Disclaimer: Nada de esto me pertenece, la saga crepúsculo es propiedad de Stephenie Meyer y la trama es del libro "Hay alguien en tu casa" de Stephanie Perkins, yo solo busco entretener y que más personas conozcan este libro.


Capítulo 2

A la mañana siguiente en el instituto no se hablaba más que de dos cosas: el brutal asesinato de Lauren Mallory y el pelo recién teñido de rosa de Edward Cullen.

—Sería de esperar que les trajera sin cuidado lo del pelo —dijo Bella.

—Esto es Osborne, Nebraska. —Su amigo Alec sorbió las últimas gotas del café con hielo de gasolinera—. Tiene dos mil seiscientos habitantes. Un chico con el pelo rosa es algo tan escandaloso como la muerte de una alumna querida.

Miraron por el parabrisas del coche de Alec hacia el aparcamiento, donde Edward estaba apoyado en la pared de ladrillo de la recepción. Leía un libro de bolsillo, pasando deliberadamente de los cuchicheos, y lo que no eran cuchicheos, de los otros estudiantes.

—He oído que le rajaron el cuello por tres sitios. —Bella hizo una pausa. Iban con las ventanillas abiertas, así que bajó la voz—. Para que pareciera una cara sonriente.

A Alec se le cayó la pajita de la boca.

—Qué horror. ¿Quién te ha contado eso?

Bella se encogió de hombros con gesto incómodo.

—Es lo que he oído.

—Madre mía. Y aún no ha empezado el día.

Un rostro alargado con los ojos pintados de negro apareció de repente junto a la ventanilla del pasajero.

—Pues yo he oído…

Bella dio un respingo.

—Joder, Nya.

—… que ha sido Edward. Y que usó la sangre de Lauren para teñirse el pelo.

Bella y Alec se la quedaron mirando, boquiabiertos.

—¡Es broma, claro! —Nya abrió la puerta de atrás, tiró adentro la funda de la trompeta y se metió en el coche, que era su lugar de encuentro de las mañanas—. Pero ya veréis cómo lo dice alguien.

Su broma tenía mucho de cierto. Bella hizo una mueca.

Nya dio una patada al respaldo del asiento de Bella con una bota militar de color azul real. Un signo de exclamación.

—No puedo creerlo. Aún te gusta, ¿no?

Por desgracia, sí.

Pues claro que aún le gustaba Edward.

Desde el momento en que Bella Swan había llegado a Nebraska no había podido quitarle los ojos de encima. Él era, sin duda, el chico con las pintas más raras del instituto de Osborne, pero eso también lo convertía en el más «interesante». Edward estaba hecho un fideo; los huesos de la cadera se le marcaban de un modo que a ella le hacían pensar en sexo, y tenía unos pómulos tan prominentes que le recordaban un cráneo, una impresión que se veía reforzada por sus cejas invisibles de lo rubias que eran. Siempre iba vestido con jeans oscuros y una camiseta negra lisa. El único adorno que llevaba era un aro de plata fino a modo de piercing en el centro del labio inferior. Parecía un esqueleto.

Bella inclinó la cabeza. Quizá no lo pareciera tanto, ahora que su cabello rubio platino era de un rosa intenso escandaloso.

—Recuerdo cuando Edward te gustaba a ti —dijo Alec a Nya.

—Sí, con doce años. Hasta que me di cuenta de que era un solitario empedernido. No le interesa salir con nadie del insti. —Nya hizo una mueca extraña, como avergonzándose después de lo dicho—. Lo siento, Bella.

Bella y Edward se habían enrollado el verano anterior. O algo así. Por suerte, las únicas personas que lo sabían estaban sentadas en el coche de Alec.

—No pasa nada —respondió Bella, porque era más fácil que decir lo contrario.

Corrían muchos rumores sobre Edward: que solo se acostaba con mujeres mayores, que solo se acostaba con hombres mayores, que vendía narcóticos robados de la comisaría de su hermano, que una vez había estado a punto de morir ahogado en la parte del río que no cubría. Que cuando lo rescataron iba totalmente borracho y en cueros.

No había que olvidar que aquel era un instituto pequeño. Corrían rumores sobre todo el mundo.

A Bella no se le ocurriría creerse por completo ninguno de ellos. Los rumores, aunque fueran ciertos, nunca contaban toda la historia. Esa era la razón por la que evitaba a la mayor parte de sus compañeros de clase. Por pura supervivencia. Al reconocer a un alma igual de taciturna, Alec y Nya la habían acogido cuando ella se había visto obligada a mudarse desde Hawái a mitad de curso, en primero de bachillerato. Sus padres estaban enzarzados en un desagradable divorcio, así que la mandaron a vivir con su abuela en pro de cierta normalidad.

Normalidad. Con su abuela. En medio de la nada.

Al menos así fue cómo Bella les contó la historia a sus amigos. Y, al igual que ocurría con los rumores, contenía una pizca de verdad. No le faltaba más que el resto.

Sus padres nunca le habían prestado mucha atención, ni siquiera en los mejores momentos, y acababan de separarse cuando tuvo lugar el incidente de la playa. Después de aquello… ya no podían mirarla a la cara. A ella tampoco le gustaba mirarse a sí misma.

Merecía aquel exilio.

Era mediados de octubre, y Bella llevaba casi un año en Osborne.

Ya estaba en el último curso de bachillerato, igual que Alec y Nya. Su interés mutuo era la cuenta atrás de los días que faltaban para la graduación.

Bella no sabía adónde iría después del instituto, pero tenía clarísimo que no se quedaría allí.

—¿Podemos volver al tema importante? —preguntó Alec—. Lauren está muerta. Y nadie sabe quién la mató, y eso me pone de los nervios.

—Creía que Lauren no te caía bien —dijo Nya, retorciendo su cabello teñido de negro en un churro complicado de esos que necesitaban un montón de pasadores bien grandes.

Nya era lo más parecido a una gótica que había en el insti, sin contar a Edward.

Bella no lo contaba.

Por fuera ambos vestían de negro y estaban como un palillo, con partes del cuerpo puntiagudas, pero Nya era dura y agresiva. Exigía que se fijaran en ella, mientras que Edward era tierno y silencioso como el cielo nocturno.

—Mal no me caía.

Alec se metió los pulgares por debajo de los tirantes, que llevaba todos los días junto con una camisa a cuadros y unos pantalones cómodos. Era un chico bajo y fornido, y vestía como un anciano atildado.

Alec había sido asignada a la especie humana femenina al nacer, y aunque su nombre legal seguía siendo Jane Vulturi, había iniciado su transición de género ya en secundaria, con catorce años. Si en el instituto no concebían que un chico fuera con el pelo rosa, Bella se hacía una idea de lo mucho que les habría costado acostumbrarse a la «chica» que en el fondo era un chico. Ahora la mayoría lo dejaba tranquilo, aunque seguía recibiendo alguna que otra mirada de reojo. Con los ojos entrecerrados y la boca apretada.

—No la conocía —prosiguió Alec—. Parecía bastante maja.

Nya se puso un pasador que parecía una Helio Kitty diabólica.

—Qué raro es eso de que en el momento en que alguien muere todo el mundo se convierte en su «mejor» amigo, ¿no?

—Eh, que yo no he dicho eso.

Bella dejó que discutieran antes de intervenir. Siempre lo hacía.

—¿Creéis que lo hizo su padre? ¿O su madre? He oído hablar de casos parecidos, y el asesino suele ser un familiar.

—O un novio —sugirió Alec—. ¿Salía con alguien?

Bella y Nya se encogieron de hombros.

Los tres se quedaron mirando a los compañeros de clase que pasaban a su lado y se sumieron en un silencio inusitado.

—Qué triste —dijo Alec finalmente—. Es… terrible.

Bella y Nya asintieron. Lo era.

—Pero ¿qué clase de persona haría algo así? —preguntó Alec.

A Bella la invadió una sensación de vergüenza espantosa. No es lo mismo, se recordó a sí misma. Yo no soy esa clase de persona. Pero cuando sonó el timbre de aviso —tres repiques estériles— echó a correr desde el pequeño coche como si hubiera una verdadera emergencia. Alec y Nya refunfuñaron mientras salían a duras penas del vehículo, demasiado absortos en su propio abatimiento para reparar en la extraña conducta de Bella. Esta exhaló y se puso bien la ropa para estar presentable. A diferencia de sus amigos, ella sí tenía curvas.

—Puede que fuera un asesino en serie —sugirió Nya mientras se dirigían a la primera clase del día—. ¡Un camionero de rutas largas a su paso por el pueblo! Hoy en día los asesinos en serie son siempre conductores de camiones.

Bella sintió con satisfacción el regreso del escepticismo.

—¿Y eso quién lo dice?

—El FBI.

—Mi padre es camionero —dijo Alec.

Nya respondió con una amplia sonrisa.

—Deja de sonreír. —Alec la fulminó con la mirada—. O la gente va a creer que fuiste tú.

Al llegar la hora de comer, ya se había difundido la broma de mal gusto de Nya sobre la fuente del tinte de pelo de Edward. Bella había oído a más de un estudiante cuchichear sobre su posible culpabilidad, algo que la puso furiosa. Estaba claro que Edward era raro, pero eso no lo convertía en un asesino. Además, ella nunca lo había visto hablar, o mirar siquiera, a Lauren Mallory.

Y Bella lo había observado mucho.

Estaba disgustada, pese a entender que los rumores eran exactamente eso: invenciones creadas para distraerlos de lo desconocido. Bella había oído también a un grupo de alumnos super aplicados cotilleando sobre Ben Cheney, el yonqui del insti. A él tampoco lo creía culpable, pero al menos tenía más números para ser sospechoso. Ben era un capullo. No trataba bien ni a sus amigos.

Sin embargo, la mayoría de los estudiantes coincidían a la hora de señalar a los verdaderos sospechosos: la familia de Lauren. O un posible novio. A nadie le constaba que hubiera ningún novio, pero quizá tuviera uno en secreto.

Las chicas solían tener secretos.

La idea le revolvió el estómago como una manzana podrida. Mientras Alec y Nya hacían conjeturas, Bella apartó la bandeja de cartón de las patatas fritas y echó un vistazo a su alrededor.

Casi la totalidad de los trescientos cuarenta y dos alumnos estaban allí, en el centro de los jardines del instituto, rodeados por completo de edificios de ladrillo marrón. Se trataba de un patio interior sencillo. Deprimente. No había mesas ni bancos, solo unos cuantos árboles raquíticos dispersos, de modo que los estudiantes se sentaban en el suelo de cemento. Solo faltaba que lo cercaran con una alambrada de púas para que pareciera el patio de una cárcel, pero hasta los presos disponían de mesas y bancos. Una fuente seca llena de hojas muertas nadie recordaba haber visto que saliera un chorro de agua por la boca abierta del león de piedra— ocupaba el centro a modo de mausoleo.

En aquella época del año el tiempo era imprevisible. Unas veces hacía calor, pero la mayoría de los días refrescaba. Aquel en concreto era casi cálido, así que el patio estaba abarrotado y la cafetería, vacía. Bella se subió la cremallera de la sudadera con un escalofrío. En su insti de KailuaKona siempre hacía calor. El aire olía a flores, café y fruta, y tenía un sabor salado como el Pacífico, que brillaba junto a los aparcamientos y los campos de fútbol.

Osborne olía a diésel, sabía a desesperación y estaba rodeado de un océano de maíz. Dichoso maíz. Había maíz para aburrir.

Nya cogió un puñado de las patatas que Bella no se había comido.

—¿Y si fue alguien del coro? ¿O del grupo de teatro?

—¿En plan… la suplente de Lauren? —se mofó Alec.

—¿No sería esa la persona que investigaría el típico detective de Masterpiece? —preguntó Nya.

—¿De qué hablas?

—De Sherlock, Morse, Poirot. Wallander. Tennison.

—No me suena más que uno de esos nombres. —Alec mojó su pizza en la salsa ranchera—. ¿Por qué no ves la tele normal?

—Solo digo que no descartemos a nadie todavía.

Bella seguía mirando la fuente.

—Espero que no sea un estudiante.

—No lo es —aseguró Alec.

—Venga ya —repuso Nya—. Como que no hay adolescentes cabreados a los que les da por hacer cosas así.

—Sí —convino Alec—, pero se presentan en un instituto con un arsenal de armas automáticas. No atacan a la gente en su propia casa. Con un cuchillo.

Bella se tapó los oídos con los puños.

—Vale ya. Basta.

Alec agachó la cabeza, avergonzado. No dijo nada, pero no hacía falta.

Los tiroteos en centros escolares eran una realidad. Con asesinos y víctimas de verdad. La muerte de Lauren daba la sensación de estar alejada de la realidad, porque no parecía algo que pudiera pasarles a ellos. El crimen era demasiado específico. Tenía que haber un motivo para ello. Un motivo horrible y equivocado, pero un motivo, a fin de cuentas.

Bella se volvió hacia ellos, retrocediendo en la conversación en un intento de quitar importancia a su reacción.

—Bueno… Halley no lo hizo.

—¿Haley? —inquirió Nya, arqueando las cejas.

—Haley Boyd. La suplente. —Bella puso cara de fastidio al ver que Nya sonreía con suficiencia—. Solo sé que es la suplente porque he oído que lo decía alguien. Pero ¿de verdad se la imaginan matando a alguien?

—Tienes razón —dijo Nya—. Eso no parece probable. —Haley Boyd era una criatura menuda y delicada. Costaba imaginarla hasta tirando un pececito muerto por el inodoro—. Pero ¿se fijaron que hoy no ha venido al insti la mejor amiga de Lauren?

—Porque Leah está de duelo —replicó Alec exasperado—. Como yo mismo lo estaría si os pasara algo así a una de ustedes.

Nya se inclinó hacia delante con complicidad.

—Piensenlo bien. Lauren era una de las estudiantes con más talento del insti. Todo el mundo sabía que nos dejaría para irse a algún sitio más grande y mejor, como Broadway, Hollywood o donde fuera. Era la clase de persona que podría ser una creída total, pero… no lo era. A la gente le caía bien, lo que significa que siempre habrá alguien a quien no le caía bien. Que tenía celos de ella.

Bella arrugó la nariz.

—¿Y crees que era su mejor amiga?

—A Lauren no la conocía ni Dios aparte de la gente del grupo de teatro o de Vocalmotion —comentó Alec.

Vocalmotion era, lamentablemente, el nombre que se habían puesto los del coro. El instituto de Osborne solo tenía tres organizaciones respetables: el grupo de teatro y la coral, que compartían casi el cien por cien de sus miembros, y el equipo de fútbol americano.

Estaban en Nebraska. ¿Cómo no iban a tomarse en serio el fútbol en el instituto?

—Pues eso es a lo que me refiero —dijo Nya—. Nadie más la conocía. ¿Es que no tiene sentido que una de sus amigas lo hiciera? ¿Por celos?

—¿Deberíamos preocuparnos? ¿Planeas matarnos? —preguntó Bella.

—Puaj —exclamó Alec.

—No son nada divertidos —dijo Nya con un suspiro.

—Creo que esta mañana ya te he advertido que no parecieras tan entusiasmada —insistió Alec.

El viento arreció, y sacudió una pancarta de papel que había en la otra punta del patio. Un anuncio de Sweeney Todd. Todas las letras goteaban sangre pintada a mano de un color chillón, y dos largas franjas de un tul rojo oscuro colgaban de las esquinas opuestas como un telón. Una ráfaga levantó el tul en el aire, donde ondeó y se retorció. Bella notó un escalofrío en la espalda.

Ella no era supersticiosa al respecto. Salvo cuando lo era. Deberían dejar de hablar de Lauren.

—Qué falta de tacto —dijo, sin poder evitarlo. Y señaló con la cabeza hacia la pancarta—. Lo del cinturón de las salpicaduras. ¿Creen que la cancelarán?

Nya se tragó la última patata frita, toda grasienta.

—Más les vale no hacerlo. Era el primer acto del insti al que me he planteado asistir. Por voluntad propia —añadió.

Nya estaba en la banda de música, y eso la obligaba a acudir a los partidos de fútbol.

Alec le clavó los ojos hasta que ella lo miró.

—¿Qué pasa? La idea me parecía divertida —se defendió Nya—. Que te llenen de sangre falsa

—Ya estamos otra vez con la diversión —replicó Bella con un resoplido.

Alec adoptó un semblante de falsa nostalgia.

—Recuerdo cuando coleccionabas caballos de plástico y cartas Pokémon, y tu meta en la vida era trabajar para Pixar.

—Baja la voz, gilipollas —soltó Nya, pero sonrió.

A continuación, se intercambiaron una serie de pullas sobre aficiones y rarezas de infancia, y Bella, como sucedía a menudo, se vio excluida. Su atención disminuyó, y la desvió hacia la otra punta del patio. Ya casi era la hora. De un momento a otro…

Allí estaba.

Se le cayó el alma a los pies cuando Edward surgió de las profundidades de la zona de taquillas para tirar una bolsa de plástico vacía. Aquella aparición formaba parte de su rutina diaria. Edward siempre comía un almuerzo traído de casa en un rincón desierto por detrás de las viejas taquillas, y luego desaparecía en el edificio principal. Terminaba la hora de comer en la biblioteca.

Bella sintió una pena que le resultó familiar. Qué solo estaba Edward.

Un pequeño grupo de jugadores del equipo de fútbol estaban plantados bajo la pancarta de Sweeney, impidiendo la entrada al edificio. A Bella se le tensaron los músculos al ver que Mike Newton —el niño mimado del Osborne, del que era su corredor más destacado— decía algo mientras Edward se aproximaba. Fuera lo que fuera, Edward no reaccionó. Mike dijo otra cosa, y Edward siguió sin reaccionar. Mike le dio un toque en el pelo con el índice y el pulgar. Sus amigos rieron, pero Edward tampoco reaccionó. Daba angustia verlo.

Un chaval rollizo con un nombre ridículo como Buddy o Bubba, diría Bella, agarró el tul de un salto, y la mitad derecha de la pancarta se rompió y se descolgó. El chico rio aún con más ganas al tiempo que Edward se veía obligado a agacharse, pero el regocijo le duró poco.

Mike señaló airado el estropicio.

—¡Eh, tío! Un poco de respeto.

Sus palabras cargadas de ira llegaron hasta la otra punta del patio.

Buddy o Bubba tardó unos segundos en relacionar la pancarta rota con Lauren, pero mientras su semblante pasaba de la confusión a la humillación se vio ante un dilema: reconocer que había obrado mal o redoblar la acción.

Optó por lo segundo. Con un empujón en el hombro de Mike provocó una violenta reacción en cadena que implicó más empujones hasta que dejaron de bloquear la entrada. La escalada del enfrentamiento tenía absortos al grueso de los estudiantes. Bella era la única que miraba a otro sitio. Edward seguía sin moverse. Había mantenido la calma, pero estaba claro que los jugadores de fútbol lo habían incomodado. Bella se puso en pie.

—No —dijo Alec—. Bella, no.

Nya negó con la cabeza, y los pasadores que llevaba en el pelo entrechocaron entre sí.

—Edward no se merece tu ayuda. O tu compasión. O lo que sea que sientes ahora mismo.

Bella se alisó la parte frontal de la sudadera. Ya había echado a andar.

—Nunca nos haces caso —gritó Alec a su espalda—. ¿Por qué siempre pasas de lo que te decimos?

—Buena suerte, encanto —le deseó Nya con un suspiro.

Aquello que llevaba meses bullendo en el interior de Bella, aquel peso y aquella presión insoportables, estaba a punto de estallar. Puede que Edward no mereciera su ayuda, pero aun así ella se sentía obligada a intentarlo. Tal vez fuera por su deseo de que alguien la hubiera ayudado en su antiguo instituto. O quizá fuera por Lauren, víctima de una horrible situación a la que ya nadie podía ayudar. Bella miró a sus amigos, encogiéndose de hombros.

Cuando volvió la vista hacia delante, vio que Edward tenía los ojos

clavados en ella. No parecía nervioso o enfadado, ni siquiera extrañado.

Se le veía cauteloso.

Bella se encaminó hacia él con paso enérgico. Siempre destacaba entre sus compañeros. Su vestimenta de inspiración surfera, varios tonos más vistosa que la que dictaba la prudencia propia de la América profunda. Lucía un pelo voluminoso, con sus rizos naturales, y se movía con un vaivén de caderas confiado. Se trataba de una falsa confianza en sí misma, pensada para que la gente no le hiciera preguntas.

Edward lanzó una última mirada al grupo de los deportistas, que seguían vociferando y haciendo poses, y apartó el tul colgante para entrar en el edificio. Bella frunció el ceño. Pero al abrir la puerta lo encontró esperando al otro lado.

—Oh —exclamó sobresaltada.

—¿Sí? —preguntó Edward.

—Solo… solo quería decirte que son idiotas.

—¿Tus amigos? —inquirió él con cara de póquer.

Bella se dio cuenta de que estaba manteniendo la puerta abierta, y de que a través del tejido transparente de tul Edward veía a Alec y a Nya, espiándolos desde la otra punta del patio. Soltó la puerta, y esta se cerró de golpe.

—No —respondió, probando con una sonrisa—. Los demás.

—Sí. Ya lo sé.

El rostro de Edward permanecía impasible. Cauto.

Bella dejó de sonreír. Se cruzó de brazos, poniéndose en guardia mientras se medían. Estaban cara a cara. Al tenerlo tan cerca, ella pudo observar con más detalle su pelo recién teñido. Edward tenía el cuero cabelludo de un rosa intenso.

Necesitaría un tiempo para que se le fuera el tinte de la piel. Verlo así le inspiraba cierta vulnerabilidad, y su cuerpo se aflojó de nuevo. Bella se odió por ello.

Se odiaba por muchísimas cosas.

Bella odiaba haberse entusiasmado con Edward, a pesar de que la habían advertido sobre su reputación. Odiaba haberse engañado a sí misma para creer que no sentía nada por él, cuando siempre había sabido que no era así.

Y odiaba el modo en que había terminado. De golpe. Sin mediar palabra.

Aquella era la primera vez que conversaban desde el final del verano.

Quizá si hubiéramos hablado más para empezar…, pensó.

Pero esa era la cuestión precisamente, ¿no? Que nunca habían hablado mucho. En su momento Bella incluso lo había agradecido.

Los ojos verdes de Edward seguían clavados en ella, pero ya no se veían pasivos, sino escrutadores. Sus venas respondieron palpitando con fuerza.

¿Por qué parecía de repente que estuvieran de nuevo detrás del supermercado, preparándose para hacer lo que habían hecho en aquellas tardes calurosas de verano?

—¿A qué has venido? —le preguntó Edward—. No has hablado conmigo en todo el semestre.

El comentario la molestó. Al instante.

—Podría decir lo mismo de ti. Y ya te he dicho lo que quería decir. Sobre nuestros compañeros de clase. Que son idiotas y tal.

—Sí. —Edward se puso tenso—. Eso ya lo has dicho.

Bella dejó escapar una risa singular para hacerle ver que no la pillaba, aunque ambos sabían que la entendía perfectamente.

—Vale. Olvídalo. Solo intentaba comportarme como una amiga de verdad.

Edward no dijo nada.

—Todo el mundo necesita amigos, Edward.

Él frunció levemente el entrecejo.

—Pero está claro que eso es imposible. —Y, con un violento empujón, Bella abrió la puerta de nuevo—. Una gran charla. Nos vemos en clase.

Salió como un vendaval para toparse con la cortina de tul. Maldijo mientras trataba de apartarla, viéndose cada vez más enredada en la malla de un rojo oscuro. Por el patio se extendió un revuelo atronador, un alboroto caótico de espectadores agitados.

Al final había estallado la pelea.

Bella dejó de dar manotazos. Estaba atrapada, aprisionada incluso, en aquel pueblo deprimente donde odiaba todo y a todos. En especial a sí misma.

Notó un movimiento sigiloso, y se sorprendió al descubrir que Edward seguía detrás de ella. Sus dedos la desenredaron con cuidado del tul. La tela volvió a pender como una cortina, y juntos observaron a sus compañeros, en silencio, a través de una neblina teñida de rojo.