Disclaimer: Nada de esto me pertenece, la saga crepúsculo es propiedad de Stephenie Meyer y la trama es del libro "Hay alguien en tu casa" de Stephanie Perkins, yo solo busco entretener y que más personas conozcan este libro.
Capítulo 3
—¿Conocías a esa tal Lauren? —le preguntó la abuela Swan, alzando la voz desde el sofá.
Bella se despidió de Alec con la mano, y esta tocó el claxon un par de veces mientras se alejaba. La casa de su abuela estaba a pocos minutos a pie del instituto, pero él siempre la llevaba en coche igualmente. Bella vivía en el barrio más antiguo de Osborne, Alec en el más nuevo, y Nya en una explotación de cría de vacuno embarrada cerca de Troy, una población de la zona. Por las tardes ensayaba con la banda y compartía el trayecto en coche con una chica que tocaba el saxo tenor. Todos sabían conducir, pero Alec era el único que tenía acceso a un vehículo a tiempo completo.
Edward vivía… en el campo. Bella no sabía muy bien dónde. Una vez terminada la pelea, él se había ido a la biblioteca, y ella había vuelto con sus amigos. Más tarde, en clase de español, Bella había sentido la débil presión de su mirada —ante la cual se había estremecido, en contra de su voluntad—, pero en el fondo no había cambiado nada. Y daba la sensación de que nunca lo haría.
A Bella se le cayó el alma a los pies mientras cerraba con llave la puerta de casa, reduciendo aún más los límites de su mundo.
—Sí, conocía a Lauren. Más o menos. En realidad, no.
Se quitó las zapatillas de deporte y los calcetines y lo dejó todo a los pies de la escalera para subirlo después a su habitación. Los zapatos era otra cosa que no le gustaba de la América profunda. Aparte de los meses de verano, hacía demasiado frío para ir con sandalias, pero siempre tenía la sensación de que le pesaban los pies con las zapatillas de deporte o las botas que debía llevar. Había tardado siglos en que se le formara un callo en los talones para que no le salieran ampollas con el roce.
Sandalias no, «chanclas», se corrigió a sí misma.
Seguía metiendo la pata con los regionalismos. Lo de las «chanclas» no era para tanto, pero se estremecía cada vez que oía a alguien pedir una «gaseosa» en lugar de un refresco.
Su abuela estaba sentada delante del televisor, viendo Scandal en Netflix mientras separaba las piezas del borde de un nuevo rompecabezas.
Bella se dejó caer en un sillón que le gustaba mucho. Había pertenecido a su abuelo. Metió los pies bajo las piernas para que no se le enfriaran y cogió la tapa de cartón del puzle, cuyo diseño inspirado en el arte popular representaba un campo de calabazas rústico, una calle de casas rústicas y un reguero de niños con disfraces rústicos de Halloween. A la abuela Swan le gustaba hacerlo todo en relación con la estación del año.
—Estoy esperando a que den las noticias locales —dijo.
Bella tiró la tapa para volver a dejarla en la mesa de centro y echó un vistazo al móvil.
—Pues te queda todavía otra hora y media.
—Quiero oír lo que Crestón dice del tema. —Crestón Howard era la apuesta mitad negra de la pareja de presentadores del informativo de las cinco de la tarde, y la abuela Young creía que su palabra era infalible—. Es todo tan horrible… Espero que cojan a quienquiera que lo hizo.
—Lo harán —sentenció Bella.
—Con lo joven que era, y el talento que tenía. Como tú.
Eso último no era cierto, pero Bella se guardó de corregirla.
Imaginaba perfectamente cómo iría la discusión que tendrían a continuación: ella lo negaría, su abuela la acusaría de tener pensamientos negativos, ella le explicaría que se limitaba a ser sincera, su abuela insistiría y al final ella explotaría diciendo algo como «¡Tú no eres mi madre! ¡Casi no lo es ni mi propia madre! Vamos a dejar el tema, ¿vale?».
En lugar de ello, Bella se dedicó a consultar el móvil. Ya no esperaba recibir un mensaje de voz o de texto o un correo electrónico de Lavander, la que fuera un día su mejor amiga. Y tampoco confiaba en que, por algún motivo milagroso e improbable, todo volviera a ser como antes. Aquellas esperanzas se habían desvanecido hacía mucho tiempo. Era difícil precisar el momento exacto, aunque quizá hubiera comenzado cuando firmó el documento oficial del gobierno por medio del cual se cambió el apellido, sustituyendo Kanekalau por Swan.
No había adoptado el apellido de soltera de su madre por el inminente divorcio de sus progenitores, sino porque ya no era seguro utilizar el nombre de Bells Kanekalau, fácilmente localizable en Google, y necesitaba comenzar de cero en Nebraska.
Aun así, Bella miró el teléfono por si acaso.
Como de costumbre, no había señales de vida de su tierra natal. Al menos hacía tiempo que ya no recibía mensajes de odio. Allí nadie la buscaba, y las únicas personas que aún se preocupaban por el incidente — como lo llamaba ella tras la censura que se había impuesto a sí misma aquella noche en la playa— eran gente como Lavander. Las únicas que importaban. Bella nunca habría imaginado que el silencio permanente de sus amigas sería infinitamente más doloroso que aquellas semanas en las que miles de desconocidos misóginos y condescendientes la habían acribillado a acusaciones sin fundamento. Lo era.
Incluso sin necesidad de que se repitiera la riña más frecuente entre ellas, la voz de la abuela Swan se volvió reprobatoria.
—Esta mañana te has dejado abiertos los armarios de la cocina otra vez.
Bella miró el teléfono con más intensidad.
—No soy yo quien los deja abiertos.
—Estoy bien de la memoria, cariño. Cuando me levanté, tú ya te habías ido al instituto. Es una norma básica de comportamiento recoger lo que has usado. No pido mucho.
—Si ni siquiera he desayunado aquí esta mañana —repuso Bella, incapaz de ocultar el sentimiento de frustración que la invadía—. ¿Has llamado a tu médico… como te pedí que hicieras?
—Sabes de sobra que hace casi un año que no tengo un episodio.
Bella levantó la vista, y la abuela Swan bajó la mirada al instante. A la anciana le costaba hablar de sus flaquezas… o que pusieran en duda su versión de la verdad. Era un rasgo que compartían. La abuela Swan juntó dos piezas del puzle de un modo que indicaba que ya había terminado mientras Bella seguía con los ojos clavados en ella, deseando que pudiera impulsar el debate y reconocer al mismo tiempo la profundidad de su propia hipocresía.
Su abuela era más alta que la mayoría de las mujeres de su generación.
Llevaba el pelo corto y de su color natural, que ya se veía entrecano con motas blancas. Le quedaba bonito, como el negativo de un búho nival. La abuela paterna de Bella, que vivía en Hawái, seguía tiñéndose el pelo de negro. Incluso utilizaba el mismo color y marca de tinte que Nya.
La abuela Swan no era tan dura. Tenía una piel suave de un tono marrón oscuro, una figura de formas suaves y una voz también suave, pero hablaba con la firmeza de una autoridad de mando. Había trabajado impartiendo historia de Estados Unidos en el instituto. Llevaba media década jubilada, y aunque Bella agradecía no tener que coincidir con su propia abuela en una clase, suponía que habría sido una buena profesora.
Los abuelos Swan siempre la habían tratado bien, como no lo había hecho el resto de su familia. Hacían preguntas. Eran atentos con ella.
Incluso antes de que comenzaran los trámites del divorcio, los padres de Bella se habían comportado de forma egoísta. De pequeña Bella quería un hermanito o hermanita para que le hiciera compañía, para que la adorara, para que se preocupara por ella, pero por suerte sus padres nunca habían tenido otro hijo o hija. También habrían pasado de él o de ella.
Pero el destierro de Bella a Osborne no solo se debía a su error incalificable. La abuela Swan también había hecho algo malo. El día de Acción de Gracias del año anterior su vecino la había pillado podando su nogal a las tres de la madrugada, dormida, y cuando intentó despertarla, ella le cortó la punta de la nariz. Padecía sonambulismo desde la inesperada muerte del abuelo de Bella el verano anterior. Los médicos lograron pegar el pedazo cercenado a la nariz del vecino, y este no demandó a la abuela Swan, pero la intensificación de su estado alarmó a la madre de Bella, que convenció a su padre de que la mejor solución —a todos sus problemas— sería enviar a su hija con la abuela Swan para que cuidara de ella.
Los padres de Bella no se ponían de acuerdo en nada, pero en aquel caso habían convenido en mandarla allá. Seguramente creían que lo de la poda había sido providencial.
En general, Bella no pensaba que su abuela necesitara a nadie que la cuidara. Desde su llegada no se había producido un solo episodio peligroso.
No había sido consciente de la necesidad real de dicha ayuda hasta hacía tan solo unos meses, con la vuelta de aquellas pequeñas distracciones sin importancia, como armarios abiertos, utensilios donde no tocaba y puertas sin cerrar.
Normalmente le hacía sentir bien que la necesitaran.
Solo le había salido mal en una ocasión.
La habían necesitado en julio. Aquella tarde hacía un calor sofocante, con la humedad agobiante que se prestaba a las camisetas de tirantes, los pantalones cortos y las malas decisiones.
Bella había recurrido ya a las tres cosas.
Era el primer aniversario de la muerte del abuelo Swan, y la anciana quería pasar el día sola. Además, era miércoles, el día en que el supermercado doblaba el valor de sus cupones de descuento, así que Bella se ofreció a hacer la compra semanal por ella. Greeley's Foods se hallaba a menos de tres kilómetros, en Main Street. Era un edificio tan sencillo y cuadrado como el instituto, pero con el encanto añadido de unos techos bajos y unos pasillos estrechos.
A Bella le extrañaba que aquellos establecimientos no ampliaran sus instalaciones. Por falta de espacio no sería. A diferencia de la costera Hawái, la rural Nebraska disponía de tierra en abundancia. De hecho, allí no había más que tierra. Era un territorio completamente distinto.
Entró en la tienda con una lista escrita a mano y un sobre reciclado lleno de cupones. Se fijaron el uno en el otro al instante. Él llevaba un delantal verde de Greeley y estaba reponiendo los tomates de pera. Solo Edward Cullen podía hacer que un delantal quedara sexy.
Bella quiso decir algo. Intuyó que él también tenía ganas, por el modo en que la miraba. Ninguno de los dos dijo nada.
Recorrió el supermercado empujando un carrito destartalado que llenó de alimentos saludables. Su abuelo había muerto de un infarto, así que la anciana se había visto consumida últimamente por el evangelio de la nutrición. Mientras Bella iba a la caza y captura de cajas de avena cortada y bolsas de legumbres secas, sintió una picazón al notar los movimientos de Edward por toda la tienda. Cuando él pasó de reponer tomates a hacer lo propio con las calabazas. Cuando acudió corriendo al pasillo cinco para recoger un tarro roto de salsa dulce de pepinillos. Cuando volvió a la zona de frutas y verduras.
Nunca habían hablado en el instituto. Coincidían en varias clases, pero él se mostraba reservado. Bella ni siquiera estaba muy segura de haber reparado en su existencia antes de aquella tarde. Confió en que Edward se pusiera a cobrar en una de las tres cajas registradoras del supermercado, pero mientras ella se dirigía hacia las filas para pagar, él desapareció en la trastienda.
No pudo evitarlo: se llevó una desilusión.
Bella estaba apilando bolsas de supermercado en el Taurus dorado de principios de los noventa de la abuela Swan cuando oyó la risa, singular y burlona. Cerró de golpe el maletero con gesto airado, sabiendo ya que aquello tenía que ver con ella.
Edward la observaba desde el callejón situado junto al supermercado.
Estaba sentado encima de un cajón de plástico empleado para transportar leche, y tenía toda la pinta de que era su momento de pausa para fumar, salvo por el hecho de que en lugar de un cigarrillo sostenía un libro entre los dedos.
—¿Te parece gracioso el coche de mi abuela? —le preguntó ella.
Los labios de él dibujaron una sonrisa poco convencional, que se instaló unos largos segundos en su rostro antes de que hablara.
—No sé por qué habría de reírme del tuyo cuando el mío es aquel —dijo, señalando un vehículo blanco estacionado en la otra punta del aparcamiento.
Se trataba de un coche patrulla retirado ya del servicio. Le habían quitado el emblema del cuerpo y no tenía la barra de luces en el techo, pero Bella lo reconoció del instituto. Todo el mundo sabía que Edward conducía un coche patrulla, un regalo que seguramente le habría hecho su hermano mayor, un poli, y sus compañeros de clase se burlaban de él sin piedad.
Bella sospechaba que él seguía conduciéndolo simplemente para demostrar que le importaba una mierda.
—Y entonces, ¿por qué te reías de mí? —inquirió.
Edward se frotó el cuello.
—No me reía de ti, sino de mí.
Bella no sabía si era el bochorno o la culminación de siete meses de tedio implacable, pero notó… algo. Se encaminó hacia él, poco a poco. Sus piernas desnudas se veían relucientes.
—¿Y por qué te reías de ti, Edward?
Él la observó mientras ella se aproximaba, porque estaba claro que Bella quería que lo hiciera. Edward se esperó para responderle. Cuando ella se detuvo enfrente, él ladeó la cabeza y se protegió los ojos del sol con la mano a modo de visera.
—Porque quería hablar contigo antes, pero estaba demasiado nervioso. Bella.
Así que sabía quién era ella.
Bella sonrió.
Edward se levantó del cajón de plástico, y el aro plateado que llevaba en el labio brilló con la luz del sol. Bella se preguntó qué sentiría si lo tuviera entre sus labios. Hacía mucho tiempo que no besaba a nadie. Que nadie quería besarla. Contrólate, se dijo. Bella dio un paso atrás literalmente, ya que resultaba imposible conversar estando tan cerca el uno del otro. Casi rozándose a la altura del pecho. Y por encima de todo le intrigaba Edward.
—Nunca te veo sin un libro —comentó, señalando con la cabeza el ejemplar de bolsillo que él tenía en la mano.
Edward lo sostuvo en alto para enseñarle la portada: un grupo de hombres colgando de las puertas y las ventanas de un tren en marcha. Ella no lo reconoció, y él le hizo un resumen.
—Va de un americano que viaja de Londres al sudeste asiático en tren.
—¿Es una historia real?
Él asintió.
—¿Lees muchas historias reales?
—Leo muchos libros de viajes. Me gusta leer sobre otros lugares.
—Te entiendo. —Bella recuperó la sonrisa—. A mí me gusta pensar en otros lugares.
Edward se quedó mirando su boca un momento, distraído.
—Cualquier lugar menos este —apostilló finalmente.
Pero estaba claro que se refería a Osborne en su conjunto, no a aquel lugar en concreto junto a Greeley's Foods, aquel espacio que la contenía.
—Exacto —lo secundó ella.
Él se apoyó en el muro de ladrillo y se fundió de nuevo en la sombra.
Bella no sabía si lo hacía por recobrar su impasibilidad desinteresada o por pura timidez.
—Tú eres de Hawái, ¿verdad? ¿Volverás allí cuando termines el instituto?
A Bella se le desbocó el corazón. Escrutó la mirada de Edward, fijándose en el ardiente verde de sus ojos, pero era difícil que él lo supiera.
Los medios hawaianos no habían dado a conocer su nombre, aunque eso no había frenado a las redes sociales, ni había impedido que acabara teniendo la necesidad de cambiar de nombre.
—No lo tengo claro —respondió cautelosa—. ¿Y tú? ¿Adónde quieres ir?
Edward se encogió de hombros.
—Me da igual. Adonde sea, con tal de no quedarme aquí.
—¿Qué te impide marcharte ya?
Sentía verdadera curiosidad. Muchos de sus compañeros de clase nunca llegaron a la graduación.
—Mi hermano. Y el dinero. —Edward se señaló el delantal—. Llevo trabajando aquí desde los catorce. Es cuando te dejan meter la compra en bolsas.
Bella no conocía a nadie de su edad que hubiera durado tanto en un empleo.
—Hala. Eso son… ¿tres años? ¿Cuatro?
—Habría empezado antes si me hubieran dejado.
Bella lanzó una mirada detrás de ellos, a la calle desierta de Main Street. Greeley's Foods se hallaba delante de una escasa hilera de toldos desiguales: un salón de bronceado, una oficina inmobiliaria, un tapicero y una tienda de trajes de novia que aún tenía vestidos de fiesta de fin de curso en su escaparate. Ella nunca había entrado en ninguno de aquellos establecimientos.
—Ojalá yo pudiera encontrar un empleo.
—No —repuso él—. En el fondo no lo deseas.
La convicción de Edward la molestó. Bella había querido colocarse en Feed 'N' Seed, donde trabajaban Alec y Nya, pero la habían rechazado con firmeza.
—Claro que lo deseo. Pero, según mis padres, mi trabajo es cuidar de mi abuela.
—¿Necesita ayuda? —le preguntó Edward con el ceño fruncido—. A mí siempre me ha parecido que estaba bien.
A Bella le sorprendió… hasta que cayó en la cuenta de que la conocería de verla en el supermercado. La abuela Swan no pasaba desapercibida; eran pocas las personas morenas que vivían en Osborne.
Incluso puede que el hermano de Edward la hubiera tenido de profesora.
—Y lo está —aseguró ella, cayendo en su habitual verdad a medias—. Mis padres simplemente la utilizan de excusa.
—¿Para qué?
—Para mandarme a más de seis mil kilómetros de distancia. Los padres son lo peor de lo peor, en serio. —Bella lamentó al instante sus palabras. No era justo decir cosas así delante de alguien que no tenía padres. Hizo una mueca—. Hostia, lo siento.
Edward clavó la mirada en el asfalto durante unos segundos. Cuando volvió a levantarla, tenía una expresión distante, pero Bella seguía percibiendo su lucha interna. Se imaginaba fácilmente lo horrible que debía de ser vivir en un pueblo en el que todo el mundo, incluida la chica nueva, sabía que un conductor ebrio había matado a tus padres cuando tú tenías doce o trece años, y que tu hermano había vuelto a casa desde Omaha para criarte.
—No pasa nada —dijo él con un gesto de indiferencia.
—No, en serio. Lo siento mucho. Es una burrada decir eso.
—Y yo siento que tus padres sean lo peor de lo peor. Bella no tenía claro qué responder —«¿Eso ha sido una broma?»—, así que cuando los labios de Edward dibujaron una amplia sonrisa, el corazón le dio un salto como una aguja en un vinilo rayado. No quiso estropear el momento.
—Vale, vale. Será mejor que vuelva.
Volvió tranquilamente a su coche y negó con la cabeza. Pero al abrir la puerta, gritó:
—Hasta la semana que viene, Edward.
—Hasta la semana que viene, Bella —le respondió él, mordiéndose el labio.
A falta de nada más en que pensar, Bella se pasó los seis días siguientes con la mente puesta exclusivamente en Edward. Imaginaba sus labios pegados a los de él. Y algo más que sus labios. Entró en un estado febril. Llevaba sin novio desde que había llegado a Nebraska. Bella suplicó a su abuela que la dejara encargarse de la compra del supermercado.
Probó con palabras como «responsabilidad» y «madurez», y enlazó otras juntas como «valioso», «aprendizaje» y «experiencia». Logró su propósito.
Cuando volvió a aparecer por el aparcamiento del supermercado, Edward estaba sentado en el mismo cajón de plástico, leyendo un libro y comiendo un polo rojo. Bella fue directa hacia él. Edward se puso de pie. Su expresión no dejaba entrever nada, pero ella sentía la verdad en sus huesos: él había estado esperándola.
Bella entró en su espacio personal.
Edward se mordió el labio inferior por encima del aro plateado, que se deslizó hacia atrás poco a poco.
Cuando él le ofreció el polo sin decir nada, ella se lanzó en su lugar a por su boca, porque había decidido hacía ya tiempo —seis días— que actuar con arrojo era la mejor manera de entrarle a un chico con la reputación que tenía Edward. El primer beso fue mojado. Con lengua fría y sabor azucarado a fruta. A cereza, pensó Bella. Notó el piercing caliente por el sol del verano. El aro de acero quirúrgico le daba en los labios. Era una sensación peligrosa.
El polo cayó en el asfalto detrás de ellos con un golpe quedo y helado.
En las tres semanas siguientes coincidieron todos los miércoles para darse el lote allí mismo, en el callejón. La cuarta semana llovió. Se trasladaron al asiento trasero del coche de su abuela. Esa barrera de intimidad adicional dio pie de forma natural a la etapa que tocaba a continuación.
—Con las manos —explicó Bella después a sus amigos—. No con la boca.
—¿Podrías hacer que suene más asqueroso si cabe? —protestó Alec.
—Pero es que es una distinción importante —repuso Nya—. Se corrieron, pero por debajo de la ropa. Y con la cabeza bien alta.
Bella puso mala cara.
—No importa. Ni siquiera sé por qué os lo he contado.
El quinto miércoles —el último antes de que empezaran las clases— el cielo estaba despejado, pero Edward se metió en su coche igualmente, y ella condujo hasta un rincón apartado.
Era un maizal, claro está.
Y lo hicieron, cómo no.
—¿Y pensáis salir… de verdad? —le preguntó Alec aquella noche—. ¿O lo vuestro se va a… terminar?
Terminó a la semana siguiente. Antes de que sonara el timbre el primer día de clase sus miradas se cruzaron de una punta a la otra de los jardines del instituto. Edward tenía un semblante impenetrable, con aquella inexpresividad suya resuelta y distante. Bella se encontró ante la verdad de golpe, como si le dieran un bofetón que no esperaba recibir. No, nunca habían hablado de salir. Ni siquiera tenía su teléfono. Lo de aquel verano había sido un rollo secreto, sin citas al uso, lo que significaba que uno de los dos —o ambos— se avergonzaba de ello.
Bella no estaba avergonzada. Confusa, sí. Pero no avergonzada.
Bella entrecerró los ojos. Edward hizo lo propio. ¿Lo sabría?, se preguntó ella. ¿Se habría enterado de algún modo de lo de aquella noche en la playa?
Ahora él se comportaría como si no se conocieran de nada. La vergüenza volvió a apoderarse de ella con toda su fuerza.
La humillación también. Y la ira. Se negó a dirigirle la mirada una sola vez más, y ya no regresó al supermercado. Suplicó a su abuela que retomara la tarea de hacer la compra, alegando que el instituto le ocupaba demasiado tiempo, lo cual no era cierto. Bella había sido juzgada y colocada de nuevo en su lugar, pero seguía aburriéndose como una ostra.
Mientras volvía a revisar en vano el móvil, viéndoselas con dos míseras rayitas de cobertura de un servicio pésimo, Bella se preguntó si el aburrimiento habría contribuido también a su nuevo acercamiento a Edward a la hora de comer. ¿De veras habría caído tan bajo?
Probablemente. Mierda.
—Ah, mecachis —exclamó la abuela Swan. Un círculo que daba vueltas bloqueó la pantalla del televisor, y Olivia Pope dejó de hablar a mitad de la frase—. La semana pasada llamé a la empresa de televisión por cable, pero me dijeron que ya tenemos el paquete con la velocidad más alta.
Bella recordó su bungaló a pie de playa en Hawái, donde la conexión de internet solo fallaba en las peores tormentas tropicales. Donde su móvil siempre tenía todas las rayitas al completo. ¿Por qué no podían resolver eso en un lugar como Osborne, situado en el centro mismo del país? ¿Por qué era todo tan dichosamente difícil allí?
Apagaron Netflix, y Bella cogió los zapatos y subió a su habitación con paso fatigoso a hacer los deberes. Cuando volvió a bajar a las cinco, Crestón Howard no dijo nada nuevo que sirviera para tranquilizar a la abuela Swan, pero a Bella le entraron ganas de darle un puñetazo en la mandíbula. Era todo muy poco sorprendente. Ambas habían visto ya las imágenes por internet: la escena del crimen en la casa de los Mallory precintada, el padre de Haley con la cabeza gacha entrando a trompicones en la comisaría para su interrogatorio y la propia Lauren, volando por el escenario en el papel de Peter Pan el año anterior.
«Esta noche Osborne está de duelo por Lauren Madison Mallory —concluyó Crestón, terminando la sección con una inclinación de cabeza solemne—. Es un día triste para una comunidad triste».
La abuela Swan asintió mientras Bella arrugaba la nariz con desagrado. Ni su abuela ni Crestón parecían ser conscientes de que el presentador había insultado al pueblo entero. Al menos no se equivocaba. «Triste» era la palabra indicada para describir aquello.
Pero Bella se sintió mal de nuevo, porque había una chica muerta, y realmente era un hecho triste.
