Os dije que volvería. Puede que no me creyerais... puede que hayáis perdido una apuesta xD Yo cumplo. Me tomo mi tiempo, pero cumplo :P
Recordaros simplemente que cuando veáis la almohadilla # recomiendo escuchar la siguiente pieza:
tres uves dobles (punto) youtube (punto) com (barra) watch?v=Zd5jO69REDY
Aunque también la podéis encontrar si buscáis por el título «Duduk of the North (Gladiator)- Hans Zimmer».
También quería agradecer a Nessa Luz Narmolanya por regalarme un maravilloso fanart de Nyx, muy próxima a como me la imaginé :3 Os dejo enlace:
tres uves dobles (punto) instagram (punto) com (barra) p (barra) Bxgq_uDhk5w (barra) ?utm_source=ig_web_copy_link
Por último, a todos los que no hayáis desistido en estos dos años y medio, mil gracias y mil perdones.
Espero no haber perdido todo el estilo narrativo después de tantos meses, o al menos haber conservado parte; lo suficiente como para desear que os guste este primer capítulo de la segunda temporada. Ya me contaréis, si tenéis a bien :)
• Segundo tomo - Calla la montaña (cuando ruge el dragón)•
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Smaug seguía dormido, enterrado en oro, cuando una reducida cáfila de hombres de más allá del Rhûn —compuesta por dos o tres familias— pasó a varias leguas de las puertas de Érebor en su migración hacia el Oeste.
Desconocían el motivo de por qué aquello parecía un erial, pero otear en la distancia las desoladas ruinas de Valle les disuadió de asentarse en tal paraje, y prosiguieron su caminata.
En Esgaroth, con dificultad porque apenas hablaban el idioma, les recomendaron que no tomasen el Sendero de los Elfos, sino que se desviasen más hacia el Sur hasta dar con los vestigios del Gran Camino del Este —o Camino Viejo de los Enanos, como se denominó por aquellos lares—. Atravesaron el Bosque Verde, o Negro, o a saber qué epíteto le cuadraba a esa algaba del demonio que no finalizaba nunca, plagada de cárabos que les erizaban el vello cada anochecer con sus ululatos lastimeros.
Rebasaron el Viejo Vado, pero sortearon los poblados de los Hombres del Bosque. No querían integrarse en ninguna aldea. Ansiaban tranquilidad, independencia, no les importaba aislarse; así que una vez dejaron atrás La Carroca y antes de avistar el nido de las Águilas ubicado sobre la Gran Repisa, se establecieron en las faldas de las Montañas Nubladas, donde todavía se extendían los olmos y los robles.
Ese clan, que había emigrado para lograr un futuro mejor, lejos de hambrunas y tragedias; y que se había librado por unos pocos meses del fuego del dragón que vendría después, irónicamente acabó hallando dolor y muerte cuando su destino se cruzó con el de dos mujeres enlutadas.
Y todo por una casualidad.
~~~~~ ··· ~~~~~
Ori se enclaustró en la misma habitación que Frodo ocuparía setenta y siete años después.
Apenas salía. Incluso consiguió que le llevasen la comida a la alcoba. Los elfos tuvieron que claudicar y consentírselo, puesto que temieron que muriese de inanición, ya que cuando le exhortaron a acudir al comedor —como todos los que vivían en la casa de Elrond—, se negó a comer.
Su muñón había curado sin mayores complicaciones, sus fiebres habían remitido por completo. Teóricamente estaba sano, pero él jamás se había sentido peor.
La depresión había empezado a anidar en su cabeza, y para él era como si nadie entendiese su sufrimiento. ¿Cómo podían aseverarle que se había recuperado del todo? Por más que porfiaba en que le seguía doliendo el antebrazo —ese que ya no estaba—, su compañero Glóin le restaba importancia, asegurando que no podía ser, que ya se le pasaría.
Claro que el pelirrojo no pretendía despreciar las confidencias de su colega, mas conocía a muchos soldados que habían salido malparados de innumerables batallas y sabía que tarde o temprano terminaban adaptándose a los cambios. Si bien, buena parte de esa aceptación se debía al apoyo de la comunidad y de sus propias familias, que se volcaban en ellos; justo todo lo que le faltaba a Ori en ese trance.
De vez en cuando, remembraba las últimas palabras que le dedicó Nyxiræ: «Volverás a escribir». Sin embargo, en lugar de infundirle optimismo, poco a poco fueron constituyendo una suerte de anatema contra ella, a la que acabó culpando de su mal fario. Minimizó el riesgo de haberse podido infectar con esa misteriosa plaga —todo el mundo sabía que tanto Eldar como Khazâd eran prácticamente inmunes a las enfermedades que aquejaban a los Atani—, y sentenció exagerada la amputación a la que le sometió la nízrim. Le achacaba haberlo convertido en un lastre, un khuzd inútil, alguien que si antes apenas daba la talla como mílite, ahora con su manquedad, todavía menos. De hecho, lo había incapacitado para cualquier trabajo manual, precisamente en lo que su raza más destacaba.
Lo peor era que todo ese resentimiento devenía en una espiral viciosa que lo sumergía de lleno en su decaimiento.
La inmensa biblioteca de su anfitrión y los libros, que al principio de su convalecencia habían supuesto una distracción casi terapéutica, dejaron de interesarle. Aun más, comenzó a aborrecerlos, pues le restregaban que ya nunca podría narrar grandes gestas como las que referían.
El Medio Elfo no era ajeno a las tribulaciones del joven gonhir. Él mismo había padecido en su familia un grave caso de anhedonia, que por fortuna tuvo cura, pero a cuán alto precio.
Su querida esposa Celebrían fue víctima de secuestro y torturas orcas. Sus dos hijos gemelos la rescataron a tiempo, antes de que feneciese en una asquerosa celda de las Montañas Nubladas, pero si bien Elrond pudo sanar las heridas exteriores, su medicina no obró idéntico milagro con la mente de la otrora dulce elfina noldo, y se fue marchitando. Se ensimismó y renegó de la Tierra Media, trocada en su valle de lágrimas.
Elrond la amaba tanto que primó su bienestar a su compañía. La vio partir rumbo a la ciudad costera de Mithlond, donde su buen amigo Círdan la embarcaría hacia las Tierras Imperecederas. Y allí lo espera desde entonces, sana y cuerda. Y lejos.
Empero, Ori no podía optar a ese privilegio. El Reino Bendecido estaba vedado a los de su especie, por lo que el señor elfo se propuso ayudarle a salir del oscuro pozo.
No irrumpió sin permiso en sus aposentos, sino que esperó paciente, día tras día, intento tras intento, siempre con tres ligeros golpecitos en su puerta, aguardando sin éxito reacción al otro lado; hasta que por fin el nogoth se dignó a abrirla, quizás pensando que se trataba del habitual paje con la cena.
Rayos remisos del ocaso se filtraban entre los ajimeces. La estancia estaba extrañamente ordenada, lo que sorprendió a Elrond, pues imaginó que se encontraría con una leonera, atendiendo al estado de dejadez que se había adueñado de su invitado.
Ori tomó asiento, creyendo que el elfo lo imitaría. Sin embargo, el señor de Rivendel permaneció de pie, admirando los arreboles bañar la villa.
—Antes de que Beleriand se hundiera, existió un hombre de la Casa de Bëor.
Y así procedió a relatarle la historia de sus bisabuelos Beren y Lúthien, de cómo él perdió su mano derecha en feroz enfrentamiento contra el monstruoso Carcharoth, y aun así, luego de mil avatares y reveses, triunfó gracias a su tesón y fe.
»A pesar de su mutilación, nada arredró a ese simple mortal, porque luchó sin denuedo por aquello que más quería —concluyó su moraleja.
Pero antes de retirarse para que, esta vez sí, pudieran servirle la colación a su huésped, posó una mano sobre su hombro un instante.
»La cuestión, Ori, es qué quieres tú.
El naug no precisó más que un suspiro para sincerarse consigo: «Volver a escribir», deseó. Curioso, porque Elrond ya sabía cuál había sido su respuesta sin necesidad de que se la hubiese verbalizado.
A la mañana siguiente, un fámulo le entregó, delicadamente envuelto en lino, un presente al enano de parte de su señor: un cartapacio de tapas coriáceas, similar a aquel que portaba en su primera estadía en el burgo élfico.
No lo demoró más. Obvió el desayuno para comenzar a practicar su caligrafía con la diestra. Siendo zurdo como fue, dio por hecho que iba a estrenar el cuaderno plasmando un churro, como efectivamente pasó. Pero no se desanimó. Continuó ejercitándose, trazo por trazo, runa por runa, concienzudo, meticuloso, hasta un punto artístico.
Era consciente de que le iba a costar alcanzar la pericia con que manejaba la otra mano, mas le puso tanta dedicación y empeño, tanto tesón, que hasta Elrond se asombró de la celeridad de sus progresos. Viéndolo rasguear con esa gracilidad, cualquiera diría (habría dado por sentado) que siempre había sido diestro.
Al cabo de varios meses, en los que Ori se integró mejor que cualquier nogoth en ninguna behetría élfica, arribaron novedades del Este.
El Medio Elfo lo visitó para transmitírselas y marcar así otro punto de inflexión en la vida del amanuense, y de paso, también en la de un servidor en Minas Tirith. Pero eso será dentro de más de medio siglo.
En esta ocasión, Elrond sí que se sentó junto a Ori. Lo miró ambivalente, pues traía óptimas y pésimas nuevas.
Eludió formalismos y le habló como a un amigo. No obstante, prefirió empezar por las buenas noticias: Érebor finalmente había sido reconquistado.
El escriba prorrumpió en un estallido de júbilo que el elfo jamás le había visto desde que vivía allí. Por eso le dolió más bajarlo a la realidad al anunciarle las muertes de Thorin, Fíli y Kíli.
Al principio, dudó en ponerlo al corriente, no fuera a ser que le asaltasen coletazos de su pasada depresión; pero el muchacho se merecía saberlo. No sólo porque fuese un pariente remoto del rey enano y sus sobrinos, sino porque verdaderamente fenecieron como héroes, y se les debía respeto y orgullo.
La idea de iniciar una crónica de la misión de Érebor enseguida abordó al cartulario. Empero, Elrond lo disuadió. No contaban con el testimonio de los testigos y por el momento, toda información era escasa y poco contrastable.
—Entonces, lo que sí podría historiar es aquello que yo mismo presencié —negoció con el peredhel. La pluma ya le quemaba en los dedos, impaciente por mojarse en la tinta.
—Ciertamente. Tú fuiste espectador, así como partícipe de un tramo importante del trayecto, y también de cómo se fraguó el proyecto allá en las Montañas Azules —concedió—. Es un comienzo, detallarlo todo, incluso lo que acaeció para que hoy te halles vivo entre nosotros —recomendó con una leve sonrisa cómplice y sincera.
Le facilitó varios pliegos para que organizase sus pensamientos y la cronología de los hechos, y luego, un infolio para que pormenorizase su relato. Sin embargo, había un motivo secreto aparte del natural altruismo del Medio Elfo: albergaba la esperanza de que Ori reseñase por escrito referencias sobre aquella infección de la que la chica previno crípticamente a Glorfindel, y la cual ese enano había podido mirar cara a cara.
Pero para su consternación, el notario no sólo documentó la peste.
Medianoche sin luna. Ori se revolvía en su cama, incapaz de despertarse aunque pugnase impotente por ello. Bífur lo perseguía vesánico en la penumbra. El muchacho corría y corría por un ajarafe sembrado con un follaje tan denso, que casi se dio de bruces con una choza que prácticamente apareció de la nada.
Reconoció aquel paraje, había estado allí antes, pero aun así no pudo salir de la pesadilla. No tenía potestad sobre lo que soñaba, y huyendo de su malogrado camarada, se adentró en la barraca.
Frío. Un frío de ultratumba reinaba en ese lugar. Cerró la puerta y la atrancó para impedir que Bífur pudiese acceder, y en cambio, lo que estaba logrando era enterrarse vivo en aquella covacha de mala muerte. Porque eso era lo que contenía: muerte.
A pesar de que Ori nunca llegó a entrar en la vida real, su tálamo estuvo activo, escuchando en segundo plano, cuando echado sobre su propia pelliza, entre la vigilia y el sueño, cerca de él Thorin, Dwalin y Balin demandaron aclaraciones a la chica acerca de lo que había descubierto en la chabola. Cuchicheos alrededor de la hoguera, creyendo que todos los demás dormitaban, buscando comprender a qué había asistido el guerrero del hacha en la frente para resultar tan afectado que ya ni hablaba en khuzdûl.
Y ahora su cerebro recreaba imágenes ficticias en su subconsciente, para desesperación del escribano. Cuerpos desollados, eviscerados, decapitados, emasculados. Y la sangre en el suelo.
Inmóvil por el cruento espectáculo, no reparó en que la sala se estaba inundando poco a poco con aquel fluido plasmático hasta que comenzó a ahogarse. Los segundos en que estuvo privado de aire fueron tan vívidos, que boqueó por instinto al abrir por fin los ojos tras descomunal agonía.
Tardó en registrarlo porque no quería. El problema es que cada noche lo atormentaban terrores similares, escenas del mismo crimen perfecto en el que incluso las víctimas se retorcían frenéticas y le chillaban, le rogaban, le reprochaban; y coligió que o lo transcribía o enloquecería como Bífur. Y optó por lo primero.
Cuando Elrond leyó aquello, lo perturbó sumamente. Decidió que no podía perderse en el olvido, aunque fuese precisamente lo que en ese momento desease. No fue obra de orcos, como recordó Ori que advirtió la muchacha a las puertas del chamizo, sino de una mente enferma y subvertida; y antes de que el manco abandonase definitivamente Rivendel, ordenó a los copistas de su biblioteca que contrahiciesen también esos capítulos del libro del enano: los de la epidemia y los de los asesinatos. Mandó que se reprodujesen varios opúsculos para enviarlos a los archivos de otros reinos aliados, como Lothlórien o Belfalas.
Sin embargo, lo que el peredhel no pudo sonsacarle jamás al naug fue una sola línea sobre la joven. El cronista la condenó a una damnatio memoriae, como habrían dicho los Nízrim. No porque la siguiese odiando (superó ese doloroso sentimiento en cuanto se dio cuenta de que su profecía se había cumplido —«Volverás a escribir»—), sino porque respetó su voluntad: «Nada. Por. Escrito».
Sólo se permitió quebrantar esa tácita orden cincuenta años más tarde cuando, en sus últimos días asediado en Moria, la dibujó con la memoria de un nostálgico que va a morir. Más o menos por la misma época en que un galeno recién egresado, bajito y de aspecto ratonil, encontró en los anaqueles de la escuela de Medicina de Dol Amroth un peculiar informe bilingüe en sindarin y en oestron.
Le llamó la atención por las tapas negras, y el largo título que, a pesar de su extensión, a la postre no daba ninguna pista sobre aquello de lo que versaba el ensayo. Y eso lo intrigó. Desdeñó las advertencias del proemio y se sumergió en sus páginas. El hombre que sabía demasiado…
Por desgracia, en ocasiones el conocimiento acarrea maldiciones e infortunios, así que a partir de entonces se prometió hacerse pasar por un mediocre, aun habiendo sido uno de los alumnos más aventajados de su promoción.
El primer acto mezquino que cometió fue sustraer aquel memorándum de la capital de Belfalas y guardarlo bajo llave en un arcón de su mansión familiar en Minas Tirith, donde empezó a ejercer luego de su capacitación.
Se encerró en sí mismo, llegando a mostrarse zafio y ruin cuando algo lo ponía nervioso o a la defensiva, pues la lectura de aquellos horrores oscureció su mente.
Conmigo también tuvo sus momentos de modales insoportables, pero no le guardo rencor. Ya no, ahora que lo sé todo.
Los remordimientos injustamente lo acosaron después de que me ajusticiasen, mas no se prolongaron mucho. Auxiliando en las Casas de Curación a los heridos de la Batalla de los Campos del Pelennor, conoció a Aragorn y a Gandalf, y con el tiempo, fraguó con ellos algo así como una amistad, más allá de la típica relación soberano-súbdito, pues llegó a nombrarlo su médico personal de cámara, y departía con ambos en confianza.
Antes de que el mago marchase a los Puertos Grises para no retornar jamás, durante una tranquila conversación con el doctor de Minas Tirith que se preveía breve y de despedida junto a una taza de café y una recoleta chimenea, surgió fortuitamente un tema.
Y fue entonces, transcurridos ochenta años desde la muerte de Bífur, cuando Gandalf por fin pudo recomponer los hechos de la masacre de la cabaña.
Porque lo que fue la anochecida siguiente a que las Águilas apeasen a la comitiva de Thorin en La Carroca, lo único que obtuvo fue una amalgama inconexa de demasiadas versiones inexactas, subjetivas e incompletas, y ninguna era la más fidedigna, la de la ausente nízrim, que se comió toda la escena con patatas, la pobre.
Aquella madrugada tampoco encendieron hogueras, por si las huestes de Azog los estuvieran rastreando. Aun así, el Istar aprovechó para ponerse al día, que entre unas cosas y otras como escapar de trasgos, enfrentarse a orcos y pillar un vuelo, no hubo oportunidad.
El viejo y la cuadrilla intercambiaron informaciones. Calmó la tristeza de Dori y Nori, pues les reveló que se topó en el camino a su hermano y a Glóin, y que los vio sanos y salvos. Vale, mintió descaradamente acerca de la precaria salud de Ori, pero creyó mejor no alarmarlos.
Los dos integrantes de regreso a Rivendel le avisaron la enajenación que domeñaba al guerrero del hacha en la frente; y Gandalf, al no divisarlo en la evasión de la Ciudad Trasgo, infirió el funesto final del soldado. No era el primero ni sería el último que desdichadamente sucumbía a un síndrome post-traumático (aunque el mago no manejase esa terminología, obviamente).
Inquirió a sus camaradas si habían llegado a reclamarle a la joven explicaciones en profundidad acerca del contagio o de la tumularia. Lo había dado por sentado, sobre todo conociendo lo controlador que era Thorin y lo mucho que le enervaba que alguien se reservase datos relevantes (como por ejemplo, cuando casualmente dieron a parar a Rivendel a través del estrecho desfiladero por el que el mago les había metido, haciéndose el distraído, para evitar que el líder naug amenazase con darse media vuelta de saber adónde les llevaba).
Un incómodo silencio sobrevino a las preguntas de Gandalf. No, no habían indagado a fondo en esas cuestiones. Los enanos pretextaron que con la atropellada sucesión de acontecimientos, no hubo tiempo material para interrogatorios.
Fíli sintió la irrefrenable tentación de soltarle con cierta sorna que no había sido posible, porque su tío estimó más provechoso expulsarla del grupo; pero como buen sobrino que había aprendido del mejor, se contuvo. Así que Gandalf se quedó con las ganas y bastante contrariado.
El descontento del Istar conllevó que Thorin se volviese a recriminar (en silencio para variar, la procesión siempre le iba por dentro) sus prontos impulsivos, que a veces le arrastraban a decisiones precipitadas, sin haberlas sopesado lo suficiente. Aunque se cuidó mucho de no manifestarlo delante de su grey.
Como se cuidó de no delatar tampoco la tremenda angustia que se estaba apoderando de él.
Ya tendido sobre su zamarra, se fue a palpar la llave de Thráin, sólo para comprobar que todo estaba en su sitio, que todo seguía en orden. Pero… ¿dónde estaba? «No puede ser», se repetía. Desde que Gandalf se la confió en el agujero hobbit, siempre la había llevado colgada al cuello. No se le ocurrió lugar mejor ni más seguro. Entonces, ¡¿dónde diantres estaba?!
Desde que cayeron por el foso de la gruta de los trasgos, ya no portaban fardos ni hatillos, sólo las armas, de modo que únicamente le quedaba hurgarse en los bolsillos y entre la ropa; pero no aparecía la desgraciada.
Intentó hacer memoria de dónde se le podía haber caído. ¿La liza antes del desfiladero? No, la tenía encima cuando se refugiaron dentro del algar. ¿Los gigantes de piedra? Tampoco. Por un instante le sobrevoló la ocurrencia de que podía haber sido la mujer, que hubiese aprovechado mientras le hincaba el diente y se la hubiese sisado cuando él se hallaba algo mareado, pero recordó que luego se recostó para reponerse y sintió el roce del colgante.
Y en su repaso mental llegó por fin ante el Gran Trasgo de papada escrotal, y cómo vociferaba ordenando que registrasen a los intrusos. ¡Maldita sea! ¿Cómo pudo subestimar tanto a esos mequetrefes? Es más, ¿cómo no se percató de que los trasgos se la estaban requisando?
Presa de la ansiedad, se levantó; mas puso mucho cuidado de no despertar a nadie a su alrededor y de esquivar a los dos vigías a los que a esas horas les tocaba la guardia. Lo menos que quería en tal tesitura era que fisgoneasen nada, ni adónde iba ni por qué, ya que en su desasosiego ni él mismo lo sabía.
Una imperiosa necesidad de huir le punzaba, le compelía a estar solo durante el lapso suficiente para meditar qué hacer. ¡¿Qué hacer?! Sin la llave, jamás podrían acceder al interior de la montaña. Toda la misión se había ido al traste. La opción de franquear la puerta principal era inviable, pues nada les aseguraba que Smaug no estuviese vivo y sería como meterse directamente dentro de sus fauces.
Thorin deambulaba como alma en pena por el robledal, no tenía un sitio fijo al que dirigirse. Casi arrastraba las botas por el desánimo. Sobrepasado, la sensación de fracaso le oprimía los pulmones. ¿Cómo se lo iba a exponer a los suyos? Después de todo por lo que habían pasado: la muerte de Bífur, la malaventura de Ori, su marcha y la de Glóin… Se sentía incapaz de comunicarles este nuevo (y último, se temía) revés, ahora que casi podían rozar con los dedos la Montaña Solitaria.
Sus piernas cansadas le condujeron a un pequeño calvijar en la espesura. Frenó sus pasos errabundos y miró en torno, sin mirar realmente. La aflicción le pesaba y acabó apoyándose contra un carballo cuya corteza el liquen conquistaba, y cerró al fin los ojos.
No lloró. Creo que porque a ese hombre no le quedaban ya más lágrimas en esa vida de perros, pero un suspiro ahogado se le escapó sin remedio.
Posó una mano abatida sobre su rostro, ocultándole a nadie la tristeza que lo anegaba.
La elocuencia de Balin en Bolsón Cerrado le retumbaba cáustica en los oídos: no tenía por qué haber iniciado aquella empresa. No estaba obligado, él podía elegir. Se había portado de manera honorable con su pueblo y les había dado una nueva vida en las Montañas Azules; una vida digna, de paz y prosperidad. Una vida más valiosa que todo el oro de Érebor.
Pero no, en su fuero interno se convenció de que, al transferirle Gandalf la llave, ya no tenía elección. La llave que pasó de su abuelo a su padre, y luego a él. Se arrogó la misma aspiración que les deparó un hado infausto (Thrór, decapitado y Thráin, desaparecido), e igual que ellos soñaron con el día en que reclamarían su tierra, Thorin persiguió obcecado idéntico sueño.
«Entonces estamos contigo. Llegaremos hasta el final», cedió Balin resignado ante la contumacia de su rey.
Por eso, aunque aun asumiendo la imposibilidad de la victoria, él estaba destinado a plantarse en las mismas puertas de Érebor y lo pensaba cumplir, no podía continuar poniendo la vida de sus mesnaderos en peligro por una causa ya perdida. Sentía que se lo debía, les debía conocer la realidad y liberarles del juramento que pronunciaron cuando les llamó a filas.
En cuanto retornase a la albergada, reuniría a su consejo de sabios y al mago para debatir las escasas alternativas y los excesivos riesgos, mal que no le apeteciese lo más mínimo confesarle al Istar la pérdida, otro fallo, después de las caras largas que le puso por haber dejado escapar la oportunidad de interpelar a la joven acerca de sus verdaderas intenciones y demás asuntos. Pero eso ahora carecía de importancia. Como casi todo ya.
Aun así, el adalid se resistía a levantarse. La desesperanza no menguaba, y demoraba su vuelta. No supo el rato que pasó reclinado en el árbol de la misma especie del que obtuvo su escudo.
Joder. Su escudo.
Qué desazón.
Se desmayó en el claro de los huargos y allí quedó su inseparable adarga.
Junto con la muchacha rodeada de huargos y orcos.
Un fugaz destello de una bola de fuego añil se cruzó en sus pensamientos, bien que podía tratarse de una invención para suplir esos borrosos segundos previos a su desvanecimiento, puesto que le costaba enfocar bien la imagen y evocarla con nitidez. Todo lo contrario que en sus fantasías, cuando deliraba con ella, en las que su memoria detallaba con precisión cada curva, recreando hasta su aroma.
Divagó detrás de la muchacha por sus salones en las Ered Luin, idealizándola curiosa y vivaracha, con una de las contadas (son)risas francas y cantarinas que había llegado a escucharle durante el periplo. O con un ficticio harén en su reino, con ella sobre sedas, lamés y satenes, aguardándolo pícara y salaz, con actitud incitante.
En ese punto se reconvino, obligándose a comportarse como el Thorin de siempre, que no se permitía distracciones y rechazaba, mientras fuese consciente, los pensamientos lascivos, a la postre improductivos (aunque los anhelase, para variar), no fuesen a empujarlo a la perdición. Así que se dispuso a incorporarse, cuando algo meció las copas de los melojos por encima de su cabeza, desprendiendo unas pocas hojas lobuladas.
Cauto, tentó esconderse entre la maleza que bordeaba el calvero.
No podían ser las Águilas, no eran rapaces nocturnas; pero aquello debía de ser bastante mayor que un simple autillo o que un búho.
De repente, atisbó lo que en un principio aparentaban ser unas alas de dragón. El corazón se le paró. Era imposible, por el tamaño y porque… demontres, porque Smaug era el último conocido.
Autoconvenciéndose de aquella inverosimilitud, aguzó la vista para discernir mejor: ¿un murciélago gigante? Mahal, ¿y si se trataba de alguna antigua criatura, esbirra de los Señores Oscuros? Pues estaba en las mismas, infarto de miocardio. No ganaba para disgustos con su mala suerte. Entre otras cosas, porque ni siquiera se había llevado consigo una triste espada, para no tener que acallar el tintineo metálico de la vaina. Así que se limitó a camuflarse y rezar para que nada delatara su presencia.
El ser alado tomó al fin tierra y entonces columbró la silueta de una pálida mujer ataviada de negro, que asía un dalle. ¡Una mujer alígera! No daba crédito, estaba contemplando un antropomorfo dotado de alas.
Descartada ya la opción de Thuringwethil, rememoró lo que señaló Elrond sobre los Nízrim de aire acerca de que eran los de mayor complexión de la especie, pero nunca imaginó que se refiriese a que lo eran debido a unas alas membranosas.
El singular espécimen soltó un bulto en el pasto del claro, con el que se entretuvo unos minutos. El paladín no alcanzaba a distinguirlo detrás de la anatomía del ente enlutado. Al poco, la mujer murciélago trepó con agilidad a lo alto de un alejado carbizo, desplegó unos poderosos alones y Thorin intuyó que se iría volando, porque lo que es ver, se veía poco con tamaña vegetación.
Y para rematar el último pasmo de aquella jornada de sorpresas, la luna casi llena iluminó el misterioso fardo, desvelando a la chica (de la que tanto había despotricado y con la que tanto había fantaseado), que tras tambalearse, se derrumbó a plomo sobre el verdín.
El cabecilla enano no lo dudó y saltó cual resorte de su escondite hacia ella, temiendo que estuviese herida o grave tras el ataque de los huercos.
La meció con extrema suavidad entre sus brazos hasta que por fin abrió los ojos, y dos luciérnagas ambarinas danzaron extrañadas de verlo, separadas por una onda cárdena, oscura como el firmamento que los cubría a ambos.
Y Thorin se alegró por primera vez aquella noche.
«Llegarás a Érebor», te había dicho Annea.
Tienes tus añitos ya como para pecar de ingenua en muchas cosas. En lo relacionado con las costumbres sociales de otras razas, vale, sí, a veces puede que tiendas a una convenientemente cándida y fingida inocencia por desconocimiento; pero con los éforos de tu especie, no. Ni de lejos.
Ésta trama algo.
La autoritaria y prominente etérea es un hueso duro, incorruptible y con tremendo ascendiente entre los de tu comunidad. Una sugerencia o suspicacia proveniente de ella pesa casi tanto como las que baraje el prætor de aire (o el de cualquier Gens, si te apuras).
Por eso, te ha escamado que no replicase su previsible conducta y no volase rauda a chivarse de todos los desmanes que has perpetrado, conculcando vuestro codex quattuor legum.
De mente impenetrable tras su inexpresivo rostro amortajado en mármol, bien podrías devanarte los sesos para leerla y descifrar el genuino interés que la mueve, pero te la vas a jugar a una carta: el dragón, ¿a que sí?
La conjetura es lógica si lo piensas. Una de las Nithrái más vetustas, aburrida de la existencia y de los límites cognitivos de ésta: que si la Tierra Media está explorada prácticamente por completo, que si no se puede atravesar el Belegaer por no sé qué movidas, que si está prohibido penetrar en Aman… Quizás queden incontables arcanos por desentrañar, pero a cierta edad y con miles de estudios a sus aladas espaldas, ya puede tratarse de algo colosal intelectualmente hablando, que si no, apenas le llamará la atención y reaccionará ante cualquier novedad menospreciándola con un mohín desdeñoso.
De ahí que, de todo Érebor, no sea ni su arquitectura ni sus minas ni sus Archivos Generales lo que sospeches que la ha atraído.
Obviamente no la vas a tantear por el momento. Si quiere algo de ti, que lo pida. Encima no vas a andar ofreciéndoselo en bandeja, con lo poco que conversa la tipa. Hasta empiezas a añorar a Bilbo.
Luego de que tu padre enfilase una trocha otero abajo, Annea te urgió a recoger tus menguadas pertenencias.
Tu morral iba liviano sin la ropa de recambio que ahora llevas puesta. Y sin el contrato también. Bueno, no es que abultase mucho, pero tu arrogancia siempre tirará de ironía y prefieres conservar un mínimo resentimiento hacia el enano gruñón.
Te pertrechaste con la escarcela, gumías y sable de corindón. La guadaña la tenías localizada, a unos cuantos estadales del cadáver (decúbito prono) de Azog. El vejestorio de Sōkrátēs la arrumbaría en mitad de la aceifa y, encaramado a un pino, sería lo último que pensaría en recuperar durante la incursión de las águilas.
Ante tu palpable indecisión de si cargar o no con la dalla, tu nueva jefa resolvió por ti. Sería su pago por adelantado. Mas no para que le compres su silencio, eso ni lo mencionó. La admitía como trueque por si se daba la circunstancia de tener que evacuarte nuevamente. Que te quedase claro que su trabajo no consistía en transportar al personal y que los anteriores paseos en volandas habían corrido de su cuenta porque entraron dentro de su cometido de supervisión.
Justo cuando estabais a punto de despegar, reparaste en un trozo de corteza; una especie de broquel de corcho. Ignoraste los refunfuños de la geronte, y te aproximaste a huronear. Era el escudo de roble del paladín naug.
Vaya, vaya, sería una pena que alguien dejase por aquí tirada tan renombrada tarja.
No lo recuperaste por un impulso desinteresado, no. Te lo agenciaste para hacer negocio. No se te escapó el inmenso aprecio que Thorin le tenía, y en caso de que se empecine en su determinación de vetarte, bien podría servir como moneda de cambio.
Annea persistía en que teníais prisa, con la tontería, casi era el mediodía. Aun siendo verano, tanto en la cordillera como en la vecina Rhovanion las noches eran gélidas y había que guarnecerte con capa y borceguíes cuanto antes. No era plan de ir descalza por la naturaleza, que no eras un hobbit.
Los etéreos se atribuyeron la particular función de cartografiar el continente, valiéndose de su especial habilidad de escudriñarlo todo desde las alturas, y cada cierto tiempo, revisaban la evolución del mundo, y notificaban formalmente la más nimia variación. Por eso Annea conocía a la perfección aquella sierra y sus estribaciones, pues las avizoraba a menudo, controlando los asentamientos de nueva creación e incluso los movimientos nómadas y las cañadas trashumantes, para precaverse de una improbable escasez de trasgos por la zona.
De ahí que ahora voléis rumbo estesudeste. Por lo que te ha transmitido sucintamente, existe una alquería solitaria antes de sobrepasar La Carroca donde tal vez puedas afanar discretamente los atuendos necesarios. Y algo de comida, ya puestos.
Después de un viaje eterno sin apenas palabras, porque el viento es ensordecedor, la alífera divisa una columnilla de humo proveniente de una chimenea. Normal, la tarde ha caído y ya refresca el relente.
Aterrizáis a una distancia prudencial para no levantar sospechas. Por orden de Annea (y por sentido común también), no os aproximaréis hasta que los propietarios se ausenten de la villoría con la amanecida.
Con la excusa dolosa de que llevas dos jornadas sin cubrir tu ciclo de sueño, dejas a tu colega de guardia y ruegas por poder enlazar más de cuatro (o incluso cinco) horas durmiendo y ahorrarte así una insulsa plática con la de aire.
Aun con ella de pareja, prefieres no romper la buena costumbre de pernoctar dentro de alguna oquedad o nicho entre canchales. Estás convencida de que te abandonaría a tu suerte en caso de que tuviera que salir por alas. Para ella el compañerismo es un vocablo adaptado de otro idioma y por tanto, vacío de significado. Nada que ver con tus auténticos camaradas…
Los extrañas, ¿verdad? A unos más que a otros, claro.
Quiero dormir.
Te dije que desde que estás con ellos, te estabas ablandando.
A callar, leñe.
No tardas en caer rendida. Por fortuna, el insomnio no es algo que padezca tu especie.
~~~~~ ··· ~~~~~
No sé si quiero que te despiertes.
¿Cuánto habré dormido?
Te frotas las legañas para desperezarte. Por la luna, dirías que algo más de cuatro horas. ¡Porras! Te habría gustado echar cinco o más, pero una vez desvelada, nada os vuelve a amodorrar.
En fin, toca hacer el relevo para que Annea pueda descansar también, rato que aprovecharás para analizar detenidamente el códice miniado escrito en quenya que sustrajiste de la biblioteca de Elrond.
Tan absorta te ha mantenido el en varios capítulos inexacto vademécum sobre vuestra raza, que la súbita aparición de tu compañera te ha pillado desprevenida. Mira, otro aspecto a entrenar y mejorar: que no te maten mientras estés estudiando a la intemperie.
Lo dicho, estás perdiendo facultades…
No sé por qué lo tarareas, como si fuera algo alegre y divertido.
La etérea observa el tomo entrecerrado en tus manos y la ilustras sobre dónde lo encontraste.
—Por cierto, el señor elfo tuvo a bien deleitarme con una anécdota de cuando era niño —deslizas conspiradora—. Todavía te recuerda.
Si esperabas una posible reacción de asombro en la blanca faz de la nithré, esperaste en balde. Empero, sí que le cazas una leve contracción palpebral.
»La ley que nos subyuga a perdonar la vida a los infantes flojea. Presenta fallos que quizás deberíamos reconsiderar. —Hala, ahí se la dejas, allanando el camino por si tuvieres que testificar como imputada en un futuro. Más vale prevenir.
—Puede que le haga una visita a ese señor elfo cuando todo esto haya concluido —apunta como al descuido con la vista fija aún en el intonso.
Jurarías que es prácticamente el mismo vaticinio que le espetaste a Thorin antes de que te arrease aquel fatídico puñetazo. Eru os cría y vosotros os juntáis. Aunque te asalta un momentáneo repelús semejarte en lo más mínimo a Annea.
La claridad ya se intuye a través del dosel arbóreo. Es hora de moverse.
Os acercáis con cautela a la masada: paredes maestras de sillarejo y cubierta a dos aguas con tejas planas de pizarra, los materiales que abundan en la región. Aun así, el caserío parece inacabado, como si estuvieran continuamente añadiendo ampliaciones.
Han dispuesto una almunia frente a la fachada delantera, mas plantada y sembrada no ha mucho. Quienes sean los que allí habiten, llevan pocos meses.
Aguardáis agazapadas a que salgan sus ocupantes, hasta aseguraros de que ya no queda nadie dentro del predio. Una familia numerosa de varias generaciones, abuelos incluidos, dejan atrás el casal internándose en la espesura divididos en cuatro grupúsculos que toman distintas direcciones.
Escondéis la guadaña y demás armas largas disimulándolas entre matorrales, y luego de un plazo razonable, determináis allanar la vivienda.
A ver, son pobres, para qué vamos a engañarnos. Bilbo vive en un palacete, si lo comparas con su agujero hobbit. Esto apenas tiene tres estancias para acoger a tanta parentela. Hasta te da cierta lástima robarles nada, pero así es la vida, machos, una mierda bien gorda.
Rebuscáis en gavetas y arcones: un tabardo por allí, unas alpargatas acullá, mas poca cosa que te pueda servir. Seguramente irían ataviados con lo que de verdad merece la pena y no les estorbe para faenar. Ante un inminente nuevo fiasco, Annea te conmina al menos a proveeros de algunos víveres, así que arramplas con una hogaza de pan duro, un buen puñado de endrinas y un queso, probablemente de la leche de las cabras que andan pastando en el huerto de la entrada, entretanto la alígera inspecciona más a fondo en el altillo.
De repente, alguien sofoca una exclamación en el umbral.
Y tu cerebro reptiliano actúa solo. Porque sabe que Annea no ha sido —ella está en el interior y no en el acceso—; porque ha deducido que sólo hay uno, una única voz a tu espalda; y porque durante centurias ha memorizado a fuego que no puede haber testigos. De modo que, sin miramientos, ha desenfundado una gumía por ti —no fueras a pensártelo mucho— y la ha lanzado infalible, gracias a casi un milenio de entrenamiento, hacia donde surgió el resuello.
Y en ese pestañeo, consumado ya todo, es cuando procesas que le has acertado de lleno en la garganta a una de las mujeres del clan que allí moraba.
«No, no, no, no, no», te oyes mascullar mientras en dos zancadas, te plantas a su vera para cogerla justo cuando se desploma. La desgraciada se lleva una mano al cuello en un intento fútil de taponar la hemorragia, aún con la daga clavada en la tráquea.
Annea os rebasa apresurada, aparentemente sin importarle mucho la situación en que te hallas, y sale al exterior. Al contemplar la escena, ha reaccionado rápido. No cree que sea tanta casualidad que haya vuelto una mujer sola, y colige que puede haber alguien más fuera, esperándola.
Así es. Escuchas un breve quejido que se ahoga antes de convertirse en grito.
Mismo modus operandi. La etérea suele ocultar una azagaya en cada brazalete de sus muñecas, capaces de ser eyectadas activando un mecanismo. Y habrá disparado contra otro desdichado en la laringe, para que no dé la voz de alarma.
Tú continúas arrullando tontamente a la moribunda, como cuando en otra barraca jornadas atrás, tuviste que sosegar a un torso humano antes de darle la puntilla.
—Aprovecha para beber su sangre —te sugiere impasible en vuestra lengua, desde la puerta—. Yo ya he hecho lo propio con el de allá afuera.
Maquinal, rematas a la infeliz con tu otra hoja, no sabes si por obedecer a tu superior o por clemencia para que no sufra más.
»Cuando termines, quítale el capuz a ésta y las botas al otro —te insta pragmática—. Te cabrán.
Transiges con su indiferencia. En el fondo es lo normal en tu etnia, la suerte del prójimo os incumbe poco.
Por un segundo, te preguntas cómo demontres pretenden que Fíli y Kíli traguen con ese comportamiento. Y mucho menos Thorin, el adalid de las causas perdidas. Estás convencida de que ellos nunca habrían actuado así; se habrían complicado la vida (inventándose algún subterfugio), habrían procurado tranquilizar a los inquilinos o a saber qué chorradas más, antes que amagar siquiera con matar a dos inocentes que pasaban por allí. Y sin embargo, la lógica dicta que lo más fácil y efectivo para zafaros de problemas es exactamente lo que habéis hecho. Porque, sintiéndolo mucho, de inocentes muertos por hallarse en el momento y lugar equivocados estaba el mundo lleno.
Que se lo digan al espadero al que encargaste tu sable de corindón y que pagó tu pésima gestión de la ira tras perder a tu amiga haradrim. Tuvo la discutible fortuna de probar en primera persona cuán buen armero era. O fue.
Annea te apremia para desordenar el zaguán y los cuartuchos. Vais a disfrazar el incidente como una razia perpetrada por trasgos, así que cuanto más destrozado quede todo, más convincente. Y ya puestas, os abastecéis de algún adminículo, que los trasgos son muy afectos al pillaje.
La etérea se adelanta para recuperar el resto de armas, y tú, con los Durin todavía en la cabeza (maldita la gracia, porque admites que la Compañía y el mediano te están humanizando), te inclinas sobre los finados para bajarles los párpados. Requiescatis in pace.
Os alejáis del lugar de autos. Los cuervos son atraídos hacia él. Dentro de poco se elevarán llantos plañideros en el silencio del bosque. No te apetece recordar cómo suenan.
Os detenéis con los postrimeros rayos de la tarde. Alzaréis el vuelo tras el crepúsculo, así será más difícil que puedan detectaros. En lontananza, distingues la Gran Roca de La Carroca. Vaya, ahora te percatas de que curiosamente tiene forma de testa de oso.
—Beórnidas —elucida tu compañera—, cambiapieles úrsidos de la zona. Marcaron así su territorio, aunque los orcos los diezmaron hace unos lustros —glosa chasqueando la lengua, quizás lamentándolo. Las especies exóticas siempre son motivo de fascinación, en tanto en cuanto suponen una fuente nueva de investigación.
Antes de tiraros al vacío, itera las medidas de seguridad, puesto que cargáis con bastante más peso: zurrón henchido, escudo y todo el acero más la guadaña. Planear con un arma tan alongada podría comprometerte durante la travesía, ya que tú viajas de bulto. Una manera eufemística de aclararte que más te conviene no convertirte en un lastre, que ya sabes lo que se hace con ellos.
Por la cuenta que te trae, afrontas las ráfagas disciplinada sin chistar, hasta que la alífera divisa un rodal en el hayedo donde poder soltarte. Por su experiencia, duda de que las Águilas hayan incursionado en el reino silvano de Thranduil Oropherion, por lo que habrán apeado a los renacuajos no muy lejos de aquí.
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—Encuéntralos —dicta lacónica—, mantén con vida a los cuatro seleccionados y reúnete con tu padre en cuanto regrese de su reunión con la Consuleia.
Asientes conforme.
»Y recuerda: muerta no nos sirves —se pausa—, no me sirves —corrige—. Sobrevive.
Esperas a que Annea se esfume de una buena vez. Sólo cuando es una mota de polvo en la lejanía, te permites caer de rodillas sobre el suelo.
«Encuéntralos».
Resoplas. Esa parte es fácil. Lo espinoso va ser pactar con Thorin tu reinserción en la comitiva.
Sí, cierto es que tras el episodio de los titanes, no te hostigó para que te largases ipso facto, pero, pardiez, era porque estuviste agonizando. Nobleza obliga. Por muy huraño que sea, en modo alguno habría cometido tamaña vileza de brear a alguien que acabase de burlar a la muerte y que por poco no lo cuenta. Ya habría tenido tiempo para desquitarse después.
Aunque, ¿quién sabe?, lo mismo te perdonó (en realidad, no tenía nada que perdonarte, por mucho que se empeñase) cuando saltaste en su ayuda.
Nah. Con la conmoción, ni te vio aparecer.
Reconstruyes tus últimos recuerdos de él: abatido por las embestidas del pálido orco, con la maraña de pelo velándole el rostro… Su rostro, ¿cómo era? No lo encaras desde que, en la cueva de la montaña, bebiste su sangre (y por lo reposado que estaba, te da que algo más. Su hosquedad hacia ti, por ejemplo, mal que haya sido transitorio).
Y luego se precipitaron la refriega contra Azog, una combustión perfecta en fuego cyano, interminables horas en compañía de la etérea y unas muertes que os podíais haber ahorrado.
Casi una eternidad. Tres noches para olvidar.
Acusas el cansancio que llevas arrastrando con tanto vuelo y ni de rodillas sientes algo de reposo, así que directamente te tiras cuerpo a hierba. Puff, y encima mullida. Si por ti fuera, le daban por saco a lo de buscar un recoveco y te dormías ahí mismo cara abajo.
—¡Nyx!
Incredulidad.
¿Ése ha sido Thorin?
Sí, y creo que es la primera vez que te llama por tu diminutivo.
»Nyx —insiste mientras se arrodilla a tu lado—, ¿estás bien? —indaga preocupado, procurando girarte boca arriba. Pasa uno de sus brazos bajo tu espalda, para incorporarte ligeramente, y con el otro termina de rodearte.
Renuente, apoyada contra él, entreabres los ojos para despejar sus dudas de que te haya dado un improbable ataque cardiaco fulminante, pero descubres franca inquietud en sus iris zarcos.
¿Cómo diantres consigue un azul tan cristalino en la penumbra con sólo la luz de la luna? En fin.
—Sí —respondes al fin—, descuidad. Sólo quería arañar algo de descanso después de un convulso viaje para encontraros.
Esboza una media sonrisa que juzgas entre sincera, resignada y aliviada.
—Y eso que te especifiqué claramente que rescindía tu contrato —apostilla sin mutar el gesto risueño, todavía sosteniéndote entre sus brazos.
No haces nada por liberarte de ellos, presa aún de la lasitud que te ha atenazado desde que tocaste tierra.
—Y pensaba acatar esa última orden, lo juro —mientes—. Iba a cuidaros desde la distancia —replicas calma, no sin cierta chanza, de tanto que lo habrás repetido—. Podéis estar tranquilo, Majestad. Asumo que no soy bienvenida y no os forzaré a readmitirme en el grupo.
Aguardas su correspondiente réplica, o reprimenda o lo que acostumbre en cuanto se le lleva la contraria. Sin embargo, ésta no acaba de llegar. Permanece callado, observándote. Y se te antoja que su respiración se agita, como si se fuese acelerando con cada exhalación.
Notas un leve aumento de la presión con que te sujeta.
Es un movimiento tan lento, apenas perceptible, que quizás sólo sean imaginaciones tuyas, pero jurarías que comienza a inclinarse peligrosamente hacia ti. Tanto que casi puedes aspirar su aliento. O él el tuyo.
…
Em, ¿no te parece que se está acercando demasiado?
Sí.
Y te da igual, porque en ese instante ambos cerráis los ojos y que la gravedad haga el resto.
