CAPÍTULO 16.
No sabía el motivo tras todo esto, pero ahora que había descubierto las intenciones de mis secuestradores me sentí como si el peso del mundo se hubiera instalado sobre mis hombros. A mis pulmones le costaba conseguir el suficiente aire, mis brazos y piernas pensaban cada uno un quintal y mi cabeza... oh, mi cabeza. Bullía como un caldero al fuego, echando pompas y más pompas mientras el agua lentamente iba evaporándose.
La firme determinación de InuYasha de negarse a ser unos de sus putos títeres me ponía en una gran disyuntiva. Como ya me había dicho a mi misma, por un lado me sentía muy feliz y agradecida porque InuYasha fuera lo suficiente considerado como para dejar que fuera mi elección... bueno, a quién le diera yo mi cuerpo. Nunca había pensado en demasía sobre ese tema (mi madre me había reñido más de una vez por ello, afirmando que ya era lo suficiente mayor como para "asentar la cabeza"), pero siempre algo en mi se había sentido... sucia, cuando mi madre me decía que en el momento que eligiera un hombre con el que enlazar mi vida, yo debía someterme a sus deseos y voluntades, porque si lo hacía... ¿qué quedaría, entonces, de mí en la relación? Supongo que no había tenido mucho sentido pensar en ese tema cuando me secuestraron y metieron aquí. Pero ahora... (y he aquí el segundo camino que tomaba mi conciencia) no podía evitar sentirme culpable porque estaba en mi mano ayudar a InuYasha, cuando él se había estado preocupando por mi desde el primer momento, y no podía hacer nada por ello. Honestamente, nunca me había parado a pensar en las implicaciones de... hacerlo, pero si había alguien a quien ahora mismo le confiaría mi cuerpo sin dudarlo dos veces sería a InuYasha. No solo porque despertaba sensaciones en mi cuerpo que nunca antes había experimentado y que me hacían sentir bien a pesar de la mierda de situación en la estábamos, sino porque odiaba verlo sufrir por algo que tenía "fácil" remedio.
Quería ayudarle, pero él no quería dejarse ayudar.
No me quería.
Y yo...
—Deja de darle vueltas a la cabeza, maldita sea.
No pude evitar resoplar por lo bajito ante su refunfuño.
InuYasha se había cerrado en banda a cualquier intento de... ¿negociación?, y yo no sabía cómo actuar sobre ello, si aceptarlo o enfurecerme. Porque, aunque él no lo dijera en voz alta, si esta noche volvía a pasar lo mismo, ambos sabíamos que no sería InuYasha quién tendría la última palabra después de todo.
Que, si jugaba bien mis cartas, quizás... podría... seducirle y acabar toda esta tontería. Así como hacían las "mujerzuelas" de las que tanto mi madre hablaba. En mi aldea, había una: Yuko; una viuda con un par de hijos que, según mi madre, gracias a sus "aceptables" atributos femeninos se aprovechaba de los buenos deseos de los hombres para ganarse el pan sin dar un palo al agua. En mi juventud me había insistido una y otra vez que me mantuviera alejada de ella, y yo había cumplido sus deseos, pero fueron numerosas las veces en las que me había detenido para contemplarla desde la distancia (por desgracia para mi madre, su cabaña estaba ubicada cerca de la nuestra). Caminaba por la calle con la frente erguida, sin hacer caso de los murmullos que se levantaban a su alrededor, pero al llegar a su casa, siempre se detenía por unos segundos. Asemejándose a un pequeño ritual, en esos momentos, sus ojos se cerraban y sus hombros se encorvaban, como si ella también estuviera sintiendo el peso del mundo sobre sus hombros, para que segundos después plasmara una torpe sonrisa en sus labios que escondía muchos secretos y entrara en la casa con paso seguro.
El chillido de felicidad de sus hijos, así como la risa de ella, todavía resonaba en mis oídos.
Siempre había sentido curiosidad por la infame Yuko, ignorada y maldecida por el pueblo cuando años antes había sido una más de la comunidad, pero el susurro de mi madre había pinchado incesante en mi cabeza durante años, así que nunca me había atrevido a hablar con ella a pesar de que había tenido muchas preguntas que hacerle:
¿Por qué lo hacías?
Y la que yo creía más importante: ¿Merecía la pena?
Al hilo de mi situación, en el presente estaba empezando a entenderla, y creía saber cuáles serían sus respuestas.
Supongo que las mismas que diría yo de preguntarme ahora a mí.
—InuYasha— solté de pronto; mi voz resonó en la celda.
De nuevo al otro lado del habitáculo, no pude verlo pero lo sentí prestarme toda su atención.
—Todo irá bien— dije yo por primera vez en un intento de darnos esperanzas; y también debía reconocer que estaba empezando a creerme esas palabras.
—¿Qué...? ¿Qué mierda dices? Kagome, joder, creí que habíamos cerrado el maldito tema y no había nada más que discutir.
No respondí. Lo escuché levantarse soltando un par de improperios por lo bajo, y se acercó a mí. Una de sus manos me rodeó el brazo y me obligó a levantar la mirada. Sorprendida, dejé de respirar mientras miraba a la nada. Mis ojos estaban perdidos en la oscuridad y no sabía que imagen debía estar proyectándole a la visión desarrollada de InuYasha.
—Te juro que como se te ocurra llevar a cabo tu estúpido plan...
Nunca llegué a escribir el final de su amenaza porque entonces se escuchó un sonido que pocas veces presagiaba cosas buenas.
El chirrido de la pesada puerta de metal.
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La última imagen que tuve de él se quedaría grabada a fuego en mi memoria: unos ojos dorados más brillantes que el maldito sol. Dos luces que fueron arrebatados de mi vida sin poder oponer resistencia.
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Palabras: 976
Uuuuuuups.
¿Que pasó?
Pd: Siento que la historia no esta gustando como debería :(
