N. del A.: Pues nada, ocho meses enzarzada con este capítulo. Thorin y Gandalf me traen por la calle de la amargura, de verdad T_T Me sigue costando muchísimo manejarlos, y aun así, nunca acabo convencida de que sus diálogos resulten creíbles e IC '-_- Porfa, decidme al final si os chirrían o no, para ver cómo enfocarlos en futuras entregas.
En fin, al lío. La música de ambientación, para cuando aparezca la almohadilla # es de la B.S.O. de «Gladiator», la pista titulada Am I Not Merciful:
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(Si os gusta, ponedla en bucle hasta el final. Ya sabéis, con el botón derecho del ratón sobre el vídeo, seleccionáis la primera opción).
Aclaraciones: La balada que canta Fíli en este episodio es la Canción del exilio, perteneciente a la B.S.O. de la película de 2004 «El rey Arturo», por si os entraba la curiosidad.
· CAPÍTULO XXVII: PACTO ·
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—¡Sōkrátēs, cuantísimo tiempo! —celebra tu padre en sindarin acompañándolo con una palmada en el hombro del ermitaño.
—¡Antares! —le corresponde el hechicero—, no esperaba que, de entre todos los Nízrim de tierra posibles, te trajera precisamente a ti —reprocha, sonriente y sorprendido, en oestron.
—Bueno, no ha tenido que pensárselo mucho. Es mi hija.
—¿Tu hija?
Mientras ellos se ensimismaban en su particular reencuentro, tú habías aprovechado para echar mano a una de las pomas acopiadas en un frutero. Pero en cuanto has sentido que te mencionaban, te ha faltado tiempo para engancharte a su plática de lejos.
Ahora el maia ha girado hacia ti con expresión atónita.
Muerdes con cachaza la manzana y le saludas llevándote dos dedos sobre la ceja con cierta guasa. «Encantada de nuevo, viejo», vienes a decir. Seguro que se está lamentando de haberte puteado en Rivendel al forzaros a entrar vadeando el río Bruinen, con el agudo pinchazo en las sienes que te sobrevino.
»Pero si ella es de fuego —señala Gandalf la obviedad.
Con ademán de taparse la boca al toser, tu padre carraspea, pelín agriado.
—Sí, bueno, como su madre.
Dirige un vistazo al portón tras el que todavía resuena algún resoplido de la bestia.
»En fin, por lo que veo —tienta desviar el tema—, vamos a tener toda la noche para ponernos al día.
La excusa perfecta para que hagas mutis por el foro y les dejes apañar la mesa del rincón para sus confabulaciones.
Te podría haber picado la curiosidad sobre lo que irán a departir, pero sinceramente, se te da un ardite. En el fondo sabes cómo va a terminar aquello y es mejor que te pille lejos. No por tu padre. Mantiene el temple cuando afloran las discrepancias. Pero conociendo un poco al viejo cascarrabias, te da que algún improperio puede que sobrevuele por su zona, cuando no directamente la jarra. Y cuando se les una Thorin (si es que para ya de cuchichear con el fortachón), la discusión a voces está más que asegurada.
De modo que te allegas adonde se está repantingando Bilbo, concentrado en acumular y mullir paja en derredor. Como buen hobbit, convertirá la esquina que se ha agenciado en un fortín de pachorra y buenismo, y si te aburre, a las malas podrás dormir tus tres o cuatro horas.
—Oye, Nyx, ¿de verdad es tu padre? —te asalta Kíli.
Éste ha estado poniendo el oído.
Bueno, avispado y procaz siempre ha sido. Recuerda el incidente del embozo nada más conocerlo.
Je, je. Ahora hasta te hace gracia. El muy bribón… Estuviste a un tris de degollarlo. Para echarse unas risas.
—Aparenta ser muy joven —asevera Fíli tras tu cabeceo afirmativo—. Desde luego, más que nuestro tío.
—Humm, te das un aire a él —se entromete Bilbo.
—Aye. El inevitable atractivo de la juventud —interviene Balin de la nada un punto nostálgico.
—Barba negra, pelo largo y espaldas anchas… —apunta Óin con un tonillo salaz—. Tu madre habrá tenido que atarlo bien. Apuesto a que llamará la atención de muchas.
—Y de muchos —murmuras, sabiendo que no te escuchará con su trompetilla espachurrada.
Aunque por la mirada ligeramente sorprendida de Kíli, infieres que él sí te ha entendido.
Te encojes de hombros ante su expresión, porque te da igual lo que piense. Los Nicrói sois mayormente bisexuales, y al ser por estadística lo más habitual, está aceptado y normalizado. De hecho, para ti las costumbres heterosexuales y monógamas del resto de sociedades de la Tierra Media te resultan asaz raras y poco realistas, por no sentenciarlas hasta de contraproducentes para la supervivencia de algunas razas, como en el caso de los Hadhodrim, con una proporción tan desigual de féminas en su población.
—Por cierto, Nyx —cambia de tercio Balin—, antes me ha parecido que tu padre llamaba Sócrates a Gandalf, ¿no?
—Sōkrátēs, sí —corriges mínimamente su pronunciación—. Es como lo nombramos en mi etnia. Pero no debería sorprenderle. En Rivendel lo llamaron Mithrandir, si no me equivoco.
—Sí, así es como lo llaman los elfos —confirma Óin.
—¿Y ustedes? —indagas curiosa.
Balin alza las pobladas cejas como si no te hubiese escuchado bien.
Que el que está teniente es Óin, no usted, anciano.
»Que cómo lo denominan ustedes —le insistes—. Supongo que también tendrán un nombre propio para él en su lengua.
—Ah, sí, por supuesto —robora el barbicano—. Nosotros lo conocemos por Tharkûn, pero no solemos llamarlo así cuando estamos con gentiles.
—¿Gentiles? ¿Se refiere a todo aquel que no es nogoth?
—Jum —gruñe Óin en asentimiento.
—¿Y qué significa? —inquieres, eximiéndolo del tufillo xenófobo que había vertido en su anterior explicación. Te interesa más seguir conociendo detalles de su cultura que la corrección política de no presionarles.
—¿Cómo? —se descoloca Balin.
—Que qué significa «Tharkûn» —hostigas machacona.
—Ah, pues podría traducirse por «hombre del cayado».
Combas las comisuras de los labios. Tiene lógica.
—¿Y Sócrates? —te inquiere ahora Bilbo para que también recibas tu dosis de incomodidad. Tan majo y metiche como siempre.
—Es una de las formas que tenemos para referirnos a alguien sabio —resumes. En realidad, la etimología de ese concepto es algo más compleja.
Gandalf, Thorin y tu padre continúan enfrascados en sus maquinaciones, y de vez en cuando os llega alguna que otra elevación de volumen, principalmente por parte del brujo. Empero, las imprecaciones empiezan a ser numerosas y temes que el resto de la cuadrilla capte información que, de momento, debe permanecer confidencial.
—Bilbo, ¿qué canción era esa que coreasteis en la cena? —tientas distraer la atención del grupo.
El mediano te mira extrañado. —¿Cuál, la que cantó Bófur en Rivendel?
—Ah, la del gato —responde raudo Bófur.
—No, ésa no. —Juegas al despiste—. Era todavía más absurda. Iba sobre unos cubiertos.
—¿Sobre unos cubiertos…? —Se queda pensativo el hobbit.
—Ah, la que improvisé en tu casa la primera noche. ¿Te acuerdas, Bilbo? —se recochinea dándole un ligero codazo en el costado al mediano.
—Ah, ya. Ésa la detesto —masculla displicente, con tanta aversión que no puede evitar que se le crispe una narina al recordar cómo un tropel de enanos, desconocidos por aquel entonces, le embotaron toda la cubertería herencia de su familia.
Pobre.
»Espera, pero… si tú no estabas, Nyx. —Cae Bilbo en la cuenta—. ¿Cómo puedes saber cuál era?
—Se la he sentido tararear distraídamente a Bófur en alguna ocasión —mientes sin remordimientos mientras te encoges de hombros.
Por su expresión, no termina de creerte, aunque tu argumento cuadre bastante con lo que suele hacer Bófur, el cual cabecea entornando los ojos al techo porque sabe que es algo más que plausible.
»Pensé que sería una tonada típica de los Nogothrim de las Ered Luin, con la letra modificada ex professo para hacerte rabiar.
—No, querida, es toda obra mía —alardea Bófur—. Íntegramente salida del genio de mi invención.
—No lo pongo en duda…
—De las Montañas Azules hay una romanza muy hermosa que compuso Dís —evoca Óin.
—Sí —coincide Balin— hermosa y nostálgica. Me conmovía cada noche con su melodía.
—¿Quién es Dís? —cotilleas.
—Nuestra madre —aclara Kíli.
—Ah, entonces os la cantaba a vosotros. ¿Es una nana o algo por el estilo?
—No exactamente —matiza Fíli—, aunque sí es cierto que nos arrullaba con ella.
—Es más una canción de añoranza —define Bófur—. De cuando el exilio.
Un apenado velo de silencio se posa repentinamente sobre vuestra charla. Vaya, justo lo contrario de lo que pretendías.
—¿Podrías cantármela? —le pides a Fíli. La única forma que se te ocurre para amortiguar la diatriba que están sosteniendo un enano, un mago y un nicrón en la otra punta de la cabaña.
Una súbita ternura hinche los ojos del rubio, quizás al remembrar recuerdos atesorados de su madre.
Cierra los párpados después de una breve inspiración.
—Tierra de osos y tierra de águilas, /
Libera por fin las primeras notas de sus labios y te asombra descubrir una voz armoniosa y bien templada.
»Tierra de libertad y tierra de héroes, /
Totalmente afinada, sin siquiera haber tenido que calentar antes las cuerdas vocales.
»Tierra de sol y tierra de luna, /
Puede que porque la haya entonado tantas veces que la tenga grabada a fuego en la memoria y en la garganta.
»Tornaremos a nuestro hogar a través de las montañas.
Bella es la cántiga, no lo puedes negar, mal que no llegues a empatizar con su significado porque nunca has asimilado el concepto de patria que tan arraigado parecen tener los Naugrim. Te preguntas si tu padre, siendo un empático puro, habrá sentido alguna vez esa sensación.
Al poco de finalizar su interpretación, el mediano trata de disimular un bostezo.
—Perdón —se excusa.
—No te disculpes, Bilbo —le compeles—. La voz de Fíli ha resultado ser muy relajante —elogias con sinceridad. Empero, quizás al aludido le haya ofendido algo, a juzgar por el rubor que ha soflamado su rostro—. Deberíamos aprovecharlo para dormir —animas a los demás, en un intento más por alejarlos de fisgonear la reunión mientras te subes el rebujo para ser consecuente con tus propias palabras.
Aunque a lo mejor no hacía falta, pues te apercibes de que Bómbur, Nori y Dori ya están sesteando. Como ellos se habían montado su tertulia junto a Dwalin al margen de vosotros, no te habías percatado antes.
Sin embargo, reclinado contra un pilar, el grandullón permanece en vigilia, atento al conventículo en el que está enfrascado su hermano de armas, lo cual te escama. Empero, desestimas preocuparte mucho por ello, puesto que al fin y al cabo, es uno de los seleccionados, y tarde o temprano se acabará enterando de que lo que están debatiendo también le concierne.
Y entretanto observas a Dwalin, te vas sumiendo poco a poco en el sueño de tu especie, reparando apenas en que Fíli se ha apostado a tu lado; en busca de tu calor remanente, sin duda.
Sí, seguro…
La irrupción en escena del desconocido se diluyó gracias al desconcierto que provocó la bestia. Sí, bueno, algo de curiosidad suscitó, pero bastante más reducida de lo que habría causado en circunstancias más sosegadas, pues los renacuajos todavía acusaban el susto en el cuerpo de sentir casi en el cogote los bramidos del gran oso.
No me malinterpretéis, es justo lo que desearía todo buen nízrim: pasar desapercibido. Aunque no lo suficiente para alguien que ya lo había visto en otra ocasión, y no precisamente Gandalf.
Dwalin apartó un instante al rey para secretear lejos del resto.
—Thorin, ese hombre me da mala espina —le alertó en khuzdûl.
—Como todos los de su especie —minimizó su capitán con sarcasmo.
—No, Thorin, no sólo por eso. Estoy seguro de que lo vi en el Claro de los Lobos, antes de que nos recogieran las Águilas.
—¿A qué te refieres?
—Cuando estabas inconsciente y nosotros conseguimos descolgarnos del pino para arremeter contra los orcos —le puso en situación—, aparecieron dos figuras oscuras. Una llevaba una capa y la otra, un ridículo sombrero. Y podría jurar que es igual al que se ha destocado.
Thorin se paró a meditar las palabras de su comandante.
—¿Nos acechaban más, aparte de ella?… —musitó el rey, aún escéptico.
Dos individuos más aparte de la chica. Dos más pendientes de los movimientos de la comitiva. Y no sólo vigilantes pasivos, sino que, por lo que a continuación le atestiguó Dwalin, tomaron partido contra la manada de Azog. Es decir, se posicionaron a favor del bando enano.
Pero ¿por qué?
Según Gandalf, los Nízrim renegaban del altruismo. Pero si efectivamente el hombre que estaba ahora allí parado departiendo con el hechicero era uno de los que su lugarteniente afirmaba haber visto durante la liza, eso significaría que los congéneres de la muchacha ayudaron a la compañía antes incluso de que supieran que la llave se había extraviado.
¿Qué interés les había movido entonces? ¿Sería por el infolio sobre su especie del que les había hablado Nyxiræ? ¿Tanto ansiaban recuperarlo? Se le hacía difícil justificar que fuera un motivo tan poderoso, pero Thorin deseaba creerla. Deseaba creer esa nueva mentira acerca de un libro arcano, olvidado y perdido en Érebor, cuyo rastro debía borrar. Deseaba que fuera verdad tanto como la deseaba a ella, ahora que sabía que la joven sí estaba a su alcance, solícita, con una libídine recíproca a la suya.
Además, si lo forzaba un tanto, hasta tenía sentido. Él mismo descubrió el incunable con el ex libris del Medio Elfo que ocultaba en su morral y que evidentemente había afanado de la biblioteca de Rivendel. Dudaba, por improbable, que Elrond se lo hubiese regalado.
Y a pesar de que no pudo descifrar del quenya en el que estaba escrito más que unas pocas palabras, dado que sus conocimientos de lenguas élficas se reducían al sindarin, dedujo al cabo que podía tratarse de algún compendio sobre la etnia de la chavala.
Pudo habérselo incautado cuando la dejó inconsciente, pero en ese difícil momento tenía la mente en otros menesteres; en demasiados. En tantos, que no volvió a caer en el recuerdo de aquel intonso hasta que ella afirmó que otro similar se hallaba «traspapelado» en el Archivo General de Érebor. Y encontró su explicación plausible.
La Biblioteca Magna del reino Khazâd era una de las más importantes del orbe, y rivalizó en tiempos con la de Minas Tirith y la de Imladris.
¿Por qué no? ¿Por qué no habría de creerla?
Y sin embargo, su conciencia, esa que siempre lo había amarrado y contenido, la que continuamente le susurraba y guiaba por el camino para él recto (mal que no fuese el más probo), le gritaba desaforada que no se fiara, por muy bien que su fábula oliese a coco y vainilla, y no a chamusquina.
Maldita la gracia que, en esta ocasión, sabría más adelante que la razón se la iba a llevar su intuición y no aquella mujer, para variar. Para una vez que habría preferido equivocarse…
Y con esa vocecilla insidiosa reverberando en sus sienes, se dirigió hacia la mesa que el eremita y su invitado recién habían alistado para que tuviera lugar el conciliábulo.
Gandalf lo esperaba de pie junto a una silla, indicándole con una mano el escaño que le habían reservado. Irradiaba, no impaciencia, pero sí algo de inquietud, lo cual puso aún más en guardia al adalid. El anacoreta y el extraño se habían saludado como si ya se conocieran y, además, mantuviesen una relación raramente cordial. Y el que, a pesar de ello, el viejo exteriorizase cierta turbación, le escamaba sobremanera.
—Antares, te presento al líder de nuestra compañía, Thorin Escudo de Roble —formalizó el Istar—. Thorin, éste es Antares, de la Gens Térrea.
El hombre se inclinó en una leve y cortés reverencia.
Le sacaba algo más de cabeza y media y lucía una tez ligeramente bronceada. Los ojos, de un rojo carmesí encendido, refulgían de forma pareja a como lo hicieron los ambarinos de la joven cuando los arrostró en el sombrío algar después de la primera carga de los huargos. No en vano, ahora, al igual que en aquella ocasión, también se hallaban bajo cubierto y, con el atardecer, la penumbra comenzaba a inundar la sala. Quizás todo contribuyese a que destacasen más.
»Y… —titubeó el peregrino gris— también es el padre de nuestra compañera Nyxiræ.
Obvio que Thorin se sorprendió. Con el ajetreo previo, no lo había escrutado en profundidad, por lo que no le había dado tiempo a establecer parecidos con la chica. Aunque, a decir verdad, en esos segundos en que podía observarlo con algo más de detenimiento, a su juicio, no se asemejaban tanto. Le habría costado deducir su parentesco sólo por su aspecto en un primer vistazo.
»Sentémonos —rogó Gandalf.
El monarca no pasó por alto el hecho de que su interlocutor llevaba la cara descubierta, al contrario que la muchacha en sus primeros encuentros. Puede que para no levantar suspicacias que le hicieran empezar con mal pie con un enano como él, propenso a albergar prejuicios (que se lo digan si no al pobre señor Bolsón).
Thorin dejó que fuese el mago quien dirigiese los prolegómenos, ya que este contubernio había sido idea suya. Empero, Gandalf no se anduvo mucho con rodeos y entró enseguida en materia.
Pese a sus siglos de experiencia, la intranquilidad del quintañón era tan patente como cuando tuvo que litigar con Saruman bastantes madrugadas atrás, bien que pugnaba por domeñar sus nervios. Aun así, estaba claro que quería zanjar el convenio con premura y rubricar un acuerdo por la vía rápida. Cuanto menos tiempo parlamentasen, menos probabilidades tendrían de que el nízrim los enredase en sus telarañas.
Aunque eso a Antares no le contrariaba lo más mínimo.
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Nyx nunca sabría el regalo que le entregó a su padre cuando le comunicó que los gusarapos precisaban imperiosamente de un nicrón de tierra que les abriese la Montaña. Esa información supuso una auténtica llave para disfrazar de negociación lo que en realidad devendría en un nido de serpientes, del que el jefe naug no podría escapar sin salir asfixiado, o envenenado… o mordido.
Desde ese instante, el térreo hizo lo que mejor se le daba a un empático: ponerse en el lugar del otro. Aunque para infortunio del rey enano (el prójimo en este caso), cuando Antares experimentaba el meterse en la piel del contrario era, por lo general, para encontrar la forma de imponerse. Un resquicio por el que penetrar en las defensas de su rival y subyugarlo.
Analizar los puntos fuertes y detectar los débiles era un arte que había aprendido de su otrora compañera, Antania, la madre de Nyx. Si bien, sabía que jamás llegaría a igualarla en su campo. Muchos de entre los suyos podían estudiar estrategia militar, pero pocos podían aplicarla eficazmente como ella.
Lástima que, como buena ígnea y, por tanto, purista, se negase a compartir sus conocimientos con los nuevos conversos provenientes de la raza Nogothrim. La sinergia era algo que rehuiría hasta que no mediase mandato consular que la forzase a ello. Lo cual, por otra parte, no tardaría mucho en suceder.
Quién sabe, lo mismo dentro de unos años, cuando el khuzd que en ese momento tenía delante culminase su instrucción, le tocaría a ella debatir con Thorin tácticas para repeler el avance huerco.
Pero por lo pronto, lo que apremiaba era atarlo. A él y a los otros tres designados. Y para lograrlo, no obstante, debía ejecutar cada paso con calma fría y milimétrica, y reducir al máximo las eventuales desviaciones del plan que pudieran ir surgiendo. Porque, por desgracia, el componente humano y errático no podía ser eliminado por completo, pero sí pujaría por mantener todo lo que estuviese en su mano bajo control.
Presumió que Thorin previsiblemente descartaría de plano la primera proposición que le plantease. Por pura inercia nomás; si no, no tendría la sensación de estar negociando. Así que determinó que, a cambio de sus inestimables servicios, pediría algo harto exagerado, descabellado incluso. Un pago que por fuerza el capitán gonhir tuviese que rechazar, pero que a la vez evidenciase sin atisbo de duda cuán alto iba a ser el precio a pagar a los Nicrói si quería su ayuda.
Y superada esa primera nefasta impresión, iría poco a poco reduciendo exigencias hasta obtener lo que verdaderamente pretendía. De esa manera, cuando alcanzase su auténtico propósito, lo camuflaría de resignación por una pírrica victoria rascada de un pacto de mínimos, fingiendo haber tenido que hacer concesiones.
Por eso, le daba lo mismo si el viejo Sōkrátēs buscaba abreviar la conversación o no, porque tenía fijado de antemano el resultado.
Gandalf terminó de exponer brevemente los hechos: una unidad de élite específicamente reclutada para consumar un objetivo que, por un inesperado giro del destino, se veía en un brete del que era relativamente fácil salir airosos.
Antares rio para sus adentros al columbrar la estratagema del brujo. Si adornaba un poco más la realidad para esconder su desesperación por ganarse su ayuda, le acabaría vendiendo que el dragón no era más que una lagartija que escupía vaho.
—Resulta cuando menos curioso —tomó entonces el nicrón la palabra dirigiéndose al enano— que, de toda la población censada en vuestros Salones en las Montañas Azules, tan sólo movilizaseis a doce compatriotas (al mediano casi que ni lo contamos). De ello, en primera instancia, puedo deducir al menos dos motivos: o no contáis con un ejército numeroso y/o debidamente adiestrado o equipado para reconquistar el feudo…
Thorin se removió mínimamente, incómodo. Empero, guardó en todo momento la compostura y las facciones inmutables. No quería facilitarle ni un solo gesto que delatase más información de la cuenta.
El hombre que tenía enfrente parecía curtido y de mirada despierta, demasiado. El tono rúbeo de sus iris despertaba una enorme desconfianza en el paladín, pues creyó apreciar en ellos un destello diabólico de retorcida inteligencia. Y si no se está seguro de poder competir contra eso, lo mejor y más prudente es mantenerse callado.
»O bien lo que pretendíais desde un principio con una mesnada tan reducida era no llamar la atención ni levantar sospechas. Un trabajo silencioso —concluyó Antares sus elucubraciones—. Con sus ventajas e inconvenientes, claro. Con tan pocos efectivos, la tarea se tornaba asaz complicada, pero si fracasabais, no se enteraría casi nadie.
—¿Adónde quiere llegar con eso?
El terrino martilleaba abstraído sus dedos mecánicamente sobre la mesa, hasta que la observación de Thorin lo abdujo de vuelta. Sin alzar la testa, levantó la vista para atrapar la de su adversario.
—A que parece que lo hubieseis dispuesto así para que nadie se preocupe más de la cuenta si ninguno vuelve con vida —dedujo inmisericorde.
Primer impacto para Thorin, porque ¿cómo podría rebatirlo? La suya fue una misión suicida desde el principio. Había una baraja de escenarios potenciales, pero los que más cartas marcadas se llevaban eran el todo o la nada: o recobraban el reino, o perecían en el intento. Puede que algunos sobrevivieran en ambos casos, y fueran los que portasen las noticias a sus familiares, pero en un trayecto tan largo y escabroso en el que ya habían sufrido tres bajas sin siquiera arribar a su destino, nada garantizaba que quedaran supervivientes para afrontar un viaje de regreso, o que superasen la vuelta.
—No deberías subestimar tanto a esta cuadrilla —regañó el brujo—. Máxime contando con tantos soldados avezados, un saqueador y un mago.
Antares volcó ahora su atención hacia el Istar. No quería pecar de la altanería de la que su hija adolecía y menos durante tal componenda. Debía mostrar cierta faceta conciliadora tras cada dardo que lanzase.
—De acuerdo, no daré por sentado lo que para mí sólo son conjeturas —concedió—. Pero teniendo todo tan atado —ironizó pulla mediante—, decidme, ¿por qué os habéis arriesgado tanto al emplazar a un nízrim de tierra?
Gandalf sondeó al rey enano. Cuando la chica les pidió media jornada para convencer a un agnado, el eremita y el soberano lo aprovecharon para fijar los criterios que, por su parte, regirían el encuentro y establecieron no soltar más prenda de la estrictamente necesaria. Cuanto menos supiese el extraño, menos podría pedir a cambio.
—Exactamente, ¿qué es lo que te ha contado tu hija, Antares? —husmeó el quintañón.
—Que necesitáis a alguien que os abra la montaña.
—¿Algo más?
El terroso jugó un poco con los silencios. No le incomodaban y le convenía que el coloquio no fuese fluido para cansar mentalmente a sus oponentes.
Pero, además, al callar les daba a entender que estaba seleccionando qué decir.
Ellos debían haberse figurado que probablemente Nyx le habría detallado todo aquello de lo cual ella estuviese al corriente, así que plantear preguntas obvias de las que ya se conocía la respuesta sólo servía para obsequiar y extraer metadatos a conveniencia; es decir, para inferir justo lo que no se decía, lo que se pugnaba por encubrir.
—Que hay una marca en la ladera donde el acceso sería más asequible.
Contestación correcta, concisa y directa. Así que Thorin conformó un gesto seco de asentimiento.
—La cuestión es si sería capaz de abrir una brecha en dicho punto —trató de atajar el paladín.
Antares volteó otra vez hacia el monarca. Se reclinó hacia adelante para descansar el pómulo sobre el puño derecho, apoyando el codo en la mesa.
—No, ésa no es la cuestión —contrarió el padre de Nyx—. La cuestión es si aceptaréis pagarme lo que pida; porque el que pueda perforar la roca es algo seguro, pero el que vosotros podáis entrar sin mi ayuda, no lo es tanto —aventuró con una leve sonrisa.
Sonrisa que Thorin ya había visto antes. Era la misma mueca que compuso la muchacha durante la cena con Elrond cuando le soltó que los Nízrim preferían que el resto de razas no guerreasen entre sí porque así ellos tendrían más comida. Esa media sonrisa siniestra, que dejaba entrever parte del colmillo. Aunque esta vez pudo reprimir el escalofrío que sí le sobrevino en Rivendel después de contemplarla.
—Está bien —terció el Istar para relevar a Thorin y darle tiempo a recomponerse—, pues teniendo claros los términos, no hay por qué andarse con más rodeos. Dinos, ¿qué quieres a cambio?
El terrizo sembró de nuevo un mutismo tenso. Sostuvo la mirada del líder, la dirigió única y exclusivamente a sus zarcos ojos, ignorando al anacoreta con toda la intención.
Su boca sellada por tantos segundos buscaba transmitir al gonhir que lo que estaba a punto de pedirle podría ser casi inasumible, y sus iris fijos en él, sin pestañear, eran los de alguien que no acostumbraba a aceptar negativas.
Cuando calculó que su tácito mensaje había sido captado y bien interpretado por el soberano, entonces entreabrió apenas los labios.
—Mi precio es alto, Thorin Escudo de Roble —pronunció pausado al fin—. Vuestros diez camaradas y vos mismo.
El adalid no podía creer lo que le estaba proponiendo aquel hombre de iris rúbeos, pero le duró un pestañeo; lo que tardó en rememorar con exactitud las palabras que le espetó la chavala durante la emboscada previa al desfiladero de las Nubladas.
«Os maldeciré con mi sangre».
Gandalf se añusgó con el humo de la pipa (la cual había encendido al poco de arrancar el contubernio), pero como el enano no parecía reaccionar, fue el brujo el primero que profirió quejas.
—Antares, ¿qué quieres decir con eso, que tu precio son sus vidas? —interpeló—. ¿Estás diciendo que una vez les franquees la entrada, los matarás? ¡No tiene sentido! Su misión quedaría incompleta igualmente.
Según exponía sus cábalas, las malas pulgas de las que el peregrino gris tenía fama hicieron su aparición, sin reparar en que estaba elevando descuidadamente el volumen.
»Y lo siguiente, ¿qué será, beberles la sangre? —demandó el anciano soliviado de la silla.
Antares lo observó desde abajo, con su compostura intacta. No le asustaban las formas del maia, por todos conocidos sus arrebatos de mal genio. Empero, lo que le mosqueó enormemente fue que el jefe no se hubiese indignado con semejante proposición, tal como él supuso que ocurriría. Y empezó a sospechar que su hija podía haberse ido de la lengua más de lo permitido, y, peor aún, le había ocultado esta falta.
—No, Sōkrátēs, no he dicho ninguna de esas tres cosas en modo alguno.
—¿Entonces?
El terrino arrostró de nuevo al adalid para lanzar por fin su primer envite en falso.
—El pago por mis servicios consistirá en que los once miembros actuales de la compañía (mediano inclusive) sean transformados a mi especie —concretó.
El hadhod se cruzó de brazos y desvió la vista luego de unos instantes.
«Os maldeciré con mi sangre», repitió Thorin en su cabeza.
Él sí que la estaba maldiciendo en ese momento. O sea, que era eso lo que había pretendido desde el principio. Ya no le cabía duda. Los látigos de mithril, el opúsculo sobre los Nízrim… todo fue una distracción para salir del paso. Incluso la pérdida de la llave de Érebor se le antojó circunstancial. Con o sin esa ganzúa, apostaba a que esos malnacidos se las habrían arreglado con cualquier otra argucia para amarrarlos.
Pero no iba a ceder tan fácilmente. Él también vendería caro su pellejo.
—Eso es inaceptable y lo sabe —lo dijo reposado, aunque sin enmascarar su enojo—. Además, no me compete a mí decidir el destino de mis compañeros. Debería convenirlo con cada uno de ellos por separado, en todo caso.
—Hmm, me temo, Majestad, que debo disentir —opuso con tranquila impertinencia el telúrico—. Vos os erigisteis en líder de la cohorte y todas las decisiones concernientes a ella son ratificadas y ordenadas por vos. ¿Y ahora pretendéis eludir toda responsabilidad? Cuán conveniente —satirizó—. Por lo que a mí respecta, os atañe a vos, y sólo a vos, sellar o no este pacto, como representante y cabecilla de vuestros adláteres. No me cabe duda de que, lo que vos dictaminéis, será respetado y acatado por ellos.
Le estaba tocando la moral al rey khuzd, por no decir las gónadas, el intruso este. Al estilo de la chavala, además, yendo de sabelotodo con lo que más le irritaba: que le restregaran las verdades inoportunas a la cara cuando nadie se lo había pedido.
—No has dicho para qué, Antares —arrumbó el ermitaño antes de que Thorin pudiera componer una réplica—. ¿Por qué deseas que diez enanos y un mediano se conviertan a tu etnia?
—Y no lo voy a decir, Sōkrátēs. No de momento. Igual que yo no te pregunto por qué tienes tanto interés en ayudar a estos Gonnhirrim en particular —arremetió casi divertido el terroso.
—Me había parecido usted un hombre inteligente —azuzó el jefe—, capaz de deducir el objetivo de nuestra empresa.
—No, si el vuestro es palmario —repuso el rúbeo—. Reconquistar vuestro antiguo reino, o al menos recuperar parte de las riquezas del interior. Pero lo que no me queda tan claro es qué saca un mago de todo esto —malmetió—. Porque al igual que nosotros, me consta que a los de tu orden no les atraen las posesiones materiales, y se rigen por la apatridia.
El Istar se enfrascó en la boquilla de su pipa, ensimismado, evadiendo las indirectas del nicrón.
»A ti no te convencieron con cantos de sirena acerca de patria u oro, así que ¿por qué, Sōkrátēs?
Punto muerto, pensó Antares ante la muda circunspección del ermitaño. Oportunidad propicia para levantarse a por algo que echar al gaznate. Le llevó unos minutos rebuscar en los anaqueles de la estancia y dar con algún líquido que semejase mínimamente fermentado o destilado. Al final se tuvo que contentar con una damajuana que parecía contener hidromiel.
»¿Proseguimos? —sugirió tras un par de tragos—. ¿Dónde nos habíamos quedado? Ah, sí. No habíamos avanzado mucho, ya que aún estoy esperando a que os pronunciaseis sobre mi petición.
—No obligaré a mis aparceros a renegar de sus raíces —rechazó el paladín—. Y más sin saber a qué se enfrentarían si aceptasen.
El térreo encaró a Thorin como deferencia, para que el interesado recibiese la mínima explicación de cortesía.
—Se enfrentarían a lo mismo que teme Sōkrátēs.
Y con esa vaga afirmación, atrajo de nuevo la atención del maia.
»El mal avanza en las sombras poco a poco sin ser visto, ¿no es así, viejo amigo?
Le gustaba retorcer las frases para que dieran la impresión de que sentaban cátedra cuando en realidad no concretaban una mierda. Y el oestron se prestaba bastante a ello.
—Los Nízrim nunca os habéis inmiscuido en los asuntos de la Tierra Media contra el Enemigo —desdeñó el hechicero la finta de su adversario.
—Eso es ligeramente inexacto. No nos implicamos, a menos que la inacción pueda acarrearnos perjuicios de algún modo. Y por supuesto, tapamos cualquier rastro de nuestra intervención —alegó el térreo—. Tranquilo, viejo, seguimos siendo los mismos egoístas redomados que conoces —remachó con una sonrisa ladeada y socarrona.
Gandalf remembró su reciente concilio en Imladris, en el que tanto Elrond como Saruman aseveraron que Sauron fue completamente derrotado. Pero para su consuelo, la dama Galadriel, siempre tan clarividente, también estaba percibiendo una oscuridad acechante. ¿Acaso era posible que los Nízrim, esa especie ajena y misántropa, no sólo supiesen más al respecto, sino que además ya estuviesen trabajando en cómo protegerse?
—¿Y a qué mal, exactamente, se enfrentarían? —retrucó el eremita inclinándose hacia el invitado—. ¿Se trata de esa extraña enfermedad? —tentó averiguar—. ¿Os inquieta que se extienda? ¿Por qué habría de afectaros que los hombres terminen transmutados en orcos?
El terrino rio franco. La curiosidad de un Istar es casi pareja a la de un nicrón, pensó. Asaetaba con una retahíla de cuestiones para avasallar al contrincante, forzándolo a creer que no le quedaba más opción que responder.
—Demasiadas preguntas para alguien que no ha soltado prenda de las que a él se le han lanzado primero —se zafó el sísmico—. De todas formas, al igual que vosotros no compartiríais secretos de vuestras respectivas etnias, nosotros obviamente tampoco; a menos que pertenecieseis a nuestras filas, claro —condicionó con un tono melifluo volteado hacia Thorin.
El paladín burló el contacto visual. Un camelo así podría surtir efecto en el mago, ansioso por desentrañar los entresijos de esa esquiva especie; pero en él no. A él lo que los odiosos Nízrim se trajeran entre manos se le daba una higa.
—Ya le he dicho que lo que pide es inadmisible.
Luego de unos segundos inmóvil, Antares apuró el contenido de su pocillo. El regusto dulce del hidromiel contribuyó a mejorar su humor después de ese primer (y pronosticado) revés.
—Muy bien. Y entonces, ¿cuántos de vosotros sí serían un número asumible, según vos? —tanteó el nicrón entretanto se repantigaba en su silla, cruzando brazos y estribando un tobillo en la rodilla opuesta.
Thorin tuvo que contenerse por no entreabrir la boca. ¿De verdad le estaba conminando a que estableciera él el precio? No, no el precio genéricamente, porque la pregunta había sido harto precisa: «cuántos de vosotros». No cuánto oro, o cuántas parcelas de terreno, o cuántos títulos nobiliarios. Ese sujeto le había explicitado que no aceptaría un pago en especie o en dinero; que lo que codiciaba era… gente.
Por Mahal, cómo iba él a determinar cuántos camaradas, y cuáles de entre ellos. Era como pedirle a un pastor que escogiese qué ovejas servirle a un lobo.
No, no podía sentenciar el hado de sus compañeros. Debía al menos consultarlo con ellos. Sí, eso haría.
Pero cuando estaba a punto de proferir un desabrido réspice, se frenó en seco.
Thorin conocía a sus amigos. Si convocaba una asamblea para que deliberasen, pasaría lo mismo que cuando congregó al consejo de sabios, al final todos acabarían sacrificándose por la causa, pisándose los unos a los otros para evitar que el de al lado corriese la misma suerte.
Cuando partieron de las Ered Luin, lo hicieron con la certeza de aquello a lo que se exponían. La muerte siempre les estuvo exhalando en la nuca, contaban con ello. Y sospechaba que lo que proponía ese individuo no sería muy diferente, porque los que se conmutaran, jamás regresarían a sus hogares.
Un ramalazo de profunda angustia surcó la faz del adalid a medida que la difícil tesitura lo torturaba por dentro.
—Thorin, no estás obligado a tragar con sus exigencias —intercedió Gandalf en ese momento—. Puedes ofrecerle otro tipo de contraprestación —le susurró, luego de encorvarse hacia él.
—Este hombre no va a aceptar otra cosa que no seamos nosotros —masculló soliviantado por la inocente sugerencia del mago.
—En ese caso, no tenemos por qué continuar perdiendo efectivos. Ni por él, ni por la empresa. Siempre podemos dar marcha atrás, tal como le dijimos a Nyxiræ, hasta que llegue una oportunidad más propicia.
—¿Insinúas de verdad que cancelemos la misión?
—Piénsalo, Thorin. Ahora que ya no tenemos la llave, sin su ayuda es casi imposible que podamos entrar en la Montaña —recapituló el peregrino—. Me imaginaba que iba a reclamar algo desproporcionado, pero no a este extremo —admitió apesadumbrado—. Ante tal coyuntura, siempre será mejor que retornéis a casa los que aún quedáis con vida, a que os arriesguéis a más bajas.
Las palabras de Gandalf encerraban cierta congoja, pues rememoró la conversación que tuvo con Bilbo en la salita de estar de Bolsón Cerrado la noche antes de su partida.
No le garantizó que volvería a su hogar. Y ahora, confrontándose a ese hombre, que cada vez que sonreía, mostraba sin pudor sus caninos cual chacal, se estaba arrepintiendo de no habérselo prometido, de no haberse comprometido en serio a que el hobbit regresara sano y salvo.
—Está bien —accedió el naug en un tono más elevado para que el nízrim lo escuchase y se esfumasen sus ambiciones—. Es una opción, poner rumbo a los Salones de las Ered Luin y recabar más apoyos para reanudar la reconquista en un futuro próximo.
Antares torció el bezo, entretanto persistía en ese maniático hábito de tamborilear los dedos al unísono sobre la madera.
—Me parece que estáis olvidando un pequeño detalle —mencionó como al descuido—. Si hoy no llegamos a ningún acuerdo, y además canceláis la operación por la que atasteis a mi hija con un contrato —enunció con mucha calma—, ya no habría ninguna relación de colaboración entre vuestro grupo y nosotros.
—Así sería —roboró Thorin—. Si se empecina en rehusar un emolumento material, declinaremos cualquier avenencia con usted.
—Entonces… ¿qué nos impediría consideraros meros testigos de la existencia de los Nízrim? —formuló encogiendo los hombros—. Sabéis qué les ocurre a quienes conocen más de la cuenta, me figuro —deslizó conforme sus cejas enmarcaban una mirada torva—. Jamás volveréis a ver las Montañas Azules. Ni ninguna otra cosa.
—¡Antares! ¿Pero qu-
—No, Sōkrátēs. El que seamos viejos conocidos no me torna mágicamente en un ser amigable y desprendido. Mi raza es ignota para la gran mayoría de la Tierra Media y es por algo. Los que mejor guardan los secretos son los muertos.
El térreo no deseaba enemistarse con el maia, pero no era su culpa que se hubiese forjado una idea equivocada. El hecho de que hubieran vagado tiempo juntos en un pasado remoto no lo obligaba a regalarle nada, y por supuesto, en aquel entonces se cuidó mucho de no contraer ninguna deuda con él que pudiese reclamarle luego.
—Ya veo. No sólo me fuerza a ceder en todo, sino que, de no hacerlo, me amenaza a mí y a mi gente con silenciarnos —replicó el khuzd.
—Pero no tiene por qué ser así —se trocó conciliador de pronto—. De hecho, puede ser un convenio asaz ventajoso. A cambio de unos pocos compatriotas, todos vuestros súbditos recobrarían una gran nación, junto con todas sus riquezas intactas.
—¿Qué quiere decir? —le siguió el juego, pese a la siniestra aura que desprendía esa repentina cordialidad del nicrón.
—Humm, tal como yo lo veo, al tratarse de una comitiva con futuros neófitos, no costaría involucrar a más Nízrim que os ayudasen durante lo que resta de trayecto. No sólo os daría acceso a la montaña. Si forjamos una alianza, mis cognados podrían cooperar para combatir al dragón y preservar el tesoro de humanos avariciosos.
Thorin sopesó todas las posibilidades que estaban sobre la mesa.
Durante unos pocos minutos entrevió un resquicio para sortear la enredadera urdida por ese hombre simplemente no firmando ningún acuerdo y que cada uno se fuese por su lado. Y después de eso, o bien intentar entrar en Érebor por otros medios, o bien retornar a su asentamiento en las Ered Luin.
Pero la velada amenaza de que, sin pacto, se extinguía el único impedimento que frenaba a la joven y los suyos para no liquidar a la compañía, lo obligaba sí o sí a continuar dialogando con el condenado bajo los términos que él impusiese. Más que una negociación, se le antojaba una rendición.
—Lo tenías tramado desde el principio, ¿no es así, Antares? Nunca pretendiste que esto fuera una negociación —acusó Gandalf flemático, expeliendo una postrera bocanada de humo antes de guardar definitivamente su pipa.
El aludido tardó un breve lapso en sonreír con fingida inocencia, y otro más, en despejar la retórica duda.
—Me habría gustado que lo pareciese —confesó sin disimular un ápice de vergüenza o contrición—; al menos, hasta haberla sellado.
Thorin se levantó de su escaño para arrimarse al fuego que chisporroteaba dentro de la chimenea, y de paso, darle así la espalda al que por uebos iba a convertirse en su nuevo aliado, o enemigo, o a saber qué. Maldita sea.
La impotencia comenzó a mezclarse con la rabia, la cual había hecho aparición mucho antes.
Se giró mínimamente para ver más allá del lugar donde discutían. Echó un vistazo al fondo de la barraca, donde dormitaba la mayoría de sus adláteres, chica incluida. ¿Estaría ella al corriente de lo que su padre había maquinado? Qué tontería, seguro que sí.
Los había vendido. Mucho confraternizar, mucho hacerse la indispensable con el grupo, para luego asestar semejante puñalada trapera. Por mucha inmortalidad que ganasen, renegar de sus raíces sería una herida incurable para el orgullo de esos Dernlir.
Suspiró imperceptible y desolado, «Érebor bien vale esa herida», se dijo al cabo. «Al menos, merecerá la pena».
—Antes me preguntó cuántos de mi escuadra serían un número asumible para mí a cambio de devolverle el reino a mi pueblo —capituló tras la cavilación, aún vuelto hacia la lumbre—. Bien, pues el número aceptable es tres.
Los iris bermejos del nicrón rutilaron como las flamas que Thorin continuaba observando. Los celestes del Istar, en cambio, se ensombrecieron ante la claudicación de facto.
Como buen capitán, Thorin lo había enfocado de un modo estratégico. En la guerra, los soldados más veteranos son reubicados en el frente de vanguardia, porque, siendo realistas, son los que más probabilidades tienen de caer antes en batalla. Así se reducen las bajas entre los más jóvenes y frescos, con mayor aguante.
Aplicando esa lógica, el líder había pensado en los más vetustos. Óin y, con todo el dolor de su corazón, Balin.
¿Y el tercero?…
El tercero era él, porque no concebía entregar a sus fieles sin sacrificarse junto a ellos.
—No está mal —consideró el térreo, mesándose la perilla—; pero mejor, subámoslo a cuatro.
La súbita cólera de Thorin se estampó contra la serena mano alzada de Antares.
»Puedo llegar a comprender vuestro arrebato de ira —condescendió con un tono de voz más grave—, pero reparad en el hecho de que me queréis hacer renunciar a más de dos tercios de vuestros once mesnaderos. Cuatro soldados, tan sólo un tercio de vuestra tropa —impugnó—. Un dígito cuyo cariz mengua en comparación con el bastión más poderoso de los Hadhodrim en la Tierra Media.
—No son un simple guarismo, Antares —arremetió Gandalf—. Son vidas lo que aquí estamos deliberando.
—Exacto, Sōkrátēs, vidas inmortales —recalcó el terrizo—. No olvides lo que conlleva integrarse en mi especie: vida eterna. Para cualquier mortal, no sería un mal trato. Casi me ofende que lo deforméis como si os estuvieran arrastrando a la horca.
Compuso un mohín de tremenda indignación, cual si le hubiesen abofeteado con un guante. Tamaña afrenta. Para él, haber nacido nicrón había sido casi un don divino de Ilúvatar, y eso de necesitar su dosis semanal o diaria de sangre eran simples menudencias.
»Bien, y volviendo a esos cuatro, ¿cuáles serán entonces los agraciados? Para plasmarlo en el contrato, nomás.
Thorin no respondió ipso facto. Le fastidiaba enormemente la ligereza que exhibía ese hombre ante un tema tan grave. Poco más que una deserción, una traición hacia sus antepasados es lo que le concitaba en el estómago.
Menuda solución la de Gandalf cuando sugirió invocar a otro nízrim, igual que tratar con carroñeros.
En otras circunstancias menos aciagas e inciertas, su respuesta habría sido inmediata y taxativa: un «no» como la sala del trono de grande. Pero sin la llave de Thráin, sin alternativa alguna de acceder a la montaña, y a un pelo de cabra de cancelar la misión por dicha imposibilidad, el sacrificio le parecía ya casi inevitable.
—Óin, Balin, Dori y… —se pausó— yo mismo.
Antares exorbitó los ojos de incredulidad, mas se recompuso presto.
—Con vos ya contaba, Majestad —reveló apuntando una media sonrisa—. Pero debo objetar en cuanto a los otros tres. ¿Acaso pretendéis colarme sólo ancianos?
—¿Qué problema tienes con su edad? —opuso el anacoreta—. Hace un rato estabas dispuesto a convertirlos a ellos también junto con el resto.
—Tú lo has dicho, Sōkrátēs, «junto con el resto» —reprochó para encarar de nuevo a Thorin—. No os engañéis, Majestad. Mi primera oferta era realmente buena. Me hacía con guerreros diestros y competentes; y asumía cargar con otros menos… aptos —edulcoró su desdén—, para no tener que eliminar a los testigos que sobrasen. Hasta les hacía un favor: no sólo no los ejecutaríamos aun conociendo nuestra clandestinidad, sino que además podrían permanecer al lado de sus camaradas —explicó lo que para él era evidente—. Pero vos la habéis rechazado, regateándome siete de vuestros milicianos. Si sólo puedo contentarme con cuatro miembros, seré yo quien los designe. Y por descontado que no me conformaré con las vacas viejas.
¿Con las vacas viejas?
¿Significaba eso que, por contra, ansiaba a los más jóvenes?
Ahora Thorin sí que sintió el verdadero terror. El nicrón ya había desvelado que él entraba dentro de sus cábalas, y no satisfecho con eso, ¿pretendía lazar también a los más bisoños del grupo, a sus sobrinos?
¡ ¡NO! ! ¡Jamás! ¡No podía consentirlo! Ellos eran sus herederos, pero no tenían por qué heredar sus errores.
Aprobó que se enrolaran en la expedición porque así podrían admirar el país de origen de su familia, del que sólo habían escuchado historias. Por sus venas corría el derecho, más que por las de cualquier otra casa khuzd, de participar en aquella cruzada por recobrar Érebor.
Pero no podía quitarse de la cabeza cuánto le lloró Dís para impedírselo. Le juró a su hermana que los protegería, que no permitiría que sufrieran ninguna fatalidad, y por Mahal que pensaba cumplirlo hasta su último aliento.
»De modo que reformularé el tratado que os planteé —anunció Antares—: yo os abriré la puerta secreta de la vertiente oeste y además, por nuestra parte, facilitaremos la logística para la reconquista del Reino bajo la Montaña a favor de vuestro pueblo. Asimismo, perdonaremos la vida a los siete supervivientes de la compañía si mantienen estricta promesa de nunca propalar nuestro secreto.
Se pausó más de lo acostumbrado para conferir poso a sus palabras, para cargar de peso la oferta definitiva.
»Y a cambio, vuestro lugarteniente, vuestros dos sobrinos y vos mismo romperéis todo lazo pasado y futuro con vuestra especie, y os convertiréis a nuestra raza.
Esa propuesta le dolió más que constatar que Azog seguía vivo, porque le obligaba a escoger entre cumplir la promesa que le hizo a su gente de recuperar su añorada patria, o renunciar a su derecho y el de sus sobrinos a reinar.
¡Mal rayo le partiese! Siempre la mala fortuna que lo había perseguido desde la locura de su abuelo. ¿Por qué? ¿Por qué tuvo que perderse la llave en los túneles trasgos? Desde ese instante estuvo condenado; condenado al fracaso o condenado a depender de terceros interesados en su propio beneficio.
Thorin ya no sabía a quién encomendarse para que le ayudase a decidir sabiamente, si a sus ancestros, a Aulë o a Melkor. Ya puestos…
Pero tenía que decantarse, y hacerlo ya. El nízrim de piel atezada no iba a concederle más tiempo.
»Y bien, ¿hay trato?
El monarca conectó visualmente con su hermano de armas. Allí estaba, expectante, recostado contra un pie derecho de madera, en la otra punta de la choza, ofreciéndole su tácito apoyo. «Con un solo gesto que me hagas, agarro mi hacha, despierto al resto y nos cargamos a estos dos», parecía estar diciéndole telepáticamente.
Bendito… Sabía que ese enano lo habría seguido hasta las mismas puertas de Angband, si todavía existiesen.
El respaldo de su comandante le infundió valor (eso, o Narya, el anillo de Gandalf; nunca lo sabremos a ciencia cierta) para desafiar al nicrón. Le arrojaría a la cara una baza que jamás se habría esperado.
—No —decretó rotundo—. Sólo Dwalin y yo. No aceptaré que mis sobrinos entren en el trato. Es lo último que tengo que decir —arriscó con su expresión más severa e inflexible—. Si no, ya puede afilarse los colmillos, porque estos Khazâd no se dejarán matar como corderos sin antes llevarnos a usted y a su hija por delante.
Y allá iba, derecho al abismo. Se lanzó al vacío con los dedos cruzados de manos y pies para que el engaño funcionase.
»Ella hace días que no prueba una gota de sangre.
Antares no vio venir ese órdago a la grande, y se le hacía imposible descifrar cuánto de verdad encerraba. Era perfectamente factible. Y más tratándose de Nyx.
Recordaba haberla visto beber de un huargo muerto en el Claro de los Lobos, y de eso, efectivamente, hacía días. El resto de veces que habían estado juntos, le recomendó que se proveyese de sangre enseguida, pero no controló que lo cumpliese. ¡Porca miseria! A estas alturas de la longeva vida de Nyx y que se conturbase por ella como cuando era una cría.
«Calma», pensó. «Sosiégate».
«Ένα, δύο, τρία…», enumeró en su idioma arcaico. «No lo provoques más. Si no puedes conseguir a los cuatro designados por las buenas, los conseguirás por las no tan buenas».
—De acuerdo —contemporizó el terrizo tras unos segundos más—. Firmemos pues.
Pero en realidad, Antares nunca contempló ceder. Sus aspiraciones serían colmadas de un modo u otro. Para los Nicrói cumplir con una meta sólo era cuestión de tiempo.
En el fondo, no le preocupaba que quedase tal o cual cosa por escrito. Al fin y al cabo, ¿qué es un papel signado sino un material perecedero, alimento de polillas y fuego?
Al contrario que ese retaco porfiado que se vanagloriaba de ir de frente, él manejaba formas más ladinas y retorcidas de alcanzar sus objetivos sin tantos escrúpulos.
Los sobrinos acabarían cayendo en sus redes, puede que hasta voluntariamente. Sobre todo, el rubio. No le pasó desapercibido ni el parecido que guardaba con el antiguo novio de su hija, ni cómo se había dormido acodado a su vera, con un sonrojo difícilmente achacable al calor de la distante hoguera.
Se reservaría otros métodos más rastreros para atraerlos.
Al tiempo.
Un agradable hormigueo le recorrió la nuca sólo por comenzar a planearlo. Hacía meses que no se entusiasmaba ante la perspectiva de un proyecto propio, no delegado por la Consuleia y los prætores. Le apetecía muchísimo iniciar el primer movimiento de aquella partida de ajedrez a tamaño real. Se deleitaba con la sola idea del reto que supondría manipular a los muchachos.
Esbozó una esquinada sonrisa en su mente. ¿Quién le iba a decir que finalmente sería él, y no Azog, quien cortaría la línea directa del antiquísimo linaje de Durin de la faz de la Tierra?
Como para no emocionarse.
