¿Qué? ¿Ya odiáis todos a Nyx? XD Entenderéis que no iba a permitir que Thorin fuera el único malo de la peli (bueno, para AngelaGiadelli lo será siempre, quiera o no quiera yo xP).

Al igual que la otra vez, he respondido a todos vuestros comentarios por privado (salvo alguien que no dejó pseudónimo, pero que le agradezco el comentario :) y a Susimuffin, a la que pido perdón por la noche en vela U^^). Aun así, respondo a algunos planteamientos.

Ellistriel: Efectivamente, Nyxiræ tiene un ego más grande que la catedral de Milán, pero por favor, que no se os olvide que su raza padece el síndrome de Fausto. Si con esa desviación no tienen un ego inmenso que les haga despreciar al resto, es que definitivamente los estoy caracterizando mal :(

Y una vez más, debo agradecer a Elein88 su inconmensurable ayuda en todo lo referente a anatomía y medicina :)

Bueno, a estas alturas de la historia ya estaréis más que acostumbrados a que me salga la vena crossover o cruzado y os la cuele. Ya ha pasado con Guerra Mundial Z (o The Walking Dead, como prefiráis), The Ring, Hannibal y todo lo que tenga que ver con vampiros y con universos con poderes elementales tipo La leyenda de Aang o X-Men.

Ahora le toca el turno a lo que por el título, algunos ya habréis sospechado, Ataque a los Titanes. Durante más de un año he estado dudando en si adaptarlo o no, (cómo os iba a hacer eso otra vez, tanto crossover, tanto crossover); pero finalmente he preferido hacer lo que mi corazón me dictaba, porque si no, no me iba a quedar a gusto con el fic :S

También os dejo con dos fanart que han tenido a bien regalarme ^_^ El primero es una vidriera preciosa de Lunaykirin:

lunaykirin (punto) deviantart (punto) com /art/Nyxirae-571548848

Y el segundo, de Numenoreano, viene genial para este capítulo. Se trata de Annea, la nithré etérea que se describió en el cap. XI:

aquelarre-tolkien (punto) deviantart (punto) com /art/Annea-571610303

Como en el capítulo anterior, a los que les guste escuchar música, he seleccionado para el final del episodio la pieza Adagio In D Minor, de la banda sonora de la película Sunshine, compuesta por John Murphy.

Tres uves dobles (punto) youtube (punto) com (barra) watch?v=NQXVzg2PiZw

Podéis ponerla cuando aparezca la almohadilla #.

Y por último, quisiera daros un enorme GRACIAS a todo/as los/as que comentáis, por vuestro apoyo al pronunciaros, porque sois los/as que habéis hecho que este fic se materializase. Con la última frase lo entenderéis ;)

Advertencias: el presente capítulo contiene escenas altamente desagradables o gore, que pueden herir la sensibilidad del que leyere.


La figura estuvo explorando durante semanas el lugar propicio para purgar a su siguiente víctima, pero en un desierto la diversidad resultaba complicada. Hasta que los graznidos de las gaviotas le anunciaron que las costas de Umbar, en las estribaciones de la bahía de Belfalas, estaban próximas. Revisó todas las cavernas horadadas por las mareas y por fin, tras días inspeccionando una a una, se decantó; y con la elección hecha, retornó con calma al aduar del Lejano Harad.

Un mes después, un cadí de avanzada edad fallecía sin que la secuestradora le hubiese tocado una sola cana desde que lo llevara narcotizado desde la hamada hasta allí.

La torturadora desestimó excederse en su castigo, atendiendo a la vejez de aquel juez prevaricador, tetrapléjico de tiempo atrás. Lo tumbó casi maternal, amable y dulce, en el suelo de la gruta, su frente justo debajo de una estalactita de la que caía incesante y rítmica una gota de agua detrás de otra. Al cabo de cuatro días sin poder conciliar el sueño debido a ese monótono incordio, el anciano comenzó a delirar. En sus últimos momentos, luego de once días sin dormir, sólo atinó a sollozar un escueto «lo siento mucho».

Nunca es inútil pedir perdón, pero en aquella ocasión, sí fue tarde.

~~~~~ ··· ~~~~~

—Para aparentar ochenta años, el viejo camina bastante ligero —ironiza aséptica la enlutada mujer alada nada más aterrizar elegantemente sobre un risco.

En cuanto la compañía comenzó la ascensión del piedemonte hacia el Paso de Imladris, Annea, amparada por la noche y la permanente borrasca que se había asentado en la cima, estuvo supervisando su progreso puntualmente desde las alturas, incluido el del Istar separado del grupo.

—Típico de Sōkrátēs —remachó por lo bajo el nicrón térreo.

A Antares le pesó desatender a su única hija en una situación tan precaria después de la refriega con la tenebra, pero el mensaje de Annea fue tajante: el prætor de aire había declarado el estado de alerta en las Montañas Nubladas, y no precisamente por la plaga.

Los titanes habían despertado.

Gigantes de piedra, dormitando latentes desde épocas pretéritas que casi ni los Nízrim remembraban. Pasaron a ser leyendas, mitos, cuentos de viejas.

Los Nicrói los llamaban titanes, o titánides en femenino, que dicho en su lengua arcaica (τιτανος) significaba «tierra blanca», porque cuando los primeros de su raza atisbaron espantados en la distancia estas moles graníticas animadas, las nevadas de las altas cumbres los cubrían.

Y ésa era la única cualidad candorosa que podían atribuirles, pues rápidamente los catalogaron como antropófagos. Con esas dimensiones y con la ingente masa que movían, un insignificante humano no tenía nada que hacer de toparse con ellos. Literalmente no quedaban restos (ni papilla) una vez aplastado por alguna de sus hercúleas extremidades rocosas. Como si se lo hubiesen merendado. Ñam.

La primera vez que Antares contempló un gigante de piedra en toda su magnificencia fue con apenas treinta y tres años; un pipiolo, puesto que no hacía ni trece que había empezado a consumir sangre para adquirir la inmortalidad, como solían en su especie, dado que de niños no podían ingerirla. Acechaba a dos Istari azules que le resultaron interesantes. No para matarlos, ya me entendéis, sino por sus conocimientos, pues habían bebido directamente de los Valar. Y eso, para alguien que padecía el síndrome del demonio sabio, tiraba mucho.

Él y sus objetivos se acercaban a una villa sita en las faldas de las Montañas Rojas del Este cuando resonó un rugido inimaginable, imposible determinar si su origen era animal o de otra clase, ya que la tierra tembló bajo una singular cadencia como de pesados pasos. Su instinto le bisbiseó sibilino que se camuflase entre los cultivos extramuros, entre el mijo alto. Un guardián entre el centeno. El nicrón asistió incrédulo, oculto e inmóvil al cruento espectáculo. Y supo que su esmero en perfeccionar el arte de no delatarse, de no ser ni una sombra ni un suspiro, fue lo que le salvó de morir ese día. Porque el visible poblacho radicado en el alcor fue exterminado sin miramientos por aquella entidad innombrable. Y en la retina tras los desorbitados iris rúbeos de Antares, se holló la impronta de cómo un adolescente (y luego una viejecita, y luego un mílite) era literalmente pulverizado en incontables partículas orgánicas entre los maxilares del titán.

La más absoluta nada tras un final atroz y fulminante.

Eso lo marcó. Jamás olvidó las tolvaneras de los escombros bajo los pies del leviatán, el olor a óxido en el aire como de sangre en suspensión; pues había visto la devastación causada por un solo ejemplar, y una ciudad convertida en polvo. Mas después, nunca más presenció la aniquilación de los monstruos, y los relegó a lo más recóndito de su memoria.

Hasta ahora.
En el puto momento en que su primogénita debía atravesar la cordillera para culminar la misión, aquellos seres ciclópeos comenzaban a desperezarse de su milenario letargo. Antares estaba francamente preocupado, máxime cuando Annea le confirmó que un tramo del Paso Alto ya había sido borrado del mapa (de Balin) merced al respingo involuntario de uno de los colosos.

Porca fortuna.

Esto podría alterar sustancialmente sus planes. El nicrón de tierra confiaba en que la travesía por Cirith Forn eludiese la Ciudad Trasgo. Por lo poco que sabía de ella, era un antro mal ventilado cuajado de madera; húmeda, seca, podrida… qué más daba. Si por lo que fuera, Nyxiræ terminaba ahí dentro y empleaba su habilidad, aquello iba a convertirse en un maldito horno de reverbero. Adiós al oxígeno. Adiós a los nuevos reclutas antes de haber podido transformarlos.

Y ahora no sólo debía encargarse de que los enanos franqueasen con relativo éxito los túneles trasgos (aunque siendo sinceros, cualquier baja ajena sería bien recibida), sino que su principal inquietud se centraba en que los lestrigones no arrasasen la comitiva antes siquiera de entrar.

En cuyo caso, ya le podían dar por saco al cometido. Él sería un nicrón regido por la lógica, pero también era empático: su hija primaba y punto. Aunque obviamente no compartió con Annea dicho convencimiento. De hecho, con ella compartía más bien poco. Una de las Nithrái más antiguas y por tanto más hastiadas de su propia existencia. Casi todo le era indiferente, y no se había suicidado ya de puro tedio, pues porque todos eran unos tanatofóbicos, que si no, de qué iba a estar ella ahí de niñera. Cumplía órdenes cuando tenía que acatarlas, y las dio en las dos ocasiones en que le tocó asumir de mala gana el puesto de prætrix etérea hace tanto tiempo que, a la sazón, Antares no era más que un rapaz afecto al hidromiel.

Eso sí, tenía que reconocerle que era bella.
Bellamente esculpida en mármol. Rara vez le había vislumbrado reflejo alguno de sentimientos o expresiones sorpresivas. Si a eso le añadía el sarcasmo que solía intercalar con sus oraciones puramente informativas, cualquiera que no la frecuentase no sabría interpretar si le había estado tomando el pelo o es que iba en serio. Como de su cara no podía conjeturarse nada… Y por lo general, todo problema que no le incumbiese, le resbalaba. Su nivel de empatía igualaba al de una patata cocida. Nulo. Nada la conmovía, nada le afectaba. Ataráxica perdida.

Por tanto, nunca podría haber comprendido la aprensión del nicrón térreo por su vástago. Así que motu proprio Antares, en cuanto aquella inesperada contingencia descomunal le permitiese un suspiro libre, prevendría a Nyxiræ de las turbadoras novedades. Mas para que funcionase, tanto él como la nithré ígnea debían colocarse frente una flama al mismo tiempo. Su vía de comunicación no era perfecta ni infalible, pero si llegaban a contactar, era más efectivo que enviarse aves mensajeras.

Sin embargo, hasta que lo logró, transcurrieron algo más de tres jornadas en que no pudo vigilarlos. Tres jornadas en las cuales sobre su hija y sus compañeros se desencadenaron los infortunios.

La expresión de Thorin era catatónica.

Aún sostenía a Bífur con su espada terciada. «Esto no está pasando», se repetía sin atreverse a pestañear, ni a tragar saliva.
Hasta que su fiel acólito le musitó al oído su despedida.

Dôlzekh, bahâ.

«Gracias, amigo».

Entonces comprendió: el soldado había instigado su propia muerte. Los había atacado fuera de sí, pero no había herido de sangre a ninguno de sus oponentes. Simplemente amagó con ello para que se creyesen el engaño.

Extrajo raudo el filo del cuerpo de su camarada y lo abarró lejos para poder sujetar a Bífur antes de que se desplomase exangüe. En su ilusa idea de que aún se podía hacer algo por él, chilló a Óin para que se apremiara a socorrerlo, pero el galeno constató que la herida era mortal de necesidad. Ni administrarle opio valdría, pues fallecería antes de que éste llegase a hacerle efecto.

Cuando al fin hubo expirado, Thorin se retiró para que los primos del finado lo llorasen, mientras él prorrumpía apartado en un llanto quedo y silente, contenido, con la cabeza gacha, confinada entre sus manos manchadas de sangre.

—No es tu culpa, Thorin. —Su fiel lugarteniente apoyó en el hombro del adalid una mano firme—. Bífur lo ha querido así.

—Sabía que se estaba volviendo loco. No habría podido consumar el trayecto sin lastimar a alguien —trató de reconfortarlo Balin.

—Eso le honra —corroboró Óin a Bófur y Bómbur, procurando consolarlos.

—Sí, le honra —aseveró el jefe naug habiéndose secado las lágrimas—. Bífur fue un gran guerrero, un gran amigo, un gran enano —continuó, afianzándose en cada afirmación—. Y como tal, debe ser enterrado.

Bófur y Bómbur asintieron con pesadumbre. Todos estaban tan ensimismados con lo que acababa de acontecer, que no habían deliberado aún cómo iban a proceder con el cuerpo.

—Sé que no deberíamos retrasarnos. El día de Durin sigue aproximándose inexorable, pero no consentiré que nuestro compañero sea pasto de los buitres, ni incinerado como los hombres de Gondor. —Cada una de sus palabras era ratificada tácitamente por su séquito—. Estamos rodeados de roca, por Mahal. ¡Y somos orgullosos Khazâd! ¿Acaso no podemos excavar una tumba digna para nuestro hermano?

No fue un enardecido, sino más bien uno sobrio y rotundo, un con quebranto el que emergió de las gargantas de sus camaradas.

Nori fue el primero que se proveyó del martillo de guerra de Bófur, pues uno de sus extremos se asemejaba a un pico, y comenzó a percutir el granito del canchal que los había acogido esa fatídica anochecida.

Uno a uno, todos se solidarizaron con la labor. Incluso Thorin se dispuso a ello, mas un sabio Balin (cómo no), atento a que el trago más duro se lo había llevado su rey al ser el que remató al malogrado Bífur, le aconsejó que se alejara de la albergada, entretanto ellos desempeñaban el trabajo. Tenía que despejarse la mente, sobrellevar el duelo, antes de reanudar la marcha.

Él se opuso, estaba bien. No, no lo estaba, contradijo Óin, siempre al quite. De modo que desistiendo bajo la presión de grupo, cedió, aislándose del resto.

Tomó el mismo vericueto que la chica horas antes, aunque no de manera deliberada, al menos. Demasiadas escenas surcaban su mente, demasiadas conspiraciones. Repasó todas y cada una de ellas: el Bífur totalmente trastornado, ojos idos, palabras balbuceadas sin conversaciones de por medio; el Bífur arisco e insociable de los últimos días, que insinuaba que torturar orcos no debía escandalizarlos tanto; el Bífur tranquilo y hasta jovial a ratos, que iba a lo suyo sin estorbar a nadie y que sólo podía relacionarse campechanamente en khuzdûl.

Ese Bífur, ése era el que siempre había conocido. ¿Qué lo cambió? ¿Cuál fue el punto de inflexión?

La cabaña.

La muchacha…

¡Odiosa coima de Melkor!

No le hizo falta deambular mucho, su subconsciente lo guiaba a la caza de un culpable para la tragedia recién acaecida. Bófur les había precisado el emplazamiento exacto en el que ella se había guarecido cuando les expuso su preocupación por su estado, tras regresar con el potente somnífero.

La localizó acurrucada en una abrigada hoya en el berrocal; en su coma profundo, tal como había referido el del sombrero con alas. Y decidió esperar a que se despabilara; mas ese tiempo de dilación, en lugar de calmarle los ánimos, de limarle su cerrada visión de los hechos, sólo sirvió para enfurecerlo aún más, seguro como estaba de que la joven cargaba, por la concatenación de sus actos, con la muerte de su amigo a sus espaldas.

Sí, ella les había auxiliado en algunos lances, pero siempre recriminándoles tácitamente, expresión displicente mediante, que todos ellos eran unos inútiles. Ni siquiera se había esforzado en integrarse, en confraternizar, algo tan básico en una comunidad para la consecución de una meta. Y para más inri, las escasas ocasiones en que le había dado por alternar con la basca, había deslizado implícitas connotaciones sexuales cuando no rebanado miembros. A cuál peor.

Estaba convencido de que las pocas veces que había hecho algún favor, seguramente habría sido movida por el interés, para obtener réditos posteriores (y siendo justos, muy desencaminado no andaba).

Peligrosamente, la rabia lo estaba cegando, deleitándose con cualquier mínima pega a ella achacable que contribuyese a engrosar la larga lista de afrentas.

Por eso cuando la chica le imputó a él el triste final de Bífur, recibió una contundente puñalada a traición que no supo encajar, básicamente porque la maldita volvía a tener razón. Y eso le jodió bastante.
Sumadle que además la joven, verborreica y lenguaraz, se estaba propasando de irrespetuosa y confianzuda.

Pues blanco y en botella.

El cuerpo de Thorin actuó casi parasimpático, sin reflexión ni mesura, por puro impulso, por puro instinto. Cuando un lobo se siente acorralado, ataca. Y atacó.

Al único punto débil que su cerebro había grabado a fuego.

La doblegó, sí, pero de un modo muy distinto a aquellos con los que tanto fantaseó.

¿Qué había hecho? Había infringido una de las más arraigadas leyes de su pueblo: había agredido a una mujer. ¿Qué iba a pensar su escuadra de él? Balin, Óin, Bilbo, sus sobrinos… ¡Lo despreciarían! Él mismo se despreciaba en ese instante. Ahora entendía la degradante ojeada que ella le dirigió en Rivendel.

No, no podía confesárselo a sus camaradas.

Y además, por causa de su repentina ráfaga de cólera desatada, ya no podría continuar con el interrogatorio. Quería haberle sonsacado información al respecto de la infección que tal angustia esculpió en el rostro joven, y generalmente impasible, de la muchacha antes de batirse contra los huercos en la boca del desfiladero. Pero con ella fuera de combate (y fuera de la compañía para siempre) esas confidencias se perderían.

Le tentó el pulso en el cuello para confirmar sus funciones vitales (o más bien para tranquilizarse a sí mismo). Ese contacto… La suave piel casi atezada de la chica, el calor como de febrícula que desprendía, su olor con notas de vainilla y coco, la inconsciencia en que se hallaba sumida, sus desvaríos y ensoñaciones con ella noches atrás…

Un pensamiento fugaz de aprovechar la coyuntura lo abordó, no iba a negarlo, más que nada porque la inoportuna erección que descollaba era difícilmente disimulable. La deseaba. Se rindió a esa evidencia la segunda vez que soñó con ella, como aceptó también que lo más probable era que nunca fuese a gozar de otra oportunidad como la que tuvo en el burgo élfico.

La imagen de la muchacha desnuda bañada por los rayos lunares se enquistó en su cabeza y le impulsó a descender la yema de sus dedos por la deliciosa curva de su clavícula hasta el esternón, incitándole a desabrochar el primer botón de la desgajada camisa de la joven. Pero lo soportó estoico. Se dijo que ya la había cagado bastante como para continuar hundiéndose en el fango. Así que la izó entre sus brazos (resistiendo la tentación de sumergir su rostro en el ondulado cabello de la chica) y la devolvió al recoveco donde había estado dormitando hasta antes de su discusión hacía apenas media hora, junto con su zurrón y sus armas. Ahora que se hallaba desvalida por su causa, encima no iba a dársela a los orcos en bandeja si pasaban por allí.

Antes de tapar la oquedad con ramajes de arbustos, revolvió su morral en busca del contrato. Su resolución de despedirla seguía siendo inapelable. Lo halló meticulosamente plegado para que ocupara el menor espacio posible dentro de aquel petate a punto de desbordarse de tanto que portaba. Y antes de hacerlo trizas (para que así constará la rescisión), revisó la rúbrica que ésta tendió en el pergamino.

Rúsëomôr.

Hasta para signar era esquinada y mendaz la chavala.

Mas las yemas de Thorin no sólo rozaron la vitela contractual mientras hurgaba dentro del macuto. Sus dedos tropezaron con unas cubiertas de cuero: el códice miniado que Nyx afanó de la biblioteca de Elrond. Thorin reconoció el ex libris característico del señor elfo y eso le impulsó a hojear su contenido. Si bien el nogoth había recibido una esmerada educación como correspondía a un heredero de la corte de Érebor, no pudo traducirlo, pues estaba escrito en quenya, no en sindarin, único idioma quendi que estudió (aunque lo fingió convenientemente durante la recepción que les dispensó el Medio Elfo). Una lástima. No supo colegir el tema sobre el que versaba el incunable. De haberlo descifrado, habría obrado igual que Glorfindel con la escarcela de la muchacha, se lo habría incautado. Al fin y al cabo, no todos los días se le presenta a uno la tesitura de toparse con un opúsculo sobre los Nízrim.

Retornó al campamento luego de comprobar repetidas veces que la covacha donde había resguardado a la chica pasase inadvertida entre ramas de enebro y piornos. Podarlas le llevó más tiempo del que había calculado. La vegetación en esas altitudes se reduce a especies puramente arbustivas, pues hacía días que rebasaron el límite arbóreo de las montañas.

No bien reapareció el jefe, procedieron a sepultar a Bífur. Dadas las circunstancias, no cabía proyectar un hipogeo al uso Naugrim, y eso en cierta manera, desolaba a sus primos, que tuvieron que resignarse con una sencilla tumba de cámara, toscamente antropomórfica, para inhumar a su familiar.

Balin le susurró al rey que sería apropiado elevar una oración por el alma del difunto. Fue breve, sin cánticos fúnebres ni elegías. Una oración sincera, depurada, un auspicio de buen viaje allá donde fuera que migraran sus ánimas cuando se desligaban de este valle de lágrimas.

Concluida ésta, Thorin dio orden de sellar aquel sarcófago granítico, para después recoger y partir. Ya se habían demorado demasiado; justificadamente, sí, pero ahora tocaba meterse prisa.

—Hay que avisar a Nyx —exhortó parco el mediano.

Antes, cuando el mundo era un lugar normal y no el eco de un infierno desquiciado, Bófur habría sido el primero en ofrecerse para traerla de nuevo al redil. Y después, habría sido Ori. Pero ahora, el uno de luto y sin ganas de nada en realidad, y el otro a saber dónde de camino a la behetría élfica, nadie más de la comitiva hizo amago. Los sobrinísimos, pese a que la prohibición que les impuso su tío la última noche en Rivendel de alternar con la muchacha se la habían tomado muy laxamente cuando Thorin parecía no prestarles atención, en ese momento sintieron todo el peso de su severa mirada sobre ellos, con un explícito veto tallado en ella. Así que en esa ocasión fue Bilbo el que se dispuso a acometer su propia propuesta.

—Nadie va a avisar a esa mujer, señor Bolsón. —Vedó autoritario el líder en cuanto lo vio moverse—. Ha sido oficialmente expulsada de la compañía.

—¿Qué? ¿Cómo que la has expulsado? —Se sorprendió Kíli.

—Por incumplimiento de su contrato.

—¿Cómo que por incumplimiento de contrato? —Kíli a cada instante se lo creía menos—. Pero si nos ha estado ayudando desde antes de que lo firmase.

—Su cometido era bien claro: debía proteger a todos y cada uno de los miembros en esta empresa, y no sólo ha mutilado a uno de sus integrantes, sino que finalmente ha conllevado la muerte de otro compañero. No puedo permitir que continúe con nosotros.

—Thorin —intervino Fíli, allegándose a su vera para hablarle en voz baja, declinando denominarlo tío—, sabes perfectamente que la amputación del brazo de Ori fue un mal necesario. Esos orcos estaban infectados, Balin y yo los examinamos. Y el fin de Bífur no ha sido culpa suya, sino nuestra en todo caso, por desoírla y volver por ella.

—Nos dejamos llevar por nuestra camaradería —interrumpió Óin—, crédulos de que podríamos hacer frente a una aberración que ni siquiera entendíamos.

—Sí, Fíli. Puede que en el fondo hayan sido nuestras propias equivocaciones las que nos hayan arrastrado a este punto —concedió Bófur por primera vez desde las austeras exequias con voz temblorosa, conmovido todavía por la pena—, pero no puedo evitar convencerme de que nuestro primo ha muerto por entrar en aquella choza; y que entró porque ella estaba allí.

—Eso no es justo, Bófur —reprochó calmo el rubio descorazonado—. Yo también me adentré en ese antro y fue Nyx la que intentó impedirnos tanto a Bífur como a mí avanzar más, pero por desgracia no pudo llegar hasta él a tiempo. ¿Habríais preferido que no hubiese llegado a ninguno?

Kíli reparó en ese detalle, inexistente en su consciencia hasta ese momento. Observó a Bómbur, callado, sentado en un tolmo, aislado de ellos y de la discusión, abstraído de cara al sepulcro. Y pensar que ése podía haber sido él.
Perder a Fíli… Era algo inconcebible, simplemente no podría afrontarlo. Ni querría.

—No obstante, muchacho —medió Balin—, por eso mismo debemos admitir que, si nos circunscribimos a lo plasmado en el pacto, lo cierto es que Nyxiræ ha defraudado con su parte. —No comulgaba con el fallo dictado por su soberano, pero podía barruntar cómo iba a terminar aquella diatriba si seguían tensando la cuerda—. Yo mismo redacté el acuerdo, y especificaba que Nyx estaba vinculada a nosotros en tanto en cuanto consiguiera mantenernos a todos sanos y salvos. Ninguna baja podía ser registrada entre nuestras filas, fuese o no imputable a ella.

—Pero eso es una majadería —rebatió el hobbit—. Si hasta en mi convenio (y lo he releído detenidamente varias veces) se puntualiza en casi todos los apartados que, en caso de deceso, nunca será atribuible a la compañía. Cuánto menos a ella.

Los príncipes se avinieron con vehemencia a lo alegado por el mediano.

—Thorin, deberían valorarse más aspectos y no sólo la literalidad de lo que venga en un papel. —Insistió de nuevo Fíli cual abogado defensor—. Nyxiræ ha contribuido a que la misión no haya fracasado aún. Eso también debería hablar en su favor.

—¡Basta! —zanjó el jefe—. He dicho que ella no va a acompañarnos y mi decisión es firme e irrevocable. ¿Ha quedado claro? —Y no contento con semejante decreto, aventuró una velada moción de confianza a modo de órdago—. ¿O es que acaso alguien se cuestiona mi autoridad y competencia en este juicio?

Eso eran palabras mayores. Un khuzd se debía a su líder, así fuera el más nefasto. Por el mero hecho de pertenecer a ese pueblo, sus individuos asumían un juramento tácito de vasallaje para con su señor, y aceptaban la monarquía absolutista. Nada había cambiado en ese respecto desde la era de los Siete Padres de los Enanos, allá por la Edad de los Árboles.

De forma que la sola insinuación de un rey de que un súbdito se le estaba sublevando, podría entenderse como traición por los demás. En la mayoría de los casos acarreaba destierro. En la minoría, pena capital. Y Fíli era asaz consciente de ambas, aun perteneciendo a la casa real, por lo que se tragó cualquier traza de rabia o impotencia, cualquier vestigio de desacuerdo o discordancia. Acatamiento total del despotismo ilustrado.

Y sin embargo, compuso una mirada de censura, de desaprobación, de mal disimulado descontento y se preocupó de que Thorin la captara en todo su significado, sin equívocos.

La madrugada que descubrieron la masacre, un resquicio de aquel horror se coló en la mente de Fíli, aunque al no haber contemplado toda la escena en su complejidad, el trastorno que domeñó a Bífur no lo aquejó a él también. Cabría pensar que se trocó más oscuro, pero no fue así, pues aún persistían los ideales y la ética que su familia con esmero le inculcó. Empero sí se tornó un ápice más suspicaz, más receloso de los actos que ejecutaban los pobladores de la tierra (media).

De ahí el debate interno que lo desgarraba. La duda que le infundían los vagos motivos que argüía su tío para echar a Nyx de la comitiva frente al concepto de deber, respeto y obediencia al monarca y a la casta. Y evidentemente, triunfó lo segundo, pero la semilla de la desconfianza comenzó a germinar en su pensamiento, y lo acompañó durante la amanecida, cuando iniciaron el ascenso por el cordal de mala muerte que era el Paso de Imladris. Sin desayunar ni nada, a palo seco.

Bueno, seco, no. Para variar, el sol no se molestó en despuntar. En su lugar los saludó el diluvio universal, que había estado esperando a que ellos por fin alcanzaran esa etapa del viaje para descargarse a gusto.

Y entretanto se alejaban con su adalid liderando la última escalada, Nyxiræ blasfemaba sola entre gemidos y crujir de articulaciones tras renacer de su letargo. El enfado le duró poco, lo justo para prometerse una revancha contra el muy cabrón.

Lex talionis: ojo por ojo, bla bla bla.

Así, cariñosamente. Le lanzaría algún tajo en el costado como sin querer (queriendo), o le pondría la zancadilla mientras corriesen colina abajo. Ya improvisaría según fuera surgiendo, tampoco era cuestión de que simulase minuciosamente planeado. Y además, tenía menesteres más urgentes que atender, como alimentarse.

La pega era que la nízrim no concebía que el nogoth estuviera sufriendo un calvario personal, mortificándose por su abominable arrebato. Básicamente porque ella eso de los remordimientos no lo había experimentado mucho (nada) en su vida. Así que entretanto Nyx se esmeraba por encontrarle el sabor a una lagartija roquera más o menos hermosota que acababa de lazar, Thorin comandaba su cohorte Paso a través, taciturno y sin intercambiar palabra con nadie, rumiando en sus entrañas la acalorada discusión con su sobrino y sentenciándose ruin y zaíno, porque el epíteto despreciable ya lo tenía desgastado de tanto repetírselo.

Otros que tampoco pronunciaron ni una mísera imprecación por el turbión que los azotaba fueron Bófur y Bómbur. Normal, todavía con el óbito de su primo tan reciente, sin haber podido velar su cuerpo como mandaba la tradición. ¿Qué explicación satisfaría a sus parientes allá en Ered Luin? «Caído en combate. Suena épico, una mentira piadosa. A ver cómo la adorno para que resulte creíble». El bueno y jovial de Bófur. Tardaría en recobrar su natural alegría, su habitual carácter dicharachero, aunque no mucho. Lo justo para tratar de entretener a un mórbido y repulsivo Gran Trasgo.

Nyx y Antares erraron al juzgarlo no apto como candidato a converso. Aquel peculiar enano del sombrero con alas iba a devenir crucial para el nicrón térreo cuando arribase a Esgaroth después de numerosas vicisitudes.
Y gracias justamente a que no se rindió al abatimiento, aun viéndose rodeado de tantas muertes.


Te incorporas mareada, como si te despertases de una resaca de vino caliente después de haber dormido una mona de dos días.

Te llevas la mano a la frente primero, pero un latigazo en la parte baja de la espalda te dobla, dejándote baldada durante unos segundos. Breves pero suficientes para recordar las últimas escenas antes de caer a plomo en la oscuridad.

Ira.

Una ira impetuosa que se materializa en un fogonazo, calcinando la única manga de la camisa que te quedaba por perder y chamuscando parte de tu capa. Jodido naug del averno. ¡¿Cómo se ha atrevido a abusar de tu punto débil después de haberle cogido la suficiente camaradería como para confesárselo?!

Un momento…

Un momento, que nos soseguemos. ¿Thorin, el todopoderoso rey sin tierra, reverenciado por su grey debido a su honorabilidad e íntegra rectitud, se ha ensuciado las manos usando un truco abyecto y zafio? Ja, ésta sí que es buena. Nunca lo creíste capaz de maltratar a una mujer.

Si hubieras sido un hombre, te habría zurrado igual.
Desfachatez, impertinencia, descaro, atrevimiento… Se veía venir.

Pues bien que me avisaste, capulla.

Esbozas un gesto de resignada conformidad torciendo la comisura de los labios. Detestas darte la razón. A pesar de ser la más perjudicada en todo este feo asunto, debes reconocerle al paladín un par de colgantes atributos masculinos (en consonancia con su dotación de caballo). Ese par que no sacó a la luz durante la escaramuza con los trolls por el hobbit.

En fin… Ese incidente con el líder (que en un futuro le harás pagar, por supuesto, igual que al Istar por lo del puente sobre el río Bruinen) te hace replantearte la decisión de eliminarlo de la ecuación. No.
Te lo repensarás antes de comunicarte con tu padre.

Pero antes debes cazar para reponer la escasez de sangre y comer algo, ya puestos. Y entretanto, sopesarás esta nueva e insospechada faceta maquiavélica del adalid naug, que casa bastante más con la conducta típica de tu etnia: el fin justifica los medios. A fin de cuentas, el silogismo de Thorin no iba mal encaminado: quería quitarte de en medio, comportándose probo y correcto no le habrías hecho ni puto caso, pues ostión y listo. A otra cosa, mariposa.

Supones que a estas horas (buena pregunta, ¿qué hora será? Cielo encapotado, desafiante, preñado de lluvia. Y escasa claridad como para determinar la posición del sol) Thorin habrá corrido millas para imposibilitar que te reintegres. No te preocupa, sabes que les darás alcance y, como te has cansado de repetir hasta la saciedad, puedes vigilarlos desde la distancia para evitar problemas con el monarca. Así que te dedicas a escudriñar los peñascales rastreando algo que llevarte a la boca.

En estas altitudes la fauna escasea. Mierda. Tenías que haber monteado alguna pieza cuando pudiste, antes de abandonar el sotobosque. Ahora te costará encontrar algo que merezca la pena almorzar. Te decantas por huronear entre los cantizales, los reptiles son una alternativa válida. Aunque el aporte de sangre no devenga sustancial, su molla es blanca y tierna.

Roes sin modales uno de los huesecillos de un desventurado lagarto al que previamente has succionado, cuando la lumbre que has generado ex profeso para autoconvencerte de que lo has guisado, titila transmitiéndote un informe de una sola palabra: τιτανος. Su crepitar te trae remotos recuerdos de tu niñez precisamente al calor del hogar, sentada sobre las rodillas de tu madre, la cual te relataba con todo lujo de detalles —y ya era sadismo— las leyendas de las carnicerías perpetradas por cíclopes que comían carne humana.

Te alzas cual resorte, mecánica y pronta, soltando tu parvo a medio terminar y apagando la hoguera merced a tu piroquinesis, pues corres todo lo veloz que te permiten tus pies (y es mucho) hacia el puerto de sierra, ya que por segunda vez desde que los conoces, temes por los enanos.

En la lejanía columbras el sitio donde acamparon anoche. Vacío.

Balin, Kíli, Dwalin, Óin.

Fíli.

Bilbo…

Corres, corres. Corres y se te nubla la vista con el agua de la tormenta que se ha iniciado y con las imágenes que hace siglos forjaste en tu cabeza derivadas de las consejas de tu madre.

Mitos de un país que en las postrimerías de la Segunda Edad, sufrió el asedio de los gigantes y del cual ya no quedaba nada. Ruuriik, el gran reino Khazâd del Este, que había sobrevivido a la usurpación del balrog Múar y a los estragos cometidos por Khâmul el Oriental, nazgûl de Dōnōfer, no pudo hacer frente al ataque de los titanes. Su capital, Akhuzdah, fue la última en sucumbir, después de sus otras dos joyas: Khazad-madûr y Radimbragaz. Semejante destrucción fue infligida aquellos días.

Como un lobo entre las ovejas, un engendro de dimensiones que cuadruplicaban las de un olifante abriéndose paso entre un mar de enanos, tan diminutos desde allá arriba…

Una se descarría hacía un callejón de la urbe y se da cuenta tarde de que no hay salida. Ninguna. El titán en verdad tampoco piensa mucho, lo único que su instinto le reclama es cebarse. Y ella está tan a mano contra el tapial, sin escapatoria, sin esperanza. Una sonrisa bobalicona danza en la mastodóntica cara del cíclope de dos ojos, como si no fuera consciente de la maldad intrínseca de sus actos, o quizás porque para él nada malo reside en ello. Sólo come. Total, son bocados tan menudos; seguro que no sienten ni padecen.

Prende con su pulgar y su índice a la infeliz enana del tronco, con delicadeza, aunque no la suficiente. La presión que ha ejercido sobre la columna vertebral ha logrado quebrársela a la altura de la lumbar, de modo que la desdichada ya no puede patalear, tan sólo aporrea sin denuedo y desaforada los colosos dedos que la han condenado.

El leviatán la observa curioso: la infortunada lloriquea desconsolada con ojos desorbitados, las lágrimas y los mocos resbalándole por las mejillas, sobre los labios que apenas se aprecian, tensados en una mueca crispada. Le entra un hipo incontrolable. Las palabras se le atoran y no puede tragar.

«P-por fav-vor… por favrrr».

La mole sonríe ignorante y lela, incapaz de desentrañar los insistentes ruegos de la mujer, y raudo, la acerca a sus fauces. Un crujido. Un rocío de gotas de sangre se dispersa sin patrón, caótico. En un pestañeo, la enana ya no existe, sólo dos tercios de ella, mientras los litros que circulaban por su arterias se desparraman por el puño de su verdugo, al que no parece importarle haberse manchado. No desperdicia lo que queda, pese a disponer de más vituallas alrededor. El sabor lo ha maravillado. ¿Sabrán todas esas hormiguitas igual?

Debe averiguarlo. Abandona la calleja en pos de un grupúsculo escindido que huye de otro de sus congéneres, más seboso que él y más bobo todavía, porque ya ha aplastado a dos que bien podrían haber sido degustados.

Bueno, no pasa nada, a aquel enano orondo tan poco ágil se le pueden sacar más mordiscos que a la enjuta de antes. Alarga la mano hasta apresarlo, pero inexplicablemente el gordinflón se zafa, y eso lo enoja. Al segundo intento no se le escapa, básicamente porque de la vehemencia con que lo ha capturado, lo ha reventado por dentro. Sin embargo, el corazón del pobre no se ha dañado, continúa bombeando, continúa vivo.

Qué agonía tan cruel. El dolor agudo de saberse estripado internamente no es comparable a la infinita congoja producida por la visión de una hilera de innumerables dientes a unos cuantos palmos de él. Y no le consuela la idea de que acabará pronto, porque de hecho no acaba. El monstruo se recrea con él, enfurruñado por no haberlo cazado a la primera. Disminuye la opresión sobre el cuerpo del afligido obeso, cesando la frágil compresión con que sus vísceras se mantenían medio unidas sin diseminarse dentro de su voluminoso abdomen. El nogoth se retuerce moribundo, rogando porque lo asalte un paro cardíaco que termine con su martirio, pero no sucede. El lestrigón se lo introduce entero, mas no lo engulle; lo paladea un rato, no está muy convencido de que esté tan rico como su primer plato. Y al cabo, cuando consigue encontrarle algún matiz almizclado, acciona la mandíbula con determinación para que todo el jugo le inunde las papilas. Increíblemente, el rechoncho supera sus expectativas. Lástima que jamás se sacie.

Tuviste pesadillas durante noches, hasta que tu padre regresó de su viaje al feudo de Dor-en-Ernil; y para disipar tu desconsuelo, te argumentó que era inverosímil que existiesen semejantes leviatanes, porque la misma fuerza gravitatoria del planeta los aplastaría contra el suelo. Lo creíste. ¿Quién mejor que un nicrón de tierra para explicarte los milagros de la gravedad? Y sin embargo, ahora su mensaje ha sido tan nítido que no ha dejado lugar a dudas: titanes.

Chocas contra la realidad. Tu padre se reservó apostillar que un titán conformado de la propia tierra sí puede erigirse sin someterse a la atracción de la gravedad, como las Montañas Blancas de Rohan, como toda la orografía del orbe. ¡Estúpida! ¿Y aspiras a sobrevivir a esto?

¡Nyx, ahí están!

Localizas al grupo justo cuando uno de los colosos se dispone a arrojar un roquedo, cual meteorito, contra otro de sus iguales. Los gigantes se están entreteniendo entre ellos, sin reparar en vosotros, minúsculos seres que transitáis indefensos por sus intrincados andurriales. Pero que no se hayan fijado en tus colegas aún, no es ninguna suerte.

—¡Cubríos! —ordena desgañitándose el adalid ante la visión de lo que emerge terrible y tangible entre la cortina de agua.

Presta, echas mano de la primera bolsita de pólvora que guardabas en tu morral, y la lanzas antes de que el inmenso pedrusco colisione por encima de tus compañeros. Cuando está a punto de impactar, deflagras la pella, provocando que la roca se descomponga. Los cascajos saltan como metralla desacelerada con el mínimo daño para la comitiva, que se ha detenido en mitad del cantil ante la imposibilidad de avanzar.

Al principio, se sorprenden por el agraciado giro de acontecimientos que les ha librado de morir prensados, mas luego Fíli te divisa por fin. «¡Nyx!», le oyes gritar distorsionado por el retumbar de los truenos. Sólo que en realidad no son truenos.

Una segunda roca, ésta monumentalmente exorbitante, les sobrevuela. Repites la misma operación con otra de tus corachas de pólvora, pero ni rezando se disgregará igual. No obstante, sobreentiendes que tu padre está colaborando allá donde se halle al otro lado del cañón, porque la amenaza se desmenuza y el barreno no tenía tanta potencia como para estallar todo ese volumen. Todos ilesos. Gracias, papá.

A la postre les das alcance, situándote próxima a Fíli, céntrica entre todos para poder rematar futuros mazacotes, aunque no serán muchos a este ritmo; sólo te restan tres explosivos.

Un tercer proyectil pétreo pasa de largo sobre vosotros, acertando de pleno a un leviatán que surge inesperado a vuestras espaldas.

—¡Agarraos! —vocifera Dwalin, asiendo a Bófur y a Bilbo contra la pared berroqueña en un intento por sortear la súbita rocalla que se desprende a ras.

No lo entiendes. Esta vez no has necesitado detonar el cuarto berrueco. ¿Por qué entonces caen fragmentos? Y por desgracia, cada verdad que descubres, una tras otra, te machaca inmutable: estáis sobre las rodillas de uno de ellos.

Sólo atinas a cruzar tu mirada con la de un impotente Thorin. Todo rastro de odio o de reproche se ha esfumado de sus garzos ojos. Sólo expresan miedo; miedo porque también se ha percatado de lo mismo que tú; porque escucha a su sobrino Kíli llamar desesperado a Fíli, cuando constata que un abismo lo está separando de su hermano, junto contigo y parte del pelotón.

Os escindís en dos grupúsculos, uno en cada pierna del hecatónquiro, demasiado ocupado en esquivar infructuosamente el cabezazo de uno de sus agnados.

Hecatombe en ciernes. Con el choque de titanes, aquel sobre el que os agarráis se tambalea errático, acercándose milagrosamente a la verdadera montaña inerte. A la cuadrilla de Thorin le da tiempo a saltar desde la rodilla del ente hasta la continuación de la trocha.
A vosotros, no.

La lucha entre los dos púgiles ciclópeos os obliga a agarrotaros, pugnando por permanecer fieramente aferrados a vuestro indeseado anfitrión en el absurdo combate que mantiene con su contrincante. Notas una mano agarrarte la diestra, y luego otra la izquierda. Bilbo y Fíli. No puedes entreverlos con la capucha calada, pero lo sabes.

Tu progenitor intercede nuevamente para que la mano de uno de los monstruos, que estaba a punto de derribar a la camarilla del líder, se desintegre unos estadales antes de conseguirlo. Como por arte de magia. O de ciencia.

Pero tu padre no es Eru omnipotente.

El coloso manco, enfurecido, arremete también contra vuestro porteador; y dos titanes contra uno suponen una desigualdad insalvable. Acaban decapitándolo de cuajo con un atinado embate. El gigante comienza a desplomarse.
Con vosotros aún sobre él.

En su danza fúnebre, las rodillas del cíclope se aproximan peligrosamente al macizo. Thorin os arenga para que saltéis a zona segura. Última oportunidad. Los que se hallan en los extremos, como Bófur o Nori, Dwalin o Dori, se arriesgan y ganan; pero tú, como Bilbo, sólo ves afilados escollos recibiros con los brazos abiertos.

No sobrevivirán, Nyx.

Te desembarazas de las manos del mediano y del príncipe y te giras frente a ellos para escudarlos con tu cuerpo, pero Bilbo es tan bajito.

Tan bajito…

No lo notas cuando se escurre por debajo de tu antebrazo, empecinada en que los estás protegiendo a ambos, tanto que te sangran las palmas de apretarlas contra el farallón para contenerlos. Y luego, una corta ilusión de flotación, de gravedad cero. Y después, el impacto; despeñarse de cualquier forma, tardar un lapso de tiempo en convencerse de que ya no se está cayendo, sino quieta. Y un estridente pitido en tus oídos que amortigua cualquier sonido, acolchándolo, transportándolo lejos de tus sentidos.

Crees percibir alboroto a tu alrededor.

Bilbo.

Presumes discernir la imperiosa voz del soberano; amonestando primero, encomendando encontrar cobijo después. El trasiego de enanos que desaparecen poco a poco, y la lluvia que no amaina.

Va siendo hora de ponerse a cubierto también.

Inspiras agujas. Mal asunto. Este síntoma ya lo has experimentado no ha mucho, cuando una de las flechas de Kíli te atravesó para fulminar al orco malnacido que te tomó como rehén al poco de abandonar la morada de Elrond. Ahora una costilla se ha astillado perforando el pulmón izquierdo. Neumotórax y hemotórax. De puta madre. Toca extraerla para que se puedan renovar pleura, pulmón y hueso. Pero cuando haces el ademán de levantarte, es el mundo el que se te cae encima, y no el titán.

Las dos primeras vértebras lumbares se han fracturado, seccionando la médula espinal.

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Sabes lo que eso significa.

Paraplejia. Ya te puedes arrastrar con los brazos, que las piernas las vas a mover ayer, que es cuando las necesitabas.

Esto no me gusta.

Ni a mí.

Perdiste bastante sangre defendiendo a Balin de la cimitarra huerca durante la contienda frente a los cortados, e invertiste mucha de la energía que obtuviste de la ovejita pelona para reconstruir estómago, hígado y pulmón derecho en aquella ocasión. Y la esmirriada lagartija de antes no da para tanto.

Fíli, que ya ha terminado de ayudar a Bómbur a incorporarse, se acuclilla a tu vera, confiado en que sólo te hayas magullado o en que de haberte lesionado, te habrás curado ya. Mas al ver tu cara contorsionada, tu mandíbula apretada por el dolor, se asusta más que hace un rato, ahí montado en el gigante.

—Nyx, ¡Nyx! ¿Qué te ocurre? —No le contestas, pese a que continúa llamándote. Estás concentrada en detectar qué es lo primero que tu sistema está regenerando, qué es lo que ha evaluado más urgente en recuperar.

Sientes con suplicio cómo el enano te agarra alzándote entre sus brazos, procurando no zarandearte en demasía. Te introduce en una especie de cueva y te deposita suavemente en el suelo. Y transcurridos unos minutos en esa posición, ignorando a todo el que se te acerca alarmado acosándote con sus constantes preguntas, averiguas qué es lo que prima para tu organismo: el bazo. El bazo reventó seguramente con el aplastamiento, pero el vientre en tabla se manifiesta un tiempo después.

Tu cavidad peritoneal se está llenando de sangre que se vierte descontrolada mientras tu interior lucha frenéticamente por contener la hemorragia reconstituyendo la víscera; pero no da abasto.

Nyx…

Ya no te respondes ni a ti misma.

Bazo roto, médula espinal seccionada, vértebras quebradas, pulmón perforado, costilla astillada, y probablemente arterias mesentéricas también comprometidas.

Es una sensación ignota, pero certera. El estertor de la muerte, el canto del cisne. Por primera, y previsiblemente última vez en tu vida, sientes frío. Un frío creciente y exponencial. Tu cuerpo ya no puede elevar tu temperatura para mantenerte caliente. Se está hipotensando.

Demasiados frentes activos: espasticidad en los músculos, taquicardia… El pulmón está encharcado y a cada exhalación, cuesta más y más respirar.

El gasto cerebral disminuye y te vas diluyendo poco a poco en una semiinconsciencia programada. Si el cerebro comienza a fallar, al menos no procesará las señales de dolor que envía de continuo tu sistema nervioso para torturarte. Una especie de analgesia autoinducida previa al innegable desenlace.

Aun así, tus instintos se rebelan, boqueas buscando aire, buscando sangre. Hay tanto que tenías que culminar antes de la Dagor Dagorath, antes del fin del mundo… Porque creíste, ingenua, que vivirías tanto para admirarlo. En tu imaginación lo recreabas tan hermoso: llamaradas eyectadas por la corona solar que abrazaban implacables toda Arda, sembrando la justicia igualitaria de la muerte, y el planeta consumiéndose en apenas minutos bajo esas fieras lenguas de fuego dragontino.

Pero te vas, te vas dentro de una mísera gruta, tan lejos y tan cerca de tu padre, rodeada de gente ajena. Hay tanto que querías haber estudiado, haber indagado, haber visitado. Hay tanto.

Lo último que distingues son unos iris zarcos, de un azul casi líquido, oceánico, como el que oteaste en las playas de Belfalas. Y entonces, huyendo del frío, te inundan ganas de partir.

Bueno, amiga, ha sido un placer charlar contigo todos estos siglos. ¿Quién sabe? Tal vez no sea tan malo cruzar al otro lado. La energía ni se crea ni se destruye, simplemente se transforma.

La parada cardiorrespiratoria es inminente.

Quizás sea hora de regresar a la oscuridad, al igual que tu tía abuela. Una oscuridad primigenia, que ahora se te antoja acogedora, como la de los vivarachos y risueños ojos negros de tu amiga haradrim.

Quizás sea hora…