Disclaimer: Nada de esto me pertenece, la saga crepúsculo es propiedad de Stephenie Meyer y la trama es del libro "Hay alguien en tu casa" de Stephanie Perkins, yo solo busco entretener y que más personas conozcan este libro.
Capítulo 7
Eran invictos, el mejor equipo del estado. Y jugaban contra uno de los peores al día siguiente por la noche. Así que, ¿por qué actuaba Hooker como un puto gilipollas?
Mike Newton llevaba cuarenta minutos bajo las duchas del vestuario con los ojos cerrados. Había terminado el entrenamiento. El sol estaba bajo. Se habían ido todos. Les había dicho que se reuniría con ellos en el Sonic, pero ni siquiera estaba seguro de que eso fuera cierto. Quería estar solo, envuelto en agua, silencio y vapor, eternamente.
Había sido una semana dura. La presión de las eliminatorias, de los cazatalentos, de sus padres. Lauren. Aquella absurda pelea en el patio, seguida de los sermones de desilusión del director Stanton y del entrenador Hooker. Jessica. Le había vuelto a echar la bronca por no haber respondido a su mensaje de texto lo bastante rápido. Peor aún, Jessica se comportaba como si conociera a Lauren personalmente, como si estuviera deshecha por la trágica pérdida de una amiga del alma, cuando, que él supiera, Jessica y Lauren no habían estado juntas nunca. Ni una sola vez. Era normal disgustarse ante la muerte de alguien, aunque uno no conociera realmente a la persona. Pero Mike no soportaba que su novia se lo tomara como una tragedia que la afectara directamente a ella.
Mike no podía evitar pensar en los padres de Lauren. Los medios estaban centrando gran parte de las sospechas en su progenitor, pero cada vez que lo veía en las noticias, Don Mallory parecía destrozado. Tenía los párpados tan hinchados que apenas podía mantener los ojos abiertos. Solo un psicópata podría fingir una reacción como aquella. Claro está que solo un psicópata podría cometer un asesinato como aquel. La madre de Lauren había realizado una declaración televisada en la que rogaba que si alguien de la comunidad conocía la verdadera identidad del autor del crimen se atreviera a decirlo, pero apenas podía hablar de lo afligida que estaba.
Había algo en su aspecto físico que le recordaba a su propia madre. Eso lo hacía aún más difícil.
Seguía consternado por el hecho de que Buddy hubiera roto la pancarta de Sweeney Todd. Su mejor amigo no sabía lo que hacía —Mike veía eso ahora, con calma—, pero el equipo entero había quedado como una panda de imbéciles por ello.
Tanto Hooker como su padre le daban la brasa sin parar sobre la importancia de la apariencia. Y Mike intentaba guardar las apariencias, pero tanto estrés, con todas las miradas puestas en él, llevaba haciéndole mella todo el semestre. Lo incitaba a meterse en aquellas peleas. A obsesionarse con los Mallory. A no saber dónde dejaba sus cosas. Había extraviado sus objetos personales (el celular, las llaves, la cartera) en los lugares más insospechados (la cómoda, el cajón de las verduras, la mesa de jardín) sin que recordara haberlos puesto allí.
A menos que… no fuera por el estrés.
A Mike se le tensaron los músculos mientras tres letras resonaban en su mente: ETC.
La encefalopatía traumática crónica era una enfermedad causada por repetitivas lesiones en la cabeza. Los primeros síntomas incluían pérdida de memoria, desorientación y comportamiento errático. Los tardíos abarcaban demencia, defectos del habla y suicidio. Básicamente te destrozaba el cerebro, y en todas partes había jugadores de fútbol americano que la padecían y morían por ello. La mayoría eran hombres de cierta edad que habían practicado dicho deporte a nivel profesional. Pero también había muchos jóvenes. Incluso adolescentes.
Era la enfermedad de la que rehuían hablar la NFL —la mayor liga de fútbol americano profesional de Estados Unidos— y las universidades, porque perjudicaba su cuenta de resultados. Los compañeros de equipo de Mike tampoco querían tocar el tema. No reconocerlo hacía que fuera más fácil fingir que no era un asunto serio, y seguir jugando. Nadie deseaba acabar con el deporte que todos amaban.
Sin embargo, Mike pensaba en la ETC. Pensaba mucho.
El fútbol profesional era el único futuro que siempre había tenido en mente. Era lo que siempre había querido su padre, cuyos sueños se habían visto truncados cuando se rompió la rodilla izquierda en el campo del Memorial Stadium.
Su madre, en cambio, lo había deseado en el pasado, pero ahora, cada vez que salía una historia en el canal deportivo ESPN, él se encontraba un artículo impreso encima de su mantel individual en la mesa del desayuno.
La súplica silenciosa de ella. Para su vergüenza eterna, Mike siempre hacía un número delante de su padre, arrugando los artículos. Habían trabajado mucho para ello, y durante mucho tiempo.
No obstante, a escondidas, Mike había comenzado a metérselos en el bolsillo.
El primer artículo que se había guardado era sobre Tony Dorsett, un corredor del Salón de la Fama tanto universitario como profesional. Mike jugaba en la misma posición. Era el mejor de la región central del país, como demostraba la presencia en la puerta de su casa de cazatalentos de equipos universitarios de la primera división de la FBS, pero cada vez que encontraba su celular donde no tocaba, le entraba un sudor frío.
¿Será la ETC?
Porque ¿qué haría si no pudiera jugar fútbol?
En la repisa de la chimenea de su salón destacaba una fotografía enmarcada. Era del día que nació, y en ella aparecía envuelto en una manta roja escarlata de los Huskers. Ahora solo le quedaban unos meses para comprometerse con una universidad. Porque lo haría. Seguiría jugando.
Al final no tenia eleccion.
Mike cerró el grifo. Se miró las manos: las tenía como pasas y de un blanco gelatinoso. De la débil alcachofa de la ducha goteaba agua en el suelo de baldosa. En algún momento de todo aquel rato de reflexión agotadora Mike había decidido que al final se reuniría con sus amigos en el Sonic.
Al día siguiente jugarían el último partido de la temporada oficial, y era importante que se mantuvieran centrados en el rival y no pensaran más allá, en las eliminatorias, aunque todo el mundo sabía que tenían las de ganar.
Por eso, el entreno había sido tan frustrante. Hooker los había tratado con más dureza que nunca, gritándoles a un volumen inaudito —con perdigones de saliva incluidos— que estaban volviéndose demasiado cómodos. Mike se veía seguro de sí mismo, pero no cómodo. No se sentiría cómodo hasta no haber pasado las eliminatorias sin lesionarse.
A Buddy le gustaba bromear con la idea de que Hooker gritaba por un rencor arraigado de verse obligado a escucharles gritar su horrible nombre Mike siempre se reía, pero sabía que los motivos del entrenador tenían un origen mejor y más inteligente. Hooker se preocupaba.
Mike se secó con una toalla y luego se la enrolló a la cintura. Cogió el jabón que le servía de gel de baño y champú, pasó por encima de la ropa sucia de entrenamiento y caminó a través de la nube de vapor, dejando un rastro de huellas mojadas a su paso. Las taquillas olían a sudor masculino y óxido, y se alternaban en color escarlata y dorado. Osborne se enorgullecía de vestir el mismo tono rojo escarlata que los Huskers, pero la taquilla de Mike era dorada, porque las rojas traían mala suerte, según afirmaba una superstición del equipo. Los más veteranos siempre reclamaban las taquillas doradas.
Matt se detuvo. El candado de combinación no estaba allí.
¿Será la ETC?
Sacudió la cabeza de un lado a otro, cabreado consigo mismo, mientras abría la puerta metálica. El casco y el desodorante estaban en el estante superior. En el espacio más amplio de debajo, donde dejaba normalmente la mochila y la bolsa de deporte de malla, no había nada.
—Ah, mierda —musitó.
Pero luego tiró al suelo el frasco de jabón con tanta fuerza que la hilera entera de taquillas tembló ante el impacto.
Mike miró a su alrededor. Todo parecía estar en su sitio. Abrió bruscamente la puerta dorada más próxima a la suya. Pese a no cerrarla nunca con llave —Buddy no conseguía recordar la combinación—, sus compañeros rara vez le robaban o escondían cosas. En su interior encontró los objetos habituales. Nada más.
Mike miró bajo la hilera de bancos. Más nada de nada.
—Mierda. ¡Mierda!
Se encaminó airado hacia las duchas, molesto ante el hecho de que su propio despiste le hubiera jugado aquella broma pesada, la cual lo obligaba a vestirse de nuevo con la ropa sucia del entrenamiento. Eso significaba que tendría que pasarse por casa para cambiarse antes de ir al Sonic, y ducharse de nuevo, o Jessica se quejaría del olor.
Mike torció la esquina para descubrir que la ropa del entreno había desaparecido.
Genial.
—Está bien, chicos —dijo con una voz alta y grave que resonó en las taquillas de acero—. Me habéis pillado.
No hubo respuesta.
—¿Qué queréis? ¿Una foto de mi polla o qué? —Mike mantuvo un tono jocoso. Aquella semana ya no podía más, pero se negaba a darles a sus amigos la satisfacción de saberlo—. Supongo que deberíais haberme quitado la toalla también.
El vapor desapareció. El frío se hizo notar en la sala.
Se frotó el vello de los brazos.
—¿Hola?
Se oyó el eco de la pregunta.
Más que el silencio, Mike sintió su soledad. Se dirigió hacia los despachos de los entrenadores. Tal como esperaba, encontró las ventanas oscuras y las puertas cerradas con llave. Hooker y sus asistentes solían irse a casa directamente después del entrenamiento, sobre todo si había sido duro. Las normas del centro los obligaban a quedarse hasta que se hubiera marchado el último de los estudiantes, pero les gustaba dar a los chicos la oportunidad de desahogarse y relajarse sin miedo a que los oyeran.
La entrada al vestuario estaba situada junto al despacho compartido de los entrenadores asistentes. Mike se puso bien la toalla y abrió la puerta. Se asomó a la penumbra, casi esperando —con más ganas que otra cosa— encontrar al equipo fuera, con los celulares en alto, preparados para cazarlo humillado en todo su esplendor.
Allí no había nadie.
Oyó a lo lejos el rumor de una muchedumbre. Era la vigilia con velas en honor de Lauren. Padres, estudiantes y profesores ya estaban reuniéndose frente al instituto. Se le encogió el estómago al darse cuenta de que tendría que pasar por delante de ellos para llegar al aparcamiento. No podía hacer eso envuelto en una toalla. Sería una falta de respeto.
Mike cerró la puerta y lo intentó de nuevo.
—¿Hola?
Lo invadió la duda.
¿Había visto su ropa de entrenamiento al salir de la ducha? La explicación más lógica era que los chicos se la habrían robado junto con la ropa de calle, y que todas sus cosas estarían ahora en la parte trasera de la camioneta de alguien.
Mike sopesó las opciones que tenía. Podía llamar a Buddy y suplicar que se la devolvieran. Podía llamar a su madre y pedirle que le trajera ropa. O podía llamar a Jessica. De eso nada. Se lo contaría a sus amigas. La única alternativa posible consistía en esperar a que terminara la vigilia, pero ¿cuánto duraría eso? ¿Dos horas? Y luego tendría que ir en coche a casa envuelto en aquella toalla.
Un momento.
El coche.
Tenía las llaves y el móvil en los bolsillos.
Mike soltó un largo improperio letal. La ira le corrió por las venas mientras abría de golpe todas las taquillas que no estaban cerradas con llave. Se agachó de rodillas y miró bajo los bancos. Se subió encima de ellos de un salto y revisó la parte superior de las taquillas. Echó un vistazo en las duchas, los urinarios, las cabinas y debajo de los lavabos, pero sus pertenencias no aparecieron por ninguna parte.
Pues nada. Tendría que ir a casa caminando.
Mike vivía en el barrio nuevo que había en la otra punta del pueblo.
Nunca había recorrido aquella distancia a pie, pero seguro que no tardaría más de media hora. Aun así, la temperatura estaría por debajo de los cinco grados cuando terminara la vigilia. Y no llevaría más que una maldita toalla.
Derrotado, se dejó caer en el banco que había a la salida del despacho de Hooker. Su cuerpo era un saco de cansancio. Le dolía todo. Se apoyó en la pared construida con bloques de hormigón que había justo al lado de un teléfono. Descolgó el auricular y se devanó los sesos tratando de recordar algún número.
No es la ETC, se dijo. Ya no los memoriza nadie.
El único número que se sabía era el fijo de sus padres, pero cuando llamó, nadie contestó. Probó suerte de nuevo.
—¡Coged el puto teléfono, joder! —exclamó.
Y se oyó un grito procedente del vestuario.
Mike se quedó paralizado.
Se hizo el silencio. Y de repente… alguien gimoteó.
Antes de aquel momento, Mike habría imaginado que el sonido de otro humano —por muy afligido que estuviera— lo habría llevado a ponerse en pie de golpe fruto de la ira. Pero lo que lo espoleó fue otra cosa. El instinto quizá. Era la única explicación para el temor sobrecogedor provocado por aquel quejido aislado. La razón por la que sus sensores internos se pusieron en alerta máxima.
Su cuerpo estaba petrificado. Mike aguzó el oído.
La persona enmudeció de nuevo, pero no había duda de su presencia.
Mike agarró la toalla y se puso en pie. Se sentía desprotegido y vulnerable, como un animal tumbado boca arriba. Avanzó sin hacer ruido, pero aun así sus pasos se oían demasiado.
Llegó a las taquillas.
Al fondo del vestuario, en el extremo más alejado del banco, había una figura delgada sentada de espaldas a él. Llevaba una sudadera con la capucha puesta, y tenía la cabeza agachada. Por el modo en que le temblaban los hombros parecía estar llorando. Mike no distinguía si se trataba de un chico o una chica, pero no era ninguno de sus compañeros de equipo. Tenía una complexión demasiado menuda para jugar fútbol americano.
—Eh —dijo sin intención de que le saliera una interjección tan airada.
La figura se estremeció.
Mike intentó serenar la voz.
—¿Quién eres?
La silueta encapuchada no se movió.
Mike se ciñó la toalla a la cintura, plenamente consciente de sus genitales.
—Eh —repitió en un tono más suave mientras avanzaba unos pasos—. ¿Estás bien?
La figura se sorbió los mocos, y Mike cayó en la cuenta de que podría tratarse de uno de los críos con necesidades especiales. El quarterback suplente tenía una hermana en el programa extraescolar, por eso sabía que se reunían en un aula cercana. Puede que fuera ella. A veces Faith aparecía cuando faltaba poco para que terminara el entrenamiento y los observaba desde las gradas.
Mike se acercó con cautela mientras bordeaba el banco de madera. La figura seguía mirando al suelo. Mike se arrodilló ante ella para intentar ponerse a la altura de sus ojos.
—¿Necesitas ayuda? ¿Puedo ayudarte?
La figura levantó la cabeza. Poco a poco. Con parsimonia.
Mike frunció el ceño. No se trataba de Faith, era…
El cuchillo penetró en su vientre con una violencia espantosa y salió enseguida con la misma energía. Mike se desplomó hacia delante y se golpeó la cabeza contra el banco mientras su mente se quedaba atrás. ¿Qué acababa de suceder? ¿Era un accidente?
La figura lo miró desde lo alto con odio.
La mente de Mike trató a duras penas de entender lo ocurrido. Tenía medio cuerpo en el banco y otro medio en el suelo.
—¿Qué coño me has hecho? —preguntó a aquella persona cuyo nombre no conseguía recordar.
La respuesta no se hizo esperar… en forma de una potente estocada en su cráneo. Mike gritó. Su agresor tiró de la empuñadura con las manos enguantadas hasta extraer el cuchillo de nuevo, y el resto del cuerpo de Mike cayó sobre el duro embaldosado de cerámica. Aún estaba consciente cuando un papel arrugado surgió del bolsillo de la sudadera del atacante.
La figura se arrodilló ante él, le puso el papel delante y lo alisó.
Era un artículo que su madre había imprimido varias semanas atrás.
Mike lo había llevado en la mochila unos días antes de que desapareciera.
Abrió los ojos de forma desmesurada, con un miedo más profundo.
La figura, contenta de que Mike entendiera lo que estaba viendo —la violación personal que suponía aquello— volvió a guardarse el papel en el bolsillo de la sudadera.
Mike quiso hablar, pero no pudo. Lo último que vio fue un brazo, salpicado con su propia sangre, mientras el filo de dientes de sierra de un cuchillo de caza grande le hacía un corte alrededor de la circunferencia de la cabeza. Con un ruido de succión se la abrieron como si fuera la tapa de una calabaza de Halloween. Le hicieron papilla el cerebro a cuchilladas y luego volvieron a poner la tapa en su sitio.
Con orden y pulcritud.
