Sí, ausencia prolongada por mi parte, pero qué queréis que le haga. Cada vez veo más muerto este fandom, salvo algún que otro coletazo. Y eso desanima.

Aunque ya venía desanimada en realidad por lo de siempre (ya sabéis, quien lee mucho, comenta poco, para desgracia de los que escribimos en castellano). Parafraseando a Áragorn: «llegará el día en el que me harte de verdad. Llegará el día en el que mande el fic a tomar por saco, lo encierre en un antro oscuro y tire la llave. Llegará el día en que me dé igual dejarlo inconcluso para enfado silente de quien aguardase desenlace…

»Pero hoy no es ese día».

xD

Y hoy no es ese día entre otras cosas por gente como Lunaykirin, por ejemplo, que me ha regalado esta portada, perfecta para ilustrar este cap *.*

ht tp (dos puntos) /lunayfanart .tumblr (punto) com /post/147135652432/portada-ficker-erinia-aelia-historia-cae-la

Bueno, como vengo haciendo, ya respondí por privado a las pocas que se animaron a comentar, salvo a uno/a que no tiene cuenta:

coddy logan: no sé quién eres, pero sin saberlo ya te quiero xP Mil gracias por tus palabras, pero de veras que mejor no sientas en el cuerpo un fallo multiorgánico U^^

Y mis más vehementes agradecimientos a Numenoreano por su ayuda en estrategia y lógica (cuya influencia se extenderá incluso a capítulos venideros :O).

N. del A.: Se sugiere la posibilidad de que Annea sufra síndrome de Asperger, aunque obviamente no puede denominarse así en el relato.

Advertencias: el presente capítulo contiene una o dos escenas de bajo contenido erótico. Just lime for simple fanservice xD

Música (o no) para este cap.: watch?v=DwoqmbpV4-g

(Buscando en youtube: Interstellar - 'Evey Reborn' (Extended Trailer Music), pues sale tan ricamente también xD). Lo dicho, si queréis escucharla, dadle al play cuando veáis la almohadilla #.


Los ojos mezquinos del hombre parecían reírse sarcásticos, contrarrestando la ausencia de voz que ella le había causado al rasgarle las cuerdas vocales desde el interior de la garganta, para dejar de oír sus gritos. Y también sus risas estúpidas y macabras tras cada tormento, que no conseguían minar el ánimo ni la conciencia de aquel malnacido.

La torturadora determinó cortarle la lengua con una de sus gumías. Candente, cómo no; para cauterizar y evitar que el hideputa se desangrase como un cochino en la matanza, y que su castigo concluyese así antes de tiempo.

La muchacha embozada no habría sabido deciros si estaba disfrutando o no del suplicio que infligía. Al principio, sí, claro. Por fin le había tocado el turno al cabrón del marido de su amiga haradrim, el que la acusó falsamente de adulterio y movió cielo y tierra para que la lapidasen públicamente. Pero luego de unos días martirizándolo, y comprobar que a diferencia del cadí, este perjuro no se retractaba de su crimen, la chica empezó seriamente a contrariarse.

De modo que eligió una penitencia acorde y atroz. Tan atroz que no midió bien cuánto se estaba excediendo. Y es que ejecutar correctamente un águila de sangre requería de cierta maestría, de la que ella carecía en tanto en cuanto ésa era la primera vez que la practicaba. Así que la cosa se le fue un poco de las manos. Lo malo es que un hombre tan vil sólo podía acumular ruindad en el instante justo de extinguirse. No miedo, ni descanso, sino una rabia infinita.

Olvidó las historias de su padre sobre cómo surgían los Tenebri. O quizás las desdeñó intencionadamente porque siempre le habían parecido una sarta de sandeces supersticiosas.

Nyx abandonó al bellaco en las catacumbas sin enterrarlo siquiera, pendiendo de los numerosos hilos de cáñamo y con los pulmones fuera colgándole sobre los hombros, ignorando que en pocas horas volvería a moverse.
Aunque estuviese ya muerto.

~~~~~ ··· ~~~~~

—Se muere, Thorin. ¡Se muere! —Fíli trataba de hacerle ver la realidad de la situación, o más aun, la gravedad de la misma.

—No puede ser —negaba obcecado—, es inmortal.

—Es inmortal si ha bebido sangre, pero no sabemos cuánto lleva sin probarla —alegó el príncipe—. Se está muriendo, tío —rogó.

Su sobrino tenía razón. Algo no iba bien.

Él se había convencido de que la joven se habría surtido debidamente cada noche, mas con esfuerzo recompuso los últimos incidentes hasta ese momento. Las heridas que la chica había encajado durante la emboscada tenía que haberlas repuesto esa misma noche, pero él la agredió. La dejó inconsciente. No pudo alimentarse. Y seguramente nada más despertarse después de aquel mal trago, salió derecha en busca de la compañía.

Y luego los gigantes de piedra… la aplastaron, literalmente. La habían reventado por dentro.

—No puede regenerarse —musitó el soberano, aunque fue perfectamente audible para sus compañeros.

Fíli empezó autómata a desprenderse de su zamarra.

—¿Qué haces, muchacho? —Se escandalizó Dori, deteniéndolo.

—¿No lo entiendes? Tiene que beber sangre, si no, morirá.

—Pero no sabes cuánta puede necesitar. ¿Y si te mata?

En ese punto Kíli entró en la discusión. No estaba dispuesto a que su hermano se sacrificase, pero tampoco quería especular con la perspectiva de dejar que la joven pereciera porque ninguno de ellos se atreviese a socorrerla. De modo que propuso lo que le pareció lógico: se turnarían. Por Mahal, eran diez Khazâd (y un hobbit, si fuera menester), ¿acaso no habría suficiente?

—Estáis locos si pretendéis que yo dé mi sangre para que ella viva —escupió Nori—, después de todo lo que le hizo a nuestro hermano. Bófur, tú tienes que apoyarnos. Por su causa Bífur acabó como acabó.

El aludido no se esperaba que lo metiesen tan con calzador en el ajo. Él era un tipo sencillo, afable, alguien que no solía profesar rencor, poco amigo de riñas y al que le era difícil que alguien le desagradase. La chica le cayó bien desde el principio, pero es cierto que albergaba trazas de (in)justificada acritud hacia ella después del fallecimiento de su primo.

Thorin los escuchaba de fondo, cual ruido sordo, atendiendo sólo al hecho de que Fíli ya había demostrado estar dispuesto a entregarse en parte, para salvarla. Y él, que probablemente fuera el causante del funesto estado que atravesaba la muchacha por haberle robado horas en que abastecerse, permanecía ahí, parado, mero espectador de cómo se le escabullía la vida.

No se soportó más, esa inacción, ese victimismo, esa sensación de suma responsabilidad y culpa lo ahogaban, como a cualquier anancástico de manual. Cesó de compadecerse y actuó.

Imitó a su sobrino y se despojó de su pelliza. Sus camaradas continuaban en una discusión peregrina e improductiva. Así sólo conseguirían que ella expirase entre debates, irónicamente para decidir quiénes contribuirían a revivirla.

Se arrodilló junto a la joven y se inclinó sobre su rostro. Boqueaba, y aquellos iris flavos que tanto le chocaron durante su enfrentamiento en el algar, cuando la chica se hundió deliberadamente en su espada, asomaban ahora idos, vítreos y mortecinos. Indignos de ella, pensó.

Con una de las gumías de la mujer se practicó un diminuto corte cerca de la nuez, poco profundo, bajo la línea de su barba, lo justo para que al agacharse hasta ella, oliese la gota y se reanimase por simple instinto. Pero como sospechó antes, algo no iba bien. Nada (de nada).

—¡Maldita sea! No reacciona —blasfemó al comprobar que la muchacha ni siquiera amagaba con engancharse a su cuello. «Se muere. Se muere», renegaba mientras se mantenía apoyado con sus brazos a ambos lados de la cabeza de la joven, abjurando de su sino.

Desesperado, temeroso de que el tiempo se le agotase irremisiblemente, ya todo le daba igual. Le daba igual que sus compañeros se hubiesen quedado impactados al verlo jalar a la chica por las caderas, atrayéndola con vehemencia hacia él. Le daba igual que sus estupefactos sobrinos lo contemplasen alzarla a pulso y posicionarla sobre su regazo, como si lo estuviese montando. Le daba igual que el santurrón del señor Bolsón se desconcertase cuando la rodeó por la espalda para que se reclinase contra él y asegurar así su cuerpo casi exánime.

Porque ahora, sosteniéndola ahí sentada de frente y a horcajadas sobre sus piernas cruzadas, conteniéndola entre sus brazos, al fin ella respondió. La contundente mordedura le pilló un poco de improviso. La muchacha lo tarazó con firmeza, semiinconsciente aún, confundiéndolo con un animal quizás. Por ventura, a medida que iba asimilando la ingesta de sangre, comenzó a discernir de dónde provenía ésta y aflojó el ímpetu de su sed.

La joven enredó los dedos en algunas de sus guedejas negras, acariciando furtiva su cuero cabelludo e instándolo a ladear la cabeza para franquearle más el acceso. Al cabo, lo envolvió con sus largas piernas, o al menos así le parecieron al nogoth. Y tampoco podía precisar si entretanto ella succionaba, lo estaba besando también, o lamiéndole el cuello incluso. ¿Era una sensación placentera o dolorosa? No distinguía, pero cuando notó crecer la erección, sentenció que su cuerpo había decidido por él. La ciñó contra sí un poco más. Empezaba a marearse y no quería acabar desvaído tendido en el suelo, como un flojo.

La chica había inmovilizado con su otra mano la nuca del naug, evitando que la cerviz se venciese hacia atrás. En ese estado de aturdimiento inducido, Thorin no deseaba romper el contacto, pero algo le decía que no podría continuar perdiendo sangre por mucho más tiempo. Y como habiéndole leído el pensamiento, ella despegó sus labios lentamente, dándole tiempo a juzgarlos carnosos, apetecibles, quizás remisos a separarse de su piel a su vez.

Cuando una escasa distancia se estableció entre sus rostros, se sintió tentado a abordar la boca de la joven, pero finalmente no lo perpetró. No porque se hubiese contenido, lo que venía siendo la tónica general en su comportamiento, sino porque ahora sí que se le iba la cabeza, y la sensación de que todo daba vueltas a su alrededor se tornó más patente.

Para su secreta vergüenza, la protrusión bajo sus pantalones no mermaba, y empezaba a temer que la chica se hubiese percatado del percal, de modo que trató de concentrarse en continuar mareado, a ver si así aquello se desinflaba.

En cambio, la muchacha aparentaba seguir absorta en su cuello. Le estaba aplicando con mimo alguna clase de pomada allá donde había estado absorbiéndole la vida (esperaba que no el alma).

Entre las idas y venidas de los vértigos, la voz de la mujer se abrió paso: «debéis comer algo, majestad», le exhortó mientras mantenía la presión contra la zona de la carótida.

«Va a tener razón. Para variar». No bien apenas hubo asentido a la recomendación, Bómbur se abalanzó sobre la pareja con abundante cecina, cecina a espuertas, entre sus manos.

Nyxiræ descabalgó de su regia montura para no agobiar a Thorin, quien tácitamente demandaba aire, por mucha entereza que disimulase. Se guardó en la escarcela el frasco con la sustancia coagulante que siempre portaba con ella junto con el otro ungüento anticoagulante, y que por ventura no captaron la atención de Glorfindel tanto como la pólvora, ésa de la que sólo le restaban tres pellas.

Cuando el jefe se hubo repuesto, retomó su autoridad (si es que alguna vez la había llegado a delegar). No encenderían hogueras. No esperarían al mago. Los planes cambiaban.

Esa madrugada la nízrim no dormitó rodeada de enanos; ni ancianos ni jóvenes, y eso que la temperatura en la cueva punzaba como cuchillas. Celaban de que la chica no olfatease sangre de nuevo. Y sin embargo, en otro lugar inalcanzable no durmió sola.

Fíli no pudo sustraerse de la imagen de su tío con la joven encima. La que lo había salvado en dos ocasiones, antes que a Bífur, antes que a Bilbo.

Si ya se hubo fijado en ella nada más ingresar en el grupo, por simple divertimento o por las hormonas segregadas a su edad, pese a tenerse por una persona responsable, la convivencia durante el trayecto propició el afloramiento de un sentimiento que prefería no definir, siempre silenciado por la asfixiante vigilancia de Thorin.

En el fondo sabía que su tío tenía razón, esto era una misión capital, no un viaje de asueto; y se había estado resistiendo a concederse a sí mismo el permiso a descentrarse con delirios amorosos propios de adolescentes ociosos, sin cargos que asumir en un futuro.

Empero, en aquellos segundos difusos entre el sueño y la vigilia, en que no cesaba de rememorar cada detalle de Nyxiræ montada sobre otro, mezclado con la sensación casi tangible de que la muchacha demostraba cierta predilección por él (que tampoco iba desencaminado el chaval) por encima de sus colegas, contribuyeron a que acabara fantaseando con ella.

Mas no como lo hacía Thorin, en plan salvaje o estableciendo una relación de dominación-sumisión no se sabe si consentida o no, sino con un componente tierno, con amor de por medio (si es que eso era factible con alguien de la raza de Nyx, que en ocasiones lo dudaba).

Soñó con un amanecer recostado en una cama amplia pero humilde, como la suya allá en los Salones de Thorin en sus territorios de las Montañas Azules. Soñó con ella adormilada a su lado, apacible y serena, un poco pizpireta con la melena revuelta y derramada por toda la almohada, entre algún tierno chiflido amodorrado. Soñó que sonreía al contemplarla en esos instantes de privacidad, hasta que ella entreabría los párpados y se le quedaba mirando. Y sin mediar palabras de buenos días, se besaban. Un beso prolongado, cómplice, de quienes deciden compartir sus vidas y no sólo sus cuerpos, aunque luego procediesen a ello como sucedió en su quimera. Le hizo el amor a su pareja de un modo perfecto, idílico, irreal, porque eran sus sueños y mandaba en ellos.

Fíli soñó con ella aquella tormentosa noche, durmiendo mejor que ninguna otra desde que abandonaron Rivendel, descansando de todas las penurias y de los fantasmas que lo acosaban desde la masacre de la cabaña.

Y sólo recobró el sentido cuando notó el vacío en su estómago que únicamente la gravedad genera cuando se está cayendo.


Llevas despierta un rato tras sestear cuatro horas largas, aunque eso lo presupones, dado que aquí dentro no tienes modo de computar el tiempo. Durante ese lapso podrías haber estado acompañando a Bófur durante su guardia, pero ya sabes, eso implica socializar. Así que preferiste continuar acostada observando cómo caían gotas de una estalactita y calculando el intervalo de tiempo entre gota y gota, para averiguar cuántas caen al año, al siglo, al milenio… Apasionante.

A pesar de que el temporal no amaina, resuelves salir a fumar fuera de la galería. Por costumbre no más, a Nereyn el humo de tus vegueros siempre le asqueó.

Pues menos mal que has salido.

Asiento consternada.

Ahí tirados y mojándose, alegres de que hayas regresado a por ellos, están tu morral y tu sable. Con todo el trasiego de que te morías y eso, se te habían olvidado por completo, y a los demás también, claro.

Un momento, ¿y la guadaña?

Humm, me da que te la dejaste en vera de la fogata, junto al cadáver a medio comer de la lagartija regordeta. Requiescant in pace.

En fin, minuto de silencio, aunque tampoco te lamentas en exceso. No es que fuera el mejor pertrecho del que proveerse para escalar una montaña. Más se perdió en Gondolin.

Al resguardo de un saliente te lías parsimoniosa una panetela, pese a que tu beato padre te regaló la mayoría del tabaco ya enrollado. Entre fumaradas distraídas, con la vista fija en un punto impreciso más allá de la cortina de agua, te sobreviene un tímido olor a hierba mojada, a futura tormenta. Raro, lleva lloviendo más de doce horas; y ese olor precede a la precipitación, no surge en mitad de la misma.

Oyes murmullos a la entrada de la cueva, alguno que también saldrá a echarse un cigarro, supones. Ah, no, que esta gente fuma en pipa. Arrojas la diminuta colilla al abismo, embelesada en cómo la agonizante brasa dibuja una parábola cuasi perfecta antes de ser engullida por la oscuridad. El cuchicheo persiste, de manera que curioseas entrometiéndote en el limen y descubres a Bilbo y Bófur con expresión circunspecta, cariacontecidos.

—¿Qué ocurre? —inquieres abrupta.

Al hobbit casi le da un infarto. No te esperaba emergiendo fantasmal a sus espaldas.

—Nyx, por todos los smials de la Comarca. Me has dado un susto de muerte —te reprende exagerado con una mano oprimiéndose el pecho.

—Me estaba despidiendo de Bilbo —te informa melancólico el enano del sombrero alado—, deseándole toda la suerte del mundo. Nos quedamos sin saqueador, Nyx. Se nos vuelve a Rivendel.

Parpadeas escéptica y teatral un par de veces. ¿Has oído bien?

—No puedes abandonar, Bilbo —adviertes intimidatoria al mediano.

—Nyx, en serio, se lo acabo de explicar a Bófur. Yo no sirvo para esto. Thorin tiene razón, estorbo desde que salí de mi casa.

—No, Bilbo, no lo entiendes —interrumpes grosera sus autocompasivas excusas—. Si te marchas, no estarás sujeto a la compañía, y mi contrato me compromete a proteger únicamente a sus integrantes.

El pequeño te mira sin comprender muy bien adónde quieres llegar.

»Si no eres un miembro del grupo, debo matarte —declaras siniestra.

—¡¿Qué?! ¿Pero qué tonterías estás diciendo, Nyx? —Se asusta el mediano forzando una risita nerviosa.

—Digo —enuncias pausada— que sabes lo que soy, sabes a qué raza pertenezco, y sabes que no toleramos testigos. Si no estás bajo mi protección, estoy obligada a silenciarte. —Le recuerdas chasqueando los dedos frente a él. La llamarada súbita que generas le convence de que no estás bromeando.

—Vamos, Nyx, no atemorices al pobre —intercede Bófur entre jovial y preocupado para destensar el sombrío momento.

Otra vez.
El olor a hierba mojada, el petricor tan característico que se aspira antes de una «inminente» lluvia… cuando lleva diluviando casi todo el puto día y parte de la noche.

Puede que después de todo, los tuyos no te hayan dejado tan sola.

Annea anda cerca. Mucho. Casi encima.
Al igual que tu aroma semeja toques de vainilla y coco, o el de tu padre recrea notas de chimenea en noviembre, sombra boscosa y hojarasca, Annea desprende un evocador perfume a tierra húmeda en verano. Evolucionasteis para atraer a vuestras víctimas, cuales peces abisales. Y también desarrollasteis un sistema para comunicaros a través de vuestros elementos, como ahora, que la flama que has encendido admonitora para el hobbit crepita transmitiéndote un inquietante «¡salid de ahí!» un tanto perentorio de parte de tu progenitor.

—¿Qué es eso? —cuestiona Bófur, trayéndote de vuelta y señalando el abrecartas del mediano.

Éste lo desenfunda. Emite una débil luz pulsada de tono azul blanquecino. Nada que ver con el cálido anaranjado de la llama que refulge amenazante entre los dedos de tu diestra.

Pero inexplicablemente Bilbo desdeña tu inequívoca coacción, y comienza a aterrarse por el brillo de su cortaplumas.

Orcos…

Dentro se oye el grito apresurado de Thorin («despertad, ¡despertad!»). Y de repente, como si un nicrón térreo se hubiese erigido en señor del averno, el suelo de la caverna se abre, tragándose a todo aquel que dormitaba al otro lado del umbral.

Amagas con lanzarte a atrapar la mano de Bilbo en su caída. Amagas; porque el olor a futura tormenta te ha atenazado por la cintura antes de que pudieras alcanzar la muñeca del mediano.

Y ahí, revolviéndote entre el férreo abrazo con que te domeña una sorpresiva Annea, que te imposibilita cualquier conato de acudir en ayuda de tus camaradas, te separas impotente de ellos por tercera vez. Y por Érebo, que no vaya la vencida, porque entonces ya puedes despedirte de transformar a los elegidos.

—¡Scelesta! —increpas a la nithré, ya en vuestra lengua materna, cuando por fin te suelta—. Ahí iban cuatro candidatos —le recriminas malhumorada señalando al vacío—. ¡Joder, cuatro! No tenemos el censo como para permitirnos tantas bajas.

Æterea Annea —te saluda protocolaria haciendo oídos sordos a tu reprimenda. Y aguarda silente e impertérrita escrutándote impersonal con esos ojos azul témpano sin pestañear. Apuestas a que no pronunciará nada más hasta que no la correspondas.

—Ígnea Nyxiræ —formulas a regañadientes con la cabeza gacha rascándote una ceja.

Annea se asemeja a tu madre en ese aspecto, fiel a la norma, a las escasas leyes que rigen vuestra etnia (por algo son pocas). Estricta y penetrante, dolorosamente inamovible como una hernia discal.

»Bien, gracias por evitar que me despeñase. Y ahora, si me disculpas, tengo unos activos que recuperar.

—Nyxiræ, tu padre…

Te giras alarmada e interrogante. Él te ayudó a detonar extremidades de los titanes, presumes que desde una distancia considerable. Demasiada energía consumida.

—Llévame con él —ordenas tajante.

—Ni patalees. —Es la única admonición. Básicamente porque un peso animado desestabiliza enormemente el vuelo, por no mencionar el sutil detalle de que al llevar una carga extra, los músculos de sus alas membranosas no podrán desarrollar la potencia necesaria para despegar. ¿Consecuencia? Toca tirarse en picado desde esas alturas para alcanzar la suficiente velocidad que le permita planear antes de estrellaros.

Un vuelo agradable, en definitiva.

Fīlia —Te abraza tu padre apenas habéis pisado tierra. Parece estar bastante entero…

Recelas. Y se lo haces entender a la nithré etérea: cabeza ladeada, ojos entrecerrados, ceja enarcada, mirada suspicaz. Aunque a lo mejor su falta de contacto con la sociedad ha conllevado una carencia de procesamiento cognitivo del lenguaje corporal.

—Yo nunca dije que Antares corriese peligro.

—Lo insinuaste —corriges su apreciación, visto que ha captado tu gesto.

—Sobreentendiste lo que te interesó. Nuestro objetivo era que no te aventurases en Ciudad Trasgo.

«¿Nuestro?». ¿De tu padre también?

Te rigidizas, aprietas los puños contando mentalmente hasta seis en vuestro idioma arcaico: ένα, δύο, τρία…

—¡Me habéis impedido y obstaculizado cumplir con lo que se me ha encomendado! —estallas.

—¿Eres siquiera consciente de lo que te ibas a encontrar ahí dentro, Nyx? Es un maldito horno de reverbero —tercia tu progenitor.

—Oh, vamos. Ni que emplease de continuo mi habilidad como para temer que prendiese fuego a todo aquello. ¿Me estás diciendo que habéis primado mi integridad a la de cuatro aspirantes potenciales? O por contra, ¿acaso pretendéis hacerme creer que preferíais dar al traste con todo el trabajo de selección, con la importante demora que llevamos, sólo porque existía una mínima probabilidad de que yo incendiase el lugar y los asfixiase? —Con cada pregunta elevas el volumen sumida en una incredulidad e indignación crecientes. No das crédito a sus vacilaciones acerca de tu competencia para llevar a cabo tu labor con éxito.

—Que lo consideres o no justo o bien deliberado, nos es indiferente —ataja Annea—. Como futuros supervisores del proceso de conversión (¡sorpresa!), nuestras decisiones pesan más. Ahora sólo nos queda aguardar a que aparezcan por la Puerta Inferior.

—¡Es que ahora lo más probable es que no salgan! ¡Es una puta. Ciudad. Trasgo! —imprecas recalcando cada palabra—, no una algara de veinte orcos. ¡Son ellos doce contra millares!

—Si no son capaces de sortearlos y/o diezmarlos, no nos sirven —rebate Annea desdeñosa—, y tu elección habrá sido deficiente.

Esta tía tiene un problema en el cerebro; algún plásmido, parásito o algo.

»Aunque en realidad son trece, no doce, contra una población estimada de mil quinientos, mil setecientos trasgos. Trasgo arriba, trasgo abajo. El viejo acaba de adentrarse.

—¿Gandalf? —exclamas confusa. No lo veías desde Imladris. De hecho, casi diste por sentado que ya no volverías a verlo.

—¿Así es como lo llaman los mortales? Bueno, me da igual. Es un Istar, no infravalores su capacidad resolutiva en situaciones complicadas. Para eso lo habrán reclutado en el pelotón, me figuro. Llevaba tu dalle, por cierto —informa frase tras frase como si estuviera dando un parte de guerra.

Y pensar que ésta va a ser la encargada de transmutar a Fíli. Lo compadezco.

—Respecto a eso, creo que deberíamos ir yendo a apostarnos en las inmediaciones de la Puerta Trasera y prepararnos. Si logran superar a los trasgos, tendrán que hacer frente a la ofensiva inminente de la tropa de Azog —te previene tu padre—. Y si todo sale como hemos pronosticado, en las postrimerías intervendremos nosotros, cuando sólo queden los cuatro elegidos. Aunque casi nunca acaece según lo proyectado, me temo —augura poco convencido.

—Inspeccioné hace un par de jornadas las estribaciones orientales de las Montañas Nubladas, donde muere la desembocadura principal de los subterráneos —os expone la nithré—. Es una zona de escarpada pendiente y pinar alto. Será relativamente fácil ocultarnos.

—Perfecto, pues —concuerda tu progenitor—. Dudo que los Naugrim evadan con premura a esos engendros. Eso nos da tiempo, de modo que no es necesario que nos lleves en volandas —apunta socarrón.

—No pensaba hacerlo —le chafa la chanza. Dicho lo cual, extiende sus poderosas alas brunas y se arroja desde el roquedo para alejarse planeando elegantemente.

Adiós, eh.

—Bueno, será mejor que nos pongamos en marcha —recomienda tu padre.

Pero no te mueves. Aún anidas resquemor por la jugarreta que ambos te han tendido.

»No debí acudir a la llamada de Annea cuando me emplazó justo después de lo de la tenebra —reconoce motu proprio sin que le pidas explicaciones—. Lo que me preocupa, Nyx, es que ahora concedas mayor importancia a la supervivencia de otros, que ni siquiera son de nuestra propia especie todavía, que a la tuya propia.

Lo encaras contrariada. Así que ése era el motivo por el que no quería que te internases en la montaña.

Y con razón.

»Conseguí disfrazar mi inquietud ante Annea prevaleciendo el riesgo de perder cuatro reclutas, para que ella colaborase. Pero el porqué es bastante más prosaico y egoísta —admite sin pudor aprovechándose de la intimidad.

Te acercas rendida ya. ¿Para qué discutir? Hace unas horas, cuando estuviste a punto de morir, deseaste con las escasas fuerzas que te quedaban, verlo por última vez, y que te cogiese la mano para afrontar el trance.

Lo estrujas mimosa y sin mesura cercando su torso abrigado por el redingote, desquitándote de su ausencia.

»Eres mi única hija. Tu madre tiene a tus hermanastros, pero yo me quedaría solo en esta larga vida —confiesa estrechándote entre suspiros.

Deberías contarle la verdad de tu plan, Nyx.

Debería.

La primera vez que viste a Thorin, durante su nada anónima reunión con Gandalf en la taberna de la aldea de Bree, tu mente voló a Érebor y se posó a los pies de un dragón. Una sinrazón germinó perniciosa en tu endeble cordura, obsesionándote cuanto más acechabas al rey enano.

—Como reza el refrán: «Todos los elfos mueren». Nadie vive eternamente, ni siquiera los Valar sobrevivirán cuando se avenga el fin del mundo. Fenecerán —divagas—, como nosotros. Incluida yo. Y pese a que rehúya la muerte, la he asumido.

Tu progenitor deposita un beso afectuoso sobre tu melena.

—Aplazaré al máximo ese momento mientras esté en mi mano —promete serio—. Y ahora, pongámonos en camino —exhorta entretanto empuña su berdiche y su terciado—. No me apetece aguantar la cara de perro de Annea por retrasarnos más de lo que ella estime conveniente. —Recupera su tono jocoso para tu callada alegría. Lo vas a extrañar tanto…

—De todos modos, me sigue pareciendo rastrero que Annea me embaucase por indicación tuya. Casi me enajeno pensando que agonizabas a causa de auxiliarnos contra aquellos colosos.

Una sonora carcajada prorrumpe propagando el eco entre los berrocales.

—Me convocaron porque esos lestrigones habían despertado y porque soy térreo. En algo puedo manejarlos. La contingencia de desgastarme por mi poder estaba cubierta. Pregúntaselo a los tres tristes trasgos que Annea me tenía amablemente reservados. O mejor, no se lo preguntes —bromea.

—Pero me notificaste que los arcontes habían prohibido beber sangre huerca. —Te sorprendes.

—Sí, de orcos, pero la restricción no engloba ni a trasgos ni a huargos. ¿No te lo dije? Ah, pues ya lo sabes.

Se te queda cara de lela. Te lo aclara ahora y continúa tan pancho, vericueto abajo. Sólo le falta tararear inocentemente.

—Y yo me he estado alimentando de lagartijas y cabras —le reprochas burlona, para que note la punzada de la culpa—, y de ovejitas pelonas.

Te frenas en seco.

De ovejitas pelonas… La cabaña.

—¿Qué te pasa? —indaga tu padre al constatar que te has detenido—. Nyx —te insiste con el semblante turbado, constriñéndote los hombros.

Frases esperpénticas manan a borbotones, como la sangre del crío diseccionado o la del tronco humano colgado de las sirgas. Con el mismo espanto que te anegó al presenciar la dantesca escena, relatas con todo detalle cada pista, cada dato que almacenaste concienzuda y asqueada en tu memoria.

Un falso silencio se impone entre vosotros, rasgado por el continuo ulular de la galerna y el aguacero que no cesa.

Tu padre no sabe muy bien cómo gestionar tan delicada información. Se pasa una mano por el rostro, reteniéndola en el mentón.

—Debo transcribirlo —concluye al cabo—. Con calma, para analizarlo todo minuciosamente después. Convendría incluso levantar algún croquis o plano de la choza y la ubicación en que hallaste los cuerpos, así como dibujar algún boceto de su escabroso estado —sugiere atribulado por el compromiso que te impone—. Lo lamento, Nyx. Lamento que hayas tenido que apencar con semejante abominación. Cuando te pedí que investigaras mínimamente, nunca me imaginé que te toparías con algo de ese calibre.

—No te disculpes. El Harad me curtió más que madre incluso —te sinceras—. Si tienes que lamentarlo por alguien, hazlo por ese hombre, el mozo y la zagala, que aún penará hasta el fin de los tiempos. O por el pobre Bífur, el del hacha en la frente, que ha acabado suicidándose —le reseñas un punto pesarosa, poniéndole al corriente de las novedades acontecidas.

—Supongo que el daño previo en su córtex prefrontal también terminó influyendo. ¿Lo vio alguien más?

—No estoy segura. Se lo impedí a Fíli, o al menos creo que no le dio tiempo a procesar nada. De momento, no ha mostrado ninguno de los síntomas que aquejaron al otro. Aun con todo, seguiré vigilándolo hasta Érebor —se te escapa.

Mierda.

Tu progenitor voltea extrañado, pero ya es tarde. Te has delatado.

—¿A Érebor? No vais a llegar a Érebor. ¡Nadie va a llegar a Érebor! ¿Por qué esa obstinación? ¿Qué se te ha perdido allí?

Miras el tolmo desnudo bajo tus pies, porque es la cosa más interesante de Arda en ese instante. Piedra berroqueña un tanto erosionada por acción eólica.

Eludes responderle, pero no hace falta. Abre desmesuradamente los ojos. Lo ha inferido solo.

—Ni hablar. No llegues siquiera a creer que cometerás tamaña locura. No lo consiento —te conmina iracundo, enmascarando el miedo—. ¡Te lo prohíbo categóricamente!

—No te ofendas, padre —replicas apacible—, pero arrastro un milenio a cuestas como para cumplir más órdenes que las de la Consuleia y las del prætor ígneo. Y no eres ninguno de los dos.

—Nereyn nunca lo aprobará. Jamás. No podemos prescindir de otra nithré ígnea. Y lo que ambicionas allí te conducirá inexorablemente a la muerte. ¿Es que no te das cuenta? —te reconviene casi implorante—. No me hagas esto, Nyx. Acabo de decirte que defendería tu vida por sobre todas las cosas. Y resulta que a la postre debo defenderte de ti misma.

La inteligencia penetrante de tu padre en ocasiones es un incordio, por no llamarlo tábano cojonero.

Seguro que no pretendía agraviarte.

No, qué va. Simplemente te ha señalado cierto desequilibrio mental que, según él, quizás deberías corregir.

—No podemos cambiar lo que somos en esencia, padre: enfermos —te defiendes—. Jamás lograremos alcanzar una felicidad plena, porque cuanto más sabemos, menos sabemos y más nos lastra esa sensación de desconsuelo, de no poder abarcarlo todo, de querer acaparar más y más, de no tener nunca suficiente. —Te enardeces, prácticamente gritando tu alegato—. Llevo centurias rastreando respuestas que me sacien, con menguada recompensa. Lo que habita aletargado en esa montaña las conoce. ¡Conoce el Origen! Y si el precio por la felicidad y por una erudición superior es la muerte, ¿cómo negarse? Al menos no habré muerto por nada y no habré continuado una existencia fútil y vana, sin propósito definido ¡como todos esos ignorantes inferiores intelectualmente a los que aborrecemos!

Fin del discurso. Ni te has percatado de que, de la exaltación, tus puños se han inflamado, sin que el turbión pueda apagarlos.

Tu padre te contempla descorazonado. No aciertas a distinguir si lo que surcan sus mejillas son lágrimas o gotas de lluvia.

—No puedo creer lo que estás propugnando. Tan pronto saltas de la empatía a la misantropía. Ahora es como si tu madre fuera la que hablase.

La comparativa te enoja. Tu amantísima progenitora, que desprecia al resto de pueblos, salvo a los malogrados Noldor, es una superviviente nata. Mataría al prójimo sin contemplaciones con tal de sobrevivir. La parca le ortiga. No concebiría morir, ni tan siquiera para obtener una iluminación elevada y mística.

—No, padre —recapacitas desalentada—, es nuestra raza y su condenada demencia. Sólo he discurrido el fin lógico que nos acarrea esta afección, si obviamos nuestra inherente tanatofobia.

—La tanatofobia es precisamente un mecanismo de salvaguarda de nuestra especie. Es el contrapunto al elevado nivel de invulnerabilidad. No podemos ir por ahí dejando que nos amputen extremidades y nos degüellen, simplemente porque nos fiemos de que luego nos vayamos a reconstituir. Sin ese temor nos habríamos extinguido.

—Oh, venga ya. Nos extinguiremos por lo mismo que los elfos, porque ya no procreamos. Porque hemos restringido tanto la natalidad para prevenir entrar en conflicto con el equilibrio del hábitat, que hace cerca de setecientos años que no nace un nicrón —arguyes ya acalorada—. ¡Confiamos todo en convertir a neófitos que en su mayoría no lo merecen!

Una ráfaga de viento del este os porta un mensaje. Annea os avisa caritativamente de que mováis el culo porque la amenaza de los gigantes aún persiste. Don de la oportunidad. La tierra tiembla. Levemente, pero lo bastante como para que aparquéis vuestra discusión y retoméis el rumbo sin volver a cruzar palabra.

Un terremoto invisible os ha separado antes.


Bilbo sólo pudo distinguir dos luciérnagas ambarinas empequeñecerse mientras caía a las profundidades ignotas.

Nyxiræ no llegó a tiempo de aferrarlo. La había visto estirar la mano hacia él. Quizás si hubiese soltado antes el mango de su daga, habría tenido una mínima opción de agarrarla. ¡Maldición! Estuvo a una pulgada, ¡a una pulgada!, de haberse librado; de haberle puesto ojitos tristes a la nízrim para conmoverla, eludir que lo matase y que le permitiera regresar a su casa y a sus libros. Y en cambio, ahora se hallaban cercados por seres más horrendos aun que los orcos. Porque mira que eran feos. Feos, feos.

Y como era de prever, trataban a empujones, a punta de chafarotes herrumbrosos (que a saber qué enfermedades contagiarían las armas —o ellos—) y a patadas.

Mas un hobbit es un ser sumamente ágil y escurridizo, capaz de pasar inadvertido si se lo propone. Y Bilbo se lo propuso. Tan desapercibido pasó durante su estadía en la gruta, que hasta adquirió la cualidad de intangible. Enhoramala.

Y entretanto el mediano gozaba de un rato de esparcimiento jugando a las adivinanzas con un amigo nuevo, a la cuadrilla la recibieron con un concierto folclórico de dudoso gusto, seguido de un exhaustivo registro e incautación de todas sus pertenencias. Por lo visto era requisito indispensable para conseguir audiencia con el Gran Trasgo de papada escrotal. Bastante repulsivo todo en general. Sobre todo cada vez que le bailaba ese papo masivo, por reírse de un Thorin sumamente solemne y digno aun hallándose en tan enojosa posición de inferioridad. De veras que aquel vaivén era casi hipnótico, pero no para el buen rey, que prestó más atención a la intrigante alusión que le dictó el pérfido espantajo a un simpático trasguillo tullido montado en tirolina.

No, no podía haber deslizado la posibilidad de que su mayor enemigo (con perdón de Smaug) hubiese sobrevivido luego de rebanarle un brazo en Azanulbizar. No, Azog fue destruido en combate mucho tiempo atrás.

Pero no tuvo tiempo de devanarse los sesos con tal revelación, porque la cosa empezó a ponerse fea. El más joven, esto es, Kíli, fue designado el primero al que torturarían, por si escucharlos cantar no era suficiente suplicio.

Uno de los esbirros desenvainó la espada de Thorin, y aquello ya fue el acabose. Se cabrearon bastante debido a que la dichosa hoja élfica se había pasado por el filo a demasiados de su ralea, y claro, no les sentó muy bien. El Gran Trasgo los mandó decapitar a todos. Juicio que por fortuna no se ejecutó gracias a Gandalf, muy dado a aparecer en el momento más oportuno.

Con la Glamdring en su diestra y su bastón y una guadaña en la siniestra, arengó a los Khazâd a luchar por decimoquinta vez en lo que llevaban de travesía. La dalla se la encasquetó a Nori en cuanto pudo, que ya estaba hasta la punta de la estrella de que siempre le tocara cargar con el arma de una tipa que ahora le estomagaba, si bien hubo de admitir que le fue de utilidad.

El caso es que lograron salir de aquel tugurio fruto de su superioridad marcial. Los trasgos, aunque cuantiosos, estaban desentrenados. Normal que los menospreciasen hasta los orcos. Menudos paquetes. Uno llegaba incluso a pensar que es que les gustaba que los matasen.

No obstante, sí que se habían esmerado en hacer bien algo. Thorin no se dio cuenta en ese instante. De hecho, no se percataría hasta la primera noche de tranquilidad lejos de ese infierno, en la Carroca, una vez que Gandalf y Óin le hubieron curado heridas de colmillos, garras y cimitarras. Pero luego de cerciorarse, no cupo ninguna duda, no había remedio. Sólo una desesperación creciente y un mutismo sepulcral para no desvelar tan terrible verdad a su grey. La llave de la entrada oculta a Érebor se había perdido para siempre en los túneles trasgos.

Aunque por supuesto no fue eso lo que finalmente escribiría Ori en los anales de la misión, como tampoco reflejó que durante prácticamente toda la aventura contaron con un decimoquinto miembro de sexo femenino. Estas «menudencias» se omiten en los registros de las grandes gestas. Más que nada porque no quedaría del todo bien referir que el líder de la expedición extravía en una vulgar reyerta la única forma posible de culminar la reconquista.

Pero bueno, como dijo un fulano allá en Hobbiton, todo en esta vida tiene solución, excepto la muerte. Y por suerte o por desgracia para ellos, el día de Durin consiguieron abrir, como estaba previsto, la Puerta Secreta de la vertiente oeste que señalaba el mapa de Thrór; aunque a costa de pagar su correspondiente deuda, claro. No era cuestión para cierta especie andar regalando favores.

Pero mientras los enanos se entretenían con tanto tajo, Nyxiræ se impacientaba y con ello enervaba a Annea, por lo general impasible. Se habían camuflado ya secos en uno de los abundantes canchales coronado por un pinsapo al que ya le empezaba a hacer mella la podredumbre radical a causa de un hongo.

Al fin, la nithré etérea encaramada en la copa de la conífera avistó salir a la comitiva, corriendo colina abajo como alma que llevara Melkor.

—Atentos —aconsejó queda—, pronto nos rebasarán si no se refrenan.

Mas el grupo se detuvo exhausto a varios estadales de distancia. Gandalf, al tanto de que Glóin y Ori se hallarían ya en Imladris, y del fatal hado de Bífur, enumeraba al resto para comprobar que estuviesen todos, pero Nyx reparó antes en que faltaba el mediano, y el remordimiento por no haberlo podido enganchar cuando la sima se vino abajo la martilleó pertinaz. Diantres, lo lamentaba por el renacuajo y eso que entre risas lo había amenazado de muerte.

—Nyx, no. —Al percibir su aprensión, Antares la censuró en haradaico para que la etérea no los entendiese—. Céntrate. No son colegas, son meros individuos sin nombre. Necesito que aparques tu empatía a un lado, por favor. Es de vital importancia. Annea no transigirá ni un fallo en el plan trazado —le suplicó entre murmullos.

Lástima que su hija ya viniera caldeada de antes. Y la catilinaria con la que se estaba desfogando Thorin contra el pobre hobbit no presente, la estaba provocando aún más. Este hombre no aprendía. Empero, se contuvo para no deshonrar a su padre frente a su congénere.

De repente, cuando nadie lo esperaba, Bilbo se plantó entre ellos, muy resuelto el chaval y aparentemente de una sola pieza.

La nízrim relajó las facciones aliviada, aunque luego como buena apátrida, no se sintiera identificada con la soflama pro-la Comarca y la declaración de amor incondicional a su sofá por la que abogó el hobbit para explicarles por qué demontres había vuelto. «A lo mejor es que se dio un golpe en la cabeza tras la caída y ahora es tonto», caviló Nyxiræ. Annea tampoco lo comprendía mucho a juzgar por su expresión de hartazgo. Excesiva verborrea para su gusto.

Para alegría de la mujer alada, un aullido desgarró la atardecida. —Menos mal, lo estaba deseando —festejó por lo bajo—. Creí que ya no se iba a personar el pálido orco de las narices.

—Por el momento mantendremos la posición —comandó Antares—. Rápido, trepemos. Otearemos mejor desde el dosel arbóreo.

La jauría de huargos se precipitó sin miramientos sobre las presas, que al menos no se dispersaron por doquier, pero a cambio trotaban atolondrados.

La nithré etérea chasqueó la lengua.

—Mala decisión estratégica, gusarapos. Por ahí no hay salida, sólo un barranco.

—Pues tampoco nos sirve que se despeñen —reprobó el nicrón—. Debemos acercarnos más para tener margen de maniobra.

Y mientras los tres conquistaban las crestas de los pinos, efectivamente a la camarilla, convergiendo en un claro, se les acabó el camino, y comenzaron a escalar la pineda esquivando las dentelladas de los descomunales lobos.

—Pinta bien. —Se regodeó Annea. Tenía localizados a los cuatro candidatos gracias a las descripciones que le habían facilitado. Estaban ubicados en las ramas altas, al contrario que la morralla prescindible de sus compañeros. Carnaza de primera.

Pero con lo que la etérea no contaba es que el Istar alertase a la mensajera de las águilas. Una polilla blancuzca revoloteó apremiante sin ser vista. Lamentablemente, los Nicrói nunca podrán compararse con la agudeza visual de un elfo.

Y como estaba previsto, bastante cachazudo para las prisas que se había dado, Azog escenificó una entrada triunfal. Otra cosa no, pero era un maestro en la propaganda del miedo y de las sorpresas desagradables.

A Nyx no le caía ni bien ni mal, no lo había frecuentado, por lo que no se había formado una opinión de él. Aunque para tratarse de un orco, le impresionaba lo astuto que era, lo cual incrementaba el peligro a la hora de enfrentarlo.

Thorin en cambio lo conocía bien, mas se asombró al confrontar la verdad. Se había engañado a sí mismo, convenciéndose de que era imposible sobrevivir a la amputación de un miembro. «¡Estulto!», se dijo con manifiesta alteración.

—Esto no me gusta. —Compartió Antares. El cabecilla orco había señalado al monarca naug y lo había reclamado para sí. Primer conflicto de intereses. Entrañaba que si querían rescatar a Thorin, habrían de arrebatárselo al huerco albino.

A la voz de su amo, la manada de huargos arremetió con virulencia, desgajando los vástagos de los árboles y desestabilizando los troncos. Uno a uno, los pinos en los que estaban subidos los enanos fueron cayendo cuales fichas de dominó. Salvo el último y solitario al borde de abismo.

Concentrada como estaba la horda en los desdichados Nogothrim, el nicrón y las dos Nithrái, cuidándose siempre de no exhibirse, descendieron hasta otro roquedal a ras de suelo a media milla por detrás de la retaguardia huerca. Aunque el hecho de que el brujo estuviese arrojando piñas incendiarias ya significaba bastante distracción para los animales y sus jinetes.

Si bien a priori podría parecer un punto a favor para las intenciones de los Nízrim, merced a la capacidad ustible de Nyxiræ y el manejo de las llamas a su antojo, lo cierto es que suponía un auténtico revés, en tanto en cuanto auguraba que todos los Khazâd salieran airosos; puesto que debido a su pánico al fuego, los huargos se batían en retirada.

—Qué cabrones —masculló la etérea. Los canijos prorrumpieron en vítores en los hocicos de un Azog que bullía rabioso frente a una infranqueable barrera abrasadora, y Nyxiræ no pudo evitar esbozar una fina sonrisa mental por el momentáneo triunfo.

Empero les duró poco la celebración. Las raíces de su único sustento comenzaron a desarraigarse de la tierra, y el pino adquirió una comprometedora posición horizontal al borde del precipicio. Dori y Nori se resbalaron y si no hubiese sido por el bastón de Gandalf, habrían acabado hechos papilla novecientos metros más abajo.

—¡Tenemos que intervenir ya! —exigió la nithré ígnea, con palmario ademán de abandonar la trinchera, pero Antares la retuvo presto. «Aún no», repuso entre murmurios para sosegarla, «caerán primero los más débiles».

No se apaciguó. En contra de su naturaleza, o quizás precisamente a causa de su ambivalencia, Nyx se estaba sulfurando ante su propia pasividad, reminiscencias de aquel episodio de su pasado en un aduar.

Para Thorin, aun arrostrando la sensación de vértigo, la deducción era lógica: mucho debía quererlos Mahal para que escaparan con vida de ésa.

Incluso el cacique huerco se lo olía, y si bien no era la muerte que le tenía reservada a su archienemigo, deleitarse con verlos desprenderse uno a uno, como fruta madura, tampoco estaba tan mal, ¿no?

Pues no. El líder khuzd no se amilanó. Más bien todo lo contrario. De morir, moriría matando y así se lo hizo constar a Azog, en un desafío de miradas torvas y expectantes. Y una decisión.

—¿Pero éste qué hace? —Se pasmó Annea ante el arrebato del adalid de retar al huerco alfa en singular duelo. Aunque una cosa sí le reconoció secretamente: Rex tremendæ maiestatis. El necio se dirigía a su muerte, pero se dirigía gallardo y regio.

Humm, desmedida e inapropiadamente apuesto para circunstancia tan luctuosa. Eso la escamó.

Empezó a poner en duda la idoneidad de los candidatos seleccionados por sus cognados. Comenzó a rondarle la sombra de un posible favoritismo aplicado por una empática inestable como Nyx, junto con la de un nepotismo soterrado de parte de otro empático permisivo como Antares. Sospechaba que le habían escamoteado información relevante, demasiada, y que podían estar influidos por motivaciones e intereses personales. Eso entre los Nicrói tenía un nombre: corrupción, y a la etérea no le gustaba un pelo.

Como tampoco aprobaba el indisimulado forcejeo que se traían padre e hija. Por mucho que existiese la probabilidad de dar al traste con el reclutamiento, la evidente insubordinación de la susodicha era inadmisible e injustificable, y es que desde el primer embate del orco y su montura sobre el paladín, Nyxiræ se revolvía aprisionada por el firme agarre de su progenitor.

#

«¡Permanece conmigo! Permanece conmigo», le pedía una y otra vez, trabándola por hombros y cuello con sus brazos. Su padre era más corpulento que ella, más alto; la podía. Siempre la había podido, en todos y cada uno de sus entrenamientos, en cada ocasión que se batieron para que él le enseñase nuevas técnicas, nuevas llaves, nuevos esquives, nuevos golpes. Y cuando ella lograba dominar y acendrar cada una de las lecciones, él seguía venciéndola.

Hasta ahora.
Nyxiræ se hallaba movida por una ira vieja, vivida con anterioridad una tarde de regreso a la aldehuela haradrim en que distinguió en la lejanía, impactada e incrédula al principio y cerciorándose amarga y furibunda después, la ejecución a pedradas de su amiga. Nunca más mencionó su nombre, y ya no estaba segura de recordarlo. Se mentía, lo enterró en lo más hondo de su fuero interno, como una pella, una pelota de escoria de alto horno.

Y acabó estallando cual lava porosa de un volcán cuando contempló a Thorin de rodillas en el suelo, debatiéndose por incorporarse atropelladamente antes del siguiente mazazo de Azog. Porque iba a asestarle un segundo, y un tercero. Su melena leonina y azabache, levemente veteada en plata, le opacaba el rostro ensangrentado…

La imagen de la mujer haradrim se le apareció nítida: un guiñapo sanguinolento zarandeado a merced de un oleaje de piedras y guijarros, con el pelo suelto, apelmazado como una venda pastosa a lo que antes fue una cabeza.

»La recuerdas. Recuerdas todo el macabro curso de acontecimientos. Y ahí está, esa espina que no puedes sacarte, ¿verdad? Si hubieras llegado a tiempo. Si no te hubieses entretenido en Hidâr para encargar tu sable negro. Si la cólera te hubiese asaltado antes de su muerte y no después… ¿qué habrías hecho?

»Los habría quemado vivos a todos.

»Muy bien. Pues hazlo.

—Permanece, permanece, permanece, permanece. —La súplica de su padre se había transformado en un porfiado arrullo de cuna. La zarandeaba rítmico hacia adelante y hacia atrás, sin soltarla.

Nyx pugnaba frenética por liberarse. Notaba el calor que precedía a la combustión. Le faltaba el oxígeno, pero no desistía, no se cansaba. Por contra, la secreción de adrenalina se disparó. En una parte de su cerebro llegó a creer que acabaría arrancándole a su padre los brazos tan sólo del ímpetu con que tiraba de él.

Pero no fue así. Inexplicablemente Antares la desasió raudo de su abrazo de titán y ella vio el campo abierto.

Corrió. Corrió colina abajo sorteando los pinos, los cantos rodados de la ladera y algún que otro huargo que chamuscó por el camino. Corrió veloz y en llamas, fulguraciones que velaban su vista sin nublarla del todo, aunque apenas necesitase ver. Conocía la línea de meta, la fijó durante el forcejeo con su progenitor, y se valió de la pendiente para incrementar la celeridad.

Esta vez llegaría a tiempo. Su amiga no moriría hoy. No otra vez.

Aunque Thorin ya no albergaba esperanza alguna. El huargo albino apresó al rey enano entre sus fauces, y a pesar de que el escudo de carballo le adargaba algo contra las dentelladas, la presión del cánido le arrancó alaridos de dolor. Perecería con dignidad, eso sí, batallando, no achicharrado o despeñado; habiendo intentado vengar a su padre y a su pueblo, mal que sin éxito. Maldecía su suerte y al Pálido Orco, que iba a consumar su victoria de un modo tan ruin, pero él plantaría cara hasta su postrer aliento.

Blandió su espada élfica contra la testa del animal, lacerándole el morro. El monstruoso licaón lo abarró con furia al notarse herido y Thorin fue a dar espalda contra un risco.

«Está hecho», se dijo desmoralizado, ya casi exánime. Pensó que la muerte pareció haberle estado rondando siempre, y en esta última semana lo suyo rozaba el acoso; perseverante la muy puerca.

Escuchó al huerco jefe ordenar en su aborto de idioma alguna directriz a un acólito, seguramente relacionado con sacarle los ojos o el corazón, no fuera él a mancharse la mano que le quedaba.

Sintió el hierro oxidado de un alfanje tentándole la gorja. Aquello le molestó bastante. No cabía esperarse honor alguno de esos despojos, mas no aceptaría una ejecución sumaria mirando al infinito de las estrellas entre el celaje, mientras caía el filo de la falcata. Infortunadamente, acusaba el extremo cansancio del que ya ha agotado todas sus fuerzas, y sólo pudo tantear el suelo en derredor pretendiendo el mango de su tizona, que a saber dónde habría ido a parar.

«Estáis jodido», recordó el gesto de conmiseración que le lanzó la muchacha en el algar cuando le planteó su proposición: «protegeré a la compañía hasta Érebor». Puñetera gracia que finalmente él tuviese razón y ella no hubiese podido cumplir con el trato. No la culpaba, Thorin sabía de sobra que era una entelequia, un imposible.

Además, próximo a sucumbir, no le apetecía lo más mínimo irse a los salones de Aüle con resentimientos varios. Suficiente le reconcomía la empresa que dejaba inconclusa; como su abuelo, como su padre. Esperaba sinceramente reencontrarse con ellos y con su hermano menor, Frerin. Cuánto le lloró en la intimidad, lejos de la mirada de Dís y de sus sobrinos. La expectativa de volverlo a ver le reconfortaba para afrontar el duro y vergonzoso trago de ser decapitado por un huerco contrahecho.

Y sin embargo, lo último que sus zarcos e incrédulos ojos distinguieron antes de desmayarse fue al intrépido hobbit clavándole desaforado su abrecartas en el pecho a un orco, y una esfera de fuego azul cyano surgir detrás de un huargo blanco.


Aclaraciones:

Scelesta = término que en latín equivale a malvada, abominable, calamitosa, desafortunada.

Haradaico = lenguaje de los Haradrim.

Rex tremendæ maiestatis = verso del himno latino Dies iræ, que viene a traducirse por rey de tremenda majestad.