Bueno, no se puede decir que en esta plataforma la segunda parte de la trilogía esté teniendo mucha acogida, pero aun así, me voy a arriesgar a subir actualización. Ya veré cómo progresa.

Aprovecho para compartiros el fanart que me regaló DannaP hace eones cuando leyó el capítulo en que Antares y Nyx sobreviven a la tenebra. Pero como en este episodio se vuelven a reencontrar, me pareció que encajaba también aquí ^_^

(tres uves dobles punto) deviantart (punto) com (barra) aquelarretolkien/art/Antares-y-Nyx-reencuentro-536619268

El vídeo de Youtube lo podéis escuchar cuando veáis la almohadilla #, para que os embargue un poco la zanfoña medieval.

watch?v=hHPyJNQyJCE

También podéis buscarlo como: A Plague Tale Innocence - OST - Plague Tale - Extended Version (sí, ya sabéis que la cosa va de plagas :P).

Y a partir de aquí, nos metemos de lleno en la segunda película de la trilogía :D
No olvidéis que me encantará leeros cuando terminéis ^.~


· CAPÍTULO XXVI: INQUISICIÓN ·

·

Elrond se dio por vencido. En parte porque tampoco era el niñero de nadie, y menos de un adulto, por muy tozudo que éste fuera.

Después del tercer intento, desistió. Él había cumplido. Si Glóin no quería atenerse a sus razones ni aceptar sus consejos, era perfectamente libre y responsable de sus propios actos.

Viendo que Ori ya no precisaba de su supervisión y que sus heridas físicas sanaban sin mayores complicaciones, el pelirrojo pensó que ya era hora de retomar el camino de vuelta para reencontrarse con sus mesnaderos.

En realidad, esa idea siempre anduvo rondando su cabeza, desde el mismo momento en que marcharon rumbo Rivendel. La fue postergando porque resultó que el diagnóstico del escribano era peor de lo que estimó en un principio. Desvariaba, mudaba de humor a cada instante: colérico, deprimido, amedrentado… Desamparar a un colega en un estado mental tan volátil le pareció una deslealtad, no sólo hacia él sino también hacia Thorin, el Consejo y el encargo que le encomendaron de cuidarlo y protegerlo.

Pero una vez que comprobó que la terapia del Medio Elfo con el cartulario estaba surtiendo efectos positivos, vio las puertas abiertas.

Lindir avisó a Elrond en cuanto notó el ruido que estaba montando su huésped en su alhanía con los preparativos, y, típico en él, fue a husmear. Le entraban curiosidad y preocupación a partes iguales cada vez que alguno de los nogothrim armaba escándalo.

El peredhel no daba crédito a la insensatez que acababa de oír. ¡Reunirse de nuevo con la compañía! ¿Estamos locos? Por un instante, se imaginó dándose topetazos contra la pared, mas prefirió no lastimar su excelsa frente sempiternamente coronada por una delicada diadema. Debía guardar la compostura delante de sus edecanes, así que sólo se cubrió las cejas con una mano, en ademán resignado y penante.

Razonar con otro dern, justo cuando había logrado sacar del hoyo al pobre amanuense. Cuántos quebraderos le estaban dando los condenados enanos para lo pequeños que eran.

—Glóin, las posibilidades de dar con tus compañeros son asaz bajas. No sabes si se habrán desviado de la ruta, ni el ritmo que llevan. Lo mismo están a punto de arribar a la Montaña —argumentó paciente el elda, mal que, sinceramente, hesitaba de tal éxito—. Por no hablar de las manadas de orcos que, como referisteis cuando recalasteis aquí, os han estado persiguiendo, y a las que tendrías que enfrentarte tú solo.

Pero no hubo manera, el barbitaheño no daba su brazo a torcer. Que no, no y no; que él iba a volver con sus adláteres contra viento y marea. Que en su código de honor no figuraban las palabras «abandono» o «deserción», y que él tenía que contribuir como fuera a la reconquista de Érebor.

La cerrilidad de su invitado estaba cerniendo sobre el señor elfo un incipiente dolor de cabeza, mas no estaba dispuesto a llegar al extremo de proferir alguna grosería, de modo que permitió que continuase pertrechándose y ordenó a dos asistentes que le proveyeran de víveres para la travesía.

»Está bien, no intentaré detenerte —cedió—. Pero sería harto más provechoso para vuestra causa que, en lugar de salir a buscarlos con palos de ciego, retornases a las Ered Luin a por refuerzos —señaló Elrond al descuido, más bien un pensamiento en voz alta entretanto se retiraba del aposento de su convidado.

El naug se detuvo un instante, intrigado por las cavilaciones del noldo.

»Así, para cuando con tu nuevo grupo alcanzaseis la Montaña Solitaria, seríais de gran ayuda para Thorin y su cuadrilla, tanto si han culminado la empresa como si no.

Glóin emitió un gruñido breve y seco de ligera anuencia con el que le daba pie a proseguir. Total, sólo perdía unos minutos.

—Te escucho —admitió por lo bajo, casi a regañadientes, como si sintiese que, por prestar oídos a lo que arguyese el semielfo, se estuviese dejando embaucar.

—Pues que no basta sólo con derrotar a Smaug para recobrar el reino. Después hay que afianzarlo —deslizó severo y sibilino, con su característico ceño fruncido.

El gonhir recordó las palabras de su rey en Bolsón Cerrado, el cual maliciaba que no serían los únicos que habrían interpretado las señales, como hizo su hermano Óin. Hacía un tiempo que corrían rumores acerca del dilatado letargo del dragón, y muchos miraban desde entonces hacia la Montaña, evaluando los riesgos.

Thorin agilizó los trámites para iniciar una misión que, en condiciones normales, habría tardado al menos un par de años en organizarse; porque recelaba de que la gran riqueza de su pueblo se hallase desprotegida frente a quien desplegase más medios para reclamarla.

El elfo tenía razón, maldita sea. Si conseguían vencer a Smaug, luego tendrían que defender el feudo y su tesoro de probables codicias ajenas.

Glóin simplemente asintió. Y Elrond supo que había ganado. Justo cuando ya no lo pretendía. Su sabiduría y buen juicio imperaban una vez más. Podría jactarse de que se esmeraba por mantener su fama intacta, mas no lo iba a hacer, porque en su perenne búsqueda de la perfección, no cabía la vanagloria. Elfos…

Antes de partir, el barbirrojo se despidió de Ori, deseándole la mejor de las suertes y dando por sentado que volvería a verlo —recuperado, por supuesto— ya en Érebor. Sin embargo, el literato no le permitió abandonar su estancia aún. Le agarró de la manga y lo atrajo con un leve tirón. No quería que ningún oído intruso fisgase lo que debía advertirle.

—Glóin —susurró—, no puedes contarle nada a nadie.

Por un momento, el aludido no entendió a qué se refería y temió que su amigo estuviese atravesando alguna recaída y hubiese comenzado a delirar. Pero nada más lejos.

»Sobre Nyx —aclaró el cronista—. No puedes contarle nada a nadie sobre ella ni sobre su raza.

Por Mahal, prácticamente la había desmemoriado. No pensó en ella desde el interrogatorio del Mago Blanco a Ori acerca de la plaga cuando éste despertó, mas el prosista no erraba. Seguramente, a su regreso a los Salones de Thorin, durante su relato sobre las vicisitudes de la comitiva, habría terminado refiriendo todo lo relacionado con la chica (al fin y al cabo, formaba parte de la historia). Y habría caído tarde en la cuenta de que se estaba enfangando por revelar un secreto que no debía destaparse.

Agradeció el consejo al zagal y salió por fin de la morada del Medio Elfo con las ideas claras y firme intención.

Y así fue cómo el padre de Gimli regresó a las Montañas Azules y pudo a abrazar a su hijo de nuevo. Y cómo Dís se enteró con angustia de que no sólo los orcos recechaban a su familia, porque al final Glóin se derrumbó, cuando estuvo a solas con ella en su cuarto a la luz titilante de la lumbre, ante los ojos compungidos y suplicantes de la enana más infortunada que los siglos vieron.


Los iris bermejos de tu padre resplandecieron más que el sol con la buena nueva que le albriciaste, pero declinaste ahondar más acerca de sus maquiavélicos planes para con tus compañeros.

Los ignorantes suelen ser más felices.

Aun así, te resumió su conventículo con Nereyn y su convicción de que el mago te asaltará a preguntas a la menor oportunidad. De hecho, se extrañó de que no lo hubiese intentado ya, pero supuso que le urgía más solucionar el escollo del acceso a la Montaña pidiéndote un favor, y no era plan de ahuyentarte antes de tiempo.

Por si acaso, tu atento padre te dio unas cuantas directrices para cuando te abordase el viejo y pulir tu carácter de extremos, con el que o te cierras en banda y no sueltas prenda, o largas más de la cuenta. Y no conviene encolerizar a un Istar. Hay que darle lo justo para tenerlo medio contento. Sólo medio, que estos maiar que van de tapadillo suelen ser más avispados de lo que aparentan.

Con la lección aprendida, acordaste contactar otra vez con tu progenitor (que ponía ya rumbo estenordeste) en cuanto supieras dónde ibas a pernoctar con la camarilla. No puedes reunirte de nuevo con tus aparceros presentándote mágicamente con un cognado térreo salido de la nada circundante de aquel paraje. Resultaría sospechoso, cuando menos. Podría dar la falsa impresión de que los individuos de tu etnia son más numerosos de lo que en realidad sois, y que estáis tan bien repartidos por la ecúmene que, con sólo levantar una piedra, un nicrón salvaje aparece.

Como le vaticinaste a Thorin, das con ellos superado apenas el mediodía.

El primero que te distingue, porque ha volteado la cabeza desde su posición en la retaguardia, es Bófur. Y te sorprende (o no tanto, en el fondo) la expresión radiante de su rostro al divisarte, entretanto bracea para saludar, o para apremiarte a que te reincorpores cuanto antes. Ambas te parecen plausibles.

—¡Nyx! —exclama efusivo nada más alcanzar su flanco—. Ya nos contó Bilbo que se toparon contigo mientras buscaban a Thorin. Menuda casualidad, ¿no? —chismea con su picardía habitual.

—¡Nyx! ¡Nyx! —vocea ahora tu joven arquero, aproximándose a la zaga de la escuadra—. Sabía que volverías a encontrarnos. No lo dudé ni por un segundo —recalca dicharachero—. Se lo repetí a mi hermano hasta la saciedad. Él no estaba nada convencido, ¿sabes? —te chiva en voz baja, excusa perfecta para dirigirle un furtivo vistazo al rubio. Pero él, oliéndose que Kíli estaría cuchicheando a sus espaldas, ya os estaba observando con una media sonrisa cómplice.

Te gusta, ¿eh?

Calla.

No lo niegues, que a mí no me engañas tan fácilmente y lo sabes.

Lo que sé es que los sobrinísimos me están vetados por su regio tío.

¿Y desde cuándo acatas tú órdenes no marciales provenientes del gruñón? Visto que con él es imposible llegar nunca a nada.

Pues también es verdad. Pero ahora que tu padre va a estar rondando, olvídate. Ya ni con uno, ni con los otros. ¡Ay! Cada día te lamentas más por haber malogrado la oportunidad de la última noche en Rivendel.

—Es tarde para los buenos días. —Te saca Balin de tus divagaciones—. Pero pronto para las buenas tardes.

—Entonces, dejémoslo simplemente en un «buenas» —propones con una jovialidad extraña en ti. Quizás el hecho de que te hayan confirmado oficialmente que les van a perdonar la vida tanto al venerable anciano barbiluengo como al viejo galeno ha relajado tu trato con ellos.

Por norma general en tu especie, los más provectos son los que más conocimientos acumulan, y en este clan Hadhodrim no es una excepción. Balin, Óin y Dori son peritos en sus respectivas áreas. Los desestimasteis porque ya eran demasiado vetustos como para resistir el proceso de conversión. Al igual que con los infantes, la senectud conlleva una salud precaria, por lo que no suelen aguantar la inoculación de vuestra sangre y terminan muriendo.

Pero el que no pudieses incluirlos dentro del cupo de los cuatro elegidos no implica que no los respetases por su sapiencia. Incluso a Dori, aunque te guarde bastante rencor justificado por haberle mutilado el brazo a Tim.

—Esto… —vacila Balin en continuar—, Thorin me informó de que rescindió tu contrato antes de atravesar el Paso Alto.

Sí, si traduces «rescindir» por noquear a una persona y romper el pliego vinculante mientras se halla inconsciente.

»Por lo que habría que redactarte uno distinto para que lo signaras —postula—. El caso es que, durante la refriega en la Ciudad de los Trasgos, perdimos nuestros macutos y ya no contamos con pergaminos para plasmar el nuevo acuerdo, así que éste tendrá que establecerse como un contrato verbal.

¿En serio? ¿Todavía andamos con estos formulismos?

»Entiendo que arreglasteis los términos del mismo cuando parlamentasteis anoche.

—¿Ah, sí? Pues yo no entendí eso —mascullas con un cigarro entre los labios (y con mucha mala baba) para ponerlo en un aprieto.

Básicamente, porque en lo único en lo que quedasteis el monarca, el brujo y tú fue en que ibas a convocar a un agnado térreo para ayudarlos, pero por su parte no hubo mención expresa de contraprestación alguna por dicho servicio. Se sobreentendió que ya sólo dejarte acceder con ellos a la montaña sería tu única recompensa, tal como solicitaste en tu primera audiencia improvisada en el algar antes de recibir el sablazo de la hoja élfica de Thorin en el vientre.

En realidad, sólo quieres ver por dónde tira para divertirte un rato mientras te enciendes la panetela. Aunque te está empezando a dar algo de apuro por la hesitación que muestra el anciano, con lo majo que se ha portado siempre contigo. Pobre.

—Bueno, si crees que tienes que matizar algunos puntos con Thorin —arranca Balin al fin—, deberíais debatirlos y concretarlos cuanto antes, para que luego no haya equívocos.

Hmm, ya sé cómo te gustaría debatirlos…

Estás un poco salaz tú hoy, ¿no?

Es que nos dejó con las ganas.

Ya…
Pues hazme un favor y contrólate algo.

—¡Claro! En cuanto tenga ocasión —concedes al cabo, sin precisar si te refieres a Thorin o a ti, aunque no es que la agenda de ambos se halle muy apretada.

El gesto del barbicano se destensa para conformar una apacible sonrisa.

—¡Bien! Pues bienvenida de nuevo a la compañía, Nyxiræ —celebra con un guiño afectuoso según se aleja hacia la vanguardia de la formación, junto con los que han pasado totalmente de saludarte: el fortachón, los hermanos de tu querido copista y Bómbur, el más retraído de toda la tropa, presa fácil de manipular para Nori.

Siendo francos, tampoco lo esperabas. Ya han demostrado de forma palmaria que para ellos eres persona non grata, así que no vas a malgastar tiempo en socializar con ese grupúsculo.

Te sobra con Bófur, Fíli, Kíli y Bilbo, y si te apuran, sólo con Bilbo, que ya te está ofreciendo unas bayas que ha debido de recolectar esta mañana. Siempre amenizándote el viaje, el chaval. Más majo.

Lástima que estés llena después de haberle hincado el diente a un turón al poco de despedirte de tu padre.

No obstante, aprovechas su pausa del almuerzo para sonsacarles cómo les fue el vuelo en águila. No es que sea el medio de transporte más común (si ya para ti es una experiencia cada vez que Annea te lleva en volandas). Pero por lo visto, Fíli ni lo disfrutó, intranquilo por el estado de su tío, que se pegó todo el viaje inconsciente, salvaguardado entre las garras de la rapaz que le tocó en suertes.

El resto de la jornada transcurre sin sobresaltos con la muchachada, Bófur incluido, aunque sospechas que no es que se le pueda catalogar de joven, precisamente. Te cuenta algo más sobre su vida allá en las Montañas Azules y, raro en ti, no te resulta aburrida su cháchara, sino entretenida; hasta que empieza a tornarse triste.

No es que haya sufrido un destino tan infausto como el de Thorin, mas su mayor aspiración, la de tener hijos, la tuvo que enterrar hace mucho. Ahora entiendes por qué trabajó como juguetero. Te chocó en su día cuando lo coló en alguna plática (porque estaba claro que guerrero no era), pero con ese apunte, cobra todo el sentido del mundo.

No puedes empatizar con él, ya que no has sentido jamás ese instinto maternal que, siglos ha, apartó a Nereyn de tu lado; mas una conmiseración fugaz surca tu rostro.

Empero, rápidamente Bófur recupera su natural jocosidad, animando de nuevo la caminata hasta que anochece.

Una noche distendida, dentro de las precauciones inherentes de una misión clandestina como la vuestra, en la que vuelves a compeler a Bilbo a que se aposte a tu vera para que no le aqueje el relente, dado que el líder no permite hogueras por si hubiere enemigos alrededor y pese a la sutil ojeada desaprobatoria al hobbit por parte del Istar, tan avinagrado contigo como es habitual.

Te has dado cuenta, a lo largo del día, de que el mediano está bastante más integrado en el grupo que antes de atravesar el Paso Alto, incluso dirías que hasta más compenetrado. Quizás seas tú la única que tiende a aislarse, mal que en realidad no te dejen. Cuando no es Bilbo, es Kíli y así sucesivamente, por lo que resulta casi imposible estar más de cinco minutos sola.

Y entretanto unos y otros se ponen a charlar de sus cosas mientras se sirven una frugal refección y fuman en sus pipas, el pequeñajo te relata por lo bajo el encontronazo (o no, según se mire) que tuvo con Thorin cuando se apearon en la Carroca.

Una situación que, aunque por unos instantes el hobbit apechugase angustiado, desde luego se te antoja cómica vista desde fuera.

—Ten cuidado, Nyx —te advierte Bófur, divertido al acecho de tu reacción—, no te vayas a acostumbrar a sonreír.

Uy, no sólo eso, sino que además, por toda contraargumentación, durante un parpadeo le sacas la punta de la lengua, cual pizpireta mocosa de escuela, dejando boquiabiertos a tus camaradas, algunos de los cuales prorrumpen en carcajadas.

Y tras ese inusitado lapso de confiada cercanía, hora es de oliscar un recoveco en el que dormitar, así que amagas con levantarte.

—¿Por qué no duermes aquí hoy? —te pregunta el mediano estorbando que te pongas en pie. Ay, habías olvidado su faceta metomentodo—. Así no haría falta que te ausentaras de madrugada y toda la parafernalia de que uno te acompañe, memorice tu posición y demás.

—Sí, resulta bastante engorroso —coincide Bófur.

Cruzas una mirada inquisitiva con Thorin, sentado junto a su lugarteniente. No porque él deba concederte el permiso o no para quedarte, sino porque supusiste que habría explicado al resto los motivos de tu modus operandi, aunque fuera sucintamente.

—Ya os dije que Nyxiræ actúa así por si nos atacan, para evitarnos cargar con ella estando inoperativa —se pronuncia al cabo el paladín con paciencia condescendiente.

—Pero para eso nos turnamos las guardias de vigilancia cuando acampamos —tercia Fíli—, para dar la voz de alarma y anticiparnos para escapar o defendernos.

—Yo creo que esta noche podrías quedarte, muchacha —muñe Balin con sus más logrados ojitos lastimeros—. Mira que no tenemos fogata y, sin ti, podríamos caer todos constipados.

—Máxime cuando te comprometiste a proteger a esta compañía —apostilla el líder relajando el ceño.

No me lo creo, ¿acaba de hacerte una broma?
Se está volviendo un partidazo por momentos.

Hoy te mando lejos, ¿eh?

Te debates entre llamarle Thorin o Majestad. Vuestro intento de intimación de antier ha trastocado un poco la seguridad con que te dirigías hacia él. Humm, mejor pecar de precavida, así que te decantas por un trato acorde con su estatus.

—Agradecida, Majestad —remachas al fin, guardando las formas, aunque para tus adentros le hayas inyectado cierto tono burlón soterrado, por su beneplácito innecesario. Tan soterrado que es improbable que nadie te haya captado; mas para tu asombro, cazas a Thorin una breve contracción de labios.

¿Qué ha sido eso? ¿Una sonrisa furtiva?
Qué pillina, si lo tienes en el bote.

¡¿Pero por qué no te callas?!

Te subes el pañuelo (no es plan de que te vean si se te abre la boca mientras duermes, menudo espectáculo) y te recuestas de nuevo, cómodamente ya, contra el berrueco en el que habíais estado apoyados Bilbo y tú hasta ahora, dispuesta a dormir acompañada por primera vez en muchos años.

~~~~~ ··· ~~~~~

Despierta.

Es agradable que la primera visión a la que se abran tus párpados sea el firmamento estrellado y no cualquier gruta infestada de bichos. La amanecida estará próxima. Quizás falten una o dos horas a lo sumo.

Kíli y Dori regresan de su turno de guardia para ser relevados, y según te desperezas, entrevés cómo se alistan Dwalin y Nori.

—Bilbo, como saqueador oficial, estaría bien que fueses a otear la retaguardia —sugiere Gandalf como al descuido, aunque más semeja un burdo truco para alejarlo de tu lado.

El mediano se alza presto y sin rezongar para unirse a los dos retenes, de camino al teso que han designado como puesto vigía.

—Nyxiræ —te reclama el jefe, junto con una leve seña con la cabeza para que te acerques.

Sin embargo, antes de que te allegues hasta su posición, echa a andar detrás de Gandalf, quien se adentra en el carbizal alejándose del vivaque, así que no te queda otra que seguirlos.

#

—Bien, creo que ya va siendo hora de que nos cuentes qué está ocurriendo —exige el peregrino tras asegurarse de que os habéis retirado lo suficiente como para que no os escuchen oídos ajenos—. ¿Orcos violáceos y con barba?

Sostienes la mirada al viejo. Como ya te previno tu padre, este momento llegaría tarde o temprano. Conviene sondear cuán al corriente está del asunto.

—¿Qué sabe hasta ahora?

—Que llevas demasiado tiempo ocultándonos información —te reprocha el quintañón.

Thorin te observa circunspecto y con los brazos cruzados. También debe de estar interesado, mas por su mutismo, infieres que dejará que sea el cascarrabias el que dirija el interrogatorio. Entiende que son berenjenales que le interesan más al mago. Él ya tiene bastante con acaudillar una reconquista.

Claudicas y exhalas. Antes de partir de Imladris, ya avisaste a Elrond (aunque demasiado críptica, quizás), pero tu padre te ha autorizado formalmente esta mañana a transmitir la gravedad de la situación, bien que de manera lacónica. Y para esta ocasión, el Istar no difiere mucho del Medio Elfo, salvo en que viste más andrajoso.

—La plaga se extiende desde el Norte —enuncias parca. La misma frase que propalaste al petulante de Glorfindel después de que te arrojase su puñal y errase el tiro.

—¿Qué plaga?

Te tomas tu tiempo para contestar. Extraes otro veguero de la coracha que te dio tu padre para, seguidamente, blasfemar porque se te están agotando. Otra vez. Joder.

Lo mismo deberías fumar con menos frecuencia.

Lo mismo. Porque como se te gasten durante el viaje, te pondrás de peor humor, y ya no habrá quien te soporte.

Percibes la impaciencia del viejo; empero, conservas tu flema. Todo lo que tienes que contarle le va a impactar. O puede que no. Quién sabe. Lo mismo está más acostumbrado a las fatalidades de lo que estimas.

—Creo que debería sentarse, anciano —le recomiendas conforme te llevas el pitillo a los labios.

Para variar, no te hace caso.

Pues él verá.

»Muy bien. Usted mismo.

Inicias tu relato con los sucesos de Jä-rannit, en Forochel. Una caravana nómada que se aleja de Angmar, un individuo diferencial que se abalanza violentamente sobre sus familiares, unos cuantos nízrim que observan pero no intervienen…

Cuando empiezas a relatar cómo los agonizantes, en vez de morir, se levantaron con un aspecto que semejaba más al de los orcos, ¡ay, amigo!, ahí ya sí te quieres sentar, ¿eh?

El viejo se abate sobre un cancho, que le hace las veces de poyo, con el rostro demudado. Sobre todo tras referirle que, fuera lo que fuese aquello, lo acabaron transmitiendo de campamento en campamento, de aldea en aldea; y que los orcos, obviamente al no influirles la enfermedad, enseguida vieron un filón para engrosar sus hordas.

Para cuando les dices que esto fue hace casi un decenio, pero que ya hay cepas en las Hithaeglir que se manifiestan con mayor rapidez, y que aplicando una simple ecuación (bueno, de simple nada) para calcular la propagación, en menos de un trienio se detectarán casos en las Ered Mithrin, al norte de Érebor, el que se sienta es Thorin.

Aunque los enanos, como los elfos, alardeen de que las enfermedades humanas no suelan afectarles, imaginas que no es plato de buen gusto pensar que una vez recuperado un reino, toque defenderlo de semiorcos que puedan contagiarle a sus súbditos.

¿Contemplará cerrar la ciudad a cal y canto? Por mucha riqueza que acumule en su interior, su poderío se cimentó en el comercio que derivó de la extracción de sus canteras. Sin transacciones ni relaciones exteriores, Érebor no será nada. No pueden alimentarse de piedras (preciosas).

—¿Cómo es posible que no nos hayamos dado cuenta antes? —murmura para sí el mago con un poso de consternación.

—Los inficionados no marchan solos ni constituyen manadas enteras —reseñas—. Los orcos infiltran uno o dos pares en cada pelotón. Es difícil distinguirlos si no se conocen sus diferencias.

—Aun así,

Le interrumpes antes de que empiece a divagar. El derrotismo no sirve de nada ahora.

—Un escuadrón élfico como el que nos rodeó en Imladris exterminaría a todos los individuos sin más contemplaciones. ¿Me equivoco? —coliges—. Es altamente improbable que vayan revisando huerco por huerco motu proprio en busca de alguna anomalía, a menos que tengan constancia previa de que deben rastrear algún indicio concreto.

—Teníamos que habernos percatado de algún modo —se lamenta cubriéndose los ojos con su ajada mano.

Y vuelta la burra al trigo.

—La verdad es que sí —afirmas, hastiada ya, tras una bocanada y sin un ápice de empatía—, pero supongo que ya atienden demasiados fregados en el continente. Con tantos frentes abiertos se complica el enfocarse en algo tan inconcreto y disperso.

—Precisamente por eso no nos hemos dado cuenta, porque todos hemos estado centrados en otros menesteres —aduce Thorin—. Cada pueblo mirándose su propio ombligo, blindándose contra aquellas amenazas que les atañían únicamente a ellos e ignorando las que le sobrevenían al vecino.

No puedes afirmarlo, mas presumes que esas palabras encierran recuerdos amargos. En una conversación anterior, al igual que Balin te narró la batalla de Azulbanizar-

Azanulbizar.

Como sea; en esa conversación, Óin también relató cómo el rey elfo del Bosque Verde, Negro, o como se llame ahora, dejó tirados a los Gonnhirrim que habían logrado escapar del fuego del dragón y eludió enfrentarse al monstruo.

Seguramente el galeno retrató al soberano sinda desde el rencor y con sobrada dosis de subjetividad, pero apuestas a que Thorin comparte ese resentimiento y presientes que reminiscencias de aquella funesta jornada acaban de volar por la mente del adalid. Aunque más que en esa denegación de auxilio por parte del reino del Bosque, podría aplicarse él mismo aquello que predica y reconocer que su obcecación con Érebor también encaja con su definición de aislamiento de las desdichas ajenas.

—¿Y habéis verificado si se contagia a todo el mundo, incluidos elfos y enanos? —indaga el brujo. Con toda la legitimidad del mundo, por otra parte.

—De momento, las poblaciones infectadas han sido todas humanas.

—O sea, ¿que podrías haberte ahorrado amputarle el brazo a Ori? —te recrimina el líder en un arrebato.

—¿Queríais experimentar? —le espetas con sequedad y el semblante serio.

Por mucho que hayáis o no intimado, no le vas a consentir que cuestione tu competencia y profesionalidad. Y menos sobre alguien de la compañía que ha llegado a importarte y al que no habrías causado daño gratuitamente de no considerarlo inevitable.

No, no contemplas la posibilidad de no haber cercenado el antebrazo al escriba sólo para ver qué devenía con el paso de las horas, porque en el caso de que hubiese comenzado a metamorfosearse en una aberración, sólo quedaba una salida. Y te habría jodido sumamente tener que decapitarlo.

—¿Y qué más habéis averiguado? —reconduce el mago.

—No mucho más —mientes—. Algunos de mis congéneres aún están estudiando la enfermedad, pero como estamos tan desperdigados, el intercambio de novedades al respecto es lento —deslizas para que no albergue esperanzas de obtener más detalles—. No obstante, pinta a que se trata de algo parecido a lo que pudo suceder en los albores de la Primera Edad, cuando otro patógeno afectó a algunos quendi y atani y éstos empezaron a mutar.

El viejo te mira torvo. Quizás porque para él sea una herejía insinuar siquiera que los orcos sean una degeneración de elfos u hombres.

—No sé de dónde ha sacado tu raza que los servidores de Morgoth vienen de los Eldar, pero-

—Pues de la lógica, anciano —le cortas antes de que se atreva a poner en tela de juicio las capacidades intelectuales de tu etnia—, de la aplicación de la lógica pura y dura; silogismos mediante.

El brujo se levanta cual resorte ante lo que considera un ataque, con firme intención de iniciar una batalla dialéctica. Como si no hubiese otra cosa mejor que hacer ahora que ponerse a filosofar.

—Nyx, dices que tu especie está analizando esa… epidemia —ataja Thorin antes de que comiences a enzarzarte con el viejo. Vaya, se está aficionando a tu diminutivo—. ¿Estáis estudiando algún tipo de cura para ello?

Examinas al cabecilla un poco descolocada, como si fuera un unicornio, un ser fantástico y mitológico que no hubieses visto nunca. ¿Una cura? ¿Una cura para una mutación?

Pues lo cierto es que no tienes ni idea.

Tu misión no comprendía más que reclutar individuos aptos para la conversión, pero no te parece descabellado que los éforos hayan barajado varias opciones para abarcar todas aquellas consecuencias de la epidemia que os pudieran salpicar.

¿Es probable que hayan alentado la constitución de equipos que se dediquen a investigar un modo de sanar la enfermedad? Desde luego, sería una manera de frenar la propagación y, contenida la plaga, no tendríais que ocuparos en formar un ejército contra huestes y huestes de orcos y semiorcos.

Con todo, los antecedentes son desalentadores. No hay cura para los huercos, no hay cura para vosotros (bien que tampoco la queráis), no hubo cura para la peste del 469 de la Primera Edad, ni para la Gran Plaga del 1636 de la Tercera Edad.

Basándose en las estadísticas, puede que la Gerusía simplemente desestimara cualquier probabilidad de revertir algo que ya ha mutado; así que niegas con la cabeza como quien deniega un indulto en el cadalso.

Sobreviene un silencio necesario para calmar los ánimos entre el anacoreta y tú. Supones que cada uno de vosotros andará reflexionando, enfrascados en quebraderos mentales improductivos.

—¿Y tiene algo que ver esa infección con que nos estuvieras siguiendo desde el principio?

La pesquisa podría haberla planteado el Istar, pues siempre lo tomaste por alguien cuya inteligencia podría volverse peligrosamente en tu contra, pero no ha sido él quien la ha lanzado.

«Os maldeciré con mi sangre», le espetaste una vez, cuando estabais siendo atacados por un pelotón conjunto de trasgos y huercos en el desfiladero que precede al Paso de Cirith Forn.

Y ahora lo que maldices es que el jefe nogoth tenga buena memoria para acordarse de aquella imprecación que te salió tan espontánea como imprudente.

Cualidad inoportuna, desde luego. Al menos, te reconforta que sea verdad lo que aseveró Thorin antes de arrearte aquel fatídico tornavirón: los Khazâd son avezados estrategas y desconfiados por naturaleza a causa de los numerosos conflictos en los que han participado. No en vano los estáis reclutando a ellos para vuestros planes de contención, en lugar de levar entre los humanos.

—Durante la cena con el señor elfo os aseguré que a mi especie no le incumbían las guerras que se declarasen entre el resto de pueblos, y eso se extiende a cualquier otra contrariedad que os advenga —expones en un desesperado intento por convencerle de que tu ingreso en la comitiva no estaba motivado por el contagio de los semiorcos.

En realidad, es otra cosa la que te impulsa a ir a Érebor, aunque casi mejor que tampoco lo deduzcan.

—¿De veras? —insiste capcioso el mago—. Porque deberás disculpar que, dado tu historial, no confiemos mucho en tu palabra. Hasta donde conozco a los de tu ralea, las posesiones materiales no son algo que os atraigan —discurre avieso—, por eso me desconcertó sumamente que en pago a tus servicios pidieses unos látigos de mithril.

Más acorralada que cuando los arrostraste a ambos en vuestro segundo encuentro dentro del algar.

A ver qué patraña te inventas ahora, maja.

—Bueno, creo que en nuestra última negociación pudisteis deducir que mi principal interés radica en entrar en Érebor. —Hala, di que sí. La mejor defensa es un buen ataque—. Aunque no negaré que también ambicione unos látigos de la resistencia y ligereza del mithril. Más que «posesiones», las definiría como «armas» y habéis comprobado cuán letal soy esgrimiéndolas.

—Eso no responde a la cuestión que te interpela Gandalf.

¿En serio? No nos habíamos dado cuenta.

—¿Qué hay dentro de Érebor por lo que porfías tanto? —inquiere insidioso el brujo.

Apuras las últimas caladas de la vitola y expeles la fumarada para que vele tu rostro. Ahora son tus ojos ambarinos los que acechan amenazadores tras la cortina de humo.

Si hostigáis a una pantera, se tornará más agresiva.

—De acuerdo, anciano —concedes mientras te deshaces de la colilla—. A los de tu orden no se les embauca tan fácilmente como a los mortales.

Ignoras el mohín indignado que compone el paladín al darse por aludido, distraída como estás en despachurrar los restos del pitillo bajo la suela de tus nuevos borceguíes, pues te traen a la mente los instantes en que tratabas de contener la hemorragia del cuello de la mujer a la que degolló tu maquinal puntería. Sit sibi terra levis.

—¿Y bien? —te insta el mago.

—Hace tiempo llegó a nuestros oídos —comienzas tu invención con calma— que los Archivos Generales de Érebor custodiaban un incunable —Venga, órdago a la grande—. Digamos que dicho códice contendría rumorología acerca de nuestra especie y necesitamos que desaparezca.

—«Nada por escrito», ¿no es así? —te parafrasea el monarca—. ¿Te han encargado que sustraigas ese libro?

Le obsequias con una media sonrisa como única respuesta. Afirmativa o no, eso ya que lo interprete él como quiera.

—No me lo creo —suelta desabrido el Istar.

—Su problema, anciano, es que hace rato que ha optado por no creer nada de lo que yo pueda declarar —concluyes, evidenciando lo inservible de este careo—. Pero como digo, ése es su problema.

—Efectivamente —concuerda Thorin—, es una apuesta —se pausa—. Creer o no lo que digas. A estas alturas, todo puede ser verdad o mentira o ambas. Así que es elección nuestra creerte o no.

En ese momento, se incorpora del peñasco en el que se hallaba reclinado, esperas que para dar por zanjada esta pantomima de juicio.

»Y en este caso, podría elegir creerla —sentencia encarando a Gandalf.

Esa defensa por parte del adalid te ha pillado por sorpresa, mas la disimulas de forma consumada.

»Descubrió que Ori estaba escribiendo sobre ella en su cuaderno y le quemó esas hojas delante de todos —ilustra al ermitaño—. Nos ha reiterado en varias ocasiones que no puede haber nada en donde conste la existencia de su raza.

El brujo cabecea en un gesto de asentimiento. Se ha perdido muchas de las cosas que os pasaron desde que os separasteis en Rivendel.

Extrae con parsimonia su alargada pipa de debajo de una de las bocamangas de su sayo. La enciende y torna a sentarse en el cantil.

—¿Y por qué ahora? —se interesa después de algunas fumadas.

Desde luego, qué poca imaginación tiene el Istar.

—Porque con el dragón no teníamos de qué preocuparnos. Es físicamente imposible que se pusiera a rebuscar en la biblioteca. Pero si alguien le arrebata la Montaña, nada nos garantiza que esta vez no vayan a dar con el intonso.

—Hasta antes de la desolación de Smaug, yo mismo desconocía que albergáramos un ejemplar que versara sobre vosotros —te contraría Thorin.

Mira, si os vais a poner a dudar de todo, entonces no nos molestamos en inventar nada.

—Permitidme la irreverencia, Majestad, mas entre vuestra juventud cuando acaecieron los hechos y la cantidad de volúmenes con que contará el Archivo General, lo extraño habría sido que hubieseis reparado en él aleatoriamente.

—¿Y cómo os habéis enterado de que existe un infolio así en un cantón enano? —arremete el mago.

—Oh, vamos, anciano, no creerá de veras que voy a revelarle nuestras fuentes.

—¡Thorin! ¡Gandalf! —interfiere abruptamente Dwalin apareciendo tras unos matorrales—. Es Bilbo. Ha regresado de atalayar.

Salvadas por el calvo.

Le seguís de vuelta al redil a través del vericueto entre los arbustos.

—No creas que he terminado de interpelarte, muchacha —te sermonea el viejo volteándose hacia ti—. Todavía tienes que contarme todo acerca de la tumularia.

Un escalofrío te asalta sin previo aviso, ni darte tiempo a enmascararlo. El brujo se ha tenido que apercibir de ello, porque ha compuesto una cara de franca turbación.

—Cuando le cuente eso, yo misma le obligaré a sentarse antes, anciano.

—¿Tan grave es?

Sí que lo es. No concebías que cupiera tanta maldad en este mundo desde que Érebo torturó a Maedhros y Dōnōfer empaló a Celebrimbor. Mas no es ésta ocasión para relatárselo al viejo maia. Las noticias de Bilbo no son halagüeñas.

—¿Está cerca la manada?

—Demasiado —corrobora el mediano al jefe—. A un par de leguas, como mucho; capitaneada por Azog.

Desorbitas los ojos del estupor.

Mierda, mierda, mierda.

Cómo fuisteis tan gaznápiros de no rematarlo por seguridad. ¡Si lo teníais a vuestra merced, ahí tiradito en el suelo en decúbito prono! Y para más inri está ya operativo y comandando otro escuadrón. Porca fortuna. Os está rastreando desde hace días y a punto de saltaros encima.

Con los siglos que gastas, no pensaste que podrías cagarla tanto en una misión.

En fin, ya no hay remedio para enmendar ese error garrafal. Sólo queda despacharlo sin miramientos a la próxima oportunidad. Y esa vez, asegúrate de matarlo bien muerto, anda.

»Queréis escucharme. ¡Queréis escucharme! —ruega el hobbit a todos, sacándote de tus digresiones—. Intento deciros que hay algo más ahí fuera.

Pues como no sea un titán, ya nada te va a impactar tanto como la bofetada mental de no haber liquidado al Pálido Orco, así que que no se moleste en exagerarlo.

—¿Qué forma tenía, como un oso? —aventura el mago, bastante poco al azar en tu opinión.

«Beórnidas, cambiapieles úrsidos de la zona», recuerdas que elucidó Annea cuando avizorasteis la testa tallada en lo alto de la Carroca.

Tus compañeros discuten entre ellos si enfrentar a la bestia o a la manada de huercos. Empero, el peregrino gris tiene otros planes en mente: refugiaros no muy lejos en una casa de la que mágicamente se acaba de acordar.

Vuestro capitán vacila y con razón (no sería la primera jugarreta que le cuela el eremita), y más después de puntualizarle que el propietario de la cabaña en cuestión ni es amigo ni enemigo, pero eso sí, en un cincuenta por ciento puede que le dé una neura y mate a toda la cuadrilla.

Planazo, Gandalf.

—¿Tenemos elección? —acucia Thorin.

—No —desestima el viejo.

No hace falta apremiarlos. Todos se ponen en marcha no bien escuchan el gruñido del colosal plantígrado.

—Un momento —detienes al Istar—, ¿adónde nos dirigimos exactamente? ¿Coordenadas o alguna orientación?

—No te separes del grupo y lo sabrás —recela en facilitarte más datos.

—No —protestas—. Si queréis reuniros con mi congénere, primero debo notificarle el punto de encuentro.

—¿Cómo te vas a comunicar con él? —curiosea entretanto acelera la cadencia de sus pisadas.

—De una forma en la que usted no puede —le replicas—. No tengo por qué revelarle información idiosincrásica de mi especie. Le basta la certeza de que mi mensaje le llegará bastante antes que nosotros a esa choza que ha mencionado.

A regañadientes, te detalla dónde se ubica.

Dejas que tus aparceros se adelanten para que no te vean esparcir tu lacónico aviso al viento. Aunque galopen, los vas a alcanzar igual.

Lleváis unas cinco millas de carrera, vadeando regatos y adentrándoos en robledales, pero aun así, los aullidos de los huargos y el rugido del oso se oyen demasiado cerca, casi en vuestras nucas.

Por fin, una pradera se abre en la linde del carvajal, en medio de la cual se levanta un chamizo cercado por una tapia abierta al ejido por un portalón.

Divisas a tu padre, todo ensimismado apoyado en el quicio de la puerta con un libelo entre sus manos y con el tapujo subido. Siempre preparado.

—¡Padre! —le gritas en haradaico sin decelerar tus zancadas.

Levanta la vista de la libreta con ojos risueños, mas la expresión de alegría le dura un pestañeo, lo que tarda en atisbar que Bómbur te rebasa corriendo como alma que lleva Érebo por delante del resto, dirección a la entrada de la cabaña.

Rediez, para estar tan orondo, el tío vuela.

Con una ceja alzada, tu atónito progenitor encoge los hombros y levanta ambas manos en actitud perpleja. «Pero qué diantres», viene a decir. Eso es porque la fiera todavía no ha hecho aparición en su campo visual. Ya verás luego qué gracia.

Los renacuajos están tan absortos en huir de la amenaza, que no reparan en el desconocido que los aguarda en el atrio. De hecho, no reparan ni en que el portón está cerrado, así que el primero en estamparse los piños en la madera es Bómbur, precisamente. Por cagaprisas.

Gandalf cierra la comitiva en su procura de que nadie se quede rezagado, así que aprovechas cuando lo sobrepasas para ponerle un poco la zancadilla. Sólo un poco. Con amor. Se la debías desde el puente sobre el Bruinen.

De repente, el oso cavernario de retinto pelaje emerge de entre el crujir de la maleza, berreando y con muy malas pulgas, y ahora tu padre entiende a qué tanta premura.

En sentido contrario al vuestro, se dirige hacia el exterior de la rústica morada para cerciorarse de que sus ojos no le engañan.

—Un beórnida. —Sientes que musita encandilado por encima del embozo cuando por fin te sitúas a su costado.

Debe de ser el único de los presentes que no se achanta ante la violenta corpulencia del cuadrúpedo, fascinado por tan noble y fabuloso animal.

Bueno, y también porque como buen térreo, siempre tiene un as en la manga.

Concentrado en las vibraciones que la portentosa bestia transmite al herbazal cada vez que planta sus zarpas, extiende el brazo izquierdo con el puño cerrado y cuando percibe que la distancia se ha acortado lo suficiente, abre raudo la mano con los dedos crispados hacia arriba, como si pretendiera contener una esfera.

Súbitamente, la tierra se hoya bajo las patas del gigantesco úrsido, al cual no le da tiempo a reaccionar y cae en el socavón.

Tu adorado progenitor les ha regalado a tus colegas unos minutos preciosos para guarecerse dentro del albergue mientras el plantígrado brega por escapar de la fosa, pero uno tras otro se van empotrando contra los batientes de la puerta sin percatarse de que el cerrojo está echado.

Y tu padre, ojiplático ante la nula actitud resolutiva de los gusarapos, porque, a ver, que la aldaba tampoco es que sea un reto digno de un experto cerrajero provisto con miles de ganzúas; que es un simple travesaño de hierro que se levanta y listo.

Al final, sólo Thorin ha sabido atinar. Menos mal que al menos uno de tus seleccionados cumple con el requisito mínimo de mantener la cabeza fría frente a situaciones de estrés.

Entráis todos en tropel y cuando ya os halláis a cubierto, le cerráis al oso el portón en el hocico y atrancáis por dentro, con manifiestas muestras de alivio.

—¿Qué es eso? —demanda Dori según va recobrando el resuello.

—Nuestro anfitrión —desvela el mago—. Se llama Beorn, y es un cambiapieles.

¿Beorn? ¿De beórnida?
Qué original.

El brujo les explica a tus camaradas las manías del teriántropo para con su raza (vamos, básicamente, que no le gustan los Naugrim), y entretanto, tu padre y tú apiláis vuestras armas en un rincón y os liberáis de los rebozos. Tu padre se destoca de su sombrero y acomoda su largo cabello negro en una coleta baja. Le hace parecer siempre un tipo elegante.

El Istar se queda pasmado al fijarse por fin en él y al cabo de unos segundos de titubeos, sólo acierta a articular:

—¿Antares?