Disclaimer: Nada de esto me pertenece, la saga crepúsculo es propiedad de Stephenie Meyer y la trama es del libro "Hay alguien en tu casa" de Stephanie Perkins, yo solo busco entretener y que más personas conozcan este libro.
Capítulo 14
Dejaron el coche de Edward en el instituto y fueron caminando a casa de Bella, por si acaso su abuela regresaba pronto y él tenía que salir pitando sin que lo vieran. A ninguno de los dos se le escapó la ironía de un comportamiento como aquel, que les hacía parecer sospechosos, pero lucía el sol y el frescor del aire plasmaba la magia del otoño.
Las hojas caían dando vueltas desde lo alto y se arremolinaban en la acera. Los crisantemos iluminaban el paisaje anodino con vistosas explosiones de amarillo, azul lavanda y teja. Fantasmas de estopilla colgaban de una cuerda invisible sobre las ramas de los árboles. Lápidas con nombres jocosos formaban cementerios provisionales, y calabazas de todo tipo —naranjas, blancas, altas, redondas, planas y en miniatura— decoraban porches y puertas por doquier. Solo quedaban tres días para Halloween.
La tarde se percibía como un regalo. Una tregua en medio del estrés permanente. Tenían un plan sencillo: Bella pediría a su abuela que le fuera enviando mensajes de texto para tenerla informada en todo momento de su hora de llegada, y cuando ya faltara poco Edward se largaría a escondidas. Bella le explicaría que Alec acababa de irse, sabiendo que la abuela Swan estaba por llegar y que sus padres estarían sufriendo por no tenerlo en casa. Su abuela se subiría por las paredes, pero no sería nada que no pudiera arreglarse en una noche.
En el tramo de Walnut Street flanqueado de robles aún quedaban charcos de nieve derretida. Todas las calles que atravesaban de norte a sur el barrio más antiguo de Osborne tenían nombres de árboles: Cedar (Cedro), Elm (Olmo), Hickory (Nogal Americano), Oak (Roble), Pine (Pino), Spruce (Pícea), Walnut (Nogal) y Willow (Sauce). Los habían bautizado por orden alfabético, para que así los lugareños siempre pudieran encontrar el camino de vuelta a casa. Últimamente Bella sentía un alivio irracional por no vivir en Elm Street.
—¿Qué le dirás a tu hermano? —preguntó ella.
—Que voy al trabajo temprano —respondió Edward.
Se produjo un momento de tensión mientras doblaban la esquina por un lateral de la casa, y…
Ajá. Todo despejado.
El Taurus dorado de su abuela no estaba.
Entraron por la puerta de atrás. El silencio reinaba en la casa. Lo único que se oía era el latido de su interior, el pesado péndulo del enorme reloj de pie.
—Está claro que es una casa de gente mayor —susurró Bella.
—A mí me gusta —opinó Edward en voz baja.
No tenían por qué hablar así, pero lo hicieron igualmente. La energía bullía entre ellos, con una intensidad incontenible.
—Estoy segura de que las únicas cosas que hay aquí de este siglo son las que he traído conmigo —comentó ella.
Él se rio en silencio. Bella lo llevó fuera de la cocina para ir escaleras arriba.
—¿Aún no lo ha terminado? —preguntó Edward.
Bella se detuvo en plena subida.
—El puzle —aclaró él.
Ella siguió su mirada por encima de la barandilla hasta el salón, donde casi todas las piezas del cielo —las azules, blancas y grises— seguían esparcidas por la mesa de centro. Negó con la cabeza y sonrió.
—Creo que está esperándote.
—La próxima vez vendré cuando esté en casa.
Bella levantó una ceja.
—¿Seguro que no quieres ponerte a hacerlo ahora?
Edward se mordió el labio y dejó que el piercing le sobresaliera.
Mientras Bella lo llevaba hasta su dormitorio, notó la mirada de él sobre las curvas de su cuerpo. Percibió su deseo, porque era el mismo que ella sentía en su interior.
Cerró la puerta tras ellos. Por si acaso.
Eso le recordó que debía mirar el móvil, y vio que había recibido un nuevo mensaje de su abuela. «Accidente en la ruta 6. Atasco en Omaha oeste».
—EJ tráfico es una porquería. Estamos de suerte —anunció con voz cantarina mientras enchufaba el móvil a un altavoz y subía el volumen.
Lo de la música alta también era por precaución, pero Edward no pareció reparar en ello. Se le veía desconcertado por el espacio que tenía a su alrededor.
Molesta, Bella cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿Qué?
Edward se tomó un instante para ordenar sus pensamientos.
—Es como el resto de la casa. No te pega. Parece que estás… de visita en esta habitación.
La perspicaz observación resultó más hiriente de lo esperado.
—Supongo que así es.
Edward asintió, y a Bella le sorprendió ver desilusión en su gesto. Se acercó a él de forma automática, descruzando los brazos, pero Edward se apartó de ella. La barrera emocional volvió a interponerse entre ambos. Él se arrodilló junto a la cama.
—Pero ¿qué…?
—Una vez me dijiste que encontraría algo aquí debajo. —Ante la cara de perplejidad de Bella, Edward añadió—: ¿Una foto?
A ella se le pusieron los ojos como platos al recordar la vieja foto del equipo de natación.
Él sonrió con picardía.
—No, no, no, no, no, no, no.
Bella se abalanzó para interponerse entre la cama y Edward, y le inmovilizó los brazos mientras él trataba de coger algo que quedaba fuera de su alcance. No podía permitir que viera la foto en aquel momento. No mientras intentaba seducirlo.
—La próxima vez —le dijo, riendo—. Te prometo que la próxima vez te la enseño.
El pecho de ella rozó el de él. Ambos jadeaban.
Edward dejó de moverse para dedicarle otra sonrisa tentadora.
—¿Y de qué sirven las promesas de alguien que miente a su propia abuela?
Bella le dio un beso en los labios —un piquito— y se apartó.
—Otro día. En serio. —Lo besó de nuevo—. Pero hoy no.
Edward se inclinó hacia delante y la besó. Bella se retorció para quitarse el abrigo y quedó atrapada por las mangas. Ambos se echaron a reír mientras él la ayudaba a librarse del enredo.
—Tengo curiosidad…
—¿Quieres saber por qué voy con un abrigo tan grueso? Pues porque ha nevado, y yo me he criado en la playa.
—Tengo curiosidad por saber por qué eres una gótica invernal.
Bella estaba a punto de darle otro beso, pero ante aquel comentario se detuvo.
—¿Cómo?
—Tu ropa de verano es de colores vivos, en cambio la de invierno es toda negra.
Edward señaló el abrigo y el jersey que Bella llevaba puestos para demostrar lo que afirmaba, y luego bajó la cabeza hacia ella para seguir con la sesión de besos, como si no acabara de iniciar una extraña conversación.
Bella se echó hacia atrás para impedirle llegar a sus labios.
La ropa de verano era su vestimenta del pasado. En Hawái no necesitaba más prendas de abrigo que unos tejanos y una sudadera. Allí había tenido que pedir a su abuela que le comprara un chaquetón, un gorro, una bufanda, irnos guantes y varios jerséis. Habían ido a un centro comercial de Omaha, y ella lo había elegido todo negro. No sabía explicar el motivo salvo por el hecho de que cuando vestía de ese color se sentía un poco más protegida. Un poco más endurecida. Pero eso sonaba ridículo, y no quería que Edward pensara que lo imitaba a él o a Nya.
En lugar de ello, optó por provocarlo.
—Me gusta que estés tan pendiente de la ropa que llevo.
—Yo siempre estoy pendiente de ti. Siempre te veo.
Sus cuerpos se unieron en una atracción desesperada. La sudadera de Edward desapareció, seguida del jersey de Bella. Y luego la camiseta de él.
Estaban tumbados en la cama, ella ya sin los jeans, solo en ropa interior.
Acercó la mano a la cremallera de los pantalones de Edward.
Él puso una mano sobre la suya.
—¿Te parece bien? ¿Estás segura?
Esas eran las preguntas que exigían franqueza.
—Sí —respondió ella—. ¿Y tú?
—Sí.
Bella lo besó de nuevo, apartando con delicadeza la mano de él.
—Sí —repitió ella.
—Sí —repitió él.
El chico del pelo rosa estaba dormido, y su abuela le había mandado un mensaje hacía treinta minutos para decirle que ya comenzaba a moverse, pero que seguía circulando con lentitud. Aún tenían como mínimo otra hora más.
«¡Tranquila! Mantenme informada», le contestó Bella.
Su canción preferida sonó a todo volumen por el altavoz mientras contemplaba cómo subía y bajaba el pecho desnudo de Edward. Él tenía el vientre plano, mucho más plano que el suyo, y se le veía más contento sumido en un sueño profundo que cuando estaba despierto. Parecía calmado. El polvo había sido increíble, y no solo porque lo hubieran hecho en silencio (por si acaso). Había sido diferente a la primera vez. Había sido mejor. Había sido más.
Bella lo observó hasta que le pudo la sed. Se vistió de nuevo, tapó a Edward con una manta y bajó a la cocina. El cajón de los cubiertos estaba abierto.
Le dio un vuelco el corazón.
—¿Abuela?
Aparte del tictac del reloj del salón, el silencio reinaba en la casa.
Bella cerró el cajón con una mano temblorosa. Es imposible que ya esté en casa, pensó. Rebobinó una hora hasta el momento de su llegada, tratando de recordar si había visto el cajón abierto al pasar por la cocina. Le parecía que no, pero debía reconocer que iba distraída.
Seguro que estaba abierto.
Su abuela lo habría dejado así antes de marcharse. Menos mal que había ido al especialista. Puede que por fin obtuvieran algunas respuestas.
Bella se llenó una taza de plástico con agua del grifo y se la bebió de un trago. Luego volvió a llenar la taza para Edward, pero entonces decidió utilizar el baño de abajo, el de su abuela, antes de subir de nuevo. Con la música a tope no creía que él llegara a oírla haciendo pis en el de arriba, pero aun así le cohibía la idea.
Cuando regresó a la cocina, el cajón de los cubiertos estaba abierto. Su cuerpo se paró con una sacudida. Bella ahogó un grito desde el umbral.
Se le habrán aflojado los rieles. Por eso se abre solo todo el rato.
Pero se le formó un nudo en la garganta.
Bella no sabía por qué tenía miedo. Miró la puerta de atrás, pero la vio cerrada con llave. Echó un vistazo a su espalda, pero comprobó que estaba sola. Pues claro que lo estaba.
Entró en la cocina con sigilo y empujó el cajón hacia dentro, unos centímetros nada más. Para probar si cerraba bien o no, esperando que se deslizara de nuevo hacia fuera.
No lo hizo.
Lo empujó hasta el fondo.
Esperó.
El cajón siguió sin abrirse. Puede que la abuela tenga razón, pensó. Tal vez sea yo la que esté perdiendo la razón. La idea resultaba inquietante, porque podría ser verdad. Existía realmente un espacio de tiempo que le costaba recordar. Quizá aquellos recientes descuidos eran rastros del trauma que había sufrido en el pasado. O, peor aún, quizá fueran la prueba de una nueva progresión.
La vergüenza la invadió mientras observaba el cajón, deseando que se abriera. Pegó la oreja en la chapa que lo cubría y aguzó el oído.
Nada. El cajón aguantaba en su sitio.
—Mierda —susurró.
Bella negó con la cabeza. Hizo amago de coger el agua, pero la taza estaba vacía.
—Mierda —repitió, dándose la vuelta.
No sabía si buscaba a su abuela o a Edward, pero allí seguía sin haber nadie. Con manos temblorosas rellenó la taza de plástico y se dirigió hacia las escaleras. El agua amenazaba con derramarse por los bordes a cada paso que daba. Y fue entonces cuando reparó en el puzle.
Las piezas del cielo se hallaban encajadas en su sitio.
El puzle estaba terminado.
A Bella se le cayó la taza de la mano. El agua le salpicó los jeans mientras la taza rebotaba y su contenido se vertía por la moqueta. La cogió como pudo.
—¿Abuela? —dijo en voz alta—. ¿Abuela, dónde estás?
¿Por qué le habría enviado aquellos mensajes de texto? ¿Sería una prueba para ver si Bella le mentía? ¿Sabría que Edward estaba allí? ¡Joder!
Seguro que los había oído arriba, y ahora estaba esperando a que él se marchara a escondidas para poder enfrentarse a Bella. Era algo que haría su madre. Le encantaba tender trampas a Bella y luego castigarla por caer en ellas. ¿Sería su abuela más parecida a su madre de lo que había creído?
Volvió corriendo a la cocina.
—¿Abuela? ¿Estás en casa?
Seguía sin haber respuesta.
Plantó la taza en la encimera, cogió un paño de cocina y volvió a salir para secar la moqueta a los pies de las escaleras. Le ardían las mejillas.
Sentía como si le hubiera estallado el corazón en el pecho. Si Edward la había oído gritar, estaría obrando como un chico listo, sin dejarse ver. Bella agarró el paño mojado, regresó a la cocina y a medio camino se paró en seco.
La taza había desaparecido.
La cabeza le dio vueltas, incapaz de asimilar lo que veía.
—¿Abuela? —Salió corriendo hacia el dormitorio de su abuela, en la parte de atrás de la casa—. ¿Estás ahí?
Aporreó la puerta cerrada y, al ver que nadie contestaba, entró de golpe.
La cama estaba hecha. No había nada fuera de su lugar habitual. Hasta miró dentro del armario, sin saber por qué.
Volvió a toda prisa a la cocina para asomarse por la ventana que daba al camino de entrada y se tambaleó hacia atrás. La taza estaba en medio de la encimera, y todos los cajones y los armarios se hallaban totalmente abiertos.
Bella se sintió paralizada. En el camino de entrada, visible desde allí, no había ningún coche.
—¿Edward? —susurró.
Se obligó a darse la vuelta, casi esperando que él estuviera detrás de ella.
No era así.
Aturdida, se dirigió hacia las escaleras a trompicones. Se fijó en el puzle ya terminado, y un frío repentino le heló el cuerpo entero al instalarse en él un nuevo horror.
El asesino había cambiado de sitio los muebles del salón de Demetri.
Bella recordó los cajones y los armarios de su casa… la de veces que se habían quedado abiertos en los dos últimos meses. ¿Y si el agresor había jugado con sus víctimas antes de matarlas? Los actos contra ellas podrían haber pasado casi desapercibidos. Como si les hubiera hecho luz de gas.
Cosas en las que nunca repararía un agente que inspeccionara la escena de un crimen.
La policía había supuesto que los muebles de Demetri se habían cambiado de sitio tras su muerte como parte de la elaborada puesta en escena que parecía gustar al asesino. Pero ¿y si este había movido los muebles antes de matar a Demetri?
Una figura encapuchada salió de su escondite junto al reloj de pie.
