aprovisionas de los pocos frutos rojos del minúsculo huerto inscrito en el cercado que no han sido devorados aún por los semovientes, y arrancas a correr para alcanzarlos antes de que arriben al canchal donde abandonasteis vuestros pertrechos.
Correr te gusta, te ayuda a establecer cuáles son tus límites incluso con la vegetación como obstáculo, mas desde que te uniste a la comitiva no has tenido ocasión de entrenar. Se ve que a los enanos no se les da muy bien con esas piernas tan cortas.
Los atisbas subiendo al teso, el fortachón acarreando al príncipe casi sin dificultad.
Bilbo (siempre Bilbo) es el primero que te distingue entre el carrascal.
—Nyx —llama aventando un brazo—, Nyx, Fíli aún no ha despertado.
Pereza máxima de escalar hasta allá arriba, así que coges carrerilla para impulsarte y en un salto en parábola te plantas en la corona de la arriscada loma. El buen mediano se embelesa al presenciarlo, por lo que no le da tiempo a reaccionar al constatar que vas a aterrizar muy cerca de él.
Te lo has llevado puesto con el derrape de las piernas para frenarte.
—Bilbo, ¿por qué rayos no te has apartado? —recriminas divertida encima del hobbit, que también suelta una risita resignada refregándose el coscorrón.
—Dejaos de bromas —increpa el líder molesto—. Dijiste que el efecto se disiparía pronto, pero sigue inconsciente —te reconviene señalando a su sobrino recostado en el suelo y flanqueado por el arquero, por Dwalin y por Óin, mientras el resto se entretiene en recuperar sus pertenencias.
No tienes ni idea de cómo espabilarle, ¿verdad?
Verdad.
Bueno, en estos casos un jarro de agua fría tiende a ser lo que funciona.
Agarras uno de los pocillos con agua que tus compañeros desampararon a la carrera anoche junto a las cenizas resultantes de las brasas, y se la echas a Fíli a la cara.
El rubio abre desorbitadamente los ojos y aspira aire igual que boquea un pez fuera del río, incorporándose en el acto para alivio de Kíli y los demás.
—Resuelto.
Finges centrarte en el chaval, empero en realidad estás más pendiente de Tim, que se halla arrodillado enrollando su jergón dos estadales más allá.
—Fíli. —Chasqueas los dedos delante de su nariz para atraer su atención—. Fíli. —Parece bastante desorientado—. Fíli, ¿recuerdas algo de antes de desplomarte?
El joven enano entrecierra los párpados en un esfuerzo por acordarse, las gotas resbalando por sus mejillas y por las trencitas de su bigote.
—¿Fíli? —presiona Thorin preocupado.
—Recuerdo una barraca de madera —articula tras unos segundos—, recuerdo haber entrado detrás de Bífur; y que tú —dice mirándote, conmovido aún, con sus celestes iris— te abalanzaste sobre mí. Recuerdo a Bífur vomitando —se pausa—. No respondía a mis llamadas. No respondía... —Y de repente la inquietud se refleja en su rostro, agitándolo—. ¿Dónde está? ¿Dónde está Bífur?
—Tranquilo, muchacho. —Le sujeta Dwalin—. Bífur está bien. Ahí sentado lo tienes.
Pero en tu opinión Bífur dista mucho de estar bien. Continúa con la mirada perdida en un punto impreciso, asido con ambas manos a su guja, sobre el astil de la cual apoya la cabeza, entretanto sus primos se afanan en recobrar las posesiones del ajado guerrero también, ya que él no muestra interés alguno por lo que le rodea.
—¿Y mi libro? —Oyes por fin entre el barullo. Y no puedes evitar apuntar mentalmente una esquinada sonrisa.
Remoloneas ayudando al arquero a levantar a su hermano y al cabo, contestas como al descuido que lo metiste rápidamente en el fardo de Óin antes de ir tras la pista del chamizo. —Espero que no se cayese por el camino —remachas taimada.
—Aye, helo aquí —corrobora el anciano de la trompetilla tras revolver en su macuto, entregándoselo a Tim después—. Vaya, veo que también lo has atiborrado de mapas y... cecina —ríe campechano—. Muchacha, ¿pero cuánto crees que comemos? Balin, Bómbur, os restituyo todo encantado. Cuanto menos peso cargue, mejor para mis maltrechas piernas —apostilla pícaro.
Sin embargo, sus amigables chanzas se han diluido en tus oídos, pues acechas solapada la reacción de Tim a la caza de un gesto, un mohín que lo delate.
El joven revisa raudo el cuaderno hasta llegar al final.
Faltan folios.
Lo trashoja turbado una y otra vez para comprobarlo, percatándose luego de que han sido desgajados al acariciar nervioso las costuras de las hojas desaparecidas.
Ahí está.
Traga saliva y busca instintivo tus ojos, cual cervatillo acosado por lobos (o por panteras). No protesta, no los reclama, no se indigna por los desperfectos en el breviario. Simplemente teme.
Entretanto acortas la distancia que os separa con pasos tardos, extraes parsimoniosa los pliegos de la discordia de tu propio morral. Te detienes a seis palmos de él, extendiéndoselos.
—¿Has perdido esto?
Y cuando hace el ademán de cogerlos sin poder disimular un pequeño temblor en su mano, las cuartillas arden súbitamente entre tus dedos, consumiéndose en un pestañeo.
Los demás enanos han contemplado toda la escena y lo sabes. Te aproximas igual de calmada hacia Tim y te inclinas peligrosa sobre él (quien no ha cesado de estremecerse) hasta situar tu boca próxima a su oreja derecha. El zagal cierra involuntariamente los párpados, recelando algo peor.
—Nada. Por. Escrito.
No lo has susurrado, lo has pronunciado nítidamente en un volumen audible para todos. Para que les quede bien claro.
Silencio.
Resuena un ruido metálico contra la roca. Nori ha dejado caer (adrede) tu guadaña. La observas sorprendida puesto que se malogró durante tu contienda con la tenebra. La hercúlea fuerza de aquel monstruo la torció trocándola inservible. Y continuará siéndolo, de manera que ni amagas en recogerla.
Luego de ese incómodo momento, estáis preparados para reanudar la marcha, que se te augura tediosa tras tu encontronazo con Tim. Al fin y a cabo, él y el mediano eran los que más conversación (vacua o no) te daban, mas sospechas que el joven del tirachinas, y su parentela en general, tendrán pocas ganas de departir contigo ahora.
—Thorin, estamos listos para partir —confirma Dwalin.
—Un momento —solicita el jefe—. Mujer, la dalla.
Lo miras confusa no sabiendo muy bien por qué te la está pidiendo.
Como tardas en lo que sea que te esté indicando tácitamente el líder, el del pelo en estrella de mar se la confiere no sin visible displicencia. —No entiendo a qué tanta deferencia con ella cuando nos trata con ese desprecio.
Comprensible. Si mal no recuerdas, éste es hermano de Tim. En el fondo hasta tiene razón.
—He analizado tus técnicas de lucha —aduce Thorin—. Contra los orcos eres más efectiva cuantas más armas esgrimas. No eres nada corpulenta y en el cuerpo a cuerpo frente a esos seres estás en desventaja —expone serio con toda la frialdad que puede acumular en sus garzos ojos—. Como bien reprueba Nori, no me agrada en absoluto tu comportamiento, pero no puedo negar que hasta el momento estás cumpliendo con tu contrato. Y quiero que siga siendo así —aguarda hasta que asientes conforme y prosigue—. Que conste que esto lo hago por el bien de la misión y de la compañía, pero vuelve a demostrar una sola falta de respeto hacia cualquiera de nosotros y considérate fuera —advierte amenazador—. Bófur, tu martillo.
Thorin se desviste de su pelliza de piel y de sus brazales de cuero, y sin quitarse la cota de malla de plateadas escamas, se arremanga la camisa azul hasta los bíceps.
¿Hola? ¿Y esos músculos?
—Genera una pira a modo de fragua para calentar el hierro —te ordena impasible (es la primera vez que te impone utilizar tu habilidad)—. No quiero que esto nos retrase mucho más.
—En tal caso… —Puedes hacer algo mejor que eso, y sosteniendo con ambas manos el asta, aumentas la temperatura en ese segmento de acero hasta que se torna candente de un rojo anaranjado. Ya es lo suficientemente maleable como para modelarlo de nuevo.
Eso, tú malgasta energía, que te sobra.
Balin le entrega a Thorin un burdo trapo para sujetar el metal y éste comienza a martillear sin pausa y con tremenda agilidad el mango del dalle sobre un cancho más o menos plano que con mucha imaginación podría imitar a un yunque. Lo cierto es que te quedas obnubilada por el continuo golpeo (mientes, lo que te arroba es la musculatura del rey enano, pero lo desmentirás si te lo preguntan), hasta que logra enderezarlo. Luego, Bófur vierte el agua de un odre encima para enfriarlo.
—Ahí la tienes —te espeta el líder mientras reutiliza el paño para enjugarse las manos.
Blandes unos instantes tu renovada guadaña, manteniéndola en horizontal como extensión de tu brazo, examinándola.
—Debo reconocer que la fama de los naugrim es merecida. No creía que con los escasos medios con que contabais, la fueseis a alinear con tal maestría.
—Basta de falsos halagos. En marcha —conmina sin miramientos.
Y una vez en camino, el hobbit te oye afirmar en un murmullo que no eran falsos, mas carece ya de importancia.
Otro día soporífero que incluso agradeces. Entre lo de la chiquilla cadavérica y la masacre de la cabaña irías servida por unos años. Empiezas a añorar la tranquilidad de sumergirte en los intonsos y demás tratados que compartías con Nereyn y Eveno en vuestro antiguo hogar.
Autocastigada casi al final de la comitiva, la cual cierran los hermanos Glóin y Óin (y rima y todo), te recreas manejando las gumías para ganar la soltura que puede haber disminuido al regenerársete los dedos de la mano izquierda y al soldársete los huesos de la diestra. Aburrida de hacerlas girar hasta que Bilbo viene al rescate con sus inestimables tertulias. Ay, qué harías sin Bilbo. No te equivocaste en Imladris cuando sospechaste que gracias a él el trayecto sería más grato, pese a que no pare de charlar y charlar.
Un viento frío desciende de las cumbres, el Paso Alto no está lejos. Seguramente pasado mañana al ocaso recalaréis por fin. Y eso te apesadumbra, porque entraña despedirte de la mayoría. Despedirte por las malas.
Pero cavilaciones no es lo único que arrastra el cierzo. Un inconfundible y contundente olor a macho, casi tangible, te azota el rostro. Y caes en la cuenta de que la caterva de enanos no ha tenido ocasión de asearse desde que dejarais la villa élfica. Hasta puede que tú también huelas a perro muerto.
A perro muerto…
Te asalta el recuerdo del podenco envenenado yacente en el jardín de entrada a la chabola.
Vas a tardar en superar esto, amiga.
¿Pero es que esto se supera alguna vez?
Ese sol que os ha estado eludiendo desde que saliera, se despide ya hacia el Oeste igual de furtivo y Balin vuelve a sugerir acampar antes de que las tinieblas se ciernan por completo. Thorin organiza los turnos de guardia para esta noche y evidentemente ni se ha planteado encargarte ninguno. Y sin embargo, harás al menos el último antes de que amanezca. Así, motu proprio, porque tú lo vales.
Annea te comunicó en su mensaje a través de la antorcha, cuando te hallabas inspeccionando las habitaciones de aquel antro, que Azog había despachado una partida. Y si bien aún es pronto para que den con vosotros, conviene precaverse.
Bilbo titubea. No se atreve a proponerte que lo arropes con tu calor porque espera inocentemente a que se lo ofrezcas tú como aquella vez. Pero al ver que los ancianos no oponen tantos reparos, puesto que se están repantingando confiadamente a tu vera, él te lo consulta cortésmente. «Nyx, ¿puedo…?», cual cachorro adorable. «Claro». Conciso, escueto. No hay por qué darle tantas vueltas.
Bófur tararea una canción mientras talla en un pedazo de leña una especie de trebejo, cuya letra entre dientes llegas a entender que versa sobre un amor no correspondido.
Y cuando acaba, Bilbo (siempre Bilbo) te mete en un apuro social. Condenado mediano.
—Anímate, Nyx. En Rivendel ya me demostraste tus dotes canoras. —Como si fueras un jilguero.
—Declino. Sólo conozco romanzas tristes.
—Bueno, la que cantaste no era precisamente muy alegre, lo que importa es que la melodía era hermosa. Seguro que la que elijas nos gustará de igual modo.
Por no oírlo insistir más, inicias una tonada con la que te arrullaba tu madre de niña, cuando vivíais como una familia junto con tu padre en las tierras de Rohan. Era uno de esos romances de ciego que narraba la desgraciada historia de una joven en la que se fijó un príncipe heredero, y cuya hermana mayor, por celos y ambición, ahogó en una corriente.
Bilbo menea conturbado la naricilla, debe de ser que ese detalle no le agrada en demasía.
La balada continúa relatando cómo un juglar encuentra los restos de la muchacha y elabora una lira con algunos de sus huesos, usando su rubia cabellera como cuerdas para el instrumento.
En ese punto, Thorin se remueve, pero quizás su carácter noble y caballeroso le impide interrumpir el canto de una dudosa dama a pesar de que le disguste el tema.
Por fortuna la trama de la trova no acaba ahí. Tu parte favorita. El bardo se persona en los salones del rey, otrora príncipe que cortejara a la infortunada, y deposita el arpa sobre un sitial. El cordófono comienza a puntear las piolas solo sin que nadie lo pulse, y sucede un hecho milagroso: una voz candorosa y femenina de procedencia desconocida pero que todo apunta a que emana del instrumento, inculpa delante de toda la corte a la asesina de la joven, señalando a la reina (quien no es otra que la hermana mayor) como la autora del crimen.
El sonido lastimero de la brisa montana que se filtra entre las fracturas de la cordillera (litoclasas, que aleccionaría tu padre) es lo único que se escucha cuando concluyes la coplilla. No has tenido tanto éxito esta vez.
Sin avisar a los que te circundan, te levantas despacio, originando quedos gruñidos de disconformidad entre los mayores.
—¿Adónde vas? —inquiere Thorin.
—A pernoctar en alguna oquedad.
—De acuerdo —concede tras unos instantes—. Glóin, acompáñala y memoriza su posición.
«No es necesario tenerme tan controlada. O lo mismo sí y hacéis bien, quién sabe», piensas, mas estás demasiado cansada como para enzarzarte en discusiones peregrinas, así que ignoras la mueca desconcertada del gordo pelirrojo (dado que como sólo informaste al líder de tus peculiaridades, ignora el motivo por el cual no duermes con la compañía o a lo mejor se monta sus propias cábalas suponiéndote una mujer pudorosa) y escudriñas alguna cavidad en el abrupto paraje. Una vez seleccionada, envías al único casado de la comitiva elegantemente a tomar viento fresco. Será por la proximidad de sus muertes que vuelves a comportarte arisca y desagradable, rompiendo ya los lazos que luego te van a doler de lo apretados que los estás ciñendo.
Y al fin, tras dos noches insomne, ovillada en posición fetal, te sumes en la inconsciencia abisal del sueño de tu raza.
~~~~~ ··· ~~~~~
Despierta. No sabes cuánto tiempo habrás sesteado.
Te pasas la palma por la cara para desperezarte. Un picor exagerado te acomete en la rodilla. Con los pantalones bajados das con el problema.
—¡Pulga del Tártaro! —imprecas soez mientras la estripas entre las uñas. La puñetera te ha acribillado mientras dormías.
Ruegas por que no haya más en tus ropas. Te trae a la memoria el tiempo en que habitaste en el aduar antes de que apedreasen a tu…
No arderás en el averno por admitirlo.
Está visto que mi concepto de amistad difiere del tuyo.
Cuando arribaste a aquel pueblucho estaban infestados de piojos; y te diste cuenta tarde. Así que tuviste que afeitarte la crisma cada pocos días con navaja y aplicarte aceite de cúrcuma y caléndula para retardar el crecimiento del vello. Caro de narices, pero te ayudaba a lucir un cuero cabelludo brillante del cual ya te ocupabas tú de ocultar convenientemente con aquel jaez de turbante.
Todavía hay penumbra fuera. Bien, podrás acompañar «altruistamente» a los pobres a los que les haya tocado la última vigilancia.
Kíli y Bófur.
—¿Todo bien por aquí, chicos? —saludas al descuido.
—¡Nyx! —se alegra el arquero—. Sí, todo tranquilo. Ya iba siendo hora después de la nochecita de ayer.
—Nyx, ya que estás… —insinúa Bófur tendiéndote una desportillada jícara de porcelana.
Sonriendo por la ocurrencia, la aprisionas con ambas manos para calentársela y de paso, también la de Kíli, el cual te ofrece un trago generoso de achicoria por las molestias. Simpático el chaval. Se llevará bien con tu padre.
Él te mira largamente mientras bebes, y luego sacude imperceptible la cabeza.
—¿Qué? —interpelas pizpireta, picada por la curiosidad.
El joven evade responder hasta que por fin se atreve. —Estaba preguntándome por qué en ocasiones eres amable y en otras…
Suspiras impotente entretanto sacas las bayas que recolectaste en el huerto a modo de precoz desayuno.
—Kíli, ¿tú tenías constancia de mi especie antes de conocerme? No —atajas antes de que él pueda contestarte—. Y se debe a un motivo: no hay nada escrito sobre nosotros. (¿Olvidas el tomo de la biblioteca de Elrond?) Nada escrito ni ilustrado. Y nos preocupamos por que continúe siendo así —le explicas maternal—. Tim; digo… —se te escapa sin intención tu particular apodo al tantear en tu morral el incunable que sisaste al Medio Elfo—, Ori lo intuía. Es un chico listo. Sabía que lo que estaba pintando no me complacería, y por eso lo hacía a hurtadillas. Y todavía doy gracias por la concatenación de casualidades que me ha llevado a descubrir sus dibujos. —«Eran excelentes», musitas mientras masticas—. Si alguien de mi especie hubiese llegado a enterarse de la existencia de los mismos, te aseguro que habría sido el fin para Ori. Y seguramente para vosotros también —añades con pesadumbre.
El arquero te sostiene unos instantes más la mirada, calibrando la magnitud de lo que has expuesto y al cabo asiente pausado. No te rebate. Aunque Bófur desacorde, asevera que podrías habérselo dicho a Tim con otras maneras menos cortantes, ya sólo por no caer mal a sus hermanos. Pero enseguida retorna a su natural jovialidad apostando a que se les pasará pronto el cabreo si demuestras algún afecto por el joven escribano. Que ahí donde lo veías, era un tío muy formal y sumamente fiel. Todo un partidazo, manifiesta zumbón.
Hmm, paso.
Un nuevo día despunta y emprendéis periplo. Y para variar sí que haces algo de caso al bueno de Bófur y pruebas a ganarte de nuevo a Tim. Lo malo es que esto de socializar se te da francamente mal, así que carraspeas cuando llegas a su altura y emulando a Balin sueltas la obviedad de la jornada.
—Pues parece que se ha quedado buena tarde.
¿En serio? ¿Con el cielo encapotado y con la ventisca azotándoos?
Tim te mira de soslayo, no puedes concretar si con miedo o con indiferencia, pero mantiene su mutismo.
Bilbo al rescate.
—Con optimismo se podría decir que sí —te sigue la corriente con una pazguata sonrisa que termina por animar al joven del tirachinas.
—Para nosotros los khazâd éste es un clima muy normal. Estamos acostumbrados a las inclemencias meteorológicas —señala un poco por no dejar morir la conversación.
—Bueno, es una suerte. Yo soy más meridional —revelas encendiéndote un puro corto y delgado con mucho esfuerzo debido al fuerte aire.
—¿De dónde exactamente? —Ya está el mediano con sus inoportunas indagaciones.
—Del Cercano Harad, por ejemplo —comentas tosiendo brevemente para ver si pilla la indirecta.
—¡¿Del Cercano Harad?! —se sorprende el copista—. No tenemos constancia de que ningún enano se haya aventurado tan al Sur. Creo que allí no hay montañas que excavar.
—No muchas, la verdad. Más bien el desierto que se expande irremisible y clandestino cual ladrón noctívago.
—Siendo de fuego, era de esperar —entabla picaruelo el arquero—. Y ya echaba de menos tu florido vocabulario —se burla con un ademán galante. Lo dicho, simpático el chaval.
Sin comprender cómo, de una frase tan vacua sobre el tiempo se ha desatado en torno todo un ameno coloquio a tu alrededor que cada vez atrae a más contertulios. Hasta que os acoge el manto de la noche.
Y eso te mosquea, porque no hay ni rastro de la cuadrilla huerca que te anunciara Annea.
Al calor de la fogata que has originado, os reunís todos excepto los que están de oteadores (Óin y, oh, milagro, Thorin). La muchachada y los no tan jóvenes continuáis con vuestra plática que ha desvariado y en nada enlaza con el tema con que se inició (menos mal). Heroicas lides y gestas que los nogothrim se empeñan en anotar cuidadosamente en sus compendios.
—Esta charla ya la tuvimos antes de que ingresaras en la Compañía —sisea el hobbit en tu oído a modo de glosa innecesaria.
—Un momento —interrumpes a Balin desdeñando la observación del mediano—, has afirmado que en la batalla de Azulbanizar-
—Azanulbizar —te corrige paciente.
—Como sea. Has afirmado que el Pálido Orco murió por sus heridas. ¿Qué heridas?
—Thorin le rebanó el brazo izquierdo de cuajo —puntualiza Dwalin.
Enarcas las cejas incrédula y te cubres por un instante la frente un tanto abochornada, a ver si es que eres la única a la que no le cuadra esto.
—No tengo conocimiento de nadie que haya muerto porque sólo le amputaran el antebrazo. ¿Vosotros sí?
—Sí, Azog —objeta pacato y cándido Kíli.
Los silogismos no son lo suyo.
Agradeces que Thorin esté de retén. Él habría recelado de tu duda razonable, se habría cuestionado si sabes algo y seguramente te habría demandado información al respecto. De hecho, Balin te ha lanzado una mirada cargada de una expresión que no atinas a definir porque a veces leer en los rostros de la gente es más complicado de lo que parece para alguien que no suele relacionarse a menudo. Pero estableces imprudente continuar por esos derroteros y determinas irte a dormir. Mañana entraréis por fin en Cirith Forn. No se puede negar que no hayas aprovechado (y disfrutado) tus últimas horas junto a estos pilluelos.
Ad occasum tendimus omnes, sed hora est ultima multis.
Acurrucada en tu recoveco, tu mente compone verosímiles imágenes de la ofensiva que te ha reseñado Balin. Caray, si no te conocieras dirías que estás sintiendo algo de compasión hacia Thorin. Perder en tan breve espacio de tiempo a su abuelo, su padre, su hermano y su cuñado debió de constituir un durísimo golpe. No puedes empatizar con él porque nunca te has visto en tamaña tesitura. Todos tus familiares cercanos viven, excepto aquella tía abuela a la cual no conociste y por tanto te es indiferente. Lo único a lo que lo puedes comparar es al incidente del Harad, y eso sólo te trae ira, como puede que a Thorin exhumar ese episodio también. O puede que lo haya superado porque su vida es breve y acumular rabia llega a ser improductivo.
Y entre tantos «puedes», el letargo de tu etnia te engulle reparador y amnésico.
~~~~~ ··· ~~~~~
El desfiladero con que se abre el Paso de Imladris se erigirá lánguido dentro de media milla de distancia. Os apresuráis para franquearlo antes de que atardezca, aunque con las tupidas nubes de tormenta la luz ya escasea.
Estás inquieta. No es posible que los dichosos orcos enviados por el Pálido Orco aún no os hayan localizado.
Y nada más vislumbrar la angostura, que semeja la boca de un ser que aúlla afligido, sabes que están allí, aunque aparentemente no se vea ni un alma.
Mas no eres la única que lo presiente.
—Es una emboscada —masculla Thorin por lo bajo casi para sí. Instinto de guerrero. O quizás es demasiado obvio.
—Thorin, estamos obligados a atravesar el despeñadero —recalca Balin funesto—. No podemos permitirnos bordear las Nubladas hacia el Sur hasta Barazinbar. El Paso de Caradhras nos desviaría demasiado lejos.
—No, no podemos —sentencia el adalid. Thorin se voltea hacia vosotros, su vista fija en la grava del piedemonte, elucubrando—. Si conseguimos adentrarnos todos juntos en el abra, la estrechez del paso nos conferirá ventaja aun con nuestra inferioridad numérica. Les obligaremos a atacar en un frente mucho más reducido y se bloquearán ahí dentro.
—Correr nos toca —dedujo Bófur.
—No queda otra —se avino Glóin—. Eso, o rezar porque Thorin se haya equivocado y milagrosamente no sea una trampa, pero pinta mal.
Balin concuerda sufrido. —Te seguimos, Thorin —lo secunda en nombre de todos afianzando una mano en su hombro.
El líder arrostra el cañón. Media milla, sólo tenéis que correr media milla, y luego el infierno. —Todos juntos —parece que implora antes de dar la señal.
Todos al unísono. Ya estáis más cerca. Te admiras de cómo Bómbur empieza a sobrepasaros a todos. Quién lo iba a decir. El bamboleo de su abundante pandorga resulta hasta hipnótico.
Ya casi.
Mas un rugido ensordecedor retumba en los cortados de la montaña y por fin vuestros atacantes se exponen. No bien han columbrado vuestros planes, se abalanzan a campo abierto, donde tienen más probabilidades de victoria contra quince individuos.
Frenáis. Han obstruido la hendidura. Thorin da la orden de formar en falange compacta.
—Poco arroz para tanto pollo —rumia grave Dwalin junto al jefe al divisar la marabunta que está a punto de echárseos encima.
Pero algo te sobrecoge.
Enumeras. Cinco individuos entre la manada… Cuya piel… Es violácea.
Con los ojos abiertos en inconmensurable nerviosismo sólo comparable a cuando oíste la cancioncilla siniestra de la tenebra la primera vez, obras lo impensable: aferras a Thorin del brazo para que sea consciente del cariz de la situación y le gritas, no sólo a él, sino a todos.
—¡Están infectados!
—¿Cómo? —balbucea; pero lo interrumpes abrupta.
—¡No permitáis que os muerdan! ¡No dejéis que os inoculen su sangre! —vociferas habiendo ya liberado a Thorin de tu agarre—. ¡Os convertiréis en ellos!
—¿De qué estás hablando, muchacha? —acucia Dori.
Mas lo ignoras deliberadamente y ruegas a Kíli que acierte a los de evidente color cárdeno, los cuales le señalas. El arquero no vacila y dispara, atinando a cuatro, pero no puede con el último, que ha reculado hasta la retaguardia, y también porque ya no hay margen de maniobra, la hueste os ha dado alcance y es momento de luchar en distancias cortas. En cierto modo, esta contingencia te es más propicia en tanto en cuanto dispones de más libertad de movimiento que si hubieseis tenido de confrontaros dentro de aquel estrecho pasillo rocoso.
Una saeta silba agorera y durante un soplo levanta varios cabellos brunos y canos de Thorin sin conseguir su objetivo de enterrarse en su carne. Dwalin lo ha empujado a tiempo.
—Una tropa de sucios arqueros trasgos—blasfema el lugarteniente.
—Quieren separarnos —constata el jefe, pero de nuevo es apartado bruscamente, esta vez por tu mano. La segunda flecha que buscaba su escápula derecha te desgarra por debajo de la mejilla, abriéndola en canal.
—Más vale que sobreviváis a ésta —le amenazas admonitoria y ronca, entretanto Thorin repara atónito en cómo se te regenera la herida bajo tu pómulo mientras le arengas, ha podido incluso verte los molares a través del músculo segado—, u os maldeciré con mi sangre.
No creo que lo entienda.
Lo mismo da.
Te giras hacia Nori y le devuelves la guadaña, para que te la cuide una vez más, y comandas a Kíli que te cubra las espaldas, vas a abatir el cuerpo de saeteros. No son muchos, sólo ocho, cuatro apostados en puestos resguardados a ambos márgenes de la barranca, pero suficientes. A cada pestañeo la unidad de la formación se deshace. Os están disolviendo en grupúsculos, una táctica harto efectiva; así sois más fáciles de arremeter y de reducir, y pese a que tus camaradas se debaten para que no lo logren, el denuedo de los trasgos es ayudado por los huercos, mucho más numerosos, los cuales se valen de cada ráfaga de flechas para hacer mella; y finalmente triunfan. Estáis escindidos.
Pero no por mucho tiempo, ya has eliminado a tres trasgos. Estos bichos, más enjutos y contrahechos, son carnaza fácil, sobre todo porque no tienen una reputada puntería, y los blancos en movimiento, como tú, capaz de salvar grandes trechos con agilidad como un saltamontes a escala, les vienen grandes.
Especial agradecimiento a Kíli, que hábilmente ha fulminado a todo orco que se empeñaba en impedirte rematar a los saeteros trasgos que ahora yacen exánimes entre los peñascos.
Entretanto te precipitas veloz hacia tus colegas en apuros. Ellos se han librado ya de bastantes, pero continúan dispersos.
Recalas junto a Balin, Glóin y Óin, soldados diestros y avezados, sí, pero dos de ellos ancianos y no tardarán en resentirse del cansancio o en sufrir algún achaque que devenga en un descuido fatal.
Tu sentido común te sisea viperino que cuantos más compañeros caigan en esta refriega, menos trabajo para tu padre y para ti después. Te envenena insidioso, sugiriéndote que te incumbas únicamente por la integridad de los cuatro candidatos. Gracias a Dōnōfer, en este fragor es difícil escuchar otra cosa que no sean los alfanjes rechinando y los berridos de ambos bandos.
Por el rabillo del ojo detectas una cimitarra que se dirige inequívoca hacia el costado de Balin. Medio segundo para repensártelo, pero acabas interponiéndote. La hoja oxidada penetra virada, seccionándote los cartílagos costales de la sexta y séptima costillas izquierdas, perforándote estómago, hígado y pulmón derecho, sin llegarte a asomar por el otro flanco.
Pero no te mueres, ni tan siquiera te resientes (puro teatro porque te está doliendo como su reverenda madre) lo que provoca que al huerco que te la había clavado se le esfume de la faz la estulta mueca que con conmiseración podría haberse traducido por una sonrisa.
Le atraviesas el ojo izquierdo con tu gumía. En profundidad. Sólo por precaución.
Te dije que debiste haber exprimido hasta la última gota de la oveja.
Te desprendes presurosa del chafarote orco para que se inicie la reconstrucción.
Sin el acoso de los arqueros trasgos, procuráis reagruparos. Mutas la sincera preocupación de Balin por tu estado tras digerir tú la estocada dirigida a él, a cambio de un mandato categórico de acoplarse a Dwalin, Thorin y sobrinos, a los cuales se les acaban de adherir Bilbo, Bómbur y Bófur.
Sólo resta el pelotón de Bífur, Tim y hermanos.
¡¿Pero qué demontres?!
Bífur está a horcajadas encima de un orco tendido en el suelo, atenazándole ambos parietales de la cabeza y aporreándola rotundo contra el granito bajo la misma. En un vaivén interminable. Hasta que no son más que sesos licuados y retazos de los huesos del cráneo esparcidos por doquier.
Lo miras horrorizada desde lejos, no sólo porque está aplicando un método poco práctico y sádico para truncar una vida (que también), malgastando segundos con los que poder acabar con otra; sino porque su acción ha supuesto desatender la rezaga. Y eso los orcos lo han aprovechado.
Nori, Dori y Tim solos frente a demasiados.
Los dos mayores pugnan por proteger a su hermano menor, Nori manejando harto diestro tu dalla, pero no dan abasto y sucede. Porca miseria y casualidad.
El único purpúreo que restaba ha olido al más enclenque.
Ori se ha enfrascado en un forcejeo con un tercero, valiente tu joven literato, prescindiendo del tirachinas y empuñando una de las armas de Nori. Pero no ha sido suficiente.
Un chillido despabila por fin a Bífur, pero ya es tarde.
Tú has llegado antes que él hasta el chaval y su atacante. Pero ya es tarde.
Ya es tarde.
Aquel orco infecto ha conseguido dentellearle la siniestra a Ori con una potencia inusitada que ha traspasado incluso los gruesos mitones de lana que siempre enguantan las manos del escritor y que se tiñen irremisiblemente de escarlata.
Apartas con furia al lívido huerco para que suelte a Tim, produciéndole desgarro. Su boca rebosante de la sangre del muchacho, el cual lloraba entre alaridos presionándose con la diestra la muñeca de la mano herida. Le hincas colérica una gumía en plena bóveda craneal al engendro inficionado.
Pero no te da tiempo a escuchar el crujido a madura sandía cascada que emite, porque inflamando el sable de corindón que tu padre había untado con pez negra, en un rápido movimiento dejas caer el filo en llamas, recio e infalible sobre el antebrazo de Ori.
Bífur nunca volvió a ser el mismo después del incidente. Algo en su cerebro se alteró al ser testigo de la escena del crimen.
El antaño soldado imperturbable, altamente eficaz en combate, tanto que fue uno de los pocos supervivientes en Azanulbizar, y que aguantó estoico las crudas imágenes que de dicha batalla le visitaban por las noches, no pudo superar con lucidez aquellas otras tan irracionales.
Desde que reiniciaron la ruta, comenzó a ver sombras. Al principio eran como simples destellos de luz negra que huían temerosos cuando pretendía cazarlos con la mirada. Luego empezaron a configurar formas antropomórficas, hasta que por fin descubrió de qué se trataban: eran espectros. Espíritus de personas que habían perecido por esos lares.
Un joven con la testa trepanada, una mujer con las órbitas en blanco, un viejo con el cuello tronchado…
No es que Bífur hubiera adquirido una habilidad sin precedentes. Sencillamente su lóbulo frontal se había terminado de freír, tocado como ya estaba su córtex prefrontal izquierdo tras el impacto y posterior convivencia con la cuchilla de un hacha ahí incrustada durante tantos años. En realidad no veía ninguna errabunda ánima en pena, todo estaba en su cabeza. Sólo que él creía que dichas alucinaciones e ilusiones eran reales, tan reales como que sus amigos respiraban.
Sus camaradas percibieron un cambio en su carácter. Se trocó más cerrado e introvertido y si ya antes dialogaba lo justo (y en khuzdûl), ahora apenas profería algún gruñido gutural cuando se le preguntaba.
Permanecía en vanguardia junto a Dwalin y Thorin principalmente, y si esto no era factible, prefería la cercanía de Nori y Glóin, o de Balin y Óin.
Los aparecidos imaginarios minaban sus convicciones y su ética. Le juraban y perjuraban entre sollozos que habían muerto debido a su fragilidad, a que eran los eslabones débiles, los prescindibles, aquellos a quienes repudiaban primero, como carnada con que entretener a los atacantes propiciando que los verdaderamente fuertes lograsen ponerse a salvo.
Y esto le parecía totalmente lógico al naug, porque en aquel mundo bestial sólo los fuertes sobrevivían. Los fuertes como él.
En consecuencia llegó a comportarse hosco con alguno de sus compañeros a los que empezó a considerar vulnerables, como Bilbo, o Tim. Aunque en sus contrasentidos internos sentía lástima por ellos, congoja, desolación. No los creía capacitados para resistir hasta Érebor, si ya le parecía un milagro que estuviesen allí de cuerpo presente. Porque eso eran, auténticos muertos vivientes que tenían las horas contadas. Si estaban allí no era por méritos propios, era porque todos los demás competentes los habían salvado una y otra y otra vez. Era porque él, Thorin, Dwalin, Nori, Glóin, Dori, Fíli, Kíli, Balin… (la chica) habían actuado certeros y precisos.
Y de ese modo, el nogoth entraba en bucle alternando la ira y la compasión hacia el saqueador y el cronista, extendiéndolo poco a poco a todo el que no había guerreado, tales eran Bófur y Bómbur. Un juguetero y un obeso mórbido. Menuda infantería, por muy familiares que fueran.
A Bífur no le caía bien la joven. ¿A quién sí? Era prepotente, anarquista, desinhibida e irreverente, mas debía admitir que había resultado muy útil en sus anteriores confrontaciones con los huercos. Sin embargo, el floreciente interés que estaba surtiendo dentro del grupo, con los ancianos y los jóvenes rifándose un sitio a su lado para mendigar su calor, le parecía un oprobio a su orgullo enano. No la echaría de menos cuando todo esto acabase.
No extrañaría esos modales ambiguos, esa falta de femineidad de la que incluso a veces alardeaba. Sí, la muchacha tenía ademanes en exceso elegantes para su gusto de rudo contendiente, pero eso no significaba que todos fueran femíneos, como cuando fumaba. No, definitivamente más que una mujer, se asemejaba a un arrogante elfo aristócrata con una ridícula panetela entre los dedos.
No tenía ni punto de comparación con una verdadera hembra enana. ¿Acaso era el único que se daba cuenta? Entonces ¿por qué casi todos sus colegas le bailaban tanto el agua? (Bueno, menos Nori y Dori; esos la toleraban poco). Le desquiciaba.
Si hasta Óin se quedaba anonadado observando la tenue fumarola que velaba su rostro tras cada calada, o cornetilla mediante se extasiaba con sus cánticos a pesar de que su voz tampoco era hechizante. Y sin embargo parecía embrujarlos, y eso implicaría su perdición.
A los pocos compases entonados por la joven, Thorin estimó que para esa aria el rasgado de un arpa era el mejor acompañamiento, y cuando en la historia se mencionó que una lira fue construida con los huesos de la protagonista, si bien le disgustó semejante hecho, no pudo más que asentir internamente por la elección del instrumento. Incluso, llegó a notar una arritmia milimétrica y pasajera cuando la chica aludió que el trovador compareció en los Altos Salones del Rey.
Pero no expresó loa alguna cuando la muchacha terminó la canción, pues le había traído añoranzas de cuando él mismo tocaba la cítara: su aprendizaje en las amplias salas de Érebor, y cómo después del ataque del dragón apenas volvió a tañerla, si acaso en alguna fiesta privada con su familia en las recogidas dependencias de las Montañas Azules, su hermana sentada junto a la lumbre, con el pequeño Kíli en brazos y Fíli tumbado panza abajo en el suelo venerándolo con los ojos maravillados de un niño.
Fíli. No podía obviar que sus sobrinos, así como Bilbo y Bófur aprovechaban cada oportunidad en que él parecía no vigilar para alternar con ella; si bien tentaban ser discretos después de la reprimenda que recibieron por parte suya en el burgo élfico. Creyó que esa preferencia de la chica por los más jóvenes facilitaría la labor de Ori de investigarla subrepticiamente, pero hasta eso le había desbaratado.
Tras el choque que protagonizó con el escribano, rehusó designarla centinela, ya fuese con otro colega, de modo que retornó a la rutina de incluirse él mismo en los turnos de vigilancia.
—Thorin, la juzgas muy severamente —arguyó Óin en conclusión a la diatriba que habían iniciado casi desde que comenzase su guardia.
—La juzgo con el mismo rasero que a todos.
El anciano bajó la trompetilla. Presagiaba que ésa iba a ser la última frase de su líder en un buen rato, de modo que de momento aquel artilugio no iba a hacerle falta.
—A veces creo que ella es oscura porque enfrenta a seres aún más oscuros —confesó el galeno, pero erraba. Casi siempre la explicación más sencilla es la correcta, y él en vida nunca llegaría a descifrar que los Nízrim no eran seres de luz básicamente porque el conocimiento les hizo cínicos.
—No te apercibiste del detalle de su mano cuando fumaba, ¿verdad? —sacó a colación mientras limpiaba con un lienzo el cornetín sin esperanzas de que el rey enano le prestase mucha atención, centrado en su férrea cabezonería de no dar su brazo a torcer.
Thorin lo miró interrogante con sus zafiros engarzados.
—La piel de tres de los dedos de su mano izquierda es más clara que el resto de la extremidad, como si padeciese vitíligo o no hubieran recibido la luz del sol simultáneamente… —refutó hipotético el curandero—. O como si le hubiesen crecido después. Y es curioso, porque en Rivendel no reparé en ese defecto; simplemente porque no lo tenía.
La desafinada nana de la tumularia reverberó distorsionada en los oídos de Thorin. Con todo lo de su sobrino y Bífur no se había interesado por la muchacha ni sobre cómo se había batido en duelo con aquel aborto de la naturaleza, aun pudiendo camuflarlo como neto interés acerca de cómo acabar con esos bichos en caso de que se los topasen otra vez en sus vidas.
Los tres desgarradores gritos femeninos causante de que desistiese de seguir huyendo y atendiese las peticiones de sus camaradas de ir en busca de su compañera en apuros, le encogieron de nuevo las entrañas. La imaginó sin esos tres dedos y con el brazo entablillado, con la nariz rota y con una brecha en la base del cráneo; la imaginó débil. E indefectiblemente a sus zarcos ojos se tornó más humana y más digna de comprensión.
Y por eso cuando la vio encajar el mandoble en lugar de Balin, defendiéndole fiel a la palabra que signó en el contrato, comprendió que se equivocaría si no le hacía caso, mal que pareciese una auténtica locura la mera insinuación de que aquellos infames pudieran contagiarles algo, salvo las ganas de matar en aumento.
—¿A qué se estaría refiriendo? —dudó Dwalin entre tajo y tajo a los orcos.
—No importa, actuad como ella dice —exigió el líder espalda contra espalda con su amigo.
Y sin embargo cuando presenció cómo amputaba el brazo a Ori, lo anegó el horror y la cólera.
Había que reconocerle a la joven cierta valentía al encararse contra el resto de la compañía, estorbando que se acercaran al zagal desmayado salvo a Óin, que se azacanaba por comprobar la cauterización del muñón.
—¡No tenía elección! —despotricaba la chica—. Lo habían mordido.
Bómbur sujetaba a Nori, y Bófur hacía lo propio con Dori, que amagaban con despedazar a la muchacha. Un mordisco. Nadie cercenaba un miembro por recibir un mordisco. Por otro lado Fíli y Balin inspeccionaron el cadáver del orco en discordia y constataron que difería de sus congéneres: piel amoratada, constitución poco achaparrada y rasgos menos deformes. De hecho, éste tenía como… barba. Nunca habían visto un orco con barba. ¿Quizás la chica no había mentido y de verdad se trataba de una plaga que transformaba a los afectados?
Dwalin y Glóin estaban rematando los despojos de aquella mesnada de huercos. No se daba cuartel y los heridos debían ser eliminados. La muchacha se escabulló de los reproches para oponerse a que liquidasen al último superviviente.
—¡Alto! A éste lo voy a interrogar —propugnó Nyxiræ—. Debo averiguar hasta dónde se está propagando esta peste. Dejadme con él. Vosotros tenéis que levantar la albergada lejos de esta debacle antes de que sea noche cerrada.
El huerco escupió a los pies de la nízrim dando a entender que no pensaba colaborar.
—Ajá, ¿y cómo? —censuró Glóin sopesando el panorama.
—He aprendido unas cuantas cosas en los últimos días sobre cómo sonsacar información de manera eficiente.
Eso fue el colmo. Con un bufido sordo, Dwalin descargó su hacha en el orco cuestionablemente desdichado, ahorrándole ser la cobaya de las execrables prácticas que la chica había sugerido.
—Aquí nadie tortura a nadie —justificó furibundo el lugarteniente—. No somos como ellos. ¿Te ha quedado claro, muchacha?
—¿Por qué no? —Esa duda descolocó a todos, precisamente debido a que no la había abordado la joven, sino… Bífur—. ¡¿Por qué no podemos torturar a un orco del demonio cuando ellos llevan siglos haciendo lo mismo con los de nuestra propia sangre?!
Sin embargo, eso Nyxiræ lo tuvo que intuir porque no hablaba khuzdûl.
Thorin atajó la discusión. Ahora lo que importaba era buscar refugio para atender a Ori y huir de aquel cementerio. Y aunque iracundo, si lo que apuntaba la chica sobre la epidemia era cierto, haberse abstenido de tomar medidas preventivas hasta que terminase la contienda, habría podido conllevar que el amanuense se hubiese emponzoñado sin remedio.
Evitaron internarse en la garganta del Paso Alto. Las cuevas de las montañas suelen estar ocupadas.
Thorin aguardaba el momento en que la nízrim se fuese a hibernar o como cuernos lo hubo denominado. No quería tratar el futuro inmediato de la misión delante de ella. El hecho de que no les hubiese revelado, sino por causas de fuerza mayor, que los orcos transmitían una enfermedad le incitaba a pensar que seguía reservándose demasiada información, por lo que él tampoco quería compartir con ella lo que fuese a decretar.
Porque estaba claro que la reconquista de Érebor peligraba.
El viaje había concluido para Ori. No podía autorizarlo, lastraría el avance de la compañía y con todo, aún nadie les garantizaba que no se hubiese contagiado. Debía destinarlo de vuelta a Rivendel con esos elfos remilgados para que sanaran sus heridas, pero no podía mandarlo solo, y debía designar quién lo iba a escoltar.
Dos miembros menos y Gandalf sin aparecer. «Un mago nunca está cuando se lo necesita», rezongó Thorin para sus adentros.
Ori sollozaba hundido. Se había repuesto del desvanecimiento, mas la fiebre le había subido. Aun así, procuraba comportarse como un verdadero khuzd ante la adversidad, pero la privación de su más preciada facultad, aquello por lo que sobresalía entre sus iguales, lo rebajaba a paria de su sociedad.
Una punzada espoleó a Nyx al contemplar al muchacho, compadeciéndose de él (una voz en su mente la acusaba de que últimamente se estaba compadeciendo demasiado de la gente), sin embargo prefirió reconfortarlo de un modo atípico.
En postura sedente intentó adoptar una pose lo más solemne posible emulando las que de refilón le había observado a Thorin.
—Lo que te voy a referir no puede ser transcrito bajo ningún concepto. ¿Me has entendido? —consignó con un aire austero y estricto.
Ori no daba crédito a sus palabras. ¿Acaso se estaba burlando de su desgracia? ¿Cómo podía llegar siquiera a insinuarlo ahora que estaba condenado a la manquedad?
—Nyx, cesa de mortificarme con tus-
—¡Ori! —replicó seria—. ¿Me has entendido? No podrás reproducir lo que aquí y ahora te cuente —repitió pausadamente—. Ya que vosotros habéis compartido conmigo ciertos conocimientos de vuestro pueblo, las normas que me rigen me obligan a hacer lo propio recíprocamente. De modo que, Ori, voy a relatarte un fragmento de nuestra mitología, aquel que hace alusión a nuestro origen.
Al cronista le flojeó la mandíbula de la sorpresa. La chica iba a revelarle un secreto de su hermética especie y entendió que lo hacía para abstraerle de su malaventura, de manera que asintió breve para confirmar que por su parte no saldría nada escrito de allí, aunque de todas formas lo creía ya imposible.
—Los quendi habían despertado en Cuiviénen, y los edain en Hildórien. Siglos pasaron, pero casi desde los inicios estas dos razas trabaron lazos de amistad; tanto que de dicha relación surgió una particularidad, los Peredhil —describió la joven para disgusto de Thorin y Dwalin, que siempre que los elfos entraban en escena, les ortigaba—. La Historia sólo menta unos pocos peredhil, el primero de ellos, Dior, aunque fuese contado entre los Hombres. Pero es una teoría difícil de suscribir, dado que la hipótesis más plausible es que en habiéndose sentado precedentes, el temor de los individuos de ambas especies a emparejarse se disipase.
»Además, no todos los peredhil fueron registrados en los códices. ¿Por qué habrían de serlo? No todos iban a ser famosos, hijos de héroes atani y princesas eldar. Los había también anónimos, como el común de los mortales, fruto del amor entre un hombre cualquiera de la casa de Hador y una elfa ignota del clan de los Noldor, y por tanto bajo la maldición de Hades, o Mandos.
»Sólo que ese hombre cualquiera en realidad no era tan normal. No lucía un título de renombre, ni un apellido nobiliario. No; su peculiaridad no era algo loable, sino que aparejaba la ruina, pues estaba perturbado. La ventaja para él es que lo celaba como un maestro del disfraz.
»Nadie advirtió su demencia, ni siquiera la dulce elfina noldo a la que enamoró y por la que él también sintió amor, pero quedó relegado por la progresión de su patología. Al fin y al cabo, no la había escogido por casualidad, fue muy premeditado. Aquel hombre anhelaba los conocimientos de los que los elfos morenos hacían gala. Los codiciaba hasta límites insospechados, vesánico e incontrolable padecía su locura internamente, mientras que a la elfa sólo le dispensaba señales muestras de cariño.
»Tuvieron un hijo. Dos mellizos vinieron después, niño y niña, y un cuarto y último les fue concedido como un don de la Energía Suprema, y la elfa se sentía bendecida por Ilúvatar puesto que en su etnia era poco frecuente tanta fecundidad.
»Y un día su felicidad se rompió. Hasta pudo oír cómo se quebraba cual espejo resquebrajado. Su amado esposo y sus cuatro vástagos, su familia entera desapareció. Y por más que ambos pueblos se desvivieron por encontrarlos en todo Hithlum, nunca más se supo de ellos. Pero no fue lo único que faltó en aquel reino, un número indeterminado de tablillas y rollos de papiro fue expoliado y atar cabos no fue complicado.
»El padre ya no podía continuar con la patraña. Su dolencia se había exacerbado y cuando asumió que había aprendido todo lo que la elfa sabía y que el intelecto de su esposa había tocado techo, comenzó a despreciarla, por cuanto ella había renunciado voluntariamente a acumular más y más conocimientos. ¿Cómo podía alguien rechazar estudiar hasta la extenuación? No lo entendía. Y lo peor es que los cognados de su mujer no estaban dispuestos a facilitarle más sabiduría. En su locura, no quiso para sus descendientes el velo de la ignorancia y los secuestró.
»Mas él murió pocos años después, en comparación con la vida de un elda, y los cuatro hermanos quedaron solos y nómadas. Y enfermos, pues aquella desviación era hereditaria.
»Cometieron un error: emigrar demasiado al Norte. Demasiado próximos a Dor Daedeloth y a Angband, demasiado cerca de Morgoth y Sauron, el que todo lo ve.
»Envió a su sierva, una antigua maië que, para que pudiese desfigurarse a su antojo (aunque soportando atroces sufrimientos) en un ser alado y membranoso, de colmillos afilados y sed desmesurada, fue corrompida por Melkor tiempo ha.
»Y Thuringwethil dio con los hermanos, que se defendieron como buenamente pudieron. Plantaron cara valerosamente, pero vencer a un ser superior era un intangible, y fueron derrotados y dados por muertos. ¿Quién no lo creería así?
»Al mayor de los cuatro lo elevó en volandas y lo despeñó, dando a parar al nido de un buitre. Uno de los mellizos, el que intentó avivar las flamas de su hoguera para ahuyentar a aquel ciclópeo murciélago, acabó él mismo consumido por el fuego. Su melliza se ahogó en un manantío con las garras del quiróptero presionando su esternón impidiendo que pudiera reflotar a la superficie para jadear siquiera. Y el menor de todos se descalabró la sien contra la roca viva al tratar de quitarle aquel monstruo de encima a su hermana.
»Una muerte trágica para una vida trágica.
»Pero…
—¿Pero? —incitó Ori a que prosiguiera con su fábula.
—Pero los días transcurrieron y sus cuerpos no se descomponían.
Murmurio general.
—El mayor despertó en el nido del buitre cuando notó que éste le estaba picoteando la carrillada confundiéndolo con carroña —retomó la joven—. En un abrir y cerrar de ojos le partió el cuello a la rapaz. Y casi inmediatamente sintió la sed irrefrenable, por lo que se valió del animal para saciarla.
»Uno a uno todos fueron reanimados por el olor a sangre del ave y se reunieron. Se alejaron cuanto pudieron de aquellas latitudes. Pero la sed permanecía: sed de sangre, sed de conocimientos. Y los siglos volaban, pero no fallecieron como el resto de peredhil antes que Eärendil y Elwing, a los que se les regaló la oportunidad de elegir. Ellos no necesitaban elegir. Sabían que pese a ser inmortales también, eran diferentes, no eran hijos sólo de Eru.
No sólo de Eru.
—¿Y entonces tú y tus agnados descendéis de esos cuatro hermanos? ¿Sois su estirpe? —postuló Ori tras un silencio que sirvió como poso a las postreras palabras de la leyenda.
—No seas mostrenco, Tim —estimuló Nyx. Siempre que lo amonestaba por no emplear la lógica, acababa llamándolo Tim en vez de Ori, apelativo que implicaba su respeto—. No podemos provenir sólo de cuatro individuos. La no renovación de la sangre habría conllevado un retraso en lugar de un desarrollo de la inteligencia. Esto no es más que un mito que resume una concepción, pero es deducible que mi raza se tuvo que nutrir con especímenes foráneos.
«Te maldeciré con mi sangre», resonó en la cabeza de Thorin luego de oír aquello. Pero no, no podía ser. Elrond afirmó que despreciaban a las demás etnias de la Tierra Media si no demostraban plena sapiencia. Y si bien obviamente él estaba lejos de ser un necio, tampoco era el más docto de su pueblo, caso de Balin u Óin.
—Ori —reclamó la muchacha con el índice alzado—, lo has prometido.
Y acallando la voz en su cabeza que le reprendía que qué diantres hacía, que ese enano tan frágil ahora, iba a morir en unos días en cuanto cruzasen las Montañas Nubladas si no lo remataba antes la hipertermia, Nyxiræ se levantó con la excusa de encontrar una gruta donde dormitar. Empero antes se detuvo firme y convencida frente a Tim taladrándolo severa desde arriba.
—Volverás a escribir.
Y efectivamente así fue. Escribió mucho, incansable. Escribió aun siendo manco, sublimado a niveles de virtuosismo caligráfico con la diestra. Escribió incluso al borde de la muerte, allá en Moria, reclinado en el lateral de la pétrea tumba de Balin, sin esperanza ya en sobrevivir, viejo y descorazonado.
Escribió en el libro de Mazarbul la angustia que le afloraba con cada redoble de aquellos tambores. Tambores enemigos en su propia morada. Tambores en lo profundo.
«No podemos salir».
No moriría en batalla, pensó; y se preguntó si en esas circunstancias, atrapados en una ratonera sin dignidad alguna, habría sido más honorable exhalar como Thorin, como Fíli y Kíli, combatiendo por un ideal, por liberar un reino. Pero a diferencia de ellos, su feudo ya había capitulado de facto, mal que se hubiesen atrincherado y se negasen a ceder aquel palmo de fortín. Ya no habría más lucha. Sólo la cruel espera.
«Ya vienen».
Y cuando años después un conocido mago extrajo con cuidado aquel ajado infolio de tapas descoloridas de las manos huesudas del que fuera su compañero en otra aventura ora lejana en el tiempo, desveló la terrible verdad que ocultaba aquella cámara, último refugio de un grupúsculo irreductible de enanos que al final sucumbió a un sitio brutal interpuesto por hordas y hordas de trasgos y orcos.
Lo ojeó con pesar, recitando a su nueva comunidad las postreras frases que plasmara el escriba. Mas al cerrarlo se percató de un fantasma fugaz en las páginas finales. Allí, entre párrafos en un khuzdûl trémulo por la senectud y la intranquilidad de saberse próximo a expirar, se hallaban dibujos y bocetos de sus camaradas, aquellos que perecieron en la misión de Érebor.
Idealizados; porque los lustros sin ellos transcurrieron y sus rostros se fueron desdibujando en la memoria del amanuense.
Sus dos amigos, los dos hermanos que eran tan jóvenes como él cuando iniciaron aquella andadura. Su amado rey, que logró superar la Enfermedad del Dragón siquiera tristemente poco antes de fenecer. Cuán grandioso monarca habría sido si hubiese superado su fatal hado. Y los demás caídos durante tamaña empresa.
Gandalf no pudo evitar que se le humedecieran los ojos ante la visión de sus antiguos colegas, parejo al cronista al parecer, pues el pergamino se encontraba cuarteado por oscuras manchas secas resultantes de presuntas gotas. Lágrimas de un exánime que remembra.
Mas otro esbozo llamó su atención, tanto como para decidir en un arrebato irreflexivo arrancar las hojas de los grabados.
En una esquina inferior, con trazos mucho más delicados pero renegridos, signo de que el carboncillo se le acababa ya al anciano Ori, surgía tímida, esquiva a mostrarse en público, una figura encapuchada y con el pañuelo subido, cuyos ojos fulgurantes y de una claridad líquida destacaban perfectamente detallados entre las sombras difuminadas; observando curiosa al lector intruso; como alertándolo.
Y entonces, nada más guardarse los pliegos en su zurrón y sermonear a un tal Pippin por su estupidez, el Istar inmóvil escuchó atento.
…
Tambores.
Tambores en lo profundo.
Aclaraciones:
Sit sibi terra levis = «Que la tierra les sea leve», epitafio común durante la República y el Imperio Romano antes de la llegada del Cristianismo, en que se sustituyó por Requiescant in pace, «Descansen en paz».
Ad occasum tendimus omnes, sed hora est ultima multis = «Hacia el ocaso tendemos todos, pero para muchos es la última hora». Se entiende el mensaje, ¿no? :P
Pues como veis, os la he colado U^^ Un capítulo mega largo, mega lento y mega rollo, y encima ¡de transición! -_-' Podéis matarme y esas cosas.
En el próximo revelaré lo que significa el prólogo, aunque sinceramente creo que las palabras clave dan bastantes pistas ;)
Muchas gracias por vuestra atención y hasta la próxima.
