N. del A.: Me ha costado un año parir este capítulo. De ahí que os pida que perdonéis que sea el más extenso de cuantos he escrito hasta la fecha. Os despejo ya el dato: 12.600 palabrejas. Y quizás así también atisbéis el vasto trabajo que me ha supuesto, aunque puedo afirmar que he disfrutado durante todo el proceso, pues ha sido uno de los episodios con los que más me he entretenido. Doce meses de gozo xD Claro que a vosotros puede que no os guste tanto :S Ya me contaréis.

Bueno, espero que al menos no os lleve tanto tiempo leerlo, sólo un par de días :P (nah, es broma —o no—). Eso sí, advierto de que, aparte de largo, es enjundioso. Contiene demasiada información, plantea varias incógnitas y abre puertas futuras.

Queda avisado/a, quien en él se adentre, de que se puede perder.

Pero antes, os comparto este fanart que me regaló Aruquita (mil gracias ^_^) de Thorin y Nyx algo menos hostiles que de costumbre, para variar x):

deviantart (punto) com (barra) aquelarretolkien/art/Nyxirae-y-Thorin-Tentandote-527857594

Os dejo también un poco de música de ambientación de Youtube para cada vez que aparezca la almohadilla # (porque se repetirá varias veces). Podéis pausarla entre medias :P

watch?v=7WlfFBvSKsU (O también podéis buscarla: Howard Shore (LOTR: The Two Towers) — Gollum's Song (Instrumental) [Extended + Heavy Night Ambience]).

Aclaraciones sobre vocabulario:

Otros términos poco comunes para designar a los enanos (aparte de Naugrim – naug, Nogothrim – nogoth, Khazâd – khuzd):

Hadhodrim – hadhod (sing.), significa literalmente «enano».

Gonnhirrim – gonhir (sing.), se traduce por «Maestros de la piedra».

Dernlir –dern (sing.), viene a ser «duro, difícil, obstinado».


· CAPÍTULO XXV: CONSPIRADORES ·

·

Azog abrió por fin un ojo.

Le costó enfocar. Al principio el globo danzaba errático bajo el párpado, esquivando la luz solar ya poniente, hasta que lo centró en el hocico de su albo huargo, que le propinaba cortos empellones en el costado.

Se irguió con dificultad, pues pronto acusó los pinchazos en su poderosa espalda, consecuencia de las contracturas producidas por los numerosos pisotones recibidos durante la escaramuza, mientras él yacía inconsciente.

Pero, ¿por qué se desmayó?, se preguntó con creciente irritación según iba constatando la debacle de su horda alrededor. Lo último que atinó a recordar con esfuerzo fue haberle ordenado a un subalterno que decapitara al jefe naug.

Miró en redor frenético, mas no divisó su objeto de deseo. Ni la cabeza ni el cuerpo del heredero de Durin se encontraban en el lugar. Es más, por no haber, no había un solo cadáver enano; todos eran de su bando.

Tal bramido estridente estremeció el lugar, que hasta al blanco licaón hizo encogerse. Había fracasado estrepitosamente en su ofensiva contra una cuadrilla de menos de quince menesterosos. Vergüenza para él, vergüenza para su huargo.

Con una cólera desatada, pateó lo primero que se toparon sus pies, y entretanto recuperaba el resuello, reparó en que aquello que había coceado era la greba de uno de sus acólitos. Con la linda pierna del tipo dentro. Rodó unas cuantas varas hasta que el tocón de un pino chamuscado la detuvo.

Remembró entonces que el brujo inflamó las piñas como armas arrojadizas contra sus filas. Pero eso fue antes de que se enfrentase cara a cara con Escudo de Roble, y se le hacía harto difícil creer que su derrota se debiese a un limitado incendio.

Rastreó el Claro de los Lobos en busca de marcas, signos, huellas de lo que allí había acontecido. No en vano había escalado en la anárquica sociedad huerca, hasta liderarla, gracias a una inteligencia superior a la media de sus congéneres. Era observador, un punto estratega. Obviamente no a los niveles de un noldo, mas lo bastante como para haberles ganado unas cuantas batallas a esos apestosos Nogothrim.

Unas curiosas estrías hendían la broza e incluso la roca subyacente. Semejaban inmensas garras de un animal de porte descomunal, mucho mayor que el de sus huargos.

Azog sólo las había avistado en contadas ocasiones. Extrañas coincidencias en que él, un ser eminentemente nocturno, se hallaba a la intemperie a plena luz del día cuando unas colosales rapaces diurnas surcaban los aires, indiferentes a su presencia.

Y sin embargo, justo en el momento en que iba a consumar su venganza, esas condenadas águilas habían decidido abandonar su aparente neutralidad e inmiscuirse de lleno. Le habían arrebatado la victoria.

Con otro gruñido enrabietado zanjó sus pesquisas. No iba a perder más tiempo en sobreanalizar, tampoco era lo suyo, le iba más la acción.

Lo único que le quedaba era recomponerse cuanto antes para reanudar la caza al enano, otra vez. Ya había perdido la cuenta de los intentos que llevaba.

Cabalgó sobre su montura hasta reagruparse con la retaguardia de su escuadrón, que había dejado apostada antes del Paso Alto; lo cual lo enojó aún más, pues implicaba retroceder todo su avance en aquella maldita cordillera. Así que tras localizar a sus secuaces, les instó a apretar el trote. Si efectivamente las Águilas habían volado con los renacuajos, entonces les llevarían demasiadas leguas de ventaja.

#

Por ventura para Antares, la Consuleia había remontado más de la mitad de las millas que separaban la ribera del Anduin a la altura del Vado Viejo respecto de su anterior ubicación en el río Gladio, donde recibió el comunicado del nicrón solicitándole una audiencia privada. Y secreta.

Aquæ, Nereyn —saludó una voz cristalina.

A pesar de que el térreo no había ubicado todavía de dónde provenía la salva, no se conturbó, pues la fragancia salífera que evocaba la brisa marina de las costas de Belfalas precedía siempre a la Consuleia.

Había estado esperando su aparición desde hacía escaso rato, acodado en un roquedo junto a un salto de agua cuya caída había horadado durante edades una poza circular, que remansaba la corriente en aquel tramo del curso alto del Río Grande, donde se sucedían gargantas y ollas rodeadas de quejigos, majuelos y piornos.

—Térreo, Antares —correspondió la zalema a su vez con una leve reverencia de cabeza mientras se destocaba.

La nithré ascendió con sinuosidad al cancho de granito pulido por siglos de erosión fluvial. Iba ataviada con un vestido vaporoso de translúcido viridián, en una versión sencilla del estilo de los Galadhrim, que enmarcaba con su larga cabellera cobriza ladeada en una esponjosa trenza de espiga.

—Has elegido buen sitio —alabó la ácuea. Una loa sincera, puesto que, en las postrimerías de la tarde, la claridad disminuía y el constante rumor de la cascada encubriría lo que allí fueran a departir.

»¿Qué nuevas me traes? Albríciame un poco —lo tuteó como solía cuando aún era compañera de su hija. De hecho, su relación continuó siendo cordial empero su ruptura.

—Temo que no pueda, mi Consuleia —repuso con un trato más acorde con la dignidad de su interlocutora.

Ella lo contempló serena a través de sus iris verde avellana. Entraba dentro de lo aceptable que algunos planes fallaran. Siempre que se pudieran remediar, claro. Con una ligera elevación del mentón, emplazó al nicrón a que le contase sus cuitas.

»Nyxiræ ha conseguido cribar a cuatro candidatos asaz válidos: un agua, dos aires y un tierra. —Prefirió iniciar el parte con lo único positivo.

Nereyn lo consideró un buen aporte; le interesaba particularmente que hubiese escogido a un futuro ácueo, y sintió curiosidad por cómo sería. Con todo, el número casaba con la media con que habían contribuido los demás empáticos encargados con idéntico cometido que Nyx, y aprovechó para informar escuetamente al térreo acerca de los avances en la transformación de los neófitos. Aquellos que se incorporaron hacía un septenio superaron su instrucción satisfactoriamente, en parte gracias a la sabia designación de quienes fueron los supervisores del aprendizaje. En cambio, los enrolados hacía cinco meses al sur de las Montañas Grises estaban inmersos en pleno entrenamiento, y todavía era pronto para saber si constituirían otro éxito, aunque las previsiones de plazos, de cara a la pandemia, eran buenas.

Por eso mismo, apremiaba cerrar los alistamientos que aún permanecían abiertos, como el de Nyx, puesto que la plaga de los semiorcos se estaba propagando exponencialmente, y ya no podían esperanzarse con una supuesta inmunidad de los pueblos mortales. Hacía un bienio que no se detectaba ningún caso de incólume a la peste.

»Los cuatro son integrantes de un clan Gonnhirrim que se desplazaba desde las Ered Luin hasta la Montaña Solitaria. —Antares ignoró el arqueo de cejas de la ácuea, sin duda algo sorprendida por lo peculiar del trayecto, por cuanto luengo.

Y no sólo eso, ya que lo normal habría sido conectar las Montañas Azules con las Colinas de Hierro, habituales colonias Hadhodrim; entretanto la Montaña Solitaria, bueno, estaba así, solitaria y deshabitada. ¿Para qué visitarla? Pues para lo obvio. Si es que se contestaba ella solita.

»Descubrimos que el Pálido Orco iba tras ellos —prosiguió—, de modo que el planteamiento consensuado con Annea era aguardar el ataque del pelotón huerco una vez todos rebasaran el Paso de Imladris, procurar que los orcos eliminaran a los menos competentes y terciar al final para rescatar a los cuatro seleccionados.

El trazado se le antojó lógico a la Consuleia. De esa forma, mataban tres pájaros de un tiro: a los tozos inservibles, a los engendros de los orcos, quedándose sólo con los aspirantes. No obstante, dedujo que ahora venía el pero.

El canto de dos rabilargos que se recogían para dormitar en un rebollo cercano acompañó el silencio que anticipa a las malas noticias.

»Pero se conoce que el Profanador arrastraba viejas rencillas con el líder de la mesnada Naugrim, que para variar era uno de los cuatro elegidos. —El térreo se masajeó el puente nasal, en un gesto de resignación—. Así que tuvimos que injerir antes de tiempo.

—Repercusiones —buscaba abreviar la nithré.

—Nereyn —opuso sin ceder a resumir el asunto—, las Águilas se entrometieron y salvaron a los enanos.

Esta vez ya no contuvo una marcada cara de asombro. ¡Pero si las Señoras del Aire pasaban de las trivialidades! No se entremetían en temas tan insignificantes, salvo caso de guerras contra Érebo (o Morgoth) en la Primera Edad, y Dōnōfer (o Sauron) en la Segunda.

—Está bien, Antares —claudicó, llevándose una mano cansada a la frente—. Cuéntame todo con detalle desde el principio. —Se rindió a la evidencia de que requería más información para que aquella majadería le cuadrase.

El nicrón le relató que su hija había logrado infiltrarse en la comitiva que el pretendiente a rey de Érebor había conformado para reconquistarlo. Era palmario (o al menos eso hizo creer a su contertulia, pues tanto él como Nyxiræ siempre albergaron fundadas reservas) que tal empresa sólo podía contar con los guerreros más capacitados (al mediano casi que ni lo contaba). Por tanto, la flamígera estimó que de allí habría muchas más probabilidades de extraer a individuos de sobra aptos para la conversión a su propia especie.

También le describió a los cuatro futuribles, y vislumbró cierta complacencia en que Dwalin, el de ojos verdes glaucos (o sea, un agua), fuese el más fuerte. Asimismo, la Consuleia coincidió con Antares en que la enfermedad mental que aquejaba al linaje de Durin, al que pertenecían los otros tres, podría explotarse en su favor si volcaban ese síndrome acumulativo por las riquezas materiales hacia otras más inmateriales.

El verdadero escollo radicaba en el Istar. Se apostaba un trozo de meteorito (y no lo perdía) a que fue él quien convocó a las Águilas. —Típico de Sōkrátēs —apostilló con socarronería.

—¿Y dices que esa cohorte de Khazâd que asesora Sōkrátēs pernoctó en Rivendel?

Nereyn no pudo reprimir una expresión de frustración, que resbaló una de sus ondas taheñas hasta su nariz.

Al igual que Antares, si hubiese adivinado que un nízrim iba a poder tener acceso al Medio Elfo, habría encomendado el seguimiento de ese séquito de Hadhodrim al legado que fue designado para parlamentar con el Concilio Blanco. Así habrían ido avanzando las componendas con los altos Noldor y los Istari para sellar con ellos el concordato.

Pero, ¡porca casualidad!, de eso Nyx, como simple peón, no sabía nada. Ni siquiera Annea. En realidad, no lo sabían más que una veintena de nicrói contando a la Consuleia y al propio Antares, así que tampoco podía culpar a la chavala. Empero, no por ello iba a dejar de mortificarse por perder semejante oportunidad servida en bandeja.

—Tranquila —la alentó, como si el térreo hubiese leído sus pensamientos—, teniendo localizado al mago, nos será más fácil abordarlo. De hecho, sospecho que él también estará interesado en interrogar a Nyxiræ. Podemos valernos de ello para plantearle un do ut des. Humm, quid pro quo creo que lo denominan ellos erróneamente.

—Tienes razón, nos urge más solucionar el descalabro de Cirith Forn —recondujo la ácuea.

Y las conclusiones eran pésimas, no sólo no habían podido reclutar a los seleccionados, sino que además el resto de retacos (incluido el hobbit) que conocían de la existencia de los Nízrim seguían vivitos y coleando. Y holgaba decir que el mero hecho de que se empeñasen en pervivir contravenía la tercera ley del codex quattuor legum: nada de testigos.

Un completo batacazo.

»Al menos liquidasteis a todos los orcos —se consoló con ademán conformista y la vista inmóvil en el fluir del agua.

Una punzada preocupante acució a Antares al oír esa afirmación.

¡Mierda!

Desorbitó fugazmente sus rúbeos ojos (aunque afortunadamente Nereyn no se apercibió de ello). No estaba seguro de que hubiesen rematado a Azog. Vamos, él estaba seguro de que no lo había hecho, porque confió en que Annea o su hija sí. Pero claro, no se lo preguntó, lo dio por sentado.

De verdad; a estas alturas de sus vastas vidas y cometiendo estos errores de principiante.

—Sí, bueno —mintió sin reparos—, nos podemos anotar ese pequeño triunfo —asintió curvando la comisura de sus labios como para restarle importancia—, mal que no hubiese entre ellos ningún infectado para habernos quitado, aunque sea, alguno de en medio.

Las ranitas de la charca arrancaron a croar, uniéndose al resto de sonidos de la noche en el bosque, ajenas a los dos nicrói. En derredor se arremolinaron las luciérnagas, que centelleaban su luz entre la espesura, y una luna gibosa creciente, próxima al plenilunio, despuntaba tímida sobre la cubierta vegetal.

Ambos enmudecieron durante un efímero lapso, cuales elfos silvanos que se deleitasen contemplativamente con la naturaleza. Sólo que cada uno estaba sumido en sus pensamientos, barajando opciones una, consolidando argumentos el otro.

—Antares —nombró la ácuea para que el aludido saliera de su ensimismamiento. Lo había estado escrutando unos instantes. Muchas de las gesticulaciones que hacía desenterraban en ella recuerdos de sus años junto a Nyx. Se parecía en gran medida a su padre más allá de la tez besada por el sol del Harad, y dedicó unos segundos a extrañarla, antes de tantearlo—, ¿por qué has insistido en la clandestinidad de nuestra reunión? ¿Qué es lo que no queréis que sepan los prætores?

—Annea quiere prorrogar la misión a pesar de esta primera decepción, sin necesidad de empezar desde cero espiando nuevos individuos. —El térreo había ensayado qué frases podrían calar mejor cuando le interpelase.

Pero sobre todo, había fijado lo que debía omitir, como el incidente de la deflagración en fuego cyano, el detonante por el que comenzó a atraer a la etérea a su causa. Nunca supo a ciencia cierta si Nyx llegó a contarle a su expareja aquella primera vez que se inflamó en el aduar haradren, así que más valía prevenir.

»Considera que si al final cumplimos con escrúpulo el objetivo, comunicar oficialmente este traspié es irrelevante, cuando no contraproducente —glosó.

Vaya, estaba siendo una jornada de sorpresas para la nithré, porque jamás habría predicho que Annea, la sacrosanta preservadora de las Cuatro Leyes, se desviase un centímetro del protocolo.

»Los cuatro candidatos colman con creces las expectativas —exornó, a sabiendas de que algunas carencias podrían devenir espinosas—. A dos de ellos, los más jóvenes, ya los tenemos asegurados —exageró—. Si captamos al cabecilla, su segundo al mando lo seguirá sin chistar. Merece la pena pugnar un poco más con tal de ganarlos para nuestra facción.

Nereyn lo sondeó unos instantes y el nicrón aguantó el tipo. Según la mayoría (y él no era una excepción), la difidencia ensombrecía los ojos de la Consuleia, y los viraba al color del fondo de un pantano, verbigracia el de los Campos Gladios, de donde ella había venido. E igualmente podían apresar con su abrazo cenagoso.

—¿De veras? —aventuró aviesa—. ¿De veras Annea ha juzgado tan imprescindible contar con esos cuatro concretamente?

Antares se mosqueó. Quizás asumió enseguida que la antigua amante de su hija daría beneplácito incondicional a todo a lo que ella concerniese, pero basándose en nada en realidad, más que el estrecho vínculo que mantuvieron. «Ah, estulto», chasqueó para sí el térreo, «un cónsul no sólo debe serlo, sino también parecerlo». No podía tomar decisiones, refrendar u ordenar a la ligera y sin una justificación sólida.

»Annea es de la misma calaña que la madre de Nyx —replicó suspicaz—. Defienden la «pureza» de nuestra sangre, y se mostraron disconformes con promover la conversión, en masa según ellas, que supondría el edicto que emitimos hace ocho años —señaló un tanto malhumorada—. Me cuesta creer que sea la misma Annea la que ahora propugne por unos extrāneī cualesquiera.

El nicrón frunció el ceño. Ese inusual cenáculo, que había previsto rápido y puro trámite, se estaba tornando escabroso.

—Antes has recalcado la urgencia de cerrar las afiliaciones pendientes —trajo a colación—. Nyxiræ ha invertido demasiado tiempo y recursos, por no hablar de los riesgos que ha corrido —añadió, sin querer entrar en los pormenores de la masacre de la cabaña—, como para emprender de nuevo todo el proceso de ganarse la confianza de otros Khazâd. Vosotros, los éforos, fuisteis quienes dictasteis que el reclutamiento fuera llevado a cabo exclusivamente por empáticos —arremetió para reforzar su silogismo—, porque entendisteis que los nicrói como Annea, sin un ápice de sociabilidad, sólo recabarían conscriptos forzados, con poco apego hacia nuestra etnia y con muchos motivos para traicionarnos desde dentro a la menor oportunidad.

Frenó en seco, se estaba calentando. Si hubiese pertenecido a la Gens ígnea en vez de a la térrea, seguramente habría acabado inflamando los puños por la alteración. Con los brazos en jarra, agachó la frente para atemperarse. Su alegato le trajo a la mente las recientes discusiones tanto con su hija como con la alífera, en que éstas se aferraron a una manida catilinaria contra los conversos, únicamente sustentada en que, a su juicio, no se merecían pertenecer a su raza debido a un intelecto inferior y a menores conocimientos.

La desazón reflejó una fugitiva contracción en su rostro y un suspiro involuntario se le escapó antes de darse cuenta. No lo pretendía, pero eso hizo que la Consuleia se trocara más comprensiva.

—Percibo tus temores, Antares, y más aún, los comparto —confesó la ácuea—. Ahora sí has descrito a Annea: fría, indolente e impositiva frisando lo dictatorial. Y por desgracia, los de su opinión son legión entre nosotros. Han transigido con el decreto de conversión, porque estaba categóricamente fundamentado y no podían discrepar ante las evidencias. Si no tomábamos medidas, las consecuencias por la progresión de la infección nos terminarían afectando de una forma u otra —arguyó—. Pero eso no significa que vayan a aceptar de buena gana a los prosélitos con los que engrosemos nuestras filas.

Las ramas de un regoldo se mecieron súbitamente por el salto huidizo de una gineta sobre ellas. La irrupción del vivérrido los distrajo durante un parpadeo, lo suficiente como para firmar un tácito tratado de paz entre ambos.

»Me inquieta que, si logramos fulminar la amenaza huerca, los nuevos conversos de origen naug sean después rechazados, y pasen a formar una minoría marginada, dando lugar a disensiones internas que conduzcan a sediciones.

El nicrón concordaba con esa deducción, y más conociendo el carácter levantisco del que siempre habían hecho gala los Nogothrim. Los neófitos eran iniciados en los misterios de los Nicrói, pero no alienados. De hecho, en ningún momento se les exigía olvidar su pasado (tan sólo romper cualquier lazo), pues supuestamente debían contribuir con ciencias y sapiencias con las que los Nízrim aún no contasen.

—Me atrevería a recomendar, con toda humildad —matizó el térreo, para que la Consuleia no lo tildase de coerción—, que en la próxima ekklesía se postulase a prætor algún converso. Tal vez ayudase a templar los ánimos.

La nithré sonrió. No era una propuesta baladí y reconocía que ya le había rondado antes por la cabeza.

—Si jugamos bien nuestras cartas, quizás celebremos esa futura asamblea en un territorio que podamos llamar «nuestro» —deseó en voz alta, si bien, ninguno de los dos se había adaptado todavía a la idea de tener una patria. Tantos milenios viviendo como nómadas no se borraban de un plumazo.

—¿Sabes? Nyx dudó de la versión oficial —desveló Antares con un guiño orgulloso.

—No me esperaba menos de ella —secundó risueña su expareja—. ¿Qué dijo cuando trataste de colarle el cuento de que si dábamos todo por perdido, emigraríamos a las Tierras Imperecederas?

—Que no creía que tú hubieses estimado prudente el suicidio de desafiar a los Primordiales, y sugirió las Tierras Oscuras como opción.

—Uy, quita, que eso está muy lejos —rio espontánea, contagiando a Antares—. Bueno —dijo al cabo—, cuéntame, ¿qué habéis planeado para salvar la misión y sortear la lex tertia?

«Si sólo fuese la tercera ley…», se abstrajo el térreo. Por descontado que se iba a reservar ciertos datos acerca de las conculcaciones de Nyx. Él no era tan afecto a las normas como la etérea o la que fue su compañera y madre de su hija. Los de su ralea le habían desencantado en incontables ocasiones y sentía que no se debía por completo a sus preceptos. Legalmente, nada le constreñía a denunciar irregularidades. Pero no se abandonó a las divagaciones, y se recompuso raudo.

—Nyxiræ nos ilustró sobre la desmedida afición de los Hadhodrim por los contratos —deslizó—. Podríamos negociar un compromiso de silencio, tanto con los cuatro como con los restantes.

—¿A cambio de qué?

—De sus vidas, por supuesto. Han visto a Nyx luchar y manejar su elemento. Se huelen lo peligrosos que podemos ser, y ella se ha esmerado en reiterar que no permitimos que se sepa de nuestra existencia. El precio por seguir vivos, y no matar a sus camaradas y familiares, es su boca cerrada.

La ácuea torció el bezo. «No me parece suficiente», rumiaba.

O puede que sí lo fuera, reflexionó. A fin de cuentas, la raza enana se caracterizaba por un desmesurado arraigo a la familia, con un fuerte sentido de comunidad. Por lo que aprendieron de los convertidos hacía siete años, mamaban desde pequeños el concepto de sacrificio: sacrificarse por el rey, por el pueblo, por los hermanos de armas… Algo que a los Nicrói les costaba procesar por ilógico, y precisamente lo que más tenían que trabajar si querían crear un verdadero ejército.

—De acuerdo, entonces —concedió—. Autorizo dichas negociaciones. Aunque no sé muy bien de dónde vais a sacar pergamino y tinta en mitad de la nada…

Alivio momentáneo para Antares, cuya convicción en obtener la aprobación de la Consuleia había comenzado a flaquear.

»Pero —reclamó la atención del térreo— sólo te comisiono a ti como intermediario. Como empático, sabrás manipularlos disfrazándolo de tratado favorable también para ellos. Además, según lo que me has referido antes, Nyxiræ está demasiado implicada con esos Naugrim, y podría caer en concesiones que no estoy dispuesta a asumir.

El nicrón no tuvo redaños para discrepar. Le dolía, mas no andaba errada conociendo a su hija.

»Y respecto a Annea, pese a que le atañería por jerarquía, prefiero no exponerla en público. Un antropomorfo alígero resultaría impactante a ojos de un no iniciado —esgrimió—. Aparte de que sus dotes diplomáticas son nulas.

No hacía falta que lo jurase, murmuró el térreo.

»Así y todo, no estaría de más escarbar en posibles trapos sucios que pudieran estar arrebozando; alguna extorsión con la que imponerles sutilmente nuestras condiciones —aconsejó ladina—. Que no tengan margen para rechazarnos sería harto ventajoso para subyugarlos irreversiblemente.

—Así obraré, mi Consuleia —acató con una leve inclinación.

Y en teoría, aquí habría finalizado este conciliábulo. En cambio, Antares permaneció callado y parado. De brazos cruzados, no terminaba de despedirse. Se mordía el labio inferior, cavilando si prender la mecha que podría hacer estallar la conversación.

»Tenemos otro problema.

Nereyn lo escudriñó interrogante, pero presagiaba que su antigua novia estaría involucrada en lo siguiente que fuera a revelar. Ella siempre estaba involucrada cuando llegaban las explosiones.

»Nyx… —Arrastró la pausa unos segundos—. Nyx pretende alcanzar Érebor —soltó por fin encarando a la ácuea.

El mismo razonamiento que discurrió la etérea al amanecer en similar coloquio con Antares se abrió paso en la mente de la Consuleia.

—Maēgon —pronunció con determinación en un susurro—. Empiezo a comprender por qué Annea finge estar interesada en esta leva en particular.

El térreo convino impotente con un único movimiento descendente de mentón. Al fin y al cabo, fue él quien inoculó en la alífera esa idea, para distraerla de no imputar a Nyxiræ.

»No le corresponde a Nyx entablar contacto con el dragón. En el último cónclave de la Gerusía ya facultamos un interlocutor más… —Iba a sentenciar competente, pero no era ése exactamente el adjetivo calificativo que más se ajustaba—. Persuasivo, avezado; menos inexperto.

—Menos voluble, habrás querido-

—No he querido decir sino lo que he dicho —zanjó seca Nereyn.

Siempre le jodió que la madre de la ígnea no tuviera una buena palabra para elogiar a su vástago, y ahora que ostentaba el máximo rango entre los Nicrói no iba a tolerar que en su presencia criticasen gratuitamente a su otrora amada si no era con un argumento por delante, por mucho que fuera su padre; si bien, era consciente de que Antares jamás había dejado de apoyar a su hija. Pero una cosa era que él la conociese mejor que muchos, y otra que tuviese que verbalizarlo innecesariamente.

»No intentes convencerla de lo contrario. —Levantó imperativa una mano para acallar la previsible queja airada del térreo—. Que crea que su obsesión se materializará al final del viaje. Es crucial también para que Annea no cante antes de tiempo al prætor de turno —apuntó sensata—. Capaz de delataros si ve peligrar sus propias aspiraciones.

El nicrón, obsecuente, no se negó, pero continuaba albergando un enorme desasosiego con la sola imagen de Nyxiræ frente al dragón.

Nereyn lo compadeció. Bastaba con descuidar unos instantes a su hija para que se la liase bien gorda. Presentía que el pobre iba a sufrir de lo lindo durante todo el periplo, y que sus quebraderos de cabeza sólo se mitigarían cuando convirtiesen a los cuatro aspirantes, diese por finiquitada la labor de Nyx… y luego la encadenase a una roca no sedimentaria, así patalease, para impedir que cometiese una locura.

»Antes de que coronen las ruinas de Valle, informaremos a ambas de que Maēgon ya estaba en nuestro punto de mira, y les prohibiré interferir expresamente —declaró para amansar al térreo—. Aun así, las engatusaremos con que en un futuro sí podrán departir con el dragón; mas con la certeza de que no matará a nadie cuando su charla concluya.

Dibujó una media sonrisa, con un punto de tristeza, quizás añorando esa sed de conocimientos que irónicamente envalentonaba a Nyxiræ hasta la idiotez, y que ella había arrinconado siglos ha.

—Eso —objetó Antares— si previamente movemos bien nuestras piezas sobre el tablero.

No le gustaba vender la piel del oso con tanta antelación cuando por el momento sólo tenían humo. En eso se asemejaba a la figura del Décimo Tribuno (amigo suyo, por cierto), que para evitar caer en el pernicioso pensamiento de grupo, estaba obligado a disentir de aquellos que brindaban ya por la victoria, y por ende, a contemplar la posibilidad de que todo pudiera torcerse.

Es más, justo por el augurio de ese Décimo Tribuno era por lo que los arcontes habían metido en la partida al dragón.

—Todo a su tiempo, Antares —obvió la impertinencia, cual madre que perdona a su niño—. Bastante has conseguido esta noche. Ten por seguro que te consiento más que a otros —se sinceró—, así que por la cuenta que te trae, confío en tu discreción.

El térreo hizo amago de sellarse los labios con una llave imaginaria. ¡Anda!, como la de Thorin ahora mismo.

»Marcha, pues —ordenó—. Sobrevive, y actúa con tiento. Nos jugamos mucho.

Y era verdad. Se jugaban continuar evolucionando, su progreso como civilización y sociedad (y no como especie, que es lo que habría cabido pensar, a tenor de su historia).

El nicrón se caló su tricornio acompañando el gesto con un toque a modo de despedida, y esguazó el Anduin rumbo noreste.

Entretanto, los que buscaban sin rumbo eran los enanos, que se les había perdido el jefe, y andaban algo alterados.

Cuando tocó el relevo del segundo turno de guardia, se percataron de que les faltaba alguien, y no uno cualquiera, precisamente.

A ver, secuestrado por los orcos no estaba, porque ésos arman mucho ruido y se habrían despertado. Probablemente se habría levantado a evacuar y, por pudor, se habría alejado del grupo. Pero, ¿por qué no regresaba?

Para no dispersar a todos como pollo sin cabeza, Gandalf designó a Bilbo, Fíli, Óin y Dwalin (pese a las protestas del resto) para la batida, y estableció que quien se lo topare, ululase dos veces como lechuza de granero y una, como lechuza de campo. Así evitarían vocear y desvelar su posición en caso de que hubiese enemigos a la redonda.

El mago no lo había decidido arbitrariamente. Si Thorin estaba en peligro, el sigilo del mediano les garantizaba que retornase al campamento a dar la voz de alarma sin ser descubierto. Y si por lo que fuese (Mahal no lo quisiera), el paladín estuviese herido, los conocimientos médicos de Óin serían de gran ayuda para un presto auxilio.

De manera que el lugarteniente con el galeno y el otro soldado con el saqueador conformaron sendos binomios y se separaron en direcciones diferentes, rezando por que no le hubiese pasado nada a su capitán. Para Fíli ya fue mal trago haber abandonado a la chica a su suerte, como para tener que lidiar ahora con que su tío no apareciese.

Antes de dormirse, había estado cuchicheando con el arquero como solían, en voz baja para no molestar a nadie, y también para zafarse de una reprimenda de Thorin si los pillaba, por desperdiciar las escasas horas de descanso.

Él y Kíli siempre se habían contado todo, no había secretos entre ellos. Se debían el uno al otro. Sin embargo, desde que soñó con Nyx en la caverna, antes de caer dentro de la Ciudad Trasgo, sentía que no podía compartir ciertas sensaciones con su hermano. Aún no. Primero, porque aunque ya no se las ocultaba a sí mismo, así esquivaba tener que definirlas; y segundo, porque su rol de heredero le forzaba a resignarse.

Su tío ejerció sobre él una imponente influencia durante toda su educación. Era su modelo a emular: una persona abnegada, que se privaba de muchas cosas con el único empeño de servir y cumplir con su pueblo.

No podía defraudarlo. ¿Qué era eso de enamoriscarse durante una misión capital? Peor aún, ¿qué era eso de encapricharse de una foránea? Jamás aprobarían una relación con una no enana, ni su tío ni su madre. Eran eso, desvaríos, fantasías de alguien que todavía no sabía muy bien cómo iba la vida, y que más valía que se centrase de una buena vez.

Además, lo más probable era que no volviese a ver a la muchacha. Creía materialmente imposible que lograse salvar la extensa distancia que las Águilas habían puesto de por medio; bien que Kíli persistiese, jurando y perjurando que, si ya había conseguido reencontrarlos en dos ocasiones (después de la intervención de Radagast y durante el ataque de los titanes), tarde o temprano daría con ellos de nuevo.

Pero siendo francos, sólo Bilbo y el arquero opinaban así. Y aunque todavía no hubiesen hablado de ese tema desde que se apearon de las Águilas, los demás, o eran del parecer de Fíli, o directamente ni pensaban ya en ella, caso de Nori o Dori, con la mente más ocupada en su hermano. Y otros, como Gandalf o Dwalin, si bien consideraban una posibilidad que la joven surgiese de la nada de un momento a otro provocándoles un conato de infarto, casi deseaban que nunca se produjera. Su sola presencia les estomagaba. Pero porque eran unos cascarrabias, no por otra cosa.

Entretanto, la cuota de preocupaciones del príncipe ya estaba copada, pero agradeció el apoyo del mediano. Cuando lo conoció en Bolsón Cerrado, le cayó bien de inmediato, pese a sus justificados rezongos por los destrozos que ocasionaron en su hogar. No negaría que al principio dudó de su cualificación para el puesto, mas todo se disipó luego de la liza contra los trolls. Era un activo importante para la compañía, aun cuando el pobre no era capaz de disimular su cara de espanto.

Bilbo se pegó a Fíli como su sombra. El episodio de los subterráneos de la Ciudad Trasgo lo había transformado, pero aún seguía sintiendo cierta aprensión a quedarse solo en mitad del bosque de noche. Una cosa era ser valiente, y otra, temerario.

Maquinal, introdujo sus manos en los bolsillos.

El anillo.

Lo acarició para confirmar su presencia. Su tacto frío, simple y lábil lo embaucó unos segundos.

—¿Tú no viste nada raro cuando te tocó de retén?

—¿Eh? —La voz de Fíli lo arrancó de su embeleso—. No. No, lo siento, no vimos nada.

El mediano cubrió el primer turno junto con Bófur, y en efecto, tanto cuando se retiraron como cuando volvieron, todo estaba en orden.

Luego de la breve charla con Gandalf para ponerlo al día, Óin estuvo limpiando y supervisando la evolución de las heridas del líder y de sus colegas, y después, a dormir, que se acusaba el cansancio de un vuelo tan largo y de la interminable jornada que lo sucedió, atravesando la Carroca.

—Qué extraño. Thorin no se iría así como así —meditó el rubio—. Y más con lo maltrecho que se quedó tras batirse contra Azog.

—Ojalá esté bien —rogó el hobbit por lo bajo.

Uy, bien. Estaba mejor. Ya les gustaría a muchos estar como él estaba en ese momento.

Thorin y Nyx llevaban poco besándose. El gonhir no sabría precisar qué le impulsó a descender su boca entreabierta hacia la de ella cuando le respondió con una de sus habituales y soterradas insolencias, pero no pretendía callarla. Puede que, simplemente, lo imantase el respirar ese perfume suyo de coco y vainilla que le resultó tan exótico y envolvente cuando la pilló recién salida del baño en su aposento en la Casa de Elrond. Por lo visto, ella sí había podido asearse después de la contienda contra el Pálido Orco.

Se sorprendió a sí mismo ya tarde, besándola, y esperando que en cualquier instante le sobreviniese una merecida guantada o empujón por parte de la chica. Más aún cuando reparó en que él debía de apestar a oso, como poco; por él mismo, y por convivir rodeado de otros tantos que no se habían lavado desde antes de atravesar el Paso Alto.

Pero el bofetón no llegaba.

En lugar de eso, ella enredó sus dedos en las guedejas interiores de detrás de su cabeza, y él aprovechó para asirla por debajo de la capa. No obstante, postergaron un poco más el meterse mano bajo pelliza y manto porque inexplicablemente estaban disfrutando del prolongado contacto entre sus labios, entre sus lenguas, con algún que otro pícaro mordisco improvisado por parte de la nízrim, y sonreída tenuemente la osadía entre dientes por el nogoth, antes de volver a por más.

El enano apretaba contra su pecho el cuerpo de la muchacha. A pesar de que él iba bastante adargado con tanto abrigo, notaba el busto de la chica presionándolo, y eso también lo excitaba, pues rebrotó en su memoria cuando los admiró furtivamente en Rivendel. Y ahora, por fin, podría deleitarse de una forma más tangible. Ya no tenía que contentarse sólo con sus quimeras nocturnas, todo lo que ansiaba estaba al alcance de su mano, bajo aquella blusa azul cobalto que tanto lo arrobó durante la cena con el Medio Elfo.

Sin cesar de besarla, le acarició la clavícula como avanzadilla. Tenía que tantear primero, claro. Después del chasco de su última noche en Imladris, más valía asegurarse de que esta vez tampoco se fuera a echar atrás. Si mientras descendía sus dedos hacia su esternón, la chica no mostraba oposición, significaría que consentía.

O no. Ya no estaba seguro, con ella nunca podría estarlo del todo. ¿Y si le preguntaba? Pues lo mismo se mofaba de él en su cara.

Joder, qué torpe se estaba volviendo de repente. Y no quería ponerse nervioso, no fuera a ser que le fallase su virilidad cuando más la necesitase. Y entonces sí que se iba a reír la chavala.

También era verdad que llevaba una eternidad sin yacer con nadie, prácticamente desde que empezó a organizar el viaje a Érebor. ¿Doce meses? Le costaba concretarlo, porque se estaba distrayendo con la respiración de la joven, que había abandonado sus labios para centrarse en el lóbulo de su oreja y en parte de su cuello, produciéndole agradables escalofríos que le recorrían la nuca.

Aunque parecía estar de acuerdo, porque fue ella quien comenzó a desabrocharse los primeros botones. Ya podía entrever la insinuante piel casi atezada de su escote, penúltimo paso para abordar sin miramientos sus senos y enterrarse por fin entre ellos.

«¡Thorin!»

Y con aquel susurro casi gritado a sus espaldas, proveniente de la familiar voz del hobbit, todo se fue a la porra.

La muchacha se abotonó rauda y sin temblarle el pulso, pero no disimuló la cara de fastidio cuando lo miró a los ojos antes de desvaírse grávida otra vez entre sus brazos. Le estaba brindando una excusa.

—¿Cómo cuernos silba una lechuza de granero? —refunfuñaba el mediano indeciso, para acabar emitiendo ruidos raros—. Bueno, espero que el otro equipo capte el aviso.

Fíli ya se estaba precipitando presuroso sobre su tío, hasta que reparó en la presencia de alguien más, lo cual hizo que decelerase; al contrario que su corazón, que empezó a bombear atropelladamente tras reconocer a la encapuchada acompañante.

Al final, su hermano iba a tener razón, y cuánto se alegró por ello.

Entretanto alzaba a Nyxiræ del suelo, aparecieron Óin y Dwalin, que hizo lo propio con el jefe nogoth. El galeno se apresuró a tantear a ambos pacientes, pero el rey enseguida declinó su asistencia, y la chica le recordó que, mientras no fuese aplastada por un gigante de piedra, solía regenerarse sola.

—¡Estupendo! —se congratuló el viejo—. Si no hay ningún herido pues, volvamos deprisa, Thorin, que tienes a todos mordiéndose las uñas.

—Sí. Si no llega a ser por Gandalf, habríamos salido todos en tropel a buscarte —suscribió el rubio jocoso. Lo gracioso es que no exageraba.

—Vamos, Nyx —animó Bilbo.

Y entonces se produjo una situación incómoda.

El adalid se giró hacia ella. No había dureza en sus zarcos ojos, pero translucían hesitación, y esos segundos de inmovilidad refrescaron a todos los presentes que oficialmente la muchacha estaba expulsada del grupo.

—No te preocupes, Bilbo. Será mejor que permanezca a cierta distancia —medió Nyx al cabo, ante la turbación del hobbit—. Si te quedas más aliviado, piensa que así fungiré de exploradora en la retaguardia, por si asomasen las tropas de Azog.

Ajá, eso confortaba aún menos al mediano, después de haber comprobado en carne propia cómo se las gastaban esos monstruos.

Bilbo dirigió una mirada un punto suplicante a Thorin. El hobbit todavía tenía fresca la escena que le montó en lo alto de un peñasco, restregándole su vergonzosa incompetencia, para luego darse cuenta de que en realidad se estaba disculpando y dándole las gracias (curiosa manera). Esa experiencia le enseñó que Thorin podía demostrar modales bruscos y altaneros a veces, y, a veces, también regalar alguna que otra rectificación.

»Ah, se me olvidaba, Majestad —enlazó la chavala—. Pude recuperar esto del Claro de los Lobos.

La regia faz se iluminó ante la visión de lo que Nyxiræ desenterró en un pestañeo de entre las sombras.

¡Su escudo de roble!

Alargando ambas manos, la muchacha se lo entregó respetuosa, y él se lo embrazó presto, por si se volatilizaba en el transcurso, extasiado de haberlo recobrado.

—Está bien —condescendió el paladín—, pasarás la noche con nosotros, hasta que decida si puedes reincorporarte a la compañía. Así podrás descansar y comer algo.

Ya de camino, el fortachón aisló discretamente a su amigo del grueso de la formación.

—Thorin, ¿qué ha pasado? —musitó agitado, prendiéndolo por el codo—. ¿Por qué desapareciste?

—En cuanto lleguemos, reúne a los ancianos —atajó críptico el cabecilla.

De regreso a la albergada, y una vez que la joven marchose junto a Bilbo en su rutinaria costumbre de procurarse un recoveco para dormitar y que otro memorizase su posición, Thorin congregó nuevamente al mismo consejo de sabios con el que hubo consensuado las medidas a tomar tras la amputación del brazo de Ori, aunque en esta ocasión también incluyó al Istar.

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—Os he convocado porque tengo que comunicaros algo importante —incoó la sesión el monarca—, y deliberar consecuentemente sobre ello después.

Dori, Óin, Balin, Dwalin y Gandalf no interrumpieron, mas estaban convencidos de que los habría adunado para debatir si debían readmitir o no a la chica.

Cuán equivocados estaban.

»Esto es grave, así que no me andaré con rodeos —manifestó circunspecto—: la llave de Thráin ya no se halla en mi poder.

Típico de Thorin. Nada de «he perdido, he extraviado, he hecho algo mal» en público. Él era asaz consciente de cuándo la cagaba, y no le incomodaba depurar responsabilidades cuando tocase; pero todo internamente, porque desde la cuna tuvo su estatus grabado de manera indeleble.

Con todo, el desconcierto que había ocasionado era mayúsculo. Dwalin se llevó las manos a su calva tatuada. El mago se añusgó con el humo de su pipa, y Óin no daba crédito y creyó que habría escuchado mal debido a su trompetilla atortujada.

—¿P-pero c-cómo? —balbuceó Balin con una mirada de total desamparo que casi desarmó a su capitán.

—Durante el cacheo de los trasgos —se limitó a decir.

El mutismo se prorrogó unos minutos. El mensaje había permeado en los consiliarios. La meta se tambaleaba. Sin la llave, se antojaba prácticamente imposible culminar la hazaña.

»Desde este momento, os libero de vuestro juramento de lealtad a la causa —pronunció solemne el soberano.

—¡Thorin, n- —intentó oponerse el lugarteniente, pero el jefe, autoritario, no le dejó.

—Dwalin, las probabilidades de acceder a la Montaña ya eran escasas antes de iniciar el viaje. Cuánto más ahora —adujo.

—Eso no es cierto —rebatió—. No fue hasta que nos reunimos en Hobbiton cuando Gandalf reveló que tenía la llave, y aun así, antes de saber eso, decidimos alistarnos igualmente. En mi opinión, no ha cambiado nada.

Ah, ese khuzd siempre lograba henchirlo de orgullo, mas para su desconsuelo, erraba.

—Sí que ha cambiado —corrigió—. Mantuvimos los preparativos en secreto, ilusos de que no levantábamos sospechas a nuestro alrededor, pero ahora no sólo tenemos que enfrentarnos a Smaug, sino que también nos van a la zaga manadas de orcos —expuso con crudeza—. No puedo continuar poniendo vuestras vidas en peligro por una empresa condenada ya al fracaso.

Se pausó unos instantes. Quería que comprendieran que, a pesar de que ellos no tenían culpa alguna, el riesgo de morir por nada (como el infortunado Bífur) era abrumadoramente elevado, y él no estaba dispuesto a cargar más peso sobre su conciencia por haberles forzado a ello.

»Así que os concedo la opción de desertar con honor —soltó por fin.

Dwalin se había cruzado de brazos, en una suerte de reproche silencioso, mientras negaba mecánico con la cabeza con la vista puesta en algún punto inconcreto del suelo.

—¿Y tú qué harás, Thorin? —quiso averiguar Dori.

Con una exigua exhalación, el adalid arrostró a su compañero, previendo la subsiguiente reacción (que tanto estaba bregando por rehuir) a la respuesta que iba a dar.

—Yo tengo una obligación para con mi pueblo.

Estaba claro. Había comprometido su alma en la reconquista de Érebor. Él no podía elegir. Ya no, después de los sacrificios de su abuelo y de su padre. Pero sus camaradas no tenían por qué seguirlo…

—Entonces, como te dije en casa de Bilbo, estamos contigo, hasta el final —prometió Balin, posando su mano enguantada en el hombro de Thorin, al igual que aquella vez que acababa de mentar.

El rey se enorgulleció por contar con estos enanos, los únicos que acudieron a su llamada. Lealtad, honor y un corazón voluntarioso. No podía pedir más y, sin embargo, sus adláteres le estaban entregando todo cuanto poseían: sus ilusiones, sus esperanzas, hasta sus vidas. Se sintió tremendamente honrado por ello.

—¡Aye! No te librarás de nosotros tan fácilmente —prorrumpió Óin.

—De acuerdo, pues —se avino también Dori—. ¿Y cómo entramos?

El pragmatismo del herborista hundió el renacido brío de sus aparceros, mas uebos les era trazar un nuevo plan. Era evidente que, como había apuntado Dwalin, nada cambiaba hasta plantarse en la Montaña. El brete lo constituía la manera de colarse en ella.

Los consejeros iniciaron así una tormenta de ideas en la que todo valía, a cual más descabellada. No fuera a ser que de tan mala, resultase hasta buena.

—¿Y si acometemos por la puerta principal? No dependeríamos tanto del Día de Durin —edujo Dori—, sólo tendríamos que ir desmontando escombros poco a poco.

—Nos llevaría mucho tiempo —coligió Balin.

Y eso era algo que Thorin quería evitar, pues recelaba de los vecinos hombres de Lago y de su más que probable codicia. Si los descubrían trabajando en los exteriores, ya no podrían hacerse pasar por una simple caravana que se dirigía a visitar a sus familiares de las Colinas de Hierro, el cuento que habían acordado venderle a todo el que se propasase de cotilla.

Entretanto, Gandalf los escuchaba sin intervenir, mascando no sólo la boquilla de su larga pipa.

—Todavía tenemos el mapa de Thrór, que señala la entrada secreta —recalcó Dwalin—. Si damos con ella, podríamos intentar picarla. Previsiblemente la masa de roca en ese punto será menor, del canto de una poterna.

—Demasiado ruidoso —contraargumentó Óin—. Si el dragón sigue vivo, lo despertaríamos.

Empero, el grandullón no había fallado tanto el tiro, e indujo al mago a elucubrar un efugio que sorteaba ambos obstáculos, el del tiempo y el del ruido.

No obstante, pese a tratarse de una buena idea, en realidad, era pésima, y se les podía volver muy en contra. Por eso le desagradaba tanto, y no iba a exponerla a menos que no ganase ninguna otra propuesta.

—Podríamos volver a solicitar refuerzos a Dáin para que movilice a su ejército —formuló Balin—. Cuando Thorin se reunió en Ered Luin con los enviados de los siete reinos, era normal que tuvieran sus reticencias porque todavía no habíamos logrado nada. Pero ahora estamos más cerca que ninguna otra expedición. Quizás eso les anime a dar un paso en firme.

El adalid calló. Había desterrado de su mente el arrastrarse de nuevo ante su primo, como si le estuviese mendigando migajas de pasadas glorias.

En su último encuentro en las Montañas Azules, las diferencias fueron notorias. Se habían cambiado las tornas. Antaño, Érebor sobresalía sin rival como el más poderoso de los reinos, no sólo de los Khazâd, sino de toda la Tierra Media. Hogaño, su inclusión dentro de aquella convención fue puramente protocolaria, pues no podía catalogarse ni siquiera como feudo. Las Colinas de Hierro dominaban y Dáin se esmeró por extender su influencia y afianzarse como jerarca de ese nuevo orden. Y si bien se comidió por el debido respeto y aprecio hacia el nieto del rey Thrór, no vaciló en imponer su opinión.

—¿Acaso no recuerdas lo que le espetó a Thorin? —Se adelantó Dwalin indignado—. «Esta misión es cosa nuestra y sólo nuestra». No. Despreciaron nuestro llamamiento y desperdiciaron su oportunidad de unirse a la reconquista. No hay ningún honor en incorporarse al final, cuando casi todo el trabajo está hecho.

Durante varios minutos, nadie más habló. La aseveración del comandante era legítima y no podían redargüírsela si se basaban en los principios que regían su moral, en la que el pundonor primaba incluso sobre la propia supervivencia.

Lo malo era que se les estaban agotando las ideas.

—Gandalf —apeló Thorin—, ¿no propones nada? Generalmente sueles ser más participativo —le incitó con una irónica pulla velada.

Absorto aún en su diatriba mental, el Istar expelió con calma una bocanada antes de contemporizar con la proposición de Dwalin.

—Es lógico pensar que donde se halle la entrada secreta a los Salones Inferiores, la sección de la montaña será menor, pues detrás se abre el pasadizo, y no filones y filones de roca.

El grandullón se apuntó el tanto a su favor, pero le duró poco la victoria.

—Repito que armaríamos demasiado alboroto —perseveró Óin—. Sería como echarnos el dragón encima nosotros mismos.

—No, si no percutimos —refutó el brujo, misterioso.

Los enanos se miraron entre ellos sin comprender. ¿Cómo esperaba el mago atravesarla entonces? ¿Con magia?… Aunque pensándolo, en el fondo podría ser. Como aseguró Kíli, Gandalf habrá matado cientos de dragones; si bien, hasta el momento todavía no había hecho alarde de un poder colosal. Lo mismo pensaba que ya era hora de lucirse.

—¿Qué sugieres? —indagó el paladín.

El Istar se mantuvo silente unos segundos más.

—Debéis saber que no me agrada en absoluto, pero visto que carecemos de alternativas, creo que nos conviene sopesarla. Aunque tened por cierto que en otras circunstancias jamás la habría contemplado.

—Tú lo has dicho, nos estamos quedando sin opciones —cercioró Thorin—. Adelante.

—Un nízrim de tierra.

El cabecilla enarcó las cejas. Ahora entendía por qué en otra coyuntura no la habría insinuado. Porque, en un mundo paralelo, nadie de la compañía habría oído hablar antes de los Nízrim.

»Los Nízrim de tierra manejan este elemento, incluyendo las masas pétreas —instruyó—. Un nízrim térreo sería capaz de abrir una brecha en ese punto débil. Podríamos… —Ay, cuánto le iba a costar pronunciar estas palabras—. Nyxiræ podría llamar a alguno de sus congéneres para tal fin.

El líder empezaba a compartir los prejuicios de Gandalf. Lo que postulaba implicaba readmitirla de facto, puesto que quedaría un poco mal pedirle un favor y largarla a la primera de cambio.

—¿Por qué confías en que uno de los suyos aceptará la petición de un extraño? —cuestionó el adalid.

—No puedo asegurarlo, ciertamente, pero hace mucho tiempo, cuando estuve recorriendo el sur de Gondor, conocí a un par de los de ese clan y, de lejos, parecían los más sociables, si los comparas con Nyx o con el de la historia de Lord Elrond.

«Sí, ése daba miedo», rememoró Thorin. Instantáneamente, le asaltó la visión de apenas unas horas antes: la enlutada mujer alígera. Infirió que debía de ser de aire, y desde luego, por su aspecto exterior, dudaba que se relacionase con multitudes.

—Podría funcionar —se adhirió Balin, con el asentimiento de Óin por detrás.

Dori y Dwalin no lo secundaban. Bastante tenían con aguantar a la muchacha como para cargar con otro más, seguramente igual de insufrible.

—Pero debéis prepararos para ceder algo —alertó el mago.

—¿A qué te refieres? —inquirió escamado el monarca.

—Los Nízrim son nómadas, y como en toda sociedad nómada, subsisten a base de trueques. Si acepta ayudarnos, querrá algo a cambio —previno agorero—. Ignoro por completo qué se le podría ocurrir. Antes, habría jurado que un nízrim se decantaría por algún conocimiento arcano, algún libro incunable o algún artefacto de tecnología novedosa. Pero después de lo de los látigos de mithril, ya no me sorprendo con nada.

Hmm, sí, sí que se iba a sorprender, el viejo.

Los látigos de mithril. Thorin se retrotrajo a la sala porticada de la morada del señor elfo, donde éste le precavió para no fiarse de que los látigos fueran la verdadera razón de la chica para haber ingresado en la camarilla.

Desde entonces, tuvo claro que sólo los esgrimió como señuelo para distraer la atención y que no indagasen en sus intenciones reales, pero ya iba siendo hora de azuzarla para que cantase.

—Bueno, si de verdad consigue penetrar en la Montaña eficazmente, sin ruido y con rapidez, no le veo inconveniente —terció Balin—. Es lícito que se le pague por un servicio.

—¿Y si reivindica una parte del tesoro de Érebor? —reprobó Dori—. No puede equipararse con Bilbo, que ha estado colaborando desde el principio.

—Pues fijaremos unos límites, para que sepa hasta dónde estamos dispuestos a ofrecer —puntualizó Óin—. Somos expertos tasando cosas. Podemos evaluar los riesgos y el esfuerzo que conlleva esa tarea, y negociar para que no exceda nuestros máximos.

El problema de los Naugrim era que reducían todo a comprar o pagar con riquezas, y Gandalf se dio cuenta de ese error. No habían entendido que los Nízrim eran diametralmente opuestos a ellos en eso. Tampoco habían asimilado que eran peligrosos. Y peor aun, no habían interiorizado la gravedad de su situación.

Sí, puede que a un nízrim de tierra no le supusiese mucho gasto de energía hender un veta (o lo mismo sí, qué sabía él). Pero ése no era el factor que más iba a lastrar para valorar su recompensa, sino que, en caso de que no llegasen a un acuerdo con ese individuo, ya no tendrían más opciones de éxito y ése sería el fin de su cruzada.

No obstante, habiendo soportado la testarudez típica de los Dernlir, se abstuvo de rectificar su visión. Más avante, si era menester. De momento, se contentaba con que aprobasen la medida, orando por que Thorin tuviera más lucidez que sus asesores para leer entre las líneas de su advertencia.

El monarca cruzó una ojeada con su segundo al mando, aún disconforme, y luego con el resto del consejo, que tras ponderarlo, parecía más proclive ya a avalar esa solución.

—Muy bien, así procederemos —sancionó—. Gandalf y yo hablaremos con la mujer —anunció, retomando sus viejas costumbres para aparentar—, y vosotros, id calculando a cuánto ascendería el estipendio. De ese modo, podremos tener una referencia para comparar, por si pidiese una remuneración no pecuniaria.

No bien hubo concluido la comisión, y con los ancianos y Dwalin de nuevo en el acuartelamiento, el Istar y el soberano intercambiaron unas palabras en privado. Al igual que Thorin, el mago estaba deseando interrogar a la muchacha, tal como le había demandado la dama Galadriel. La tumularia, la plaga, su auténtico propósito… Demasiadas incógnitas.

Si no tuvieran el agua al cuello para internarse en la Montaña, podrían haber pretextado una pérdida de confianza, o incluso acusarla de ocultación, para tentar regatearle su reingreso en la comitiva.

Empero, ahora debían ser cautos y no ahuyentarla. Más valía tornarla favorable y mantenerla a su lado por las buenas, por mor de la merced en la que tenía que intermediar.

Sin embargo, indiscutiblemente la joven también anhelaba alcanzar Érebor. Si no, ¿a qué tanta obstinación por continuar? Tal vez, podrían darle la vuelta a la tesitura. Eludirían contraer una deuda con ella lanzando ese envite: se necesitaban mutuamente. Ellos tenían el mapa y ella, la llave.

La balanza había basculado desde que se conocieron, pues ya no actuaría de guardaespaldas sino de mediadora, pero el juego de poder seguía siendo el mismo.

Sólo requerían un nuevo contrato.


Su barba es más tupida de lo que aparenta. No se la recorta desde hace días, como es comprensible con tanto ajetreo. Mejor para ti, así no te irrita alrededor de los labios ni la barbilla.

Extrañamente, su aliento no está cargado, ni viciada su respiración. Y tu mente da saltos de alegría, porque nunca le comes los morros a nadie si su hálito te indigesta. Faltaría más.

Es cierto que te sofocan un poco sus besos tan dilatados, en los que se explaya voraz con la lengua. Zangolotea con ella sin apenas respiro, de modo que determinas mordisquear su fino labio inferior para poder cortar y tomar algo de aire. Por su taimada sonrisa, no parece importarle.

Tras un par más de acometidas mutuas, te apetece investigar otros centímetros de su piel fuera de su rostro, y te diriges a su oreja derecha, ésa que ya tanteaste en una ocasión durante tu teatral presentación, antes de que, furibundo, te hundiera hasta el gavilán su otra espada, la élfica.

Sólo que ahora sí vas a disfrutarlo.

Con la nariz, le retiras la trenza, y rozas la suavidad de su lóbulo. Se te antoja tan esponjoso, que cuando no te basta con refregarlo, lo tarazas con los incisivos; pero con mesura, no se vaya a apartar si lo lastimas.

Como ya no os estáis besando, ha decidido entretenerse acariciando tu clavícula con una mano, y con la otra continúa oprimiéndote la cintura por la espalda, para atraerte aún más hacia él.

Entretanto, tú sigues entregada a su cuello y alternas someras mordeduras, ósculos y algún que otro chupetón espontáneo, mientras te embriagas con su aroma.

Su aroma.

Al fin puedes aspirarlo en todo su esplendor. Las dos veces que estuviste cerca de él en dos cuevas muy disímiles, no tenías la cabeza (ni el cuerpo) como para interesarte por su olor.

Distingues varios efluvios mezclados: el del cuero, el del polvo del camino, incluso notas escondidas de óxido, probablemente de algún resto de sangre seca. Aunque claro, a ti eso no te suele disgustar; más bien lo contrario, te da pie a hincar el diente, como ya has hecho.

Y de entre tantos matices, destaca el suyo propio, intensificado debido a la sudoración. Es fuerte, penetrante, pero no te resulta desagradable. De hecho, hasta te excita.

Él también debe de estarlo, a juzgar por sus acezos y el recorrido descendente de sus dedos en pos de tus senos.

Mira, algo bueno de la combustión en cyano: que quemó toda tu ropa, incluido el vendaje que comprimía tu pecho. Así no perderás valiosos minutos en desenrollarlo y lo invertiréis en otros preliminares.

Con un último asalto a su boca, comienzas a desabotonarte ágil la blusa. Ya sí. Nada de contenerse. Eso es para timoratos. Pecaste de ello en Rivendel, pero no más. Al principio dolerá, pero te mentalizas de que acabará compensando. Es hora de afrontar su enorme…

—¡Thorin! —Oís a Bilbo desde fuera del calvijar.

¡Oh, venga ya! ¡¿En serio?!

Vaya, está visto que nunca vas a poder beneficiarte a este enano.

Debíais habéroslo figurado. Demasiado perfecto para ser real. Era imposible que Thorin pudiera permanecer solo mucho rato sin que ninguno de sus súbditos le anduviera buscando como loco. A menos que estuvieran todos muertos. Pero en ese caso, no se te habría exhibido tan solícito para una apasionada noche de sexo sin compromiso.

Bueno, al menos ha constatado tu cara de fastidio por la intromisión, que debe de ser un calco de la que él momentáneamente ha compuesto antes de abatir la frente por la inoportuna interrupción. También debe de haberse dado por vencido.

En el fondo te da pena. Desempeñar un cargo de responsabilidad es un soberano coñazo, sobre todo, por la pérdida de libertad y privacidad que entraña. Así que decides echarle una mano y te aplomas sobre sus brazos para tratar de encubrir al paladín en tan enojosa situación.

—No puede ser… ¡Nyx!

Hasta que su voz no te ha llegado nítida, no sabías cuántas ganas tenías de escucharla.

Fíli corre hacia vosotros, seguido de Bilbo. Y si ya apareciesen Kíli y Ori, la felicidad sería completa. Pero caes en la cuenta de que el bueno de Tim estará a millas de aquí.

—La vi desplomarse a lo lejos y pensé que estaría malherida. —Y así justifica el soberano ante su sobrino el que os haya pillado en esa postura.

—¿Tú estás bien, tío?

Lo primero es lo primero, ante todo.

—Sí, tranquilo —apacigua tu fallido amante las posibles dudas del rubio y del mediano.

—Y tú, Nyx, ¿estás herida? —pregunta inquieto Fíli. Quizás porque le haya sobrevolado el recuerdo de cuando te cargó entre sus brazos para portearte dentro de aquella gruta hedionda, cuando estuviste a tris de criar malvas, o moho más bien.

—No, sólo tremendamente cansada —dramatizas mohína— del ímprobo esfuerzo que siempre me supone volver a dar con vosotros —apostillas con una leve sonrisa cómplice.

—Y que lo digas —concuerda Bilbo—. Ya nos contarás cómo rayos has sorteado el desfiladero del Anduin sin la ayuda de las Águilas.

Chico, mejor que no lo sepas. O tendremos que matarte.

—Bueno, lo importante es que al final siempre acabas encontrándonos —intercede Fíli—. Venga, te ayudo.

Y en un pestañeo te prende de la mano y, con un suave tirón hacia él, termina por agarrarte del talle para ponerte definitivamente en pie, bien que le sobrepases fácil una cabeza.

En ese momento, brotan de entre la vegetación el fortachón tatuado y Óin, con su sempiterna trompetilla colgada del oído. Se te escapa una risita nada más verlo. Su aspecto te resulta más cómico que el del afable de Balin.

Imitando a sus dos colegas, se abalanza sobre vosotros. Le puede su lado médico. Entre eso y que ya anda viejo, se le olvida que, en todo caso, podrías regenerarte.

—Oh, ¿has tenido que morder a Thorin otra vez?

Caray con el venerable anciano. No se corta un pelo.

A ver, tampoco va muy desencaminado el hombre…

—Em, no, ya venía recuperada de antes. —Te apresuras a contestar para evitarle el sonrojo a su jefe.

Entretanto comentan algo entre ellos, tú remoloneas recogiendo tus bártulos, aún más menguados, ya que la alígera se cobró tu guadaña como retribución por vuelos pasados y futuros.

—Vamos, Nyx —te reclama Bilbo, siempre tan atento.

No así Thorin, pues te empotras con su garza mirada de frente, la cual expresa una vacilación que ya habías conjeturado plausible.

Vale, con tanto arrumaco, diste por sentado que se le habría pasado el infundado enfado que desencadenó tu precipitada expulsión; pero presumiste acertadamente que se enrocaría en su sentencia, así que nada que no pueda arreglar un bonito broquel de roble.

Y como adivinaste, su adorado escudo debe de infundirle una especie de balsámico efecto de abducción, porque consiente ambiguo en que los acompañes, mal que se esfuerce en aparentar inflexibilidad delante de sus corifeos. Para variar, debe dejar patente que él es el único que ostenta la última palabra.

Sin embargo, cuando divisas la lumbre del campamento, te invade una ola de precaución.

—Majestad, hasta que toméis vuestra decisión, creo más congruente que no me presente en el campamento —tentas persuadirlo—. No tiene mucho sentido reencontrarme con el resto de compañeros si luego nos tocase separarnos de nuevo.

Y es que Bilbo, Fíli y Óin te están amenizando tanto la nocturna caminata de regreso por la algaba, que no te apetece acostumbrarte a lo bueno si después te vas a ver forzada a decir adiós. Es tontería.

»Pernoctaré mientras en alguna cavidad —resuelves conciliadora.

Otra vez el dilema aflorando en su ojos azulinos.

Macho, decídete. O nos quieres dentro o nos quieres fuera, pero los dos estados al mismo tiempo sólo pueden existir en una paradoja cuántica. Y no es el caso.

—De acuerdo —se pliega a tu demanda—. Bilbo, acompáñala y memoriza su posición.

Lanzas un postrer vistazo al rubio para aquietar su reconcomio, y el mediano y tú os desviáis por un vericueto.

Ah, dos jornadas enteras con Annea te han hecho extrañar a ese pequeñajo, aunque obviamente no se lo vas a confesar. Tienes que preservar la fama de poco habladora que te has labrado durante la travesía.

Inspeccionas varios berruecos hasta dar con uno cuyas características te satisfacen.

—Puedes marchar tranquilo. —Y en ese instante, flaqueas—. Pero por si no me fuera permitido volver para protegeros, prométeme que te cuidarás.

El gusarapo se te queda mirando un poco perplejo.

—Ya verás como Thorin recapacita. No es tan estricto como le gusta aparentar —resta importancia para aplacar tu inquietud. Quizás no se esperase tal demostración de interés por su integridad proveniente de ti.

»Bienvenida de nuevo —se despide, apuntando una media sonrisa pazguata de las suyas, que a la fuerza de dedicártelas durante todo el viaje, han logrado concitarte poco a poco la sensación de un cálido hogar.

—¡Bilbo! —vociferas a los pocos pasos dados por el mediano, para que rote hacia ti—. Sobrevive.

Y otra sonrisa más.

Maldito hobbit.

A ver si va a ser él el que te está ablandando.

Chitón, que quiero dormir, leñe.

~~~~~ ··· ~~~~~

La luna se ha traspuesto ya del firmamento, fiel a su órbita en la fase en la que se encuentra, pero todavía no se aprecia la claridad de la alborada, aunque poco le falta. Computas que habrás dormitado unas tres horas, tres horas y media a lo sumo. Vamos, una birria.

Annea te compelió a que te reunieras con tu padre en cuanto finalizase con la Consuleia, de modo que enciendes una hoguera recoleta por si te estuviera mandando algún mensaje.

En efecto, las llamas trepidan transmitiéndote una instancia para localizarte, así que arañas del suelo un puñado de tierra con briznas de hierba, y le bisbiseas tu posición aproximada mientras lo frotas y lo esparces al viento gregal que, por fortuna, sopla desde que franqueasteis la Carroca.

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—Buenos días —te saluda el Istar, asomando su alongado bastón por delante de un risco a tu costado, con el monarca a su vera.

Te volteas escéptica por la salutación a deshoras.

—Un poco pronto para afirmarlo.

Demasiado han madrugado éstos. Ándate con tiento.

Malicias para tus adentros que lo mismo van a comunicarte ceremoniosamente que te despachan. Aaarg, no tenías que haberle devuelto tan resuelta la tarja de roble.

Han coordinado una encerrona capciosa, así que para sobrellevar el mal trago, sacas de tu coracha un andullo para fumártelo matrera. Al carajo las formalidades. Y menos tan temprano, que no estarán puestas ni las calles de Édoras.

Aguardas a que ellos den el primer paso, mas después de dos caladas y viendo que no terminan de atreverse, agilizas tú los trámites.

»¿Parlamentamos?

Entonces, el paladín toma la palabra. Desde luego, insaciable es un rato. No se desquitó lo suficiente con el puñetazo que te arreó en el tatuaje. Ahora te asestará una puñalada trapera como venganza, por toda la inquina que se haya guardado contra ti hasta ese momento. Pero está bien así, probablemente esta puntilla te habría jodido más tras haberos acostado. De manera que vas a confrontar a ambos con una inexpresiva cara neutral, un punto deslavazada, si te apuras.

—Pese a que oficialmente tu contrato fue rescindido, tengo el deber de pagarte por el tiempo y servicios que prestaste durante el periodo que tuvo vigencia. No obstante, me temo que no podrá ser con los dos látigos de mithril.

No le rechistas y optas por invitarle a que siga hablando. Nada más efectivo que permanecer callada para tirar de la lengua a un adalid impaciente e irascible. Además, así te ventilas el veguero con pachorra.

—Tendrás que pedir otra cosa o, en su defecto, amoldarte a aquello que estén en condiciones de ofrecerte —arrumba el viejo antes de que el cabecilla continúe.

Y una mierda vas a renunciar tú al dragón.

—No —cortas con sequedad enfrentando a Thorin en lugar de a Sōkrátēs—, el trato era simple: yo os defendía y vos me dabais acceso a la montaña; y no aceptaré otro pago. Lo adicional que estuviera plasmado en el contrato ni lo leí. Es más, firmé con un «no conforme» —mientes desvergonzada. Total, ya no pueden comprobarlo.

—La cuestión es que ya no tenemos forma de penetrar en la Montaña —aclara el mago—, así que no hemos tenido otra opción que cancelar la empresa. La liberación de Erebor tendrá que esperar —remacha con pesadumbre, pelín sobreactuada.

Con lo que te habías preparado para encajar el golpe de gracia, y en cambio, esto te descoloca por completo.

—Y exactamente, ¿qué ha cambiado de ayer a hoy para suspenderla?

Notas que Thorin se revuelve un poco, esquivo. No parece estar por la labor de desclasificar datos de más.

—Los trasgos se incautaron de un objeto capital para entrar —informa lacónico y sibilino el Istar.

Vamos, una llave.

Te giras hacia el líder con gesto totalmente incrédulo. Vaya, así que por eso se arriscó a retozar contigo: ya se la daba todo un ardite porque su objetivo vital se había ido al garete.

—Así es —confirma el jefe—, de modo que lo más sensato es regresar a los Salones en las Montañas Azules y recabar más apoyos para reanudar la reconquista en un futuro próximo —robora—. Una vez allí, nos sentaremos para calcularte un emolumento razonable.

Un momento, para el carro. ¿Qué es eso de volverse a las Ered Luin? ¿Para esto ha muerto Bífur y Ori ha quedado lastrado de por vida?

No, imposible. Thorin es demasiado terco para claudicar por algo tan insignificante como haber perdido una simple ganzúa. Habrán esbozado alguna maniobra de ingreso, sólo que te la están ocultando.

—¿No previsteis ninguna otra forma de adentraros por si se daba esta contingencia? ¿Lo dejasteis todo al albur? Después de haber superado tantas penurias y adversidades, me cuesta creer que cejéis sólo porque falte un llavín —les recriminas—. Decidme que al menos seguís teniendo el mapa, ¿no?

Duelo de miradas mudas entre estos dos.

Jamás te documentaron sobre el hecho de que contasen con una llave y un mapa, pero lo fuiste sacando de aquí y de allí, de conversaciones ajenas… Y de cuando los espiaste durante la cena que celebraron en Bolsón Cerrado previa a su partida; tan convencidos de que en la Comarca estarían a salvo de oídos indiscretos, porque está poblada de Hobbits que salen corriendo despavoridos en sentido contrario sólo con escuchar las palabras «aventura» y «ayunar».

Para tu alivio, Thorin asiente y se ahorran el ridículo de cuestionarte cómo estás al corriente de que portaban esos dos adminículos. Pero nada más. Se ve que hoy el rey no se ha levantado muy locuaz.

Con los brazos medio cruzados, dibujas círculos con el índice para instigarles a proseguir con el silogismo que has iniciado.

Venga, chicos, que vosotros podéis.

—No basta con tener el mapa —censura el mago.

—A ver, supuestamente para usted la verdadera dificultad radicaba en descifrar dónde se hallaba la puerta, porque cerradas, las puertas de los enanos son invisibles y bla, bla, bla —ya hilas tú irreverente, burla expresa para el viejo, al que se la tienes jurada desde el puente sobre el Bruinen—. Pero una vez ubicada, a falta de llave, lo que se hace con las cerraduras es forzarlas.

—Se trata de una losa de granito —sermonea Thorin—. Pesada y de un canto considerable. No es tan sencillo ni tan rápido reventarla.

—No he dicho que lo fuera, pero vosotros, los Gonnhirrim, sois los Maestros de la Piedra —le picas con toda la literalidad del significado de su etnónimo—. Seguro que sabréis dilucidar un modo.

Nyx, si tensas tanto la cuerda, terminará rompiéndose.

Suspiras para sosegarte.

»Dispensadme, Majestad. No pretendía ser irrespetuosa, sino aguijaros para que no os rindáis —sostienes aparentando convicción—. Bífur no lo habría querido, ni Ori —arriesgas ese ulterior acicate a sabiendas de que mentar a sus amigos caídos puede salirte muy mal, conociendo lo tornadizo que es el monarca.

Pero por suerte, la disculpa ha surtido efecto y el amago iracundo de su ceño se esfuma por el momento.

—Cabría otra posibilidad —maquina el Istar subrepticio tras una pausa—. Sé que no os gusta prodigaros, pero en un caso que te incumbe de lleno, ¿haríais una excepción?

¿Qué te está insinuando?

»Un cognado tuyo, de tierra —destapa su órdago—, imagino que no tendría problemas para agrietar la roca por las jambas y el dintel de la puerta.

Ésta sí que es buena.

Sí, sí que lo es.

Encasillaste al anciano de prudente, incluso medroso para con tu especie, reacio a trabar cualquier contacto.

Pero la necesidad aguza el ingenio, ¿no, viejo?, y te ha vuelto osado y temerario.

Y aun así, su propuesta…

Desde que Maēgon se trocó en tu obsesión, desechaste pedir ayuda a tu padre. No porque te dé apuro llorarle para conseguir lo que quieres (pues ya lo has hecho infinidad de veces sin reparos), sino porque sabías que se opondría frontalmente a facilitarte algo que consideraría una locura de magnitudes épicas. Y lo corroboraste hace unas cuantas madrugadas, no bien hubo barruntado tus intenciones y tu empecinamiento por llegar a Érebor.

Empero, ahora las circunstancias han cambiado. Puedes venderle que no lo haría por ti, sino para que la compañía de enanos contrajera una deuda, atando así a los cuatro escogidos.

—¿Eso es verdad, Nyxiræ? —sondea Thorin expectante—. ¿Podría abrir la Montaña?

Y primera vez que pronuncia tu nombre propio. Hmm, hoy está lisonjero contigo.

Y que lo digas, jamás habrías concebido que en una misma noche Thorin te llamase por tu hipocorístico, por tu nombre de pila, y mucho menos que se rebajase a pedirte un favor. Bueno, rebajarse, lo que se dice rebajarse, no. Domina el arte de cómo retorcer una frase para no tener que emplear la locución «por favor».

Así y todo, reconoces que podría funcionar. Quizás tu padre tendría que proveerse de más sangre de la que habitúa, pero sería perfectamente capaz; algo parecido a cuando enterró a la tenebra.

—Dadme unas horas. Veré qué puedo hacer —enuncias escueta.

Los iris oceánicos del soberano rielan igual que hace un rato cuando le restituiste su escudo, al vislumbrar un resquicio de esperanza.

Ya podría pagarte también en carne.

Me da que eso lo acaba de descartar para siempre ahora mismo. Una lástima. Volverá a obcecarse con la meta, relegando el sexo a la ínfima posición de su inexistente lista de distracciones.

»Partid vosotros primero. Os daré alcance al mediodía —dispones inconcusa, después de abuchear mentalmente al líder por su faceta veleta.

—Así sea —estipula el viejo aquiescente, antes de darse media vuelta.

El monarca tarda aún unos segundos en imitarlo. Te está diciendo algo con los ojos, pero como no eres telépata, a saber qué será. Todavía no has forjado un vínculo tan estrecho como el que mantiene con su comandante como para traducir todas sus miradas y demás gesticulaciones.

Una vez sola, aprovechas para el parvo matutino mientras esperas a tu padre: un poco de queso y pan del que sisaste a los tristes desdichados de la alquería. Reminiscencias de la mujer luchando por taponarse el degüello te vendrán a visitar para atormentarte durante un tiempo, y luego emergerá inexorablemente la indiferencia.

Avizoras el berdiche de tu progenitor descollar entre los tolmos, moviéndose veloz, hasta que se planta delante de los rescoldos de tu modesta fogata.

—Ígnea, Nyxiræ —cumples con los convencionalismos de tu raza para enrabietar a tu padre.

—Te he dicho que me fastidia mantener tanta ceremonia contigo —protesta antes de estrujarte entre sus brazos—. ¿Estás bien? ¿Cómo se ha portado Annea? —se interesa en cuanto deshace el abrazo.

—Anormalmente colaboradora. No lo ha proclamado de manera explícita, pero pretende que yo haga el trabajo sucio de sonsacarle a Maēgon todo lo relativo al enigma del Origen, y sospecho que alguna que otra incógnita extra, si puede.

Mencionar a Smaug ensombrece el semblante de tu padre. No debe de haber digerido todavía la charla que entablasteis en el desfiladero de las Nubladas.

—Ya, el altruismo nunca ha sido su fuerte —cuchichea por lo bajo—. En realidad, no es el punto fuerte de nuestra etnia en general.

El sol comienza a rayar hacia el Este. Tus compañeros deben de haberse puesto ya en camino. No deberías demorarte mucho en seguirles el rastro.

—Y bien, ¿qué ha decretado Nereyn? ¿Nos da permiso para rematar el encargo?

—Sí, y acepta tu proposición de perdonarles la vida si prometen guardar silencio. Pero ha dictaminado que sea yo quien negocie con ellos.

Te molesta que no se fíen de ti como para delegarte horas y horas de discusiones con diez enanos cabezotas… No, espera, no te molesta. Mejor, menos curro.

—Pues te vas a alegrar —le vaticinas pizpireta—, porque, carambolas del destino, necesitan de un nicrón térreo que les desacople la puerta lateral de la Montaña.

El estremecimiento te ha cogido por sorpresa. Rara vez has podido cazársela antes, pero desearías no vérsela más.

Esa sonrisa peligrosa de tu padre, cuando está a punto de clavarle a su presa en la nuca su venenoso aguijón.


Bueno, pues si después de casi dos horas, habéis conseguido llegar hasta aquí, ¡mis felicitaciones! xD

Quería comentaros mis impresiones acerca de la acogida de las dos últimas entregas publicadas; justo las correspondientes a la segunda parte de la trilogía.

A comienzos de 2020 me apunté a un concurso de fanfics sobre el universo Tolkien en otra plataforma, y eso supuso un estímulo para tratar de mejorar este relato. Desde enero, he estado compaginando la escritura de este capítulo con la reedición de todos los anteriores (y aún continúo en ello). Pero aun con dicho aliciente, supongo que sois conscientes de que la mayor motivación de quienes escribimos ficciones la constituyen los comentarios, favoritos y seguimientos que nos dais.

Sin embargo, en los dos últimos episodios he constatado un descenso brutal de valoraciones :( Y no sé si es porque esta historia ya no resulta interesante.

Admito que debo entonar el mea culpa por la sempiterna tardanza con que actualizo y que entiendo que puede llegar a desesperar, pero quiero ponerle remedio a partir de mediados de septiembre. No obstante, voy a necesitar de toda vuestra ayuda.

Mi intención es publicar un capítulo al mes, como demora máxima, aunque serán mucho más cortos que éste U^_^

Pero para ello ¡me es vital conocer vuestras impresiones!, porque si el motivo por el cual os estoy perdiendo es porque el relato ya no os atrae, os aburre, etc., prefiero saberlo antes de invertir un esfuerzo y tiempo considerables en algo que sí, me apasiona, pero en definitiva no sólo no me reporta ningún beneficio, sino que podría dedicarlo a mi familia y amigos. Me daría una pena infinita dejarlo inconcluso, pero creo que, empatizando un poco, no es difícil entender este planteamiento :(

Sé que a muchas personas les da urticaria cuando un escritor pide una cierta retroalimentación a sus lectores, y salen huyendo o echando pestes ante tal desconsiderada petición; pero al menos confío en que, quienes de verdad disfruten con esta ficción a pesar de que suelan leerla en las sombras, se animen a impulsarla para que puedan verla terminada si así es su deseo :)