Disclaimer: Nada de esto me pertenece, la saga crepúsculo es propiedad de Stephenie Meyer y la trama es del libro "Hay alguien en tu casa" de Stephanie Perkins, yo solo busco entretener y que más personas conozcan este libro.
Capítulo 6
Edward mantuvo abierta la puerta del acompañante del Crown Vic. Era un gesto amable y anticuado.
—Me siento como si hubiera hecho algo malo —dijo Bella, dando una palmadita al bastidor del coche patrulla mientras subía.
—Ahora ya sabes cómo me siento yo siempre —respondió Edward, dedicándole una sonrisa irónica.
Era una verdad explosiva, la razón exacta por la que se sentían atraídos, expresada por medio de una broma obvia, pero como Bella era la única que lo reconocía, se guardó para sí la revelación involuntaria. Lo vio pasar por delante del capó para luego dar la vuelta hasta el lado del conductor.
Los movimientos de su cuerpo le recordaron otra cosa anticuada: Rebelde sin causa. James Dean nunca estuvo tan pálido ni tan rosa, pero Edward caminaba como un tío guay que aun así se sentía sumamente inseguro de sí mismo.
El interior del vehículo estaba limpio y vacío. La tapicería de delante era de tela, pero el asiento de atrás estaba tapizado en vinilo. Seguramente sería para que los agentes de policía pudieran limpiar más fácilmente… el sudor, el vómito, la orina o la sangre. Habían quitado la mampara de malla de acero, y no había radios especiales ni aparatos informáticos, solo un mango corto junto al espejo del lado del conductor que controlaba un foco.
Todo lo demás parecía normal, pero Bella estaba inquieta. No tenía unos gratos recuerdos de la policía.
Edward tiró su bolsa al asiento trasero y se metió en el coche.
—¿Y hay razón para eso? —le preguntó ella—. ¿Has hecho algo malo?
En teoría era una manera insinuante de seguir con la broma, pero no sonó así. Las advertencias de sus amigos se agitaron en la mente de Bella.
Se preguntó cuál de los rumores sobre Edward podría ser cierto, al menos parcialmente, y se sintió culpable por rebotarse contra Alec y Nya.
Tendría que enviarles después un mensaje de disculpa. Quizá incluso un culo peludo reconciliatorio.
Edward hizo una pausa, con la mano en el contacto, para mirar a Bella a los ojos.
—¿Y tú?
—Sí —respondió ella.
Era el mayor grado de verdad que podía reconocer.
—Sí. —Edward accionó el contacto—. Yo también.
Avanzaron lentamente hacia el polvoriento rebaño de coches y camionetas de fabricación estadounidense que se dirigían a la salida.
Adhesivos en los parachoques y cruces de vinilo en las ventanillas traseras proclamaban la devoción a Jesucristo de sus conductores. Logos de la marca Browning con cabezas de ciervo señalaban a otros como cazadores, y la mayoría de los vehículos llevaban algo tachonado de estrellas con la bandera nacional o una cinta imantada ya desvaída con el lema apoyo a nuestras tropas. El aparcamiento de tierra no se parecía en nada a los de Hawái, y siempre hacía que Bella se sintiera tan forastera y despreciada como un Toyota.
Edward, absorto en sus propias cavilaciones, no retomó la palabra hasta que no les llegó el turno de salir.
—¿Hacia dónde voy?
Por una fracción de segundo a Bella le sorprendió que él no supiera dónde vivía ella. Pero ¿por qué habría de saberlo?
—Gira a la derecha. Y luego, pasadas dos manzanas, gira otra vez.
La energía dentro del coche se desinfló aún más.
—Pues no será un trayecto muy largo que digamos.
La desilusión de Edward hizo que Bella se sintiera mejor. Ella le dedicó una sonrisa tímida y coqueta.
—Nunca te lo he dicho, pero me gusta tu pelo —le comentó.
Edward la miró mientras maniobraba para incorporarse a la carretera.
—¿Ah, sí?
—Da poder. Es un buen corte de mangas a los estereotipos de género.
Edward volvió a mirarla para asegurarse de que no estaba burlándose de él.
No era así. Bella no se había mostrado resuelta hasta aquel momento, pero el rosa le parecía desafiante y cargado de ira. Lo veía sexy.
Edward intentó quitarle importancia.
—Tampoco es que sea el primer tío hetero que se tiñe de rosa.
—Pero seguro que eres el primero tío, hetero o gay, que se tiñe de rosa en Osborne. —Aquella observación pareció complacerlo, así que Bella prosiguió—: ¿Por alguna razón en especial?
—Por hacer algo… sin más. Em me echó una bronca tremenda.
Bella arrugó la nariz.
—Qué putada. Lo siento.
—No lo sientas. —Edward se tocó el vello de la nuca, y en su expresión inescrutable se dibujó una sonrisa diabólica—. Ahora me alegro de haberlo hecho.
Bella se rio, echando la cabeza hacia atrás.
—Ahí está —dijo él, convencidísimo de sus palabras—. Por eso lo sé.
—¿Saber qué? —preguntó ella, divertida.
—Que no eres de aquí.
El corazón de Bella palpitó con fuerza mientras esperaba a que Edward desarrollara su pensamiento. Esperaría toda la vida si hacía falta.
—Nadie que se haya criado en este pueblo se ríe como tú.
Bella exhaló la respiración contenida como un resoplido incrédulo.
—Toma topicazo.
Sin embargo, Edward no alteró su voz, ni se puso a la defensiva.
—Va en serio. Destacas.
—Destaco porque no soy muy blanca. —Bella señaló su calle—. Es esta.
Edward aminoró la marcha y giró por Walnut Street.
—Por eso también —convino con un gesto de indiferencia.
No lo negó, ni hizo la temida pregunta que tocaba a continuación: «Y entonces, ¿qué eres?». Solo Alec, que también entendía de manera innata el concepto de ser distinto, había logrado salvar ese escollo. Tan descortés e invasivo era preguntarle a él por sus genitales o su orientación sexual como a ella por su origen étnico. Se trataba de la clase de información que debía darse únicamente motu proprio. Nunca tenía que ser motivo de pregunta.
Pero la gente siempre se lo preguntaba. En Hawái no tanto, porque allí la mayoría de la población era multirracial, pero aun así ocurría. A Bella le reventaba comprobar cómo fruncían el ceño cuando intentaban colocarla dentro de una casilla reconocible: piel morena clara, cabello en un punto intermedio entre los tirabuzones sueltos y los rizos apretados de un afro, barbilla, nariz y ojos… vagamente asiáticos.
¿De dónde eres?, le preguntaban.
No, ¿de dónde eres originariamente?
O sea, ¿de dónde son tus padres?
A veces les replicaba que qué les importaba a ellos. Otras, mentía para confundirlos o molestarlos. Normalmente decía la verdad.
—Soy medio latina, medio nativa de Hawái. Pero no como el presidente número cuarenta y cuatro —se veía obligada a añadir ante el entusiasmo que notaba en sus interlocutores.
Obama solo había nacido en Hawái. Su madre era una joven blanca de Kansas.
Edward dio toquecitos con el dedo índice en el volante.
—¿Cuál es tu casa?
—Está unas manzanas más adelante, pasados esos árboles. A mano derecha.
—Es siempre a la derecha.
—¿Mmm? —preguntó Bella, todavía con la mente en otra parte.
—Para ir del insti a tu casa. Así da gusto.
Era cierto. Aquella tarde, por lo menos, el corto trayecto le había resultado agradable. Estaba tan a gusto que quiso prolongarlo.
—¿Hoy tienes que trabajar?
—No. ¿Y tú? —Edward enseguida rectificó—. Que si hoy tienes que cuidar de tu abuela, quiero decir.
—No —respondió Bella, alargando el monosílabo en un tono insinuante.
Edward miró al frente, sin dejar de dar golpecitos en el volante con el dedo índice.
—¿Te apetece que… hagamos algo?
Bella se estremeció de emoción. Solo quedaba un último obstáculo desagradable. Intentó mantener un tono de voz tranquilo.
—Pues me encantaría…
—¿Pero?
Bella se preparó para lo que iba a decir.
—Pero primero tendrás que conocer a mi abuela.
—Vale —respondió él.
—¿En serio? —inquirió ella, atónita.
—Sí.
Edward se fijó en la expresión de su rostro mientras pasaban por el tramo de calle moteado por las sombras de los robles que la flanqueaban.
—Un momento. ¿Es que no lo has dicho en serio?
—Pues claro que sí. Pero no pensaba que te pareciera bien tan fácilmente.
Las comisuras de los labios de Edward dibujaron una sonrisa.
—Olvidas que estás en la América profunda. Así hacemos las cosas aquí. —Al ver que Bella levantaba una ceja con escepticismo, se echó a reír—. Todo irá bien.
A ella le costaba creerlo, pero la confianza de Edward resultaba tranquilizadora. En cierta medida.
—No me extraña que vivas aquí —comentó él.
A Bella le sorprendieron sus palabras una vez más.
—¿Qué quieres decir con eso?
Edward estiró el cuello para contemplar las ramas que tenían encima.
—Una chica bonita en un bonito vecindario.
—De verdad, Edward —repuso Bella, frunciendo el ceño—. No estoy para frases hechas.
—Solo digo que vives en la mejor calle del pueblo. De niño siempre quise vivir bajo estos árboles.
—¿Hasta que descubriste que en el resto del mundo había calles y árboles mucho mejores? —Bella señaló una casa de dos plantas con un porche grande—. Esa es la mía.
Edward aparcó en el camino de entrada y apagó el motor. Bella esperó a que desarrollara su comentario, y conviniera en que prefería cualquier otro lugar a Osborne. Al ver que no lo hacía, temió haber ido demasiado lejos.
Él le había hecho dos cumplidos, y ella lo había desdeñado en dos ocasiones. Y aunque Bella tenía la impresión de que él se moría de ganas de largarse de allí, no dejaba de fastidiar oír a alguien poniendo a parir tu pueblo natal.
—Pero tienes razón —dijo—. Esta es la mejor calle. Supongo que soy una afortunada.
No era mentira, y le resultaba extraño reconocerlo. Hacía tiempo que Bella no se sentía afortunada, o agradecida siquiera. La mayoría de las poblaciones de la zona conservaban calles adoquinadas en sus cascos antiguos, lo que parecía tan anacrónico como de un encanto genuino. En Osborne los únicos empedrados que había eran los que se hallaban en Main Street y en el vecindario de su abuela. Allí las casas eran más atractivas, y además contaban con mejores zonas verdes. En aquella época del año el follaje adquiría unos tonos amarillos y dorados reconfortantes, los espantapájaros hechos con hojas secas de maíz adornaban los jardines y las calabazas aguardaban en los escalones de los porches el sacrificio de ser vaciadas y talladas.
En septiembre la abuela Swan había llenado las macetas con crisantemos redondos resplandecientes, y el fin de semana anterior Bella había recogido con el rastrillo las hojas caídas para rellenar con ellas aquellas bolsas de basura naranjas estampadas con una calabaza ahuecada con forma de cara. Eran una horterada, pero a Bella le gustaban igualmente.
Ladeó la cabeza.
—Nunca lo he buscado, me ha venido dado sin más. ¿Y tú todavía vives en la casa de campo de tus padres?
Edward asintió.
—No la dejaremos hasta que yo no haya acabado el instituto, pero ya hemos vendido casi todas las tierras a nuestros vecinos. Las han incorporado a su monstruoso laberinto de maíz. Puede que hayas visto las vallas publicitarias.
Aquella última frase era sarcástica. Los anuncios fosforescentes del Laberinto de Maíz de la Familia Martin estaban por todas partes. Los Martin eran un clan importante que residía allí de toda la vida. Todos y cada uno de sus miembros tenía un tono distinto de cabello rojo, y tres de ellos —dos hermanos y un primo— iban al instituto de Osborne.
—Vaya —exclamó Bella—. Qué raro debe de ser eso para ti.
Edward se encogió de hombros, un gesto que hacía con frecuencia, según había observado ella.
—No es nada malo.
—ISABELLA SWAN.
Del respingo que dieron se quedaron pegados a la tapicería. Haciendo una mueca, Bella se asomó por la ventanilla y vio a la abuela Swan.
Estaba plantada en las escaleras que llevaban a la puerta trasera, con los brazos en jarras.
—Joder —dijo Edward en voz baja—. ¿Cuánto rato hace que nos tiene controlados?
—Seguramente toda la eternidad. —Bella se armó de valor mientras salía del coche—. Hola, abuela…
—¡Creía que te había traído la policía! —La abuela Swan bajó a toda prisa el resto de los escalones para ir a su encuentro—. Casi me llevo un susto de muerte cuando he mirado por la ventana de la cocina y te he visto ahí sentada.
—Ah, no es…
—Pero no es un coche de policía, ¿verdad? —dedujo su abuela—. Nolleva ningún distintivo. ¡A menos que sea de la secreta! —El pánico volvió a bullir en su interior—. ¿Estás bien? ¿Qué ha ocurrido?
—Estoy bien, abuela. No pasa nada. Me ha traído un amigo.
—Ese no es el coche de Alec.
—Un amigo nuevo.
La abuela Swan envolvió a Bella en un abrazo constrictor. Parecía furiosa, pero al borde de las lágrimas.
—Pensaba que te había pasado algo. Algo como lo que le ha ocurrido a la pobre Lauren Mallory.
A Bella se le formó un nudo en la garganta de forma inesperada. El primer pensamiento de su abuela fue que la habían atacado, no que había hecho algo malo. Bella trató de mantener la voz firme.
—Bueno, está claro que no ha pasado nada, porque ahora mismo estoy aquí.
La puerta de Edward se abrió, y sus pies hicieron crujir la gravilla del camino de entrada.
La abuela Swan relajó los brazos hasta dejarlos caer por completo. Al darse la vuelta, liberada ya del abrazo mortal, Bella se ruborizó con espanto al percatarse de lo que estaba viendo su abuela: un chico esquelético vestido de negro de pies a cabeza.
Con el pelo rosa brillante.
Y un aro en el labio.
—Lo siento, señora Swan —dijo el chico esquelético—. No pretendíamos asustarla. Soy amigo de Makani. Me llamo Edward Cullen, Edward.
Y dio un paso al frente para estrecharle la mano.
La abuela Swan aceptó con cautela la mano extendida mientras examinaba cada milímetro de su apariencia. Bella se alegró de que Edward no se inmutara ni apartara la vista, lo que su abuela podría haber considerado como una muestra de debilidad. Él se limitó a sonreír, lo que sirvió para suavizar sus facciones más angulosas.
—Tú eres el joven que trabaja en la sección de frutas y verduras de Greeley's —dijo la abuela Swan, soltándolo al fin.
—Así es, señora. Llevo casi cuatro años trabajando allí.
—¿Cuántos años tienes?
A Bella se le retorció el estómago, pero Edward respondió con soltura.
—Acabo de cumplir dieciocho.
La abuela Swan señaló hacia el coche con la cabeza.
—Menudo carro tienes.
«Carro», pensó Bella. Ay, madre… no… basta, basta, basta.
Edward mantuvo la sonrisa.
—Me lleva adonde necesito ir.
La abuela Swan lo observó durante otro momento terrible, y luego regañó a su nieta.
—No te quedes ahí parada. Acompáñalo adentro.
La vergüenza persiguió a Bella hasta la cocina retro original, sin ironías, de su abuela. Al menos estaba limpia.
—¿Quieres algo de beber? —preguntó la abuela Swan a Edward.
—No, gracias —contestó él.
—Tenemos agua, leche desnatada, té helado, Sprite… bueno, no es Sprite, es de marca blanca… zumo de naranja, de arándanos, de tomate… bueno, el de tomate es bajo en sodio, y no sabe tan bueno, pero es más sano…
—Un vaso de agua sería estupendo, gracias —respondió Edward.
—¿Del grifo? También tenemos una jarra en la nevera. Así se mantiene más fresca.
Bella se clavó las uñas en la palma de las manos.
—Todos sabemos cómo funcionan los frigoríficos.
—Del grifo me va bien —contestó Edward.
—¿Hielo? —preguntó la abuela Swan.
—Sí, por favor.
—¿De los cuadrados de bandeja o de los redondos de bolsa?
—Por Dios, abuela. Me estás matando, literalmente.
—De cualquier tipo —respondió Edward—. El que dé menos trabajo.
La abuela Swan abrió el congelador y metió la mano en una bolsa de hielo transparente.
—Edward, te pido disculpas por mi nieta. Por su mala educación, pero también por el mal uso que hace de la palabra «literalmente». La he corregido una docena de veces como mínimo.
Bella hizo un gesto de estrangulamiento con las manos. Edward compartió una sonrisa secreta con ella mientras su abuela se daba la vuelta.
Sin perder un segundo esta plantó el vaso lleno de hielo entre los dedos de Bella. Edward y su abuela se echaron a reír.
Pero el ambiente siguió siendo de una formalidad poco natural en el salón cuando la abuela S comenzó a interrogar a Edward, y él hizo lo propio con ella. Bella estaba sentada en el sofá con su abuela; Edward ocupó el sillón. El reloj de pie situado junto a la escalera marcaba el paso agonizante de los segundos con su tictac eterno. Después de que una conversación sobre la iglesia de la abuela Swan decayera hasta no dar más de sí, Edward señaló la mesa de centro. El borde del puzle estaba completado, así como varias partes del campo de calabazas.
—A mi madre también le gustaban. A veces en vacaciones sacaba uno del fondo del armario de la ropa blanca y lo hacíamos juntos. Mi padre y mi hermano no lo soportaban. Veían los puzles aburridos, pero a mí siempre me ha parecido un pasatiempo agradable, en el que cada pieza tiene su lugar exacto.
Bella no salía de su asombro. Exceptuando la conversación que habían mantenido por teléfono la noche anterior y la información que le había sonsacado Nya aquella misma mañana dándole la lata, nunca había oído a Edward decir tantas frases seguidas. Normalmente empleaba la menor cantidad posible de palabras para expresarse.
La abuela Swan la señaló con un vaso sin hielo de Sprite marca blanca.
—A esta también le parecen aburridos.
Edward miró a Bella negando con la cabeza.
—Tú te lo pierdes.
—A Isaac, mi marido, tampoco le gustaban mucho —comentó la abuela Swan—. Pero a mí me calman. Mantienen mi mente ocupada.
Se produjo una pausa cuando entre Edward y la abuela hubo una especie de reconocimiento mutuo del pesar que sentían. Incapaz de seguir soportándolo, Bella miró su móvil y se levantó del sofá de un salto.
—¡Lo siento! Nos tenemos que ir.
La abuela Swan dejó su vaso encima de un catálogo de L. .
—¿Ah?
—Edward trabaja hoy en el turno de tarde, y queríamos ir a dar una vuelta un poco antes.
—Pensaba llevarla a tomar un granizado al Sonic. —Cuando Edward se levantó del sillón, los muelles del asiento emitieron un chirrido apagado—. El último de la temporada, antes de que haga demasiado frío.
—A mí me gusta la limonada que hacen. —A la abuela Swan le crujieron los tobillos cuando se puso de pie—. Ha sido un placer conocerte. Ven a verme cuando quieras —añadió, señalando el puzle con la cabeza.
—Gracias —respondió Edward, metiéndose la punta de los dedos en los bolsillos de los tejanos.
Bella se lo llevó hasta la puerta trasera de la cocina, conduciéndolo hacia la libertad mientras volvía la cabeza para decir en voz alta:
—¡Volveré antes de la cena!
Una vez que estuvieron metidos en el coche, intercambiaron la misma sonrisa maliciosa.
—Se te da bien —dijo Bella—. Lo de mentir.
—A ti también.
—Sí. Lo siento —se disculpó ella, y se rio en un intento de ocultar su vergüenza—. Te prometo que no te haré volver y completar un puzle con mi abuela.
—¿Quién dice que yo no quiera? —replicó él sin alterarla sonrisa.
Bella se rio de nuevo.
—Vale, rarito.
Le alivió que él hubiera congeniado con su abuela y hablado con ella como un ser humano normal. Pero el sentimiento que acompañaba aquel alivio era la vergüenza ineludible de siempre. Por muchas veces que hubiera defendido a Edward frente a sus amigos, no podía evitar subestimarlo ella misma.
—Prométeme solo que lo del Sonic era mentira —le pidió.
—Pues claro que sí —contestó Edward. El Sonic Drive-In era el único restaurante de una cadena conocida que había en el pueblo. Lo frecuentaban los del equipo de fútbol—. Voy a llevarte al océano.
Atravesaron Osborne, pasando de largo frente al Greeley's Foods y el Red Spot, el bullicioso Sonic y la desierta estructura de una vieja gasolinera Sinclair, la gigantesca ferretería Do It Best y la tienda no más grande que un cobertizo de la cadena de descuento Dollar General, hasta salir del pueblo.
No hablaron mucho, pero el silencio que compartían resultaba cordial.
Tras cruzar las vías del tren y el río se encontraron ante un paisaje llano de vegetación dura, campos embarrados y pacas de heno redondas, con casas de labranza modestas y tractores enormes. Las vistas eran uniformes en cualquier dirección, interrumpidas únicamente por los largos artilugios mastodónticos que, según había aprendido Bella, eran sistemas de riego por pivote central.
La hierba y las plantas de maíz moribundas tenían el mismo tono marrón dorado apagado. Los árboles aislados, con su follaje otoñal, añadían motas al paisaje como si de una obra puntillista se tratara. Todo se veía amarillo y dorado, salvo el cielo, que era gris.
No parecía que se dirigieran a ningún sitio en concreto, pero Bella notó un cambio, una tímida sensación expectante, a medida que se aproximaban a su destino. Edward se desvió de la carretera para seguir por un camino de tierra sin nada de particular rodeado de maizales. Por su aspecto era como cualquier otro de características similares, pero al avanzar por él, Bella se dio cuenta de lo apartado que estaba. No había más presencia humana ni casas a la vista. A Alec y a Nya les daría algo si supieran que estaba allí.
Bella redactó un mensaje de texto para disculparse por lo de antes, pero la conexión iba demasiado lenta para que pudiera enviarse. Un atisbo de malestar se alojó en su estómago cuando el coche llegó al final del camino en medio de otro campo. O quizá fuera todo el mismo.
—¿Y para qué sirve este camino? —quiso saber.
Edward apagó el motor.
—No tengo ni idea. Literalmente.
Bella se echó a reír con una sensación de sorpresa relajante.
—Edward Cullen, ¿eso era una broma?
—Eso nunca —respondió él, levantando las cejas y sonriendo.
A Bella le dio un vuelco el corazón. No estaban aparcados en el mismo lugar donde habían tenido relaciones sexuales, aunque se parecía.
Aquel recuerdo en concreto se veía teñido de soledad y desesperanza. En ese momento solo sentía el nervioso repiqueteo de la excitación.
—Cuidado al salir —le avisó Edward, desbloqueando las puertas del vehículo—. Siempre está más embarrado de lo que parece.
Bella se guardó el móvil, abrió la puerta y miró abajo. El suelo era un grueso pantano de barro endurecido por el viento. Probó la textura con la punta de una de sus zapatillas de deporte. Parecía lo bastante sólido, así que salió del coche… y de inmediato se hundió tres dedos en el barro.
—¡Mierda! —Pero se rio de nuevo—. Pensaba que habías dicho que me llevabas a la playa.
—Al océano —la corrigió Edward.
Había bajado la temperatura. El aire fresco olía a hojas en descomposición, humo de leña a lo lejos y terreno frío, un recordatorio de que Halloween estaba a la vuelta de la esquina. Bella se puso la capucha de la sudadera estampada de flores y se subió la cremallera. Debería haber cogido un abrigo, pero es que lo del clima frío seguía siendo superior a ella.
La mayoría de la gente de allí ni siquiera consideraba que pudiera hablarse de frío todavía. Solo hacía fresquito.
Caminó lentamente para reunirse con Edward, que estaba apoyado en la parte delantera del coche. El motor hacía un leve ruidito mientras se enfriaba, pero la chapa aún estaba templada, casi caliente, y le producía una sensación agradable en contacto con los tejanos. Se volvió de forma deliberada hacia Edward, que tenía la vista fija en la vasta nada dorada.
—No es el Pacífico —dijo—, pero es lo mejor que puedo ofrecerte.
Seguro que Edward se percató de la cara de desconcierto de Bella con su visión periférica, porque la miró sonriendo de nuevo.
—Los campos. Sé que echas de menos Hawái.
Mientras la mente de Bella asimilaba aquel gesto amable, sus ojos se entretuvieron en la curva que describían los labios de Edward. Sintió el deseo de volver a besarlos. Se obligó a apartar la mirada y trató de centrarla en los alrededores —lo intentó de verdad—, pero seguía notando que él la observaba.
Edward se deslizó hacia atrás sobre el capó.
—Mira.
Bella se sentó a su lado de un salto, golpeando la carrocería, con la pierna izquierda rozando la derecha de él.
Edward se puso la capucha de la sudadera. Le quedaba pegada a la cabeza—la de Bella, en cambio, se veía abultada por su cabello—, pero el destello de una mata de pelo rosa brillante asomaba bajo la tela de algodón negra. Parecía la única cosa resplandeciente en el universo.
—Vale —dijo—. Ahora mira otra vez.
El viento hizo susurrar los tallos quebradizos de las plantas de maíz.
Sonaba como el crepitar del fuego. Las borlas secas se extendían hacia el cielo abierto mientras que las hebras muertas apuntaban hacia la tierra embarrada. Poco a poco, con una lentitud supina, el viento comenzó a soplar más fuerte y cambió de dirección, y los campos se mecieron como un solo elemento, en una corriente de ondas hipnóticas que se propagaban hacia fuera.
Algo oculto en el interior de Bella afloró a la superficie. La sensación era sublime. Solía quejarse de que se ahogaba en un mar de maíz, pero ahora no estaba dando boqueadas bajo el agua. Se hallaba sentada al borde del horizonte.
Sintió que Edward intentaba evaluar su reacción. Bella sonrió, explayándose con la imagen de los campos antes de ladear la cabeza hacia él.
—Gracias —dijo.
Y, acto seguido, lo besó.
Le sorprendió la familiaridad de su boca, su sabor, lo naturales que notó los labios de Edward en contacto con los suyos. Recordó cómo moverse alrededor del piercing, del mismo modo que incorporarlo a la acción. Logró dejarlo sin aliento, y sintió la emoción de haber invocado la reacción deseada. Las manos de Edward se deslizaron bajo la capucha de ella, una a cada lado de su cuello; era la primera vez que los dedos de él le tocaban la piel desde el final del verano. Bella jadeó. Lo rodeó con los brazos. Las caderas de ambos se juntaron, clavándose en la chapa del coche. La posición resultaba dolorosa, y Bella fue consciente de que le saldrían moretones, pero no importaba. Le daba igual.
Se besaron, se enrollaron como si nada, hasta que el sol poniente maduró las nubes, convirtiéndolas en melocotones y albaricoques. Hasta que el móvil de él los interrumpió.
Edward se retiró a toda prisa mientras se lo sacaba del bolsillo.
—Mierda. Seguro que es Em, que llama para saber dónde estoy, ah… —Bajó del coche de un salto para responder—. ¿Diga? ¿Diga?
La señal que recibía debía de ser débil. Por eso a Bella le extrañó que Edward se metiera en el coche en busca de intimidad, utilizándolo como si fuera una cabina telefónica antigua. ¿No tendría mejor cobertura fuera? Le llegaba el rumor de su voz, pero no distinguía ni una sola palabra de lo que decía.
Bella aún notaba el calor de la sangre en sus venas, pero estaba temblando. Después de hacerlo, Edward se había convertido en un fantasma.
Ella quería creer que no desaparecería de nuevo.
Edward colgó.
Se miraron por el parabrisas. Él tenía una mirada alicaída. Fuera lo que fuera, no eran buenas noticias. Con un nudo de pavor que no presagiaba nada bueno Bella bajó deslizándose por el capó, dio unos cuantos pasos a duras penas por el barro y se reunió con él en el interior del coche.
Dejó la puerta abierta.
—Era del trabajo —explicó Edward, desplomado en el asiento del conductor—. Acaban de echar a una de las cajeras por robar. No puedo creerlo. No parece propio de ella. Quieren que vaya a sustituirla en la caja.
La invadió una sensación de alivio. Bella había imaginado que había ocurrido algo peor. La foto escolar de Lauren, omnipresente en los medios locales, apareció en su mente como un presagio. Sonrisa entusiasta. Ojos brillantes. Cabello cuidadosamente peinado con la raya en medio. Tenía un aspecto de lo más sano, para nada merecedor de su destino. Nadie lo merecía, por descontado.
Edward se dejó caer aún más en el asiento.
—Perdona. Es una putada.
—No te preocupes. —Bella se rascó las zapatillas de deporte contra los bajos del vehículo. Edward no llevaba las botas ni mucho menos tan cubiertas de barro como ella—. Además, ahora ya solo le hemos dicho una mentira a medias a mi abuela. Le he prometido que estaría en casa paracenar.
Antes de perder el valor, le preguntó:
—¿Por qué has atendido aquí la llamada? ¿No querías que te oyera hablar con tu jefe?
La pregunta lo devolvió de golpe al presente.
—A veces recibo mejor la señal aquí dentro. Tiene que ver con el antiguo cableado de la policía, no sé.
—Antes no he podido enviar ni un mensaje de texto.
Edward se encogió de hombros.
—A lo mejor tendríamos que comunicarnos por radio.
—Por la boca muere el pez —le dijo Bella, levantando un dedo acusador.
Inclinándose hacia delante, Edward se lo cogió suavemente entre los dientes. Ella sonrió.
—Podría llamar al encargado —propuso él unos minutos después—. Inventarme una excusa.
Pero Bella necesitaba creer que Edward regresaría. Le dio dos besos, uno en cada sien, y cerró la puerta. La foto escolar de Lauren desapareció de sus pensamientos.
—Conduce —le ordenó—. Ya tendremos tiempo de sobra para eso. después.
