VII – Una decisión difícil
Ya vienen,
Ninguno de ellos estaba preparado,
Esos cuervos, sus graznidos… eran un aviso.
Pero ya era demasiado tarde,
Ya vienen.
–¡Haibara!
Las llamas devoraban aquel edificio abandonado de su vecindario como si de un delicado papel se tratara. La deducción de Okiya estaba en lo cierto: La Organización estaba detrás de cada uno de aquellos sucesos, secuestrando ahora a su científica más brillante, pero todavía desconocían su cometido.
¿Por qué no destruyeron el hogar de Agasa?
El ordenador estaba impecable, sin formatear.
De ahí necesitaban algo y Haibara era la intermediaria.
El humo les impedía ver con claridad, estaban en la última planta, dejando atrás el cadáver de un hombre con signos de haberse suicidado con una pistola. Conociendo a esa gente era un chivo expiatorio, la persona que sería culpada por sus asesinatos.
–¡Haibara!
–¡Está aquí, Conan!
Conan se agachó, cogiendo el cuerpo de la niña, inconsciente. Cargándola sobre su espalda como una vez hizo en el hotel Haido. Estaba ilesa, sin contar el corte de la frente, pero sus heridas psicológicas tardarían en sanar. Sintió como pisaba algo bajo sus pies: El pequeño localizador que coló entre la ropa de Haibara, permitiéndole saber dónde estaba en todo momento.
Era un milagro, aunque era lento con sus deducciones,
Ese pequeño aparato había impedido perderla.
Con seguridad el secuestrador lo encontró y prefirió dejarla allí, rompiendo así el contacto para que no obtuvieran ninguna pista sobre él y poder huir con más facilidad. Sintió como el suelo temblaba, la estructura iba a ceder con ellos dentro.
–¡Salgamos de aquí!
Gin observaba la situación desde una terraza, prismáticos en mano para conocer de una maldita vez ese caballero andante que vigilaba a su presa y no permitía que se la llevase tan fácilmente.
Ya había descartado al viejo que mató nada más ver su cuerpo sangrante sobre el suelo: Era demasiado mayor para aquel esfuerzo físico que realizó en aquel reencuentro con su traidora, quien intentó dormirle con un extraño dardo anestésico. Sentía como los celos envenenaban su fría mente.
Abrió los ojos, sorprendido, salían tres personas pero una de ellas cargaba con el cuerpo de la niña. Sus gafas eran conocidas y extrañas: Un especie de radar aparecía en uno de los cristales. El pequeño hombre de negro sonrió, victorioso, al observar que era un viejo conocido, se giró cabello al viento para marcharse de allí entre las sombras.
¿En serio era ese niño?
Tenía que investigarlo.
–C-Conan, esto es una trampa… –el susurro de la niña le hizo ponerse atento, estaba volviendo en sí, con voz débil –, déjame aquí o estaremos perdidos.
–Lo sé, seguramente ya me habrá visto pero no voy a permitir que se te lleven.
Sentía el continuo trote del pequeño detective, estaban en la fría calle, a salvo. Huyendo lo máximo posible de aquel fuego infernal, buscando un punto muerto, por si había francotiradores de la Organización al acecho para terminar con el trabajo.
La pequeña científica cerró los ojos, luchando por recordar esa corta pero intensa conversación. Cuando los pasos de Gin se acercaban a ella. Furioso con el localizador en una de las manos mientras con la otra agarraba con fuerza su cabello para levantarle el rostro, rozando ambos labios.
Por primera vez podía ver bien su atacante, durante el forcejeo le fue imposible, contemplando su peor pesadilla: Sí, Gin se había encogido, aparentaba unos siete u ocho años. Se le hacía tan extraño a la pequeña científica observar aquellos rasgos angelicales en el rostro de ese asesino que conocía tan bien.
Era ver una triste historia, de cómo un simple niño se podía convertir en uno de los mejores asesinos de Japón o del mundo. Como todos nacemos para ser moldeados con una finalidad, y en el caso de él, se había desarrollado para ese macabro fin. Todos empezaban desde cero, incluido ese infante que tenía delante de ella.
–Hoy no te llevaré contigo, tu príncipe te busca… –sus ojos no podían ocultar lo que en realidad era, un maldito sociópata –. Dime qué necesitas para crear ese maldito antídoto, para buscarte los archivos.
–¿Por qué tendría que ayudarte? y más después de lo que le hiciste a mi hermana…
–Conozco tus debilidades, Sherry.
Haibara parpadeó, sorprendida. Sintiendo como Gin la soltaba bruscamente para encender un cigarro, exhalando el humo de sus pulmones. No se acostumbraría a eso de ver a un niño fumando. Con seguridad el pequeño asesino no se podía permitir fumar en el exterior, llamaría demasiado la atención y no aguantaba la abstinencia de la nicotina en su sangre.
–¿Debilidades?
–¿Cómo se llama esa niña tan mona? –ladeó el rostro, marcando más la macabra risa de sus labios. Ese simple gesto permitió que la científica viera fugazmente la razón de que Gin ocultara tanto uno de sus ojos con el flequillo, una pequeña cicatriz aparecía debajo del ojo –, ¿Ayumi?
–Ni se te ocurra tocarla con tus sucias manos –amenazó entre dientes –, es una niña y no tiene nada que ver con esto, ni ella ni mis amigos.
La cosa se estaba poniendo muy peligrosa, en tan pocos días sabía demasiado de su entorno, un paso en falso y todos acabarían muertos bajo su fiel Beretta. Gin sabía perfectamente que la tenía comiendo de su mano, aun conociendo su triste final.
–¿Qué necesitas? –volvió a preguntar, victorioso al observar como ésta bajaba el rostro arañando con rabia el polvo del suelo, en forma de rendición y sumisión ante él –, tengo todo el acceso que quieras a tu antiguo laboratorio.
–Necesito… datos… –decía con esfuerzo, tragándose su orgullo –, pero no vas a tener el antídoto tan rápido como deseas.
–Cuando lo necesite tiraremos de tus patéticos antídotos –se giró, la sala comenzaba a oler a humo pero no de su tabaco. Se acercaba a su posición para levantar la barbilla de Haibara, conectando de nuevo ambas miradas –. Si te preguntan, el hombre que he dejado abajo vino a robar pero al ver que la cosa se complicó mató a ese viejo… Entonces te trajo hasta aquí pero se lo pensó mejor. Ya no sería condena por robo, sino una de asesinato y secuestro con agresión a un menor. Le entró el pánico y se suicidó. ¿Lo has entendido todo?
Haibara se mordió el labio, dos inocentes habían muerto por su culpa, por tener un pasado miserable del que no podía huir. Gin se giró para marcharse de allí, tirando el cigarro en el suelo, impasible, para apagarlo de un pisotón.
–Estaremos en contacto, Sherry –le dedicó una última sonrisa, macabra que a la chica le costaría de olvidar, tirando al lado el pequeño localizador –. Espero verte en esa escuela, no hagas ninguna tontería, si no quieres que los niños salgan heridos.
La pequeña científica asintió, evitando llorar ante el cruel futuro que le esperaba. Un humo negro la envolvía, lentamente, esperando a ser rescatada por aquel chico que debería engañar.
Lo siento Kudo,
No puedo permitir que los niños salgan heridos.
Y menos tú…
