Disclaimer: Nada de esto me pertenece, la saga crepúsculo es propiedad de Stephenie Meyer y la trama es del libro "Hay alguien en tu casa" de Stephanie Perkins, yo solo busco entretener y que más personas conozcan este libro.
Capítulo 9
Las únicas personas que advirtieron su partida antes de que terminaran las clases fueron los periodistas. Rondaban como buitres entre los jardines del instituto y el aparcamiento, esperando a que liberaran a los estudiantes durante el fin de semana. Al acecho de carroña. Mientras avanzaban los dos hacia ellos, a Bella se le agarrotó la espalda. Agachó la cabeza y apretó el paso. Edward adaptó su marcha para seguirle el ritmo.
Los periodistas saltaron todos a la vez: «¿Conocíais a las víctimas?». «¿Cómo podríais describir el ambiente que había hoy en el instituto?». «¿Perjudicará esto a las posibilidades de vuestro equipo en las eliminatorias?». Aparecieron micrófonos y cámaras apuntando en dirección a ellos, y Bella esquivó la intrusión con un movimiento corporal que confió en que resultara lo más claro posible, pero una mujer con un muro de flequillo lleno de laca los persiguió igualmente.
—¿Qué se siente al haber perdido a dos compañeros de clase en solo tres días?
Bella se centró en el coche de Edward, situado al final del aparcamiento.
—¿Qué se siente al haber perdido a dos compañeros de clase en solo tres días?
Coche, coche, coche, coche, coche, coche, coche…
Una mano le tocó el hombro, y Bella gritó. Del susto que se llevó se le puso la mirada de loca. La periodista tropezó con el cámara al echarse hacia atrás y Bella profirió otro grito. La mujer exclamó algo airada, presa de la confusión, y de repente Edward se interpuso entre ambas, vociferando:
—¡Aléjense de ella! ¡Aléjense de ella!
El camarógrafo posó una mano sobre el hombro de la periodista, instándola a retroceder, pero la mujer no estaba dispuesta a claudicar.
—Tú, pelo rosa —dijo—. ¿Qué se siente…?
—¿Qué coño cree que se siente?
—Seguramente son menores… —suplicó el camarógrafo a la reportera.
En medio del barullo, Edward agarro a Bella. Le pasó un brazo por la espalda mientras la llevaba a toda prisa hacia el coche. Coche, coche, coche, pensaba ella. Coche. Edward le abrió la puerta del acompañante, la ayudó a entrar y corrió hasta el lado del conductor. Bella notó que se le sobrecargaban los cinco sentidos. En lugar de intentar no llorar, procuró simplemente no sollozar.
Imaginó —quizá incluso deseó— que Edward saldría del aparcamiento a toda mecha, pero él condujo con prudencia, respetando en todo momento el límite de velocidad. Giró a la izquierda, en dirección contraria a la casa de ella, y siguió hasta que llegaron al parque situado cerca de la escuela primaria.
El coche patrulla se detuvo. Bella intuyó que Edward se debatía entre si ponerle o no una mano en el brazo con un gesto reconfortante.
—Lo siento —dijo ella. Su reacción exagerada era ostensible y humillante. Tenía que mentir—. No sé por qué…
—No tienes nada de lo que disculparte.
Bella se sorbió los mocos, buscando un paquete de pañuelos de papel en su mochila. Edward se inclinó sobre ella para abrir la guantera, que estaba llena de servilletas arrugadas de un KFC de las afueras. Ella aceptó un montón y se sonó la nariz. No había forma de hacerlo con glamour. Se sentía como un monstruo.
—Vaya día de mierda.
—Y que lo digas —convino Edward, y soltó una carcajada.
Permanecieron en silencio un minuto entero. Bella miró por la ventanilla. El parque estaba vacío salvo por la presencia de una madre y un niño pequeño en los columpios.
—No quiero ir a casa. —Su voz sonó débil y abatida—. Querrá que le ponga al corriente de todo lo que ha sucedido hoy en el insti, pero no me apetece hablar de ello. Ya no puedo pensar más en el asunto.
Edward asintió, deduciendo que Bella se refería a su abuela.
—¿Adónde te gustaría ir?
—A algún sitio tranquilo.
Así que Edward la llevó a su casa.
Estaba a veinte minutos en coche, a medio camino entre Osborne y East Bend en la carretera 79, otra vía solitaria de maizales y ranchos ganaderos.
A cada milla que recorrían, pasaban por delante de una nueva valla publicitaria en amarillo fosforescente del Laberinto de Maíz. Una risueña familia de pelirrojos de dibujos animados les sonreía desde la esquina superior de cada anuncio.
¡EL LABERINTO DE MAÍZ MÁS GRANDE DE NEBRASKA! ¡A 5 MILLAS!
¡EL CAMPO DE CALABAZAS! ¡A 4 MILLAS!
¡PASEOS EN CARRETA! ¡A 3 MILLAS!
¡GRANJA ESCUELA! ¡A 2 MILLAS!
¡PISCINA DE MAÍZ! ¡A 1 MILLA!
—¿Qué es una piscina de maíz? —preguntó Bella.
Ya se sentía un poco más animada, sabiendo que tenía unas horas de respiro por delante. Había enviado un mensaje a Alec para decirle que Edward la llevaba a casa, y otro a la abuela Swan explicándole que iba a casa de Alec en su coche. Ambos habían acertado al suponer que necesitaba distraerse de lo ocurrido.
—Exactamente lo que parece que es —respondió Edward—. Una piscina enorme llena de granos de maíz.
—Vale. Pero ¿qué se hace en una piscina de maíz?
Edward la miró con una sonrisa.
—¿Tú conoces esas piscinas de pelotas del McDonald's? Pues es algo así, pero mucho más grande. Es muy divertido —reconoció—. En cambio, la granja escuela… eso sí que me sobra. Cuando sopla el viento a base de bien…
Bella se echó a reír al tiempo que aparecían unas banderas de aspecto circense a través de los maizales. Pasaron junto al gigantesco laberinto y un enorme aparcamiento de tierra, que estaba prácticamente vacío.
—Pero ¿alguien viene aquí?
—Los fines de semana se pone hasta los topes. Viene gente de Omaha y Lincoln. Y se forma un griterío que se oye desde mi casa. Los sábados tienen incluso una banda de polca. Cuando estamos con las ventanas abiertas, acabo siguiendo el ritmo de la tuba con los pies.
Bella se rio de nuevo.
—Aún estoy imaginándote nadando en la piscina de maíz.
Edward mantuvo la mirada al frente, pero le centellearon los ojos. O quizá le brillaron.
Giró en el siguiente desvío de la carretera. Una suave colina se elevaba desde la llanura del paisaje circundante. Era la belleza silenciosa e inquietante del campo plasmada por Willa Cather hacía un siglo. Con dieciséis años le había tocado leer Pioneros en clase de inglés, y las descripciones familiares de aquella tierra le habían reconfortado, recordándole las ocasiones en las que visitaba a su abuela preferida. Lo que no se imaginaba era que al poco tiempo estaría viviendo allí.
La novela ya no le ofrecía ningún atractivo. Había dejado de ser ficticia.
A lo lejos se veía una construcción que fue haciéndose cada vez más grande, y Bella cayó en la cuenta de que aquel era el camino que llevaba a la casa de Edward. Se trataba de una vivienda blanca, como la suya, pero con la pintura pelada y deteriorada por el paso del tiempo. Estaba construida en un estilo neogótico Victoriano, ya en desuso por aquella zona, con tres ventanales espectaculares en arco bajo y tres tejados empinados acabados en punta. Unas columnas dobles flanqueaban un modesto porche cubierto.
El extenso jardín se veía descuidado y lleno de maleza.
Bella agradeció no creer en fantasmas; solo creía en el carácter fantasmal de los recuerdos dolorosos. Y estaba segura de que aquella casa albergaba muchos.
Sin embargo, no todo era lúgubre. Mientras salía del coche, la brisa hizo sonar un juego de campanillas de viento y meció dos helechos grandes que colgaban de cadenas en ambos extremos del porche. Estaban muertos por las heladas tempranas, pero eran la prueba de una actividad reciente para hacer el lugar habitable.
Edward le lanzó una mirada nerviosa.
—Hogar, dulce hogar.
¿Habría llevado a casa a una chica antes, o era algo nuevo para él, potencialmente vulnerable? En el felpudo de coco medio deshecho rezaba una sola palabra apenas visible: CULLEN.
El menor de los Cullen abrió la puerta de entrada, que daba a una amplia sala oscura y cubierta de polvo.
—Lo sé —dijo con un suspiro—. Parece una casa embrujada.
Bella levantó las manos con gesto inocente.
—Yo no he dicho nada.
Edward la hizo pasar con una sonrisa tensa. Los suelos eran de madera noble ya vieja, y las tablas crujían con cada pisada. Bella aguardó en el umbral mientras Edward descorría las cortinas. La luz repentina iluminó unas motas de polvo brillantes al tiempo que el salón se revelaba como un espacio más hogareño, más normal de lo esperado. No pudo evitar sentir alivio. Las alfombras, las lámparas y los herrajes parecían ser una mezcla de copias victorianas y antigüedades auténticas de la época, pero el sofá modular pertenecía sin duda al siglo actual.
Aun así… había algo en el ambiente. Reinaba una quietud antinatural.
Todo parecía en calma. Sin estrenar.
—¿Quieres algo de beber? —le preguntó Edward—. Tenemos agua, zumo de naranja, Coca-Cola… bueno, no es Coca-Cola, es de marca blanca…
Bella se echó a reír al ver que él recordaba la conversación con su abuela.
—Agua ya me va bien.
—¿Del grifo? ¿Con hielo? ¿Sin hielo?
Bella lo siguió hasta el comedor contiguo, que también se hallaba en penumbra e intacto. Edward se movía como un animal de costumbres.
—Lo que te suponga más trabajo —respondió, alzando la voz, a pesar de que la temperatura allí dentro no era mucho más alta que fuera, y en el fondo no le apetecía hielo.
Al menos la cocina era más luminosa. Muchísimo más. Unas ventanas desprovistas de cortinas daban a los vastos campos, y las banderas del laberinto de maíz ondeaban alegres a lo lejos. La cocina de Edward, pese a no estar tan limpia como la de la abuela Swan, se veía menos polvorienta que las otras salas, y hacía poco que habían fregado los platos, que estaban secándose en un escurridor. Y si bien los armarios y los muebles no parecían precisamente modernos, tampoco se veían Victorianos.
Una sombra apareció tambaleándose por el suelo de madera.
Bella gritó al tiempo que un perro pequeño con un pelaje de un gris azulado moteado avanzaba a trompicones hacia Edward.
Él se arrodilló entre risas para saludar al intruso.
—Qué tal, Calamardo.
Por segunda vez en una hora Bella había perdido el control por completo. No ganaba para bochornos.
—Perdona. No sabía que tuvieras un perro.
—Es un pastor ganadero australiano —puntualizó Edward, sonriendo mientras masajeaba la cabeza del animal—. Cuando lo adoptamos, me gustaba mucho Bob Esponja. Ahora está sordo y casi ciego. Se pasa casi todo el día durmiendo… por eso no se ha enterado cuando hemos entrado. —Calamardo se apoyó en Edward, como si lo utilizara para mantenerse erguido—. ¿Cómo estás, colega?
Bella se puso en cuclillas para acariciarlo.
—¿Es sociable?
—Si primero dejas que te huela la mano, no te hará nada.
El propio Calamardo olía lo suyo, pero a Bella no le importó. Tenía un pelaje grueso, casi ceroso. Pero era agradable estar acariciando a un perro y más agradable aún estar cerca de Edward.
—¿Tú tienes perro? ¿En Hawái?
Edward apartó la mirada al añadir aquella segunda pregunta, consciente de lo poco dada qué era ella a hablar de su pasado.
Pero los perros eran un tema inocuo. Bella negó con la cabeza mientras Calamardo se ponía boca arriba.
—Mi madre asegura que tiene alergia. En el fondo piensa que lo dejan todo hecho un asco.
—También tenemos una gata. Estará fuera.
—¿Arenita Mejillas?
—Raven —contestó Edward, sonriendo.
—Ah. Ese nombre mola mucho más.
—No necesariamente. En aquella época estaba coladísimo por Raven Symoné.
Bella se rio.
Edward frotó la barriga de Calamardo.
—No entiendo por qué me dejaban mis padres poner nombre a nuestras mascotas.
—Porque eran cojonudos, está claro.
Bella se estremeció en cuanto aquellas palabras salieron de su boca.
¿Habría hecho bien en referirse a ellos? Aunque él había sido el primero en sacarlos a colación.
Y ahora asentía, mostrando su conformidad.
Ella pensó entonces que quizá Edward agradecía que se valorara a sus padres. Puede que le resultara más duro que la gente lo esquivara para evitar hablar de ellos… que hicieran como si nunca hubieran existido.
Bella solía fingir que los suyos no existían. Por insistencia de su abuela, llamaba a su madre una vez a la semana y a su padre cada quince días. Ni siquiera sabían lo que sucedía allí, porque, hasta aquel momento, ella no se había planteado contárselo. Sus padres siempre aprovechaban aquellas llamadas que se le hacían eternas para quejarse el uno del otro.
Edward se lavó las manos después de tocar al perro y sacó dos burritos del congelador, que sostuvo en alto para mostrárselos a ella. Ambos eran de judías y queso.
—¿Uno o dos?
Bella se moría por un cuenco de saimin, un plato de fideos tan popular en Hawái que lo incluían en los menús del McDonald's. En Osborne ni siquiera había un McDonald's, aunque fuera sin saimin, pero los burritos tenían un pase. Mejor que cualquier cosa que habría preparado de cena con su abuela.
—Uno, por favor —contestó—. Gracias.
Edward los sacó del envoltorio y vaciló antes de coger otro burrito. Metió los tres a la vez en el microondas.
Mientras rascaba a Calamardo por detrás de las orejas, Bella se fijó en una fotografía descolorida que había en la nevera. Los padres de Edward posaban delante del géiser de Old Faithful. Estaban abrazados y sonreían mientras un chorro de agua se elevaba sobre sus cabezas como expulsado por el espiráculo de una ballena. La sonrisa de su padre se veía poco natural, propia de un granjero, pero su madre parecía despreocupada. Al lado había una foto de Edward y su hermano. Edward debía de ir ya al instituto por los años que aparentaba, pero aun así sería bastante más pequeño de la edad con la que Bella lo había conocido. Tenía unas extrañas mechas verdes en el pelo, y estaba haciendo una mueca entre risas al tiempo que Emmett lo atraía hacia sí en un abrazo forzado. Bella se preguntó si sus padres ya estarían muertos y quién habría sacado la foto.
—Intenté teñírmelo de azul. —Como siempre, Edward había estado observándola—. Olvidé una de las primeras lecciones que aprendes en la escuela, que, si mezclas amarillo y azul, sale verde.
—Pareces una sirena. Una triste sirena adolescente.
Edward se quedó parado. Luego se tapó la cara y sacudió la cabeza de un lado a otro, incrédulo.
—Puede que eso sea lo peor que me han dicho en toda mi vida.
—¡No! —Bella estalló en carcajadas mientras sonreía mostrando toda la dentadura—. Quiero decir que mantengo lo dicho. Pero te juro que tengo fotos igual de malas. Peores aún.
—Exijo prueba de ello.
—Vale. La próxima vez que estés en mi casa, mira debajo de mi cama.
Edward parpadeó y, acto seguido, arqueó las cejas, quizá al oír el comentario de su cama.
—El equipo de natación de séptimo. —Bella se estremeció al recordar su pecho plano, su postura desgarbada y su atuendo poco favorecedor—. Dejémoslo ahí.
El microondas emitió una extensa serie de pitidos. Mientras Edward sacaba los burritos humeantes de su interior, le lanzó una mirada.
—¿Eres nadadora?
Mierda.
Bella no podía creer que se le hubiera escapado. Había practicado la natación de competición desde los siete años, pero su abuela era la única persona allí que lo sabía. Osborne no contaba siquiera con un equipo dedicado a aquel deporte. Y aunque así fuera, aquello formaba parte del pasado.
—Antes nadaba —respondió, apartando la mirada—. Un poco.
Reparó por casualidad en una carpeta marrón que había en el centro de la mesa de desayuno. No le hacía falta abrirla para saber qué contenía.
Edward siguió su mirada.
—¿Ves? Si es que casi me está pidiendo que lo lea.
—¿Por qué no se la ha llevado consigo?
—Seguro que se la ha olvidado. Le pasa siempre.
El expediente del caso tenía un grosor considerable.
—¿No se supone que la buena memoria es una cualidad importante en un agente?
Por suerte, Edward no se sintió ofendido.
—Por eso lo anotan todo. Los polis hacen la tira de papeleo. De todos modos, la memoria no es de fiar.
Bella deseó tener la capacidad de olvidar. En las horas más oscuras de la noche, su propia memoria se mostraba viva y cruel.
—Puedes echar un vistazo si quieres. —A Edward se le tensó la voz—. No es agradable.
Por supuesto que quería mirar —la pura curiosidad humana lo exigía—, pero una vez que lo hiciera ya no habría marcha atrás. Aun así, sus dedos avanzaron lentamente hacia el dosier y lo abrieron de modo temerario para revelar una pila de papeles y fotografías. Un cuerpo de mujer yacía boca arriba, con el brazo derecho colgando inerte por el borde de una cama.
Tenía cinco tajos en el cuello. Uno para la boca y dos para cada ojo: X y X.
Ojos de un personaje de dibujos animados muerto.
En la imaginación de Bella aquella escena, aquel rostro sonriente, se veía pulcro y preciso, pero en la realidad… era un baño de sangre. La cabeza se hallaba demasiado inclinada hacia atrás como para que se vieran los ojos de verdad de Lauren. El corte más largo era profundo y atroz, y la piel del cuello le colgaba en una abertura fea e irregular. El cabello de la joven, su ropa y las sábanas estaban lo bastante empapados de sangre como para cortarle la digestión a un carnicero. Se le había secado en el interior de las fosas nasales.
Bella cerró el dosier con una mano temblorosa.
—Creepy, ¿eh? —dijo Edward.
«Creepy» se quedaba corto. Era espantoso.
Un cadáver de verdad no se parecía a los que se veían en la tele o en el cine. No tenía nada de artístico. No había nada colocado con artificio. El cuerpo de Lauren se veía sin vida, pero no como si se la hubieran quitado, sino como si nunca la hubiera tenido.
Edward se presionó las sienes con los dedos.
—Debería haberte advertido.
—Lo has hecho.
Bella se abrazó. ¿Estaría Mike también en aquella pila de fotos, o tendría un expediente aparte? La brutalidad del crimen la abrumaba.
Aquello era obra de una persona de carne y hueso. Alguien se había colado en casa de Lauren y la había asesinado en su propia cama.
—¿Hay alguna posibilidad de que la policía tenga una pista? —quiso saber.
Edward negó con la cabeza.
—Pero creen que podría ser alguien mucho más bajo que Mike.
—O sea, que no sería otro jugador de fútbol.
—Exacto.
—¿Y eso por qué?
Edward esperó a que ella lo mirara a los ojos.
—¿Estás segura de que quieres saberlo?
Bella asintió.
—Antes de que el asesino hiciera… lo que hizo, apuñaló a Mike en la barriga. Pero el abdomen no tuvo nada que ver con la exhibición final de su cerebro. Así que lo más probable es que lo atacara alguien que físicamente no pudiera ir directamente a por su cabeza. Primero necesitó debilitarlo. Ponerlo a su nivel. Puede que el asesino fuera una mujer, después de todo.
Ojos de personaje de dibujos animados muerto. Sangre dentro de las fosas nasales.
Bella se dio cuenta de que la estaban empujando suavemente con un plato de comida a la altura del estómago.
—Eh. Se está mejor en mi cuarto —sugirió Edward.
Ella bajó la vista hacia el plato caliente. ¿Habrían apuñalado a Mike una sola vez en el vientre o habrían sido necesarias múltiples cuchilladas para derribarlo?
Cogió el plato de burritos sin decir nada. Edward llevó los vasos de agua.
Mientras las escaleras crujían bajo sus pies, Bella se preguntó cuántas imágenes truculentas habría visto él desde que su hermano se había hecho policía. En Osborne nunca habría habido muertes tan violentas como aquellas, eso sin duda, pero que la gente pereciera por accidente entraba dentro de lo normal. Gente como sus padres.
¿Resultaría más fácil mirar aquellas fotos? ¿O más difícil, sabiendo que tantas personas morían tan jóvenes… y de forma tan espantosa? ¿Ver la prueba de ello te haría ser más paranoico o más prudente? ¿O te curtía sin más?
Había fotografías antiguas por todas partes. En el descansillo del piso de arriba colgaba un retrato de estudio enmarcado de la familia entera. Edward era tan pequeño que su madre lo tenía en el regazo. ¿Qué sentiría él al ver aquella imagen cada día?
—Es esta —anunció Edward, apartando aquella frase de su mente.
Bella había supuesto que su dormitorio sería tan oscuro y exento de adornos como su vestuario, así que cuando él abrió la puerta ella pestañeó sorprendida.
La habitación estaba llena de luz y señales de vida. Incluso la cocina despedía un tufillo a abandono, pero allí los omnipresentes libros de bolsillo de Edward se veían esparcidos por todas las superficies. A falta de más espacio en los estantes llenos a rebosar, se veían tirados en la alfombra, apilados encima y debajo del escritorio e incluso amontonados de cualquier manera sobre la cama sin hacer, la cual, con su rebujo de mantas disparejas, parecía el lugar más acogedor de toda la casa.
Bella dejó el plato encima del escritorio y cogió el libro más próximo, Los viajes de Júpiter.
—Cuatro años alrededor del mundo en una Triumph —leyó en voz alta.
En la portada salía un hombre con una cazadora de cuero pasada de moda y una moto antigua. El libro también olía a viejo, como estanterías cubiertas de polvo y la leve presencia de moho. Lo utilizó para señalar la habitación.
—Sabía que te gustaba leer, pero esto es… una pasada.
Edward se encogió de hombros con las manos metidas en los bolsillos.
—Los saco de mercadillos caseros y de la librería de segunda mano de East Bend. No los he leído todos. No paro de encontrar gangas.
—No pretendía burlarme de ti. Mi último novio también leía mucho.
Mierda. Por partida doble.
Edward no era su novio. Apenas se conocían. Ella quería saber más de él, y desde luego quería que él fuera su novio, pero ambos seguían parapetándose tras el muro de una historia callada. Decidió actuar como si no hubiera querido decir nada con ello y cogió otro libro con aire despreocupado. Miró a Edward. Su tez pálida era incapaz de ocultar un rubor emocional. Al menos no parecía que la idea le repeliera.
Bella se había llevado una sorpresa la mañana anterior en el coche de Alec cuando había descubierto que Edward era más tímido que rebelde, pero su sorpresa fue incluso mayor al darse cuenta de que su timidez le parecía atractiva.
Sostuvo en alto una guía de viajes de Italia.
—¿Te importa si voy contigo?
—Nos vamos esta noche.
Edward avanzó hacia ella, y a Bella se le encogió el corazón. Pero él solo se había acercado para sacarse las llaves del bolsillo y llevar el plato a la cama.
Presa de la desilusión, Bella abrió la guía al azar.
—Positano. Hotel Intermezzo. Excelente relación calidad-precio en este encantador hotel familiar con vistas al mar. —Llevó la guía hasta la cama y se dejó caer al lado de Edward—. ¿Llamo para reservar?
Edward sonrió mientras mordía un burrito. Con la otra mano le ofreció el plato, y Bella aceptó uno. Le resultaba extraño compartir plato, pero le gustaba la idea. La hacía sentirse más cerca de él.
—Cuéntame.
Bella tragó saliva antes de hablar. El burrito barato era de lo más mediocre, pero llenaba muchísimo.
—¿Que te cuente qué?
—Cómo era tu último novio. El lector.
Bella sonrió. Pillada. Y le dio un toque en la pierna con la rótula, complacida ante la patente muestra de celos de él.
—Pensaba que había desviado la conversación.
—Lo has intentado. Normalmente se te da bien. Lo de desviar la conversación.
Era la primera vez que le reconocían eso en voz alta. Bella se sintió reprendida, pero respondió al desafío.
—Está bien, te propongo una cosa. Yo te hablo de mi último novio si tú me hablas de tu última novia.
Edward se lo pensó unos segundos.
—Trato hecho.
Bella se armó de valor para seguir siendo sincera.
—Se llamaba Jason Nakamura, y estuvimos saliendo siete meses. —Intentó descifrar la expresión de Edward, que se mantuvo enigmática hasta la exasperación—. Él también nadaba. Estilo libre.
Pero luego dejó de hablar conmigo, añadió Bella mentalmente.
—Pero luego me mudé.
—¿Intentaste mantener la relación a distancia? —preguntó Edward.
Bella dejó en el plato el último bocado, una punta de tortilla que había quedado congelada.
—Habría sido a mucha distancia. —Al ver que él esperaba que desarrollara la respuesta, ella escogió con cuidado las palabras que dijo a continuación—: No. No nos gustábamos lo suficiente.
Edward asintió con la cabeza en señal de comprensión.
Bella se preparó.
—Te toca. Tu última novia.
Edward dejó el plato en el suelo con un golpetazo hueco.
—Nadie.
No era la respuesta que Bella esperaba. Se lo quedó mirando, intentando entender. Él le devolvió la mirada mientras repetía:
—Nadie.
—Explícate. Utiliza más palabras.
Una sonrisa tensó los labios de Edward.
—Nunca he tenido novia.
Bella se había enrollado con él. Lo habían hecho. Aquella afirmación le parecía del todo improbable. Él sabía lo que estaba pensando ella y se encogió de hombros, pero no con un gesto de indiferencia. Más bien era un ademán que ocultaba cierto grado de bochorno.
—Nunca he tenido novia, pero sí, está claro que no eres la primera con la que lo he hecho.
Bella no pudo morderse la lengua.
—Está claro.
Bella miró al techo, muerto de vergüenza.
—No digo que esté claro porque yo sea la hostia. Está claro porque…
—Ah, no. No, no, no. —El pelo de Bella rebotó de un lado a otro mientras negaba con la cabeza—. Necesito oírte terminar esa frase.
El semblante de Edward adoptó una inexpresividad deliberada.
—Porque duré más de treinta segundos.
Bella estalló en una carcajada escandalosa, lo que hizo sonreír a Edward.
Él siempre sonreía cuando la veía contenta. Bella invadió el espacio que había entre ellos.
—Entonces, ¿qué? ¿Vas a hablarme de esa no novia? ¿O no novias?
Los labios de Edward se extendieron hasta dibujar una amplia sonrisa.
—Sí.
Ella se le acercó más, haciéndole señas para atraerlo.
—Pero hoy no, ¿verdad?
Sus labios se rozaron.
—Hoy no —confirmó él.
Se lanzaron el uno hacia el otro a la vez. Sus bocas chocaron. Se quitaron las chaquetas. Bella se escurrió hasta quedar tumbada de espaldas, y él se puso encima, aplastándola. El peso de su cuerpo la convirtió en una fiera salvaje. Sus dedos lo arañaron bajo la camiseta y por la espalda al tiempo que Edward deslizaba las manos sobre su sujetador.
Bella se llevó las manos hasta el bajo de la camiseta para quitársela por la cabeza, cuando de repente… se dieron cuenta.
Había una tercera persona en la habitación.
