Disclaimer: Nada de esto me pertenece, la saga crepúsculo es propiedad de Stephenie Meyer y la trama es del libro "Hay alguien en tu casa" de Stephanie Perkins, yo solo busco entretener y que más personas conozcan este libro.
Capítulo 1
El temporizador con forma de huevo estaba en el felpudo cuando ella llegó a casa. Lauren Mallory miró hacia atrás, como esperando que hubiera alguien a su espalda. A lo lejos una cosechadora roja pasaba por los maizales amarillentos. Su padre. Era época de cosecha. Su madre también trabajaba aún; ejercía como protésica dental en el único consultorio que había en el pueblo. ¿Quién de los dos lo habría dejado allí? Las tablas medio podridas del suelo del porche se combaron y se astillaron bajo el cambio de peso de Lauren cuando se agachó para coger el temporizador. Este vibró en su mano. Aquel día había hecho frío, pero el óvalo de plástico estaba un poco caliente.
Le sonó el teléfono. Era Leah, cómo no.
—¿Qué tal la sangre? —preguntó Lauren.
Su mejor amiga profirió un quejido.
—Un horror.
Lauren entró en la casa y la puerta mosquitera se cerró de golpe tras ella.
—¿Hay alguna posibilidad de que eso signifique que la señora Colfax lo dejará?
Fue directa a la cocina y tiró la mochila al suelo ajedrezado en blanco y negro. Necesitaba alimento. El ensayo de aquella tarde había sido especialmente agotador.
—Eso nunca. —Leah resopló—. No lo dejará jamás. ¿Quién necesita sentido común cuando se tiene ambición?
Lauren volvió a dejar el temporizador en la encimera, que era su lugar, y abrió la nevera.
—Normalmente, me decantaría por la ambición. Pero no me hace ninguna ilusión morir ahogada en jarabe de maíz.
—Si tuviera dinero, yo misma compraría la profesional. Limpiar el auditorio será una pesadilla, por mucho que se pongan lonas y plásticos.
En las producciones más teatrales de Sweeney Todd se utilizaba, como mínimo, algo de sangre falsa, en navajas con peras de vacío ocultas, cápsulas de gelatina en la boca, delanteros de tela para disimular los dobles manchados de sangre por debajo. Podría darse a entender un caos adicional con cortinas o luces rojas o con un crescendo frenético de violines chirriantes.
Por desgracia, la directora musical del instituto, la señora Colfax, tenía un afán insaciable por el arte dramático en toda la amplitud de la expresión.
La producción de Peter Pan del año anterior, para la que había alquilado arneses de vuelo reales llegados desde Nueva York, había tenido como resultado varios huesos rotos de Wendy y Michael Darling. Ese año la señora Colfax no pensaba conformarse con que el diabólico barbero degollara a sus clientes. Quería regar a las tres primeras filas con su sangre.
Se refería a esa zona del auditorio como el «cinturón de las salpicaduras».
Leah era la directora de escena. Un honor, por supuesto, pero que conllevaba la imposible labor de tratar de conducir a la señora Colfax hacia la cordura.
La cosa no iba por buen camino.
Lauren sostuvo el móvil pegado al oído con el hombro mientras cogía entre los brazos varios paquetes de provolone y pavo de delicatessen en lonchas, una bolsa de lechuga prelavada y un tarro de salsa Miracle Whip.
—Victoria estará que se sube por las paredes.
—Ya lo creo que se sube por las paredes —confirmó Leah.
Victoria era la diseñadora de vestuario, una mujer temperamental y a menudo voluble. Encontrar vestuario decente en la Nebraska rural con presupuesto cero no era nada fácil, pero ahora encima tenía que ingeniárselas para eliminar las manchas de sangre.
—Pobre Victoria.
Lauren dejó los ingredientes en la encimera. Cogió la barra de pan que tenía más cerca, una de trigo con algún tipo de hierba que su madre había preparado el día anterior. Era algo que hacía para relajarse. Utilizaba una panificadora, pero no dejaba de ser agradable.
—Pobre Leah —dijo Leah.
—Pobre Leah—convino Lauren.
—¿Y qué tal James hoy? ¿Mejor?
Lauren vaciló.
—¿No lo has oído?
—Estaba haciendo pruebas de salpicaduras en el aparcamiento.
Lauren interpretaba a la señora Lovett, y James, el novio de Victoria, a Sweeney, los protagonistas masculino y femenino de la obra. Ya desde primero de bachillerato Lauren había conseguido papeles principales en el grupo de teatro y solos en el coro durante los dos últimos años. Tanto en su faceta de actriz como de poderosa contralto, era sencillamente mejor que sus compañeros. Tenía un talento innato. Imposible de pasar por alto.
James estaba… por encima de la media. Y era carismático, lo que ayudaba a su presencia escénica. Sin embargo, aquel musical en concreto excedía con creces sus capacidades. Llevaba semanas sudando tinta con Epiphany, su solo más complicado. Hacía las transiciones con la misma suavidad con la que uno sortearía a trompicones una serpiente toro en un cobertizo de herramientas, pero ni eso tenía comparación con el modo en que había estado destrozando sus dúos.
Leah pareció notar la reticencia de Lauren al chismorreo.
—Bah, venga ya. Si no lo sueltas, solo conseguirás que me sienta culpable por quejarme de todos los demás.
—Es que… —Lauren extendió una buena capa de Miracle Whip en el pan y luego tiró el cuchillo sucio al fregadero. Ya lo lavaría después—. Nos hemos pasado todo el ensayo con A Little Priest. ¡Y ni siquiera entera! Solo unos malditos compases, los mismos todo el rato, una y otra vez. Durante dos horas.
—¿Qué me dices?
—¿Sabes la parte en la que cantamos un texto distinto al mismo tiempo y nuestras voces deberían oírse como si rodaran una sobre la otra llenas de entusiasmo?
—¿Cuando Sweeney entiende por fin que la señora Lovett quiere deshacerse de sus víctimas utilizándolas como relleno de sus empanadas? —preguntó Leah, con una sonrisa picara en la voz.
—Ha sido un desastre. —Lauren fue al salón con el plato, pero no se sentó. Se quedó de pie, paseándose de un lado a otro—. No veo a James capaz de hacerlo. Creo que el cerebro no le da, en serio. A ver, sabe cantar al unísono, en armonía…
—Más o menos.
—Más o menos —admitió Lauren—. Pero como haya otra persona cantando una letra diferente, no hace más que parar y empezar de nuevo. Como si intentara sobreponerse a un aneurisma.
Leah se echó a reír.
—Por eso me he ido antes. Me he sentido muy cabrona, pero es que ya no podía más.
—A nadie se le ocurriría nunca llamarte cabrona.
Lauren se tragó un bocado enorme de pavo. Lo suyo en aquel momento era todo un número de equilibrismo: estaba sosteniendo el teléfono, aguantando el plato, comiéndose el sándwich y caminando por la sala… pero ni se daba cuenta. Estaba preocupada.
—A James sí.
—A James no deberían haberle dado el papel.
—¿Crees que debería llamarlo y pedirle disculpas?
—No. No. ¿Por qué?
—Por haberme puesto borde con él.
—No es culpa tuya que no pueda con Sondheim.
Eso era cierto, pero aun así Lauren se sentía avergonzada por frustrarse tanto. Por marcharse del ensayo. Se dejó caer en el viejo sofá de pana, una de las muchas reliquias de cuando la casa de campo había pertenecido a sus abuelos, y suspiró. Leah añadió algo más en pro de la solidaridad entre amigas del alma, pero el móvil de Haley no encontró mejor momento para hacer de las suyas.
—¿Qué has dicho? La conexión va y viene.
—Pues llámame desde el fijo.
Lauren miró el teléfono inalámbrico, que estaba encima de una mesita, a solo unos palmos de distancia. Demasiado esfuerzo.
—Ahora va bien —mintió.
Leah volvió a centrar la conversación en torno a sus apuros como directora de escena, y Lauren desconectó. De todos modos, no oía más que un tercio de la perorata de Lauren. El resto eran interferencias.
Miró por las ventanas y se terminó el sándwich. El sol estaba bajo en el horizonte. Brillaba a través de los maizales, confiriendo una apariencia suave y apagada a los tallos quebradizos. Su padre seguía allí fuera. En alguna parte. En aquella época del año no desaprovechaba ni un solo día. El mundo parecía abandonado. Era lo contrario al pintoresco grupo de gente, enérgico y entusiasta, que había dejado en el instituto. Debería haberse aguantado. No soportaba el sosegado aislamiento que impregnaba la casa.
Era agotador en sí mismo.
Lauren emitió sonidos de compasión por el móvil —aunque no sabía de qué se compadecía— y se puso de pie. Llevó el plato a la cocina, le quitó las migas y abrió el lavavajillas.
Lo único que había dentro era un cuchillo sucio.
Miró el fregadero, que estaba vacío. Frunció el entrecejo. Puso el plato en el lavavajillas y negó con la cabeza.
—Aunque podamos hacer lo de las salpicaduras —estaba diciendo Leah, a través de una conexión de repente sin interferencias—, no tengo muy claro que la gente vaya a querer sentarse en las tres primeras filas. ¿Quién va al teatro para plantarse un poncho impermeable y ponerse perdido de sangre?
Lauren notó que su amiga necesitaba unas palabras tranquilizadoras.
—Es el fin de semana de Halloween. La gente comprará las entradas. Les parecerá divertido.
Dio un paso en dirección a las escaleras para subir a su habitación y su pie, calzado con una zapatilla deportiva, chocó con un objeto pequeño y duro. Este salió disparado y resbaló por las baldosas del suelo, haciendo ruido, hasta topar contra la parte inferior de la despensa.
Era el temporizador con forma de huevo.
A Lauren se le paró el corazón. Solo por un instante.
Notó un molesto hormigueo cada vez más a flor de piel mientras se dirigía hacia la puerta de la despensa, que su padre o su madre habían dejado entreabierta. La cerró empujándola con la punta de los dedos y luego cogió el temporizador, lentamente. Como si pesara. Habría jurado que lo había dejado en la encimera de la cocina, pero debió de tirarlo al suelo con la mochila.
—¿… no me escuchas?
La voz apenas llegó a sus oídos.
—¿Perdona?
—Te preguntaba si ya no me escuchas.
—Perdona —repitió Lauren, con la mirada fija en el temporizador—. Debo de estar más cansada de lo que pensaba. Creo que voy a echarme a dormir hasta que vuelva mi madre.
Tras colgar, Lauren se metió el móvil en el bolsillo delantero derecho de los pantalones y volvió a dejar el temporizador en la encimera. Era un objeto blanco y suave. Inofensivo. Lauren no sabía exactamente por qué, pero aquel dichoso chisme la desconcertaba.
Subió las escaleras y se fue directa a la cama, donde se desplomó del cansancio. Se quitó las zapatillas de deporte a patadas, sin fuerzas ya para desatarlas. El teléfono se le clavó en la cadera. Se lo sacó del bolsillo y lo tiró en la mesita de noche. El sol poniente se colaba por su ventana en un ángulo que no podía ser más fastidioso, y se dio la vuelta haciendo una mueca.
Se quedó dormida al instante.
Lauren se despertó sobresaltada. El corazón le latía con fuerza, y la casa estaba a oscuras.
Expulsó una bocanada de aire, con una larga y profunda exhalación desde el diafragma. Y fue entonces cuando su mente procesó el ruido. Ese ruido que la había despertado.
Un tictac.
A Lauren se le heló la sangre. Se dio la vuelta de cara a la mesita de noche. El móvil había desaparecido y, en su lugar, justo a la altura de sus ojos, estaba el temporizador.
Sonó.
