Bueno, pues como ya adelanté por fb e Instagram, último capítulo de la primera parte de la trilogía, y último capítulo en mucho tiempo, me temo T_T Por circunstancias profesionales, debo aparcar el escribir fics por unos meses (más de los que os he malacostumbrado). De hecho, siéndoos sincera, no debería ni haber publicado éste, pero me daba muchísimo coraje dejarlo sin actualizar teniendo escrita más de la mitad; así que finalmente he sacrificado horas en que tenía que haber estado machacándome las oposiciones e hincando codos U-_- para poder terminar el cap.

De modo que espero que tanto esfuerzo haya merecido la pena :) y que os guste este final de temporada xP

Como siempre, ya he contestado por privado a quienes comentaron el anterior, salvo a Guest, que no me ha dejado un nombre :( para dirigirme a ella, pero bueh, te respondo igual por aquí para agradecerte tus tres comentarios, a cuál más animador :D En cuanto al de La sangre sobre la rosa, te digo lo mismo que arriba, entre trabajo y oposiciones, me veo forzada a demorar actualización. Y ya me fastidia, porque tengo todo el esquema argumental trazado :(

Y no puedo despedirme sin dar un millón de gracias a Numenoreano por el increíble fanart con que me ha obsequiado *.*

numenoreano (punto) deviantart (punto) com (barra) art/En-el-claro-de-los-lobos-660760515

En fin, no me enrollo más, que ya de por sí el episodio es largo. En esta ocasión, la música entra desde el principio mismo. Se trata de un fragmento de la B.S.O. de una película muy poco conocida, pero una joya imperdible en muchos aspectos. Ya sabéis, tres uves dobles (punto) youtube (punto) com (barra) watch?v=kYTyH-Wx9Lg (o buscad Bab'Aziz music – Levon Minassian).

N. del A.: en este capítulo se menciona a una nueva nízrim de agua (aunque hilando fino, no tan nueva), que yo siempre me he imaginado como Mónica Bellucci de joven ^.^

Aclaraciones:

Dies iræ, dies illa, solvet sæclum in favilla = «Día de la ira, aquel día, en que los siglos se reduzcan a cenizas» (versos iniciales de un famoso himno latino).

ius civile = conjunto de reglas que regulaban las relaciones entre ciudadanos romanos.

extrāneī = del latín extraneus, «extranjero, forastero, extraño».


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El zalmedina dictó que nadie podía dar sepultura a la mujer recién ejecutada, así que uno a uno, los allí congregados se fueron retirando. Se acercaba la hora de cenar y el marido de la ajusticiada, ahora viudo, había prometido un suculento banquete de celebración. Vítores por una adúltera menos en el poblacho.

Con la luz del atardecer, el enigmático fogonazo añil a algo menos de media legua (que tal como se originó, se desvaneció), pasó desapercibido para la muchedumbre.

En el zoco sólo permaneció la tía de la asesinada, desolada e inconsolable.

No muy lejos, una sombra veloz partió el cuello a un borracho que se alejó del festejo para orinar. Lo despojó de su vestimenta, así hediese, cubrió con ella su desnudez, y se allegó sigilosa y con nocturnidad al lugar de autos. La tía seguía allí llorando, cual estatua de arena.

Entre ambas portearon el cuerpo, aprovechando que casi toda la aldehuela dormía por el sueño o la melopea, y lo enterraron extramuros. Sin lápidas ni elegías.

La tía había sido casera de la reservada extranjera desde que ésta arribase al alfoz haradrim. La alojó aun sabiendo que era una mujer que se hacía pasar por hombre, muy convincentemente, por cierto; pero la acogió porque la infiel despertaba en ella aires de libertad, de rebeldía contra las rígidas normas establecidas por el valí y los alfaquíes de la región. Aires de independencia y de no someterse más.

Esa misma inspiración que confirió a su querida sobrina la valentía necesaria para abandonar al infame de su esposo (que la apaleaba noche sí, noche también), llevarse a sus dos hijas con ella e irse a vivir con la extraña y su tía, sellando así su fatal destino.

La pobre mujer relató con total detallismo a la negra silueta el juicio sumario instigado por las pruebas amañadas y falsos testimonios aportados por el cónyuge despechado, así como la ejecución pública. Facilitó nombres y grado de participación en aquella injusticia. Y esperó.

Después de tres soles, su antigua inquilina se la llevó lejos, al Cercano Harad, junto con las hijas de su sobrina fallecida. La forastera le prometió venganza divina, y ella la creyó, pero prefirió no conocer las torturas que ésta fuere a perpetrar. En ocasiones, la ignorancia es sinónimo de felicidad.

La foránea empleó dos años de su a priori inagotable tiempo en erradicar todo hálito en aquella aldea. Exterminó cualquier atisbo de subsistencia, semejando una plaga inexplicable que atacaba de muy distintas maneras; incluso a los pocos que sensatamente desconfiaron de tanta muerte contra natura y decidieron emigrar y escabullirse de la calamidad.

Como esa familia que localizó de camino a Ardûmir, rebasadas las ruinas de Kârna, y cuya matriarca había aplaudido desaforada la primera piedra que consiguió impactar en la frente de la amiga haradrim, regodeándose en las subsiguientes lágrimas de la rea, que se mezclaban con su sangre.

Cuando el ocaso se cernió sobre el mar de dunas y sumió en el sopor a padre, madre y chiquillos, otra oscuridad trajo consigo una cobra real. La mujer despertó ante los gritos de dolor de su esposo e hijos por las múltiples mordeduras (hasta el camello salió por patas con sus escasas pertenencias). Empero no pudo hacer nada para extraer el veneno y los vio languidecer sin remedio entre convulsiones.

Entonces notó una penumbra a sus espaldas y la hoja caliente de un sable de corindón en la garganta. La figura que se alzaba detrás de ella, montada en un dromedario albino, la obligó a ponerse en pie y a caminar.

Y caminó, y caminó… hasta destrozar las babuchas, hasta despellejársele la planta de los pies y descarnarse estos después, llegándosele a intuir el hueso calcáneo. Caminó hasta empastársele la boca, a tal punto que no podía separar los agrietados labios para beber las pocas gotas que le proporcionaba su verdugo una vez al día. Hasta tenía que miccionar o defecar mientras caminaba, porque su torturadora no transigía ni un momento de descanso. Caminó incluso tras caerse de abatimiento y cansancio extremo, pues nuevamente era levantada a la fuerza para volver a caminar y caminar.

Caminó hasta morir.
Porque ni huyendo del aduar, pudo escapar de la cólera que sobrevino a su crimen.

~~~~~ ··· ~~~~~

Annea se estaba aburriendo horrores, sazonado todo con un creciente hartazgo. Presenciar la atípica pelea padre-hija, en que la nithré ígnea había asumido el rol de adolescente rebelde sin causa y completamente abofeteable, y un padre sensato pero demasiado volcado, se cegaba en retenerla a su lado, era algo que no esperaba (ni deseaba) presenciar a sus milenios.

Empero hubo un cambio que la obligó a ponerse alerta. Algo en principio muy sutil, apenas perceptible sino por una nízrim etérea de su experiencia: el oxígeno en derredor suyo había comenzado a escasear.

Detectó que se estaba concentrando en torno a Nyxiræ, y aquello le olió mal, a dióxido de carbono.

No había tenido intenciones de interponerse en el berrinche, pero Antares parecía no darse cuenta de lo que allí se estaba cociendo: su propia hija.

Sin mediar palabra y sin previo aviso, asestó un golpe seco en el riñón derecho al nicrón, y cuando éste se dolió, provocando que se separara mínimamente de Nyx, Annea le rodeó el cuello con la diestra, y con la siniestra le inmovilizó el lado izquierdo.

Liberada del agarre de su padre, la muchacha corrió colina abajo como si no hubiera un mañana (quizás para ella no lo habría) en una combustión perfecta, color índigo, color cyano, incinerando su ropa y abrasando a su paso todo aquello que tocase o pisase.

—¿Es que no te estabas percatando de que tu hija estaba absorbiendo el oxígeno circundante, Antares? —recriminó la etérea, con un punto de incredulidad, asiendo todavía al hombre contra su voluntad.

El nicrón no respondió enseguida. Persistía en su nuevo forcejeo, ahora con la etérea.

—Van a… —Trataba de recuperar el resuello tras el tremendo costalazo en el riñón—. ¡Van a descubrirnos!

Le propinó un pisotón a la mujer, que inmediatamente reaccionó soltándolo. Tenía razón. En la Tercera Edad sólo los altos elfos, los Istari y alguna criatura más por ahí, tenían constancia de su preexistencia. Los orcos los confundían con humanos o si acaso con Eldar, pero no eran tan estólidos como para no sospechar algo raro si de repente presenciaban cómo un presunto mortal se prendía fuego y no sólo no moría en el acto, sino que además parecía controlarlo.

Nyxiræ casi había alcanzado las espaldas del pálido orco, el que Annea consideraba más peligroso debido a su inusitada astucia.

La etérea no lo dudó.

Con un movimiento del mentón hacia la derecha, manipuló el aire del promontorio en el que se alzaban varios huercos junto a Azog sobre su albo licaón, dando ya órdenes a un acólito de decapitar al líder naug.

El oxígeno cesó de existir para ellos y sus monturas. Y no sólo eso, desplazó a la zona un elemento más pernicioso, el metano de la vegetación putrefacta del pinar. Uno de los orcos, el más enclenque, se asfixió en menos que aúlla un huargo. Era un mierdas. Azog no, Azog simplemente perdió la consciencia por la privación.

Y sumido en esa anaerobiosis, no llegó a ver la bola de fuego azul cyano que se le venía encima, entre otras cosas porque la ausencia del anfígeno provocó que la nithré tampoco pudiera continuar con la combustión.

Pero le dio un poco igual. Iba a machete. Figuradamente. No así el resto de enanos, esos fueron con toda la literalidad, como fiel infantería. Por fin habían logrado salir de tan penosa situación colgados de un pino, y acometieron fieros en defensa de su rey.

Y el mediano no se quedó atrás. De hecho, para ser justos, fue el primero. Valeroso, no sabiendo muy bien ni cómo, le clavó su inseparable abrecartas en el pecho, con cierta saña y no sin miedo, al cumplidor secuaz de Azog. Thorin le deberá siempre una pinta de cerveza a ese hobbit. Si no hubiese sido por él, a buen seguro habría acabado descabezado.

Los segundos fueron sus sobrinos, seguidos de Dwalin, que milagrosamente no se precipitó al vacío tras troncharse su rama. Es que estaba demasiado mazado y pesaba lo suyo. Que se lo digan al huargo y al orco que tuvieron que hacer frente a su embestida, aunque en realidad ya no pueden decir nada, los pobres.

Kíli no se sentía tan a gusto bregando en distancias cortas como su hermano. Su arco le daba margen de reacción. En cambio, Fíli se había especializado en el manejo de cuchillos y armas blancas, de manera que en la práctica resultaba más mortífero y empleaba menos movimientos en quitarse de en medio al contrario.

En el fragor de la liza, el arquero distinguió cómo un cuerpo desnudo lograba encaramarse sobre los hombros de un orco que iba sin cabalgadura.

—¡Nyx! —gritó Kíli para, a continuación, en cuanto ella atendió mínimamente al escuchar su nombre, arrojarle el alfanje de una de las víctimas del joven príncipe. La nízrim haría mejor uso de su hoja herrumbrosa que el finado. Así fue, nada más atrapar el chafarote, la chica rebanó el pescuezo del huerco cuyo cuello aprisionaba entre sus muslos.

Fue entonces cuando Fíli reparó en la chavala salpicada de sangre orca. Vaya, era cierto que lucía un tatuaje en la base de la espalda… Pero el príncipe estaba a lo que estaba, a sajar lindos tajos en gorjas huercas. No podía permitirse distracciones, por muy como Eru la trajo al mundo que anduviera la muchacha.

Bilbo tampoco se descentró. Acusaba el subidón de adrenalina y tenía que aprovecharlo mientras fluyese por sus arterias. Hirió a dos huargos más, aunque el último lo lanzó por los aires. Quiso incorporarse apresuradamente para continuar ayudando, pero entonces comprobó que, misteriosamente, poco a poco sus compañeros estaban ganando terreno a sus enemigos. Incluso algunos orcos se desplomaban aparentemente sin intervención enana.

Bueno, eso tenía una explicación. Antares en lontananza se había dedicado a aumentar la gravedad allá donde cualquier bicho amenazase, bien a su hija, bien a sus camaradas, comprimiendo súbitamente a los engendros contra el suelo. Y cuando notó que no podía prolongar el malgasto de energía de ese modo, se embozó y bajó con su terciado y su berdiche a echar una mano, seguido de muy mala gana por la otra nithré, que no acostumbraba tanto a taparse la cara y para la que luchar con las alas plegadas y anudadas en el esternón era un soberano engorro. Ella había propuesto matar también al resto de Nogothrim para preservar el secreto de su especie, pero Antares nuevamente la disuadió. Los cuatro elegidos nunca cederían en pertenecer a un grupo que hubiese asesinado previamente a los suyos. Annea se estaba asqueando con tantos miramientos, empero determinó escoltar al nicrón.

Dwalin se quedó un poco parado cuando surgieron del bosque esas dos figuras encubiertas, ataviadas con lóbregos ropajes. No eran orcos, desde luego, y sin embargo, al principio el khuzd no supo precisar si luchaban con ellos o contra ellos.

Y en esto que a aquella bacanal en que uno ya no sabía ni lo que estaba pasando, se sumaron las águilas para mayor despiporre y caos. El reclamo de Gandalf había surtido efecto. El viejo no estaba del todo convencido de que fueran a concurrir. Al fin y al cabo, las señoras del aire sólo atendían los dictados del rey de los Valar, que por supuesto no era el mago.

A Annea aquello le jodió, para qué vamos a negarlo. A pesar de la insubordinación de la ígnea, todavía albergaba la esperanza de que todos los orcos y la mayoría de enanos tuvieran una deferencia para con sus maquiavélicos planes y la palmasen elegantemente, para que, con algo de suerte, sólo sobreviviesen los cuatro candidatos.

Soñar era gratis.

Empero, ahora esas metomentodo de las águilas habían aparecido para terminar de apuntillar una jornada catastrófica en la que todo lo que meticulosamente había calculado, se le estaba yendo al traste.

Como buena nithré etérea, detestaba a esas gigantescas rapaces. Eran perfectamente capaces de desestabilizar, e incluso derribar a cualquiera de su gens con un fugaz ataque en picado. Afortunadamente, las mensajeras de Manwë no solían inmiscuirse, y sus escasas intervenciones se reducían a los periodos de guerras entre los hijos de Ilúvatar y las huestes de Bauglir, que a los Nízrim ni les iba ni les venía.

Por esa razón, regía una especie de tácito pacto de no agresión entre ellas y los Nicrói de aire, porque estos eran neutrales y nunca se habían alineado con el bando maléfico; pero eso no significaba que ambas razas no recelasen y mantuvieran una vigilancia recíproca.

De forma que en cuanto vio a una alzarse detrás del barranco, con dos de los canijos que hasta hace un rato estaban a punto de caerse, Annea retornó a la espesura, a esconderse de la aguda visión de los aguiluchos, eliminando a algunos orcos de paso.

Los huargos no pudieron esquivar ese embate sorpresivo, las aves los aventaban precipicio abajo, hincándoles antes las garras en los lomos. O derribaban los escasos pinos, aplastándolos con contundencia. O incluso avivaban el incendio que aun persistía en el calvero.

Las llamaradas llegaron a Nyx sin afectarla. No así el infeliz que estaba a punto de rematar, que se achicharró y acabó despeñándose mientras corría envuelto en llamas.

Nyxiræ podía haberse valido entonces del fuego para consumar la escabechina que estaban infligiendo a los huercos, pero se sentía cansada. No físicamente, ya que continuó pateando a diestro y siniestro; mas el haber logrado inflamarse en cyano consumió casi todo lo que había obtenido de la sangre de Thorin, y tenía reciente el recuerdo de lo que le ocurriría si llegaba a extinguirse la energía. No obstante, la liza estaba a punto de finalizar.

Landroval, una de las águilas más nobles, aferró con sumo cuidado, apenas posándose, el cuerpo inconsciente del líder naug, escurriéndosele el famoso escudo de roble que fielmente siempre lo había acompañado.

Azog habría rugido rabioso sólo de contemplar cómo se le escapaba su presa, pero el pálido orco seguía tirado en el mismo sitio en que se había desmayado, algo más chamuscado que antes, y con algún que otro pisotón en los omóplatos, de todos los que le habían pasado por encima.

Bilbo intentó oponerse a ser manteado por las águilas, pero acabó por los aires igual que sus camaradas hasta verse montado de forma definitiva (y más o menos estable) en una de esas inmensas aves.

La nithré ígnea asistió impotente a cómo uno por uno, sus colegas se alejaban rumbo Este.

Fíli y Kíli voltearon desde las alturas, sólo para constatar que ningún águila recogía a su compañera.

—Gandalf —chilló Fíli, tratando de hacerse oír por encima del bestial ruido del viento—. ¡Gandalf!

El ave entendió que querían hablar con el istar, y sin aguardar a su petición, se arrimó lo más que pudo a Gwaihir, el monarca de su clan, y el que cargaba con el mago.

—Gandalf —reclamó de nuevo el rubio—. Nyxiræ…

El viejo tornó la vista al claro de los lobos en un ademán ocioso, porque sabía de sobra que sus amigas no iban ni a amagar con transportarla.

Negó con la cabeza a los príncipes para que se fueran concienciando. —Las águilas no aceptarán portar a un ser oscuro —vociferó lo más que pudo.

Y estaba en lo cierto. La nízrim estaba experimentando una regresión a los días de ira de su pasado. Dies iræ, dies illa, solvet sæclum in favilla. «En que todo se reduce a cenizas», o en este caso, a una pasta pardo negruzca. La de los sesos y la sangre, esparcidos sobre el granito, de un orco moribundo al que Nyx se empecinaba en reventar el cráneo contra la roca. Exactamente igual que hizo Bífur poco antes de suicidarse.

Vale que tenían que acabar que toda la manada huerca a fin de no dejar testigos, pero Annea estimó exagerado el modo de llevarlo a cabo para los cuatro monos que quedaban agonizantes. Mientras que la ígnea seguía ahí, dale que te pego, la etérea liquidó a los restantes que se arrastraban aquí y allá, de manera rápida y eficaz.

Antares en cambio enmudeció debido al comportamiento tan ilógico de su vástago. ¿A qué esa inestabilidad mental, esa volubilidad?

Él se adhería a la facción de Nicrói que opinaba que una cauta inmersión en sociedades avanzadas favorecería el desarrollo intelectual de la especie. Por eso animó a Nyxiræ a que no habitara una covacha durante su estadía en Harad, y se decantara por una de las dispersas villas cercanas a Abrakân. Pero luego de descubrir lo que le acaeció al infortunado arrabal y tener que encubrirlo bajo las arenas del desierto, pensó que quizás no todos los Nízrim estaban preparados para vivir en poblaciones. No obstante, también había demostrado inconstancia, descontrol y hasta una rebeldía casi autolesiva cuando se emancipó, los siglos que anduvo solitaria antes de conocer a Nereyn.

¿Acaso era incapaz de vivir tanto sola como en sociedad sin que afectase a su conducta? Su antigua pareja, la madre de Nyx, ya le previno cuando presintió que se estaban encaprichando el uno del otro: la gens ígnea era tornadiza. Sin duda, podían socializar más que un etéreo, pero en general se encerraban dentro de un núcleo de pocos miembros (lo que venía siendo una unidad familiar), evadiéndose del contacto exterior que no fuera estrictamente necesario, sobre todo para los trueques. Todo lo contrario que la gens térrea, y si me apuráis, incluso que la ácuea, infiltrados consumados en las ciudades o en los puertos de los hombres.

Antares había llegado a creer que su hija habría heredado algo de esta particularidad, mas ahora veía que se había estado engañando a sí mismo.

—Ahí hay un huargo mortecino —indicó Annea con la cabeza—. Estaría bien que no te ensañases hasta hacerlo papilla, como con ése —señaló alzando la barbilla a los despojos de la piltrafa que aún atenazaba Nyx entre sus dedos—. Así podrías beber algo de sangre, que me figuro que te hará falta después de quemar tanta energía.

Fue en ese momento cuando la ígnea reparó en el terrible error de exponerse en fase cyano delante de una nithré con tanto ascendiente sobre su raza. Puede que Annea ya no ostentase ningún cargo, pero de facto venía a fungir como un éforo, sus comentarios o consejos frecuentemente se acataban de forma inapelable. Y era difícil que pasara por alto todo lo ocurrido.

Los Nicrói priorizaban únicamente tres conceptos y se regían solamente por cuatro normas básicas. Todo en aras de no lastrar sus conciencias más de lo necesario (como les sucedía a elfos y humanos, y visto lo visto, también a los enanos), ni limitar su intelecto (como les pasaba sólo a los hombres).

El conocimiento coronaba cualquier motivación, en teoría primando incluso sobre el instinto de supervivencia, aunque en la práctica ambos supuestos se hallaban igualados, cuando no se anteponía la segunda. Y en habiendo alcanzado entrambas aspiraciones, se debía buscar siempre un equilibrio tanto con el medio como con los propios cognados.

Dicha armonía se lograba aplicando el ius civile específico de su etnia, a través del codex quattuor legum: un código compuesto por cuatro leyes. Sólo cuatro. Fáciles de aprender, así que nunca podrían pretextar la excusa del desconocimiento si las incumplían.

La verdad es que razonándolas un poco, no habían establecido estas reglas arbitrariamente, tenían su porqué.

La que prevalecía era la obligación de compartir todo conocimiento nuevo que fuese adquirido. Con ello evitaban la temida pérdida de sabiduría, que se había comprobado tan perniciosa, verbigracia, entre los Eldar, tras la caída de Gondolin, y de los Noldor en general. Cualquiera con dos dedos de frente se daría cuenta de que un vulgar elfo silvano estaba a años luz (unidad de longitud, no de tiempo) de la sapiencia de un simple noldo.

Y mirad por dónde, a Nyxiræ se le había olvidado comunicar el nimio detalle de que, al contrario que su tía abuela, había conseguido sobrevivir a una combustión integral perfecta. Despistes que sufría la pobre.

Al menos, Annea no estaba al corriente de que también había infringido el segundo precepto al ejecutar emponzoñando deliberadamente, a los pocos niños que malvivían en el villorrio haradrim. Y con esta norma, que pretendía precaver la escasez de presas en el futuro, Annea era especialmente tajante, prefería respetarla aunque cupiera una duda razonable de que el infante en cuestión no se tratase de un infante sino de un efebo. Si bien cuando se topó con Elrond, por suerte aparentaba la misma edad que tenía, a la sazón seis años.

Por eso le perdonó la vida al pequeño, y Annea jamás se lamentó por ello, porque en su fuero interno había observado fielmente el reglamento; ya que en el caso de que el peredhel hubiese superado los trece años, la máxima a adoptar era la de no dejar testigos, pues celaban en extremo el permanecer en las Sombras. No querían que nadie más supiese de su coexistencia. Ya les fastidiaba suficiente que algunos elfos los reconociesen.

Mas ahora que todo había salido tan mal, también iban a reconocerlos doce enanos y un hobbit. Anda, también por culpa de Nyx, cómo no.

Esto no habría pasado si la ígnea hubiera obedecido a rajatabla la cuarta y última disposición: respetar la jerarquía y las órdenes de ella derivada. Porque las autoridades nizrím, para variar, tampoco es que fueran una institución de lo más complicada. Un cónsul (o consuleia) electo, y un prætor o prætrix para cada Gens, designados también por votación. Y lo demás se reducía a subordinarse al más inteligente o culto, que usualmente solía ser el de mayor edad (para eso llevaría más años estudiando, ¿no?).

Si algún nicrón contravenía el código, parcial o enteramente, era juzgado para establecer la gravedad de sus actos, y se le condenaba a envejecer más o menos años, prohibiéndole consumir sangre, y por tanto, impidiéndole la regeneración durante el plazo acordado.

Sólo había documentado un caso de pena capital en su pueblo, bien que podría haberse dado algún otro que no hubiese sido registrado. Nyxiræ se enteró de dicha sentencia a muerte cuando se la refirió Nereyn una noche en la cama, sollozando mientras la ígnea la abrazaba para sosegarla. Horas antes de aquello, la ácuea había matado por primera vez a un adolescente de no más de catorce años, casi un crío.

Siendo francos, fue un poco en defensa propia. Una banda de cuatro malhechores tentaron de asaltar su choza enclavada en un bosque, amparados en el aislamiento y en el rumor del riachuelo colindante. Se creyeron que una cabaña habitada por dos mujeres que se disponían a almorzar tranquilamente, era un blanco fácil.

Nyx le acertó un cuchillo entre ceja y ceja al primero que forzó la puerta de entrada. Los dos que iban detrás presentaron cierta oposición, pero no tardaron en diñarla igualmente, más que nada porque ellas no se cortaron a la hora de mostrar las fauces, y claro, inclemencia para cualquier ojo indiscreto. Las dos nithrái repararon entonces en un cuarto, que se alejaba raudo siguiendo la ribera del arroyo. Nereyn elevó las aguas del regato y encerró al salteador en una esfera líquida. El rufián pateó sin denuedo tratando de emerger, hasta que se le escapó la vida.

Cuando se acercaron al ahogado, vieron que apenas era un muchacho. Nereyn se llevó la mano a la boca horrorizada, convencida de que había quebrantado la segunda norma. Nyx, más pragmática (mas también inquieta), le desabrochó los calzones mojados para ratificar con alivio que la pubertad ya le había aflorado. Ese chico tenía más de trece años. Caso resuelto.

Empero, Nereyn no pudo sustraerse del susto tan a la ligera como su pareja. Tiritaba nerviosa por toda la casa, ni siquiera las tisanas lograron calmarla, sólo las caricias y arrullos de Nyxiræ al anochecer, jugueteando con sus guedejas taheñas. Nereyn le narró la desgracia de Scylla, otra bellísima ácuea de iris de un verde musgo intenso, piel atezada y larga cabellera morena.

Era estéril, pero se negaba a aceptarlo, así que atraía a chiquillos sanos y despiertos, e iniciaba el proceso de conversión. El problema estribaba en que únicamente podían ser transformados individuos adultos, con un sistema inmunológico más resistente, porque los niños sencillamente no aguantaban el plásmido que los Nicrói inoculaban para la mutación. Enfermaban y al no existir antídoto, finalmente fallecían.

Para cuando sus agnados destaparon la aberración que estaba cometiendo, fue imposible determinar cuántos pequeños habían sucumbido, pese a sus mimos de madre amantísima. Por fortuna, pudieron rescatar a su última víctima, un párvulo sinda, antes de que le hincara el colmillo. Fue punida a marchitarse hasta fenecer como cualquier mortal.

Y ahora, sosteniéndole a Annea aquella mirada glacial e inexpresiva, Nyxiræ remembró el peso del castigo que podrían imponerle de desvelarse que había transgredido todas y cada una de las cuatro leyes.

Aunque lo que seguidamente le pesó fue el recio redingote de su padre sobre los hombros. No había vuelto a sentir frío desde el fallo multiorgánico previo a su muerte frustrada, y eso se debía a que su sistema nervioso simpático se empeñaba en elevar su calor corporal para que pudiese arrostrar las bajas temperaturas. Pero por supuesto, entrañaba un gasto energético, y ya se había agostado bastante luciéndose como antorcha humana. Lo cual también conllevó que se quedase sin ropa. Y para más inri, no había ningún asentamiento digno (los trasgos no contaban) en millas a la redonda. Chachi.

—No quiero que desperdicies más energía —reprochó Antares a su hija mientras en un acto de desmesurada preocupación, la aupaba en brazos para portearla él mismo hasta el huargo que había apuntado su compañera—. Debes reponerte enseguida.

Annea se debatía internamente. Por un lado, su apego a la normativa vigente la impulsaba a comunicar las graves infracciones que había presenciado. Por otro, la curiosidad de saber cómo demontres había logrado sobrevivir la chica a una combustión perfecta la intrigaba demasiado como para no sonsacárselo. Resolvió jugar con tiento sus cartas. Si la joven estaba dispuesta a enmendarse, colaborar y consentir en lo que la etérea dispusiera, en pos de solventar el entuerto en el que les había metido a ellos y a toda la especie, se creía capaz de hacer la vista gorda y no dar parte. Pero obviamente pensaba sacar tajada; tajada intelectual, claro.

—Después del fracaso tan rotundo de esta noche, el tiempo apremia en nuestra contra, de manera que considero conveniente recalcular las alternativas que tenemos para completar la misión —comenzó—. Recapitulemos: no sólo no hemos reclutado a los cuatro aspirantes, sino que además hemos fallado a la hora de suprimir cualquier testigo… Amén de otras irregularidades.

Antares carraspeó un punto irritado con la glosa final.

—No es del todo cierto —opuso Nyxiræ con prudencia, entretanto se esmeraba en afeitar con una faca el pelo del animal—. Hemos aniquilado a toda una horda de huercos.

Vaya, ahí se equivocaba la chavala.

—¿Y cómo pretendes enmendar el hecho de que los demás renacuajos, aparte de los cuatros seleccionados, continúen respirando conociendo el secreto de nuestro pueblo?

Nyx se afanaba en limpiar de vello el cuello del lobo. Luego de cavilarlo unos instantes, la ígnea aventuró un posible efugio satisfactorio:

—Por lo que he podido aprender de su sociedad, a esta gente le pirran los contratos. Los redactan para casi todo, seguro que hasta para utilizar el baño —apostilló con sorna, volviéndose a enfrascar en su labor.

—¿Sugieres, pues, que les coaccionemos a suscribir un compromiso de silencio irrevocable, so pena de muerte? —infirió Antares.

Annea curvó la comisura de sus labios en un gesto de desconcierto por tal costumbre, pero a la vez asintió con la cabeza. Parecía cuadrarle la solución propuesta: como le explicó Antares, la adaptación de los cuatro sería tanto más fácil si pudiesen confiar en sus nuevos congéneres. Y liquidar a ocho de sus leales amigos, no es algo que pueda catalogarse de confianza.

Claro que tampoco les iban a brindar más opción. «O firmáis contra vuestra voluntad y bajo presión este documento, que os obliga a no hablar jamás de nosotros, u os matamos. Y si firmáis y habláis, también os matamos. Vamos, que hagáis lo que hagáis, vais dados».

—Ajá. Son extremadamente formales y protocolarios con toda cuestión contractual —aseveró Nyxiræ—. A mí sin ir más lejos, me obligaron a signar en quenya un pliego y hasta que no verificaron la rúbrica y atestiguaron que me lo había guardado a buen recaudo en mi morral, no se quedaron conformes… —se interrumpió un instante a sí misma—. ¡Mi morral!

Antares la miró interrogante por esa súbita salida.

—En mi zurrón llevaba ropa de recambio. La olvidé a la entrada de la cueva de los trasgos, cuando Annea me alarmó innecesariamente acerca de tu maltrecha salud a consecuencia de lidiar con los titanes —matizó con sarcasmo.

—Reitero que yo nunca dije que tu padre corriese peligro —repuso la aludida desdeñando la ironía—. Sobreentendiste lo que quisiste.

—Bueno, es un avance —recondujo la conversación Antares—. Hallándonos en esta vertiente de la cordillera, nos habría costado volver a la civilización para mercarte prendas con las que cubrirte.

—De acuerdo, entonces. Tu padre y yo iremos a recuperar tus pertenencias. Entretanto, tú termina con ese huargo. Y si puedes, con alguno más. Desconozco cuánta sangre requerirás después de… lo que sea que haya sido lo de antes.

Annea sorprendió a padre e hija. No acostumbraba a prestarse a hacer favores. Antares fue hasta ella. La encaró con determinación, pero manteniendo el respeto que le debía. Al fin y al cabo, la etérea era la más vetusta de los allí presentes y por tanto, la que conminaba.

—No pienso abandonar a mi hija en esta delicada situación —le susurró para que la susodicha no alcanzase a oírle—. Seguramente precise de supervisión. Ignoro el estado resultante de superar un fuego cyano.

La nithré giró lentamente la cabeza hacia la de él, para taladrarle con sus iris azul hielo. Antares no rompió el contacto visual, pero notó la dureza e insensibilidad en su mirada, y supo que su mandato era inamovible.

—¡Magnífico!, porque yo también lo ignoro. Así tendremos oportunidad de analizar el suceso y sacar conclusiones mientras ella se restablece —zanjó sibilina y conspiradora, asomando una esquinada sonrisa.

El nicrón hinchó las aletas de la nariz en un ademán de inconformidad mal disimulada. Con los brazos en jarra y la cerviz gacha, dirigió un vistazo a su vástago, que le había dado ya la dentellada al cuello del enorme cánido.

—Está bien —cedió al fin. En el fondo, no le quedaba otra.

Se destocó del sombrero de tres picos y se lo colocó a Nyxiræ. —La mayor parte del calor se disipa por la cabeza —arguyó sonriendo, en respuesta a la extrañeza de su hija—, y a mí se me terminaría volando con el viento.

Antares aguantó estoico el cierzo de las alturas que le azotaba el rostro. La sensación de elevarse por los aires, cual murciélago, no le era placentera como cabría esperar. Al fin y al cabo, era un nicrón de tierra y no gustaba de despegarse de ella. De ahí que tampoco navegase con frecuencia.

Annea enseguida distinguió, aún mojados por la reciente lluvia, el macuto y el sable de la joven, a las puertas de la cueva en donde la había agarrado para que no cayese detrás de los Naugrim.

—¿Desde cuándo? —interpeló la etérea nada más aterrizar. Toda su etnia sabía lo que le aconteció a la tía abuela de Nyxiræ cuando incendió todo su cuerpo con llamas cerúleas. Y en cambio, la chica seguía muy viva.

Antares permaneció callado, oteando el horizonte desde el que ya rayaba la incipiente luz del alba.

»Os podrían castigar por ocultamiento de información capital —azuzó Annea.

Casi con absoluta seguridad así sería si alguien los delataba. Estaban obligados a transmitir sus conocimientos. Todo aquello que aprendiesen, investigasen, descubriesen, perfeccionasen… cualquier dato nuevo debía ser compartido para evitar que se esfumase en el olvido.

Y no revelar que al fin una nithré ígnea del cognomen aciano (o cyano) había logrado controlar ese fuego sin perecer en el intento, era un delito que podía perfectamente calificarse de grave. Vendría a traducirse como no querer que sus iguales (que eran pocos) pudiesen alcanzar el mismo potencial, y por descontado, como si no quisiera poner al servicio de la comunidad su recién «controlado» talento.

Pero Antares persistió en su mutismo unos segundos más.

—Ésta es la segunda vez que se inflama —confesó al cabo—. No sabe una mierda de cómo activarlo, ni si a la próxima la matará.

—Bueno, la ira parece un buen detonante.

Sí, sí que lo parecía, se lamentó el térreo.

—Ésta es la segunda ocasión que lo logra. Y al igual que en la primera, siempre hay extrāneī de por medio. Su capacidad de poder empatizar, si quiere, con individuos externos a nuestra especie, está claramente relacionada. El resto de cyanos no son empáticos. Nada garantiza que no se inmolen al intentarlo —adujo airado—. Pero si los arcontes estiman que podemos permitirnos la posibilidad y el lujo de perder a más de los nuestros, adelante —espetó sarcástico casi gritando.

—Oh, no. Por eso despreocúpate. Antes de llegar a ese punto, ella habría sido estudiada y ensayada para limitar los riesgos de sus cognados.

—¿Cual cobaya? Su madre estuvo siglos encima de ella para que desarrollase esa facultad, y después de tanto sufrimiento tontamente impuesto, no consiguió nada más que exasperarse por su fracaso disfrazándolo como carencia y haraganería de mi hija —abogó, alterándose al recordarlo—. No, Annea, nuestros métodos han probado no ser válidos para potenciar esa habilidad, y no toleraré injerencias que la perjudiquen.

—Lo que no podemos permitirnos es no profundizar en esa cualidad. Llevamos siete años reclutando sangre nueva, mas por desgracia, ajena. Y el motivo principal se asienta en que somos incapaces de formar un ejército unido y disciplinado para combatir la amenaza orca cuando escaseen los recursos, que lo harán —alegó la etérea—. Sin embargo, con armas de alto poder destructivo, se torna incongruente sacrificar un número tan ingente de soldados. Salvaguardaríamos a la mayoría de nuestros congéneres, reduciríamos al mínimo las bajas en nuestras filas. Y sobre todo, no tendríamos que transformar a gusarapos que no lo meritan.

Antares no encajó bien el jarro de agua fría. Era prácticamente la misma soflama que esgrimió Nyxiræ en su última discusión. El nicrón experimentó una desazón inconmensurable con su propia raza. Creyó que la incorporación de individuos de los demás pueblos cultos traería aparejada una amplitud de miras para sus semejantes y en cambio, constató con amargura que lo único que parecía aumentar era el sectarismo por mantener la pureza de la especie.

¿Es que no había pruebas suficientes de que el mestizaje constituía un enriquecimiento tanto cultural como intelectual? Sin ir más lejos, bastaba el ejemplo de Áurea, la otrora elfina, gracias a la cual la erudición de los Nízrim sobre botánica y farmacopea había alcanzado cotas jamás imaginadas. ¿Entonces a qué venía ese fanatismo cuando ni siquiera tenían patria que excusara tales demandas irracionales?

No podía continuar discutiendo con Annea porque no iban a llegar a entendimiento alguno.

—¿Vas a denunciarla a los prætores?

—Antes pretendo comprender todos los motivos por los que ha osado conculcar tres de nuestros cuatro principios.

Por supuesto, Antares se ahorró ilustrarla sobre el episodio del Harad. Con tres desafueros ya tenían de sobra con lo que lidiar.

»Porque tampoco veo de recibo esa contumaz tendencia por salvar a todo bicho viviente de la comitiva —prosiguió la nithré—, encima contraviniendo mi orden directa de deshacernos de los no escogidos, bien que fuera negándoles el auxilio.

Y fue ahí que Antares entrevió un resquicio por el que colarle un subterfugio para romperle los esquemas a la estirada esa. Una evasión para ganar tiempo con el que articular una sólida defensa en caso de que Nyxiræ fuese finalmente juzgada.

—No quiere matarlos todavía porque ambiciona acceder al interior de Érebor.

Annea era cualquier cosa menos estulta. Descartó de plano que ese misterioso interés de la joven por el ancestral y poderoso reino Khazâd se debiese a la codicia material, por lo que se decantó por dos focos de atención: o bien perseguía bucear en su renombrada biblioteca, o…

—El dragón —pronunció impresionada.

El térreo confirmó sus iniciales sospechas con un leve movimiento de testa.

»Presumo que será consciente de la alta probabilidad de que la mate.

Antares no la replicó inmediatamente. Aunque estuviese sirviéndose de esa añagaza para disuadir a Annea de inculpar a Nyxiræ, no estaba dispuesto a cooperar para que su hija materializase tamaña locura. Durante unos segundos sólo contempló silente las cumbres, que comenzaban a ser bañadas por el sol. Los rayos desenmarañaban las nubes negras de la pasada tormenta y su oscuridad se difuminaba hacia una bella escala de grises, más claros a cada parpadeo.

—Lo sé —cedió al fin—. Lo sabe. Pero antes de morir, espera alcanzar unos conocimientos que ningún nicrón antes, ni después, llegará siquiera a acariciar.

En ese instante, Annea abrió su mente. Su extensa existencia hacía edades que le resultaba fútil y vacua. El acúmulo de conocimientos nuevos se producía a un ritmo menor cada vez. No se atrevía a verbalizarlo, pero llegó a pensar (y a temer) que la sabiduría pudiera ser limitada y no infinita. Y de ese modo, se había instalado poco a poco en una zona de confort en la que apenas arriesgaba por continuar aprendiendo, y en la que la apatía copaba la mayor parte de sus días.

En una ocasión, fruto del tedio, incluso le sobrevoló la noción de trivialidad de ella misma como entidad, pero no se suicidaba porque la supervivencia siempre había sido una máxima. Bueno, y por desgana también. Decidir la forma menos dolorosa de quitarse la vida se le antojaba un quebradero de cabeza que no le apetecía afrontar ni padecer.

Por eso, la sola mención de que una nízrim desafiaba el orden tácitamente establecido para poner en práctica la supremacía del saber por encima de la pervivencia, a juicio de Annea la hacía merecedora de su apoyo. Y por si fuera poco, además la alentaría a conseguirlo. Adivinaba cuál era la principal pregunta que le iba a formular a Maēgon el Último, como ellos llamaban a Smaug. Un arcano que llevaba rondándoles desde los inicios de su estirpe, desde que comenzaron a dudar de las creencias de elfos, enanos y humanos, porque éstas cojeaban de lógica y exigían un desmesurado ejercicio de fe. Y los Nicrói nunca fueron afectos a los dogmas.

En el fondo, la revelación que le había confiado Antares era más de aquello con lo que había soñado lucrarse. Había deseado desentrañar el mecanismo del fuego cyano y por casualidades del destino, iba a acabar conociendo el Origen, el misterio mejor guardado de este mundo. Estaba internamente en éxtasis, porque desde luego, no pensaba exteriorizar ninguna emoción frente al nicrón.

—Y aun muerta, la envidiaré por ello —sentenció la nithré mientras recogía del suelo petate y sable, y se los entregaba a Antares golpeándole livianamente el pecho con ellos para que los cargase él. Era hora de regresar.

Y entretanto los dos alzaban de nuevo el vuelo, otros concluían el suyo. Las honorables águilas se despedían de su amigo Gandalf y de la compañía después de haberlos depositado salvos en la Carroca. Sanos no se sabía, porque magulladuras tenían todos, y para colmo Thorin no despertaba.

El viejo tuvo que hacer memoria de alguno de sus sortilegios para espabilarlo (porque abofetearlo suavemente no habría recibido la aprobación de sus súbditos, que ya los rodeaban). Antes de levantarse, preguntó por el mediano. Los primeros recuerdos que lo asaltaron fueron los del hobbit acudiendo en su auxilio, sin importarle su evidente desventaja física. Para su alivio, el mago le dio una buena noticia.

Dwalin y Kíli le ayudaron a ponerse de pie, con la dificultad de quien está herido y trata de disimularlo. Mas enseguida se desembarazó de sus brazos, y encaró con soberbia al pobre Bilbo. No parecía alegrarse de que todo hubiese salido bien.

El pequeño estaba descolocadísimo, es decir, no acertaba a comprender por qué su jefe estaba tan enfadado. Cualquiera diría que habría preferido palmarla a que lo hubiesen rescatado. ¿Y para esto se había jugado el cuello? Estaba seguro de que lo repetiría de ser menester, pero esperaba cierto reconocimiento a cambio.

El rey acortó paso a paso las distancias, mientras le recriminaba su temeridad, su insensatez, su imprudencia. La cara de sus colegas era un poema épico, una epopeya a no saber dónde meterse para no presenciar aquel momento incómodo. Y el hobbit se convenció de que continuaba sintiendo un miedo atroz hacia Thorin, y de que en ese instante prefería más tirarse desde lo alto del picacho, que apocarse ante otra reprimenda suya.

Mas de pronto, el líder se abalanzó sobre él para regalarle un abrazo regio y sincero, que terminó de desconcertar por completo al mediano. Sus camaradas prorrumpieron en risas de desahogo y alborozo. Menos mal. Todos amigos y aquí no ha pasado nada. Ea ea.

Una vez roto el abrazo y expresada la disculpa, Thorin elevó instintivamente la mirada. Se quedó casi petrificado. No daba crédito, y sin embargo, era real. ¡Tenía que serlo!

—Érebor —anunció Gandalf solemne—, la Montaña Solitaria. El último de los grandes reinos de los enanos de la Tierra Media.

Los ojos garzos del paladín nogoth rielaban de alegría y nostalgia ante la contemplación de su antiguo hogar, y le daba fuerzas para reanudar el periplo, a pesar de lesiones y laceraciones. Ya le curaría Óin más tarde, si es que atinaba a escucharle, porque con su trompetilla espachurrada por los trasgos, al hombre le costaba. Hasta confundió el trino de un tordo con el graznido de un cuervo. Pero daba igual, las aves estaban retornando a la montaña.

—Lo consideraremos una señal —concedió Thorin—, un buen augurio.

—Tienes razón —secundó Bilbo—. Yo creo que ya ha pasado lo peor.

Anda que no iban errados, pero el que no se consuela, es porque no quiere.

Transcurridos unos minutos en los que se solazaron en las buenas sensaciones, remisos a cesar de encandilarse con Érebor, aceptaron que tocaba moverse rápido de aquella atalaya, en la que serían fácilmente divisados por cualquier enemigo que los estuviese rastreando. Así que emprendieron nuevamente la marcha, gracias al mago y a Balin, que aunque hubiese perdido sus mapas en la Ciudad Trasgo, se acordaba más o menos de la ruta, toda vez que ya se había ubicado. Se encontraban en la Gran Roca, emplazada en el curso superior del río Grande, al sudeste de la Gran Repisa de las Montañas Nubladas y al norte de Rhosgobel, en los lindes occidentales del Bosque Verde.

Mientras descendían con cuidado la empinada escalinata tallada en piedra, el adalid no pudo evitar preguntarse por la muchacha. Estaba convencido de que el fuego cerúleo que entrevió antes de desfallecer era ella. La pregunta le escocía en los labios, pero ninguno de sus compañeros la había mencionado, ni siquiera sus sobrinos, que simplemente lanzaron un postrer vistazo hacia la sierra, escudriñándola ingenuamente con la vana esperanza de divisar a su compañera en el último momento antes de abandonar el roquedo.

El brujo no había amagado con esperar un hipotético reencuentro, por lo que Thorin no quería mostrarse disperso o distraído indagando sobre la suerte de la chica, y más teniendo la meta casi en la punta de los dedos.

Según Balin, se hallaban muy lejos del claro de los lobos, de donde debieron de partir siendo noche cerrada. Dedujo que las rapaces habían viajado durante toda la madrugada hasta bien entrada la mañana. Verdaderamente no era una distancia que la joven pudiera recorrer en poco tiempo como para andar aguardándola. Y además, el día de Durin se avecinaba inexorable. Lamentablemente, tenía más asuntos que gestionar como para preocuparse de la mujer.

Se contentó con suspirar y rezar a Mahal para que la chavala estuviese bien y a salvo de Azog. Aunque para él, en el fondo ella continuase siendo una extraña, alguien no perteneciente a su pueblo, ni a su familia, no estaba en su naturaleza de rey enano desearle males y daños a manos de su enemigo.

Vale, puede que en alguna ocasión de cólera inducida por el comportamiento irrespetuoso de la muchacha, sintiese serias ganas de castigarla; pero demontres, ni por asomo con torturas orcas. Él habría sido mucho más benévolo y cercano… sólo le habría aplicado un lícito (¿y lúbrico?) correctivo.

Sacudió la cabeza al notar que divagaba hacia derroteros más mundanos. Si después de todo, no había llegado a surgir nada entre ellos, ya daba igual, porque ninguna oportunidad iba a volverse a presentar. Desafortunadamente, su camino y el de la joven se separaban aquí. Al menos, después de tantas penurias, podía seguir contando con el señor Bolsón (aunque no con erótico resultado, claro).

Bilbo y Nyxiræ. Era curioso cómo los dos integrantes que más suspicacias le habían suscitado desde el comienzo de aquella odisea, al final habían superado con creces sus expectativas. Demasiados prejuicios, se dijo, era justo reconocerlo.

Ahora estaba seguro de que el mediano podía serles realmente útil. Se había dejado cegar por las apariencias, pero tras haber comprobado sus habilidades, ya no albergaba tanta duda sobre su importante y decisivo papel de saqueador una vez dentro de la montaña. Le fastidiaba darle la razón a Gandalf, el viejo había acertado en su elección.

Sólo rogó que los astros se hubiesen alineado a su favor y el dragón estuviese efectivamente muerto, como afirmaban los rumores que llegaron hasta las Montañas Azules (y que fueron uno de los motivos que lo impulsaron a emprender el viaje). Porque si no lo estaba, ya no disponían de ningún ser de fuego que le hiciera frente.

Y entonces iban a estar jodidos de verdad.


Mucho se están demorando para coger sólo dos bártulos.

Barruntas que Annea y tu padre estarán discutiendo por tu causa. ¡Pero qué tonta has sido!, cual quinceañera rohil. Asumes que tu falta de autocontrol te va a acarrear funestas consecuencias, pero lo peor es que termines arrastrando también a tu padre.

Ya no te apetece más huargo, por lo que te acurrucas recostándote contra la panza del animal. Entre el abrigo coriáceo y el pelambre del lobo, procuras no derrochar esa preciada energía, si bien te has saciado bastante como para disponer de suficientes reservas; aunque eso no te quitará de añorar tu capa y tu capelina de pelo de vulpeja.

Volteas en redor. Todavía chisporrotean rescoldos tanto del fuego que con las piñas generó el viejo Sōkrátēs (perdón, Gandalf), como del tuyo propio. No los apagas, es inviable que se aviven en ausencia de brisa.

Al cabo, te yergues y paseas calma entre los cadáveres. Localizas la cimitarra que te abarró el majo de Kíli para despenar a un orco insolente. ¿Qué habrá sido de tus gumías?

Pues o bien se han calcinado (lo cual sería toda una proeza sin que hubiesen reaccionado con sal de amonio y vinagre), o bien se te desengancharon durante el forcejeo con tu padre.

Te encaminas a la improvisada trinchera en la que os parapetasteis, tras la retaguardia de la caterva orca. Efectivamente, ahí están, medio enterradas bajo las acículas de los pinos. Cuando te agachas por ellas, se desprende más hojarasca de las copas. Algo las ha rozado. Avizoras a Annea y a tu padre planeando en espiral para poder aterrizar.

Una vez han tomado tierra, te aproximas recelosa. Colegiste obvio el motivo de su tardanza, y mentirías si no reconocieses que temes el más que probable correctivo (o correctivos, en plural). Bien que lo primero que recibes es otro abrazo de tu padre. Puede que sea el día que más se ha prodigado con ellos, pero le dejas que te mime. Total, quizás sea la última vez en largo tiempo.

—Anda, vístete —te pide pellizcándote tiernamente la barbilla.

Le devuelves redingote y sombrero.
Después de lo que te parece una eternidad (y sin embargo, sólo mediarán nueve o diez jornadas), vuelves a enfundarte en la blusa azul cobalto y en los pantalones gris perla oscuro con que te ataviaste en Imladris, para el banquete ofrecido por Elrond.

¿Es morriña lo que estás recreando?

Es que te calles.

Mas algo te escama. Revuelves tus pertenencias dentro del morral una y otra vez; al principio, extrañada; luego, impaciente y por último, soliviantada. Ni rastro del contrato del que tanto has cacareado. Y no te suena haberlo desechado motu proprio, ergo ha tenido que ser una mano intrusa.

Maldito enano.

Y que lo digas.

—Bien. Se acabó la holgazanería —ataja la etérea en cuanto te terminas de alistar, como si en algún momento de toda aquella peripecia te hubieses estado tocando los pies, no haciendo nada.

»Así es como vamos a proceder, y en esta ocasión, juro que os vais a ceñir al plan —exora horadándoos con sus pupilas.

Te ha calado.

»Antares, mandarás recado a la Consuleia de que la operación se ha prorrogado por complicaciones inimputables a nosotros. Solicítale permiso para negociar con el resto de retacos un compromiso de silencio. Adórnalo como quieras, pero omite que la debacle ha sido culpa nuestra.

El aludido concuerda con el razonamiento.

»Lo convendrás en persona y con suma discreción. Nada de prætores ni oídos curiosos, lo que significa que nada de comunicaciones recurriendo a la tierra ni al agua —le advierte con el índice admonitorio—. Como mucho, únicamente para citaros en algún punto intermedio.

Ahí tu padre ya está menos conforme. Estaba claro que su idea inicial era finiquitar el asunto por la vía rápida.

Se ve que no tiene intención alguna de desampararte…

»Huelga decir que se trata de una encomienda de máxima prioridad, dado que si la Consuleia no da su visto bueno, tendremos serios problemas para justificar por qué perseveramos en una misión fallida. De modo que debes partir de inmediato.

La contemplas ojiplática, asombrada de lo que estás escuchando. Annea, la inflexible, la ferviente defensora de la legalidad, maquinando saltarse a la torera los protocolos de actuación, en connivencia con una infractora.

Tu padre te mira renuente, indeciso. Ese imperativo revestido de tanta urgencia no admite réplica ni desacato, pero se resiste a dejarte a solas con ella.

»¿A qué esperas? —lo amonesta rayando ya la grosería.

Tu progenitor y tú la fulmináis encolerizados, completamente displicentes con el encargo y con las malas formas de la etérea. Pero no le queda otra que capitular.

—Sobrevive —te murmura al oído después de besarte en la frente.

Enésimo abrazo de despedida, y se aleja corriendo, con los pies ligeros. No se detendrá hasta el curso de agua más cercano, para poder enviar mensaje a tu antigua novia y apremiarla así a reunirse.

Annea aguarda a que él desaparezca de vuestro campo de visión, aunque luego no se digne a mirarte.

—Tu turno —enuncia pausada, con un tono siniestro e indescifrable. Un cambio de registro que no presagia nada bueno—. Tú, cyana, te vienes conmigo. O para ser más exactos, yo iré contigo. Primero a hacernos con unas botas y abrigo con los que adargarte del frío —enumera, simulando atender a tus necesidades—, y después te llevaré de vuelta con el rebaño de apestosos enanos.

—No lo entiendo, ¿no vas a delatarme? —inquieres, bien que apenas sale de tu boca, te arrepientes por incitarla a algo que, si no lo ha expuesto antes, lo mismo es porque no pensaba hacerlo. Hay veces en que estarías más guapa callada. Pero en fin, de perdidos, al río—. ¿Por qué me ayudas?

No te responde aún.
La ignorancia en ocasiones es sinónimo de felicidad, pero tú no aprendes.

Se vuelve hacia ti enseñándote sin pudor uno de los colmillos, en una sonrisa sádica que hiela la sangre en las venas.

—Porque tú llegarás a Érebor.

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Finis primarii libri – Fin del primer tomo