Disclaimer: Nada de esto me pertenece, la saga crepúsculo es propiedad de Stephenie Meyer y la trama es del libro "Hay alguien en tu casa" de Stephanie Perkins, yo solo busco entretener y que más personas conozcan este libro.


Capítulo 4

Los pensamientos de Bella se arremolinaban agitados mientras ayudaba a su abuela a preparar la cena. Era una de sus tareas cotidianas. Cuando Bella se mudó a su casa, la abuela Swan le puso una lista de quehaceres diarios y semanales con un imán en la nevera que rezaba: no me das miedo, doy clases en el instituto. Según ella, Bella necesitaba estructura. Tenía razón, incluso Bella lo reconocía, pero no dejaba de ser una mierda. A veces se sentía como una niña, y otras, como una cuidadora. No quería ser ninguna de esas cosas.

Aquella noche prepararon una comida saludable a base de albóndigas de pavo al horno acompañadas de una simple ensalada con vinagreta. No podía ser más deprimente. Bella se moría de ganas por un plato grasiento y sabroso. Papaya con lima por encima. Costillas kalbi. Poi con salmón lomi.

Si pudiera, se gastaría hasta el último centavo en un plato combinado hawaiano, consistente en un plato fuerte servido con arroz al vapor y una ensalada de macarrones. Pollo katsu. Ternera teri. Cerdo kalua. Se le hacía la boca agua, y le dolía el alma.

A veces, la cena era lo más duro.

Acababan de sentarse a la mesa cuando le sonó el móvil. Su abuela dirigió un suspiro mortal al cielo. Bella se sacó el teléfono del bolsillo para silenciarlo, y un mensaje de texto de un número desconocido iluminó la pantalla: «Podría decir lo mismo de ti».

La cavidad torácica se le heló en esquirlas de hielo.

Apareció un segundo texto: «¿Qué querías decir con eso?».

—¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Nada de móviles en la cena.

Bella levantó la cabeza de golpe.

—Lo siento —se disculpó automáticamente.

Pero a la abuela Swan le sorprendió la expresión de su rostro.

—¿Quién era?

—Mamá —mintió Bella.

Su abuela picó el anzuelo. Jamás habría dado el visto bueno a que Bella mantuviera una conversación durante la cena con su padre, que nunca le había caído bien, pero seguía teniendo la esperanza de que su hija se reconciliara con su nieta.

—¿Necesitas llamarla ahora o puede esperar?

—Ahora vuelvo, perdona.

Bella salió a trompicones del comedor y fue a la cocina, donde su abuela no pudiera verla, para releer los mensajes. Le dio un vuelco el corazón, atrapado como estaba en el estrecho espacio existente entre el miedo y la esperanza. No le cabía en la cabeza que se tratara de él, pero…

no podía ser nadie más, ¿verdad?

«¿Quién lo pregunta?».

La respuesta fue instantánea: «Edward».

Se le aceleró el corazón. Se quedó mirando la pantalla, esperando que contestara algo más. Al final le mandó un mensaje: «No recuerdo haberte dado mi número».

Otra respuesta rápida: «Dime qué querías decir».

Parecía ser que Edward era la clase de persona exasperante que enviaba mensajes de texto con frases enteras, pasando olímpicamente de su pregunta.

«¿Tú qué CREES?».

«Creo que te sientes desairada, lo que significa que ha habido un malentendido».

Desairada. En serio, nadie normal hablaba así. Pero él había conseguido llamar su atención. Bella le respondió con un solo signo de interrogación.

Vio aparecer y desaparecer los tres puntos suspensivos en su teléfono mientras Edward tecleaba, se detenía y volvía a escribir.

Le llegó el texto: «Pensaba que te avergonzabas de mí. Y supongo que tú pensabas que yo me avergonzaba de ti».

A Bella se le dispararon las cejas. Semejante franqueza resultaba extraña. Admirable, incluso. La eterna cuestión resurgió de la penumbra.

¿Acaso sabe lo que hice?, se preguntó. Resultaba imposible saberlo sin más información, pero un presentimiento desconcertante le recorrió las tripas y le sirvió de acicate. Puede que él lo supiera. Pero quizá ella se hubiera equivocado. Tal vez fuera ella, y no Edward, la que había emitido un juicio.

«¿Por qué pensabas eso?», replicó Bella.

«Bueno, la verdad es que nunca hemos hablado, ¿no?».

«No te veía muy hablador que digamos».

«Ni yo a ti».

Bella se detuvo. Su abuela carraspeó, alzando la voz más de la cuenta, en la sala contigua. «Entonces, ¿quieres hablar?», preguntó a Edward.

«Si tú quieres, yo también».

Debería sentirse molesta, pero no lo estaba. En absoluto.

—Bella —le advirtió su abuela.

—Ya voy. Casi he terminado.

—¡Si ni siquiera estás hablando por teléfono!

—Estamos chateando por el móvil.

—Eso no es hablar. Lo que tienes que hacer con tu madre es hablar.

Bella sonrió mientras enviaba otro texto: «Chatear no es hablar».

El teléfono le sonó, y ella dio un respingo.

—¡Mierda!

—ISABELLA SWAN.

Bella hizo una mueca mientras contestaba.

—Este no es un buen momento. Luego te llamo, ¿vale?

Colgó antes de que Edward tuviera tiempo de responder y volvió a sentarse a la mesa con el rabo entre las piernas.

La abuela Swan observó cada uno de sus movimientos.

—No era tu madre, ¿verdad?

Bella se metió en la boca una albóndiga entera a palo seco. Como una niña.

—Dame el móvil.

Bella se puso tensa del susto.

—¿Por qué? —preguntó, con una voz apagada por la carne picada de pavo.

—Ya me has oído. Quiero ver con quién estabas chateando.

—Está bien. Era Tanya. —Makani tragó saliva—. Estaba chateando con Tanya.

Su abuela tendió la mano, con la palma hacia arriba.

—¡Muy bien! Era un chico, ¿vale?

Su abuela hizo una pausa para considerar sus opciones.

—¿Cómo se llama?

—Abuela…

—No me vengas con abuela. ¿Cómo se llama?

—Edward. Edward Cullen.

Bella ya sabía que debía añadir el apellido. La gente en aquel pueblo siempre necesitaba el apellido.

—Cullen —repitió su abuela con el ceño fruncido—. ¿No es ese joven policía?

—Ese es su hermano, Emmett. Edward va a mi curso.

La abuela Swan contempló el dato, y Bella rezó para que nunca hubiera oído los rumores que corrían sobre Edward. Rezó para que ser el hermano de un poli estuviera bien visto en aquel pueblo. Finalmente, su abuela se relajó. Un poquito.

—Emmett fue estudiante mío. Era un chico majo. Qué pena lo que les ocurrió a sus padres.

Bella también se relajó. Un poquito.

—Si quieres seguir viendo a Edward, tendré que conocerlo.

—Venga ya, abuela. Si solo estábamos chateando.

—Y luego te ha sonado el móvil. —La abuela Swan señaló a Bella con el tenedor de ensalada, en un gesto que constituía tanto una afirmación como una acusación—. Ese chico va detrás de ti.

Bella mandó el mensaje después de que su abuela se fuera a la cama:

«¿Ahora es un buen momento?».

La curiosidad alimentó su ansiedad. La perspectiva de hablar con Edward era la primera cosa emocionante que le ocurría desde que, en fin, «tonteara» con él. Se paseó por el suelo enmoquetado con los ojos clavados en el teléfono, deseando que sonara. ¿Quién no estaba pegado a su móvil en todo momento? Pero el aparato permaneció en silencio encima del tocador.

Dicho mueble y el resto de los que se encontraban allí habían pertenecido en su día a su madre. Bella se había mudado al dormitorio de infancia de su progenitora. El voluminoso mobiliario a juego en madera de roble era de un tono naranja dorado poco atractivo. La cama era demasiado alta, y los pilares, demasiado austeros. Subían en espiral hacia el techo como colmillos afilados. El tocador era alargado y pesado, y el espejo se veía igual de grande y repulsivo. Pero el escritorio… el escritorio era un armatoste. Hacía que la laptop de Bella pareciera vanguardista, como si hubieran armado el mueble hacía ya tanto tiempo que nunca hubiera estado en contacto con un ordenador personal.

Era el estilo opuesto al de la vivienda actual de su madre. Pese al ambiente de playa relajado, su casa tenía un diseño funcional donde predominaba el acero inoxidable. Bella siempre había tenido la sensación de que el gusto de su madre dejaba algo de calidez que desear, un toque «reconfortante», pero aquella habitación no era nada mejor. Carecía por completo de personalidad.

Seguro que sus abuelos habían elegido los muebles, y en los años transcurridos desde la partida de su madre habían quitado cualquier imagen o póster que pudiera ayudar a entender su adolescencia. En su lugar había fotografías enmarcadas de Bella en sus años de primaria y secundaria, y cuadros insulsos de praderas. El único rastro que perduraba de su madre era una vieja inscripción grabada en el tablero del escritorio: sos.

No era frecuente que Bella comprendiera a su madre, pero sin duda se hacía cargo de la desesperación en silencio que había detrás de aquel acto de vandalismo solitario.

Tras su llegada allí Bella había quitado las fotos de ella misma — horrendas— y las había metido debajo de la cama. De su vida anterior solo había unos cuantos objetos a la vista. Conservaba un bonito cuenco de trozos de coral y conchas de cauri en el escritorio, su osito y su ballena de peluche en la cama y sus alhajas en el tocador, cuidadosamente colgadas de un pie que parecía un árbol. Pero tenía guardadas casi todas las cosas en cajones. Escondidas.

Bella miró el móvil de nuevo, por si había sufrido una pérdida momentánea de audición. Edward seguía sin responder. Se hacía tarde.

Del exterior le llegó un murmullo repentino que perturbó el silencio de la noche.

Se acercó a la ventana y escudriñó la oscuridad a sus pies. El elegante gato del vecino —no el que había perdido la punta de la nariz, sino el del otro lado— solía cazar en el jardín de su abuela. A Bella nunca le habían dejado tener un gato o un perro. Algún día, cuando tuviera su propia casa, tendría ambos animales.

Más murmullos. Bella escrutó la oscuridad.

El ruido procedía del viburno descuidado que había bajo su ventana. Bella estiró el cuello, intentando ver el arbusto, o, mejor dicho, intentando atravesarlo con la vista. De repente, una agitación rápida y feroz la sobresaltó. Y luego… silencio. El gato habría atrapado un ratón de campo.

Bella pegó la cara al cristal y colocó las manos alrededor de los ojos a modo de prismáticos, protegiéndolos de la luz del dormitorio.

Esperó ver al gato trotando por el césped con su presa, pero el jardín,iluminado por un triángulo de luz naranja de una farola, permaneció vacío.

Allí no había nada más interesante que hojas caídas.

Bella volvió a mirar el celular. Nada nuevo tampoco.

Echó otro vistazo por la ventana. Por algún motivo que no podía explicar, sintió un inquietante cosquilleo al notarse expuesta. Se acercó al vidrio y se asomó por el lateral.

El vecindario seguía desierto.

Hola, paranoia, vieja amiga.

Corrió las cortinas, agarró el celular y se lo llevó a la cama, donde lo dejó junto a ella encima del edredón marfil bordado con ojetes, otra reliquia de sus abuelos. Intentó estudiar para una prueba de español, pero estaba distraída. ¿Por qué pensaba Edward que ella se avergonzaría de que la vieran con él? ¿Por aquellos rumores? En tal caso, seguro que él no estaba enterado de sus propios pecados, pues de lo contrario habría sabido que ella no se hallaba en condiciones de señalar con el dedo a nadie.

Quizá tuvieran alguna posibilidad. Puede que llegaran incluso a salir de verdad. A fin de cuentas, él se había visto lo bastante desesperado como para buscar el número de teléfono de ella.

Sin embargo, había pasado por completo de responder a su pregunta sobre cómo lo había conseguido.

Bella seguía con el ceño fruncido cuando apartó el libro de texto y se puso a leer el último número de Rolling Stone. No solían interesarle las revistas de papel, pero no había podido resistirse cuando vio a Amphetamine en la portada. Su escandaloso tema sobre una menor de edad que había destrozado el corazón del cantante —una historia supuestamente basada en un caso real, según el artículo— estaba arrasando. Bella sentía tanto la ira como el éxtasis de la pegadiza letra de la canción. Se preguntó si ella habría destrozado el corazón de Edward aquel verano. ¿Y él se lo habría destrozado a ella? ¿O acaso lo tendría ya demasiado destrozado como para que le afectara?

El teléfono emitió un tono de mensaje. Se lanzó como pudo a agarrarlo, y se le cayó dos veces por la prisa y el entusiasmo.

Era una imagen de un culo masculino blanco, peludo y enorme.

Bella gruñó y tiró el aparato a un lado sin contestar. No le apetecía seguir la corriente a Nya en uno de sus juegos favoritos. A Nya le gustaba robarles el móvil a Alec y a ella, buscar «culos peludos» en Google Imágenes y devolverles el teléfono sin que se enteraran. Cuando no estaban en el instituto, Nya les mandaba las fotos al azar.

El celular volvió a sonar con la llegada de un nuevo mensaje a las once y media de la noche. Era él.

«Estaba trabajando, pero ahora ya estoy en casa. ¿Sigues despierta?».

La inundó un pánico primario. ¿Debería esperar antes de contestar? No, eso sería una estupidez. El silencio era lo que les había conducido a aquel atolladero.

Edward respondió tras el primer tono.

—Eh, perdóname por la llamada de antes. Estaba en el descanso, pero supongo que no era un buen momento.

—¿De dónde has sacado mi número de teléfono? —inquirió Bella con voz impasible.

—Ah —exclamó Edward, al parecer sorprendido—. Ya. Perdona. De mi hermano. Es que él puede, ya sabes… conseguir datos. Información.

Era la segunda vez que se disculpaba en cuestión de segundos. Y había pedido ayuda a Emmett, lo que significaba que al menos le había contado algo a su hermano sobre ella. Sus labios dibujaron una sonrisa, pero Bella respondió:

—Eso da un poco de yuyu.

Siguió una larga pausa.

—Que es broma. —Bella se echó a reír, fingiendo estar más tranquila de lo que estaba en realidad—. A ver, no me malinterpretes. No deja de dar yuyu. Lo lógico es que me hubieras pedido a mí mi número. Pero… me alegro de estar hablando contigo.

La voz de Edward se relajó al otro lado de la línea.

—Yo también.

—Bueno.

—Bueno.

Bella jugueteó con los ojetes del edredón, pero pronunció la siguiente frase en un tono coqueto.

—Bueno, así que sigues trabajando los miércoles en Greeley's.

Edward soltó una carcajada.

—Así es. Aunque no he podido evitar darme cuenta de que tú ya no vienes por aquí.

—Ya, es por ese imbécil integral que trabaja ahí. Se comporta como si yo fuera invisible cuando lo veo en el insti.

—Interesante, porque en el insti hay también una imbécil que pasa de mí.

Bella estaba encantada con la facilidad con la que bromeaban, pero su risa fue perdiendo intensidad con una molesta punzada de pesar.

—Mira que hemos sido penosos, ¿eh?

—Penosos no, penosísimos —convino Edward, sin entrar en detalles.

—¿Podríamos hablar claro un momento? —preguntó ella.

—Me gustaría que habláramos claro en todo momento, ahora y siempre.

Bella estuvo a punto de sonreír, pero el gesto se desvaneció antes de que se instalara del todo en su rostro. Su voz se endureció.

—Mira, solo me interesa seguir hablando contigo si quieres que esto pase de verdad. O sea, si quieres… salir conmigo. Pero si tu única intención es follar conmigo, olvídalo.

—Vaya —exclamó Edward con una exhalación—. No. No. Esa no fue nunca mi única intención. Ocurrió sin más. No tengo ni idea de cómo pasó.

—Los dos tenemos la misma culpa. Creo que eso ha quedado demostrado —dijo Edward con sarcasmo.

Los teléfonos se llenaron con otro tenso silencio.

—Entonces —se aventuró Edward—, hablando claro… ¿yo te gusto?

—Hablando claro… sí.

Una pausa respetuosa. O quizá Edward se hubiera quedado sin respiración de nuevo.

—Hablando claro… tú también me gustas a mí.

Hacía tanto tiempo que Bella no tenía una sensación, por pequeña que fuera, de auténtica felicidad, que había olvidado que a veces podía resultar tan dolorosa como la tristeza. La declaración de Edward le atravesó el músculo del corazón como un cuchillo lanzado con destreza.

Era la clase de dolor que la hacía sentirse viva.