N/A: Y... llegamos al último capítulo, tengo una sensación agridulce al terminar esta historia, me alegro de poder darla por terminada, pero al mismo tiempo, me da cierta penita el cerrar esta etapa. Sólo puedo dar MILLONES DE GRACIAS a todas las que me habéis acompañado durante todo este tiempo en este largo camino. Tenía planeado subirlo mañana, pero he adelantado las vacaciones y quería dejarlo subido (dejaré para mañana el mini epílogo).

Como siempre, gracias a las que habéis dejado reviews en el último capítulo: Ali Troublemaker, Nora Cg, Mickky, AMATISTE y Yuishi007.


Lo que esconde tu interior

XXIII

Caminaba rápidamente por los pasillos de San Mungo, sin que los ocasionales gemidos de dolor o lamentos afligidos le hicieran detenerse. Como la mayor parte de personas, Draco odiaba el olor a hospital.

Habitación 458, habitación 458…

Los medimagos, habían sido bastante reacios a decirle cuál era la habitación de Hermione –dado su turbio historial, tampoco los culpaba–; finalmente, había sido necesaria la intermediación del Ministro Shacklebolt para que le permitieran ir a visitarla.

450, 451, 452…

Fueron sus risas los que lo guiaron antes que el número de habitación. El corazón de Draco dio una voltereta al escuchar a Hermione reírse. Vaciló un poco, con la mano en el picaporte, antes de tocar la puerta. Ella no estaba sola; a través de la pared era capaz de escuchar a Weasley y una tercera voz, que supuso era la de Potter. «Bueno y qué más da», el trío estaba junto gracias a que, por una vez, había sido Draco el que había salvado el día. Así que se armó de valor, irguió su postura y alzó el puño.

Toc, toc.

–Adelante.

Tan pronto como escuchó su voz, Draco fue consciente de lo mucho que había echado de menos a Hermione a lo largo de esa semana.

Cruzó el umbral sin dirigir ni una sola mirada a sus acompañantes; sus ojos grises se clavaron con intensidad en el rostro que lo miraba sonriente desde la cabecera de la cama. Ella estaba mucho más pálida de lo habitual y bajo sus ojos se asomaban dos medias lunas violáceas. Tenía el pelo suelto, los rizos salvajes desparramados por la almohada y Draco tuvo que contener el impulso de hundir el rostro en aquella melena.

–Hola, Draco… –lo saludó ella, sin dejar de sonreír.

Se aventuró a dar dos pasos más hacia la cama, hacia ella, y entonces fue vagamente consciente de sus alrededores: la sala estaba atiborrada de ramos de flores, la mayor parte acompañados de tarjetas con dedicatorias, también había peluches, cajas de bombones y demás cursilerías que provocaron las ganas de vomitar en Draco. Eso y que también se maldijera a sí mismo por no haber pensado en llevarle ningún regalo. En el último momento, sus ojos se detuvieron en las otras dos personas presentes en la habitación: Weasley estaba tal y como lo había dejado unas horas antes, algo más despeinado, con la ropa arrugada y con un poso de cansancio en su rostro y su postura muy difícil de disimular. Aunque, por una vez en su vida, Draco podía disculpar su aspecto descuidado puesto que, probablemente, el suyo no era mucho mejor: apenas había tenido tiempo de darse una ducha y ponerse ropa limpia antes de ir al hospital, directamente desde el Ministerio. La apariencia de Potter, por su parte, era mucho peor: estaba más delgado, y se le veía más envejecido; las líneas de expresión de su rostro hablaban de sufrimiento, de sabiduría mucho mayor que los veintiún años que tenían. Llevaba puestas sus habituales gafas de lentes redondas pero, de vez en cuando, Draco observó que entrecerraba los ojos, como tratando de enfocar algo que sabía que se hallaba frente a él.

Weasley hizo un gesto de vago asentimiento hacia Draco: parecía que, al menos en presencia de Granger, iban a mantener la frágil tregua de las últimas horas. Potter hizo un amago de levantarse de la silla y acercarse a él.

–Malfoy, yo… –balbució Potter– creo que te debo un agradecimiento. Si no hubiera sido por ti…

Algo se retorció en las entrañas de Draco.

–Potter, por favor, tengo ya bastante con las felicitaciones del Ministerio por haberle salvado el culo al jodido Niño-que-vivió-mil-veces; –respondió, haciendo un gesto despreocupado con la mano– puedes guardarte tus agradecimientos.

–Pero, lo que has hecho…

–Digamos que he saldado una deuda del pasado, no volvamos a mencionarlo.

Draco se encogió de hombros y se volvió para mirar a Granger ¡por Merlín! ¿Acaso aquel par no iba a dejarlos solos nunca? Por primera vez en su vida, Weasley tuvo un destello de intuición porque dirigió una mirada resignada a Draco y Hermione y le propuso a Harry bajar a la cafetería a por un refrigerio. El slytherin le dio las gracias mentalmente. Ya sí que había caído al fondo de la bajeza si andaba debiéndole favores a Ronald Weasley.

Después de que el par de amigos se marchara, bajo la promesa a Hermione de volver en poco tiempo, Draco se quedó parado en el centro de la habitación, con las manos en los bolsillos, sin saber muy bien qué hacer.

–¿Tampoco vas a aceptar que yo te dé las gracias por salvarme la vida? –inquirió Granger, quebrando el silencio de la habitación–. Y la de Harry, adicionalmente: han destruido la tablilla de maldición con su imagen. Poco a poco, va recobrando el uso de sus sentidos… Todos te debemos mucho, Draco.

Aquellas palabras lo impulsaron por fin a moverse, avanzó un par de pasos y se sentó en la silla metálica junto a la cabecera de Granger que, minutos antes, había ocupado Potter.

–Bueno, parece que me estoy aplicando en tus enseñanzas, ¿no, Granger? Hacer el bien por las personas que nos necesitan y todo eso… –se encogió de hombros.

Ella no dejaba de mirarlo y se sintió incómodo, como si Granger estuviera penetrando en lo más profundo de su interior y sacando a la luz todos sus secretos. Entre ellos pendía, invisible, pero pesado e inevitable, el recuerdo de la última noche: las palabras susurradas en la oscuridad, la piel acariciada y besada hasta saciarse, promesas declaradas… Estaba claro que era mucho más complicado pronunciarlas a la luz del día, a cientos de kilómetros de su refugio aislado del mundo. Ella notó su vacilación porque, extendió una mano y se incorporó un poco para tomar la de Draco; los dos miraron como sus dedos se enredaban por voluntad propia.

–Todo esto me recuerda a algo que solía decir Sirius «Todos tenemos luz y oscuridad en nuestro interior, lo importante es lo que decidimos potenciar» –recitó Granger–. Jamás hubiera supuesto que Dennis...

–La guerra nos ha cambiado a todos, Granger.

Una tarjeta en concreto atrajo la atención de Draco: estaba medio abierta en una mesilla y desde donde estaba sentado, era perfectamente capaz de leer su contenido, escrito en letra grande y redondeada y firmada con un pequeño corazón «Para Hermione Granger, la bruja más buena del mundo». A su lado, en un adhesivo sobre una caja de bombones se leía «Para la chica más extraordinaria, esperamos que te recuperes pronto».

Draco estaba equivocado, la guerra no los había cambiado a todos: Hermione Granger siempre había sido una buena persona: generosa, amable, compasiva, e inherentemente bondadosa; ni el horror de la guerra y la tortura, la sangre derramada, los rencores alimentados en secreto habían cambiado su verdadera esencia; su luz seguía brillando con tanta intensidad como siempre. La mirada de Draco volvió a barrer la habitación, examinando los regalos, las flores, lo buenos deseos… Todas aquellas personas conocían la naturaleza de Granger igual que él: su familia, sus amigos, compañeros; personas que formaban parte de su vida, que la querían, la protegían y deseaban lo mejor para ella. Personas que no formaban parte del mundo de Draco, personas que podían ofrecerle un futuro feliz, tranquilo, seguro; un futuro rodeada de personas que la amaban. Que era justo lo opuesto a lo que podía ofrecer Draco: una vida lejos de allí, de Londres, su hogar, en una tétrica mansión marcada por la fatalidad y con la compañía de su propia alma atormentada

«Juro que, todas mis acciones, al salir de esta celda, estarán encaminadas a proteger a Hermione Granger y mantenerla con vida, sana y salva».

Estaba claro: la única manera que tenía Draco de honrar su juramento de proteger a Granger era manteniéndola lejos de sí mismo. Apartó rápidamente la mano de la suya y echó la silla hacia atrás, permitiéndose una sana distancia de ella.

–Bueno pues, Granger… –carraspeó, tratando de imprimirle a su voz cierto matiz de indiferencia y aburrimiento–. Ahora que tengo el indulto, supongo que ya nos veremos por aquí si algún día estoy de visita en Londres.

Hermione abrió mucho los ojos, desconcertada. Luego, un brillo de dolor se abrió paso a través de ellos. Draco tuvo la tentación de recular, confesarle que acababa de decir una gilipollez; borrar su dolor a besos y pedirle que se marchara con él, que nunca más se apartara de su lado. No obstante, por el rabillo del ojo vislumbró el corazoncito de la tarjeta y aquel detalle afianzó su resolución. Se levantó bruscamente, y caminó hacia la salida de la habitación.

–Pero Draco…

Se rascó la nuca, deseando salir de allí cuanto antes.

–En fin, pues eso, que… ya nos veremos.

Cruzó la puerta enseguida, sin detenerse a escuchar el «adiós» que murmuró ella con un hilillo de voz. Hizo el mismo camino de vuelta, con la mirada fija al frente y los pensamientos tan concentrados en que su voluntad no flaqueara, que casi se topó de bruces con Potter y Weasley, que venían charlando animadamente.

–¡Malfoy! ¿Ya te marchas? –Weasley alzó las cejas, sorprendido.

–Pues sí, Weasley, ya no hay nada aquí que me retenga.

–¿Qué hay de Hermione? Pensé que vosotros… –la cabeza de Potter se giró hacia el pelirrojo, activada como un resorte al escuchar sus palabras. Un relámpago de extrañeza brilló en sus ojos verdes.

–Pues pensaste mal, Weasley. Ahora, si me permites…

Draco hizo amago de rodearlos y seguir su camino, pero Weasley se adelantó y le bloqueó el paso.

–¡No te creo, Malfoy! ¡Hiciste un juramente inquebrantable por ella! ¡Te arriesgaste a morir por ella! –la mueca de asombro de Potter comenzaba a tomar tintes cómicos–. ¿Me vas a decir que no ha habido nada entre vosotros?

Draco contuvo las ganas de pegarle un puñetazo; al fin y al cabo, estaban en un hospital frente a un montón de testigos y no tenía ninguna gana de volver al calabozo del que había salido hacía tan sólo unas horas.

–Exacto, Weasley, ha habido. En pretérito –cuadró los hombros y dio un paso hacia él en actitud amenazante–. Ahora, por favor, déjame pasar para que por fin pueda volver a mi casa…

–¡De eso nada! ¡Aquí hay algo raro! ¿Por qué ibas a marcharte tan rápidamente…?

La expresión confusa del pelirrojo terminó por despertar la rabia de Draco, que espetó, en tono brusco:

–¡Porque juré protegerla y ella está mejor sin mí! ¿Entiendes, Weasley? –Ron se quedó paralizado ante las palabras de Malfoy–. El lugar de Granger es éste: con su familia y sus amigos, en vuestro mundo bonito y feliz de gryffindors valientes y generosos y no a mi lado, llevando una vida miserable. Ahora, por última vez ¿me dejas pasar?

Draco se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta, retando con sacar la varita sin mostrar del todo la punta –Robards se la había devuelto a regañadientes al salir del Ministerio; tal vez batiera un record y lograba que volvieran a incautársela tan sólo unas horas después–, pero no fue necesario más, porque, lentamente, con los ojos abiertos como platos en una expresión de estupor, los dos amigos se apartaron, franqueándole libre el paso a sus espaldas.


Había llegado el momento de volver a casa. Draco llevaba tres días recluido en una habitación en un discreto hostal situado en una de las bocacalles del Callejón Diagon, tratando de pasar lo más desapercibido posible. La exasperante burocracia del Ministerio había requerido de ese tiempo para tramitar todo el papeleo de su indulto y para autorizar un traslador internacional que lo llevara directamente a su casa en Francia. Para colmo, lo habían premiado con una medalla al mérito civil por los servicios prestados a Inglaterra; Draco tuvo que recurrir a todo su autocontrol para no estampársela en la cara al funcionario que se acercó hasta el hostal para entregársela. En aquellos días, visitó la tumba de Narcissa, se aseguró de cubrirla de flores, alteradas mágicamente para no marchitarse y después, se encerró su habitación, sin hacer mucho más que beber y dormir para pasar el rato. Finalmente, la tarde del tercer día pudo tomar el traslador en el sexto piso del Ministerio, en una sala Departamento de Transporte Mágico, expresamente dedicada al transporte internacional, atiborrada de magos y brujas que iban y venían y sumida en una algarabía de voces que mareaba a Draco, poco acostumbrado a las grandes multitudes.

Al aterrizar en el vestíbulo de la Mansión, exhaló un sincero suspiro de alivio. Draco jamás se había sentido tan satisfecho de estar de vuelta en casa, pero luego cayó en la cuenta, con una punzada de tristeza, de que Hermione ya no estaría allí para discutir con él en las comidas y leer a su lado por las tardes, que seguiría yéndose a dormir en su inmensa cama vacía, así que la Mansión estaba lejos de poder considerarse un hogar.

Le animó un poco el aroma que se colaba por sus fosas nasales: dulce y reconfortante, lo que le hizo percatarse de lo mucho que había echado de menos la repostería de Millie. Se dejó guiar por el olor que flotaba por toda la casa hasta llegar al comedor y la escena que encontró allí, lo dejó con la boca abierta: Granger estaba confortablemente pertrechada en uno de los sillones tapizados de terciopelo verde, repantingada entre cojines, engullendo bollitos de nata y carcajeándose por alguna anécdota que Millie le estaba narrando. Cuando percibió la presencia de Draco junto a la puerta, paralizado y, para su inmensa humillación, con lo que debía ser una expresión bastante bobalicona, Granger se calló en el acto. Millie debió de notar la tensión porque, en lugar de celebrar efusivamente la vuelta del amo, compuso una expresión de deleite y, simplemente, se desapareció con un pop.

–¿Q-qué haces aquí? –se sintió capaz de preguntar en cuanto su cerebro recobró una mínima capacidad de raciocinio–. ¿No deberías estar en Londres?

Granger le dedicó una sonrisa socarrona, imitación de la sonrisa marca registrada Malfoy.

–Soy la chica dorada del Ministerio, ¿recuerdas? Me dieron el alta ayer y pusieron a mi disposición un traslador internacional diplomático para viajar en el momento que desee.

Draco seguía plantado en su sitio: aquello era un sueño, una alucinación. Tenía que serlo. El tipo que regentaba el hostal era un pirata, seguro que el muy cabrón le había servido alcohol adulterado y, como consecuencia, ahora tenía alucinaciones sobre Granger tomando pastelitos en su salón. Pero tenía que reconocer que era una alucinación muy convincente porque, en cuanto constató que él no iba a moverse, Granger se levantó del sillón y caminó hacia él con paso felino, seductor. Draco se sentía embelesado, incapaz de dejar de mirarla pero sin sentirse dueño de su propio cuerpo. Por fin, se detuvo muy cerca de él, se puso de puntillas y susurró en su oído.

–Debes saber, Malfoy, que soy capaz de protegerme yo solita –le mordió el lóbulo de la oreja–. Y que no hay lugar en el que me sienta más segura y a salvo que al lado del hombre al que amo.

A Draco se le entrecortó el aliento. Definitivamente, una alucinación de lo más conseguida. No obstante, él no iba a poner ninguna objeción al respecto, así que cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, dejándose llevar. Sonrió cuando sintió los labios de Granger subiendo por su cuello y su mandíbula, en busca de los suyos y respondió al beso con ganas, con hambre. Finalmente, sus miembros parecieron responderle por lo que rodeó la cintura de Hermione y avanzó con ella, a tientas por la estancia, tambaleándose y sin despegar sus cuerpos ni un solo milímetro. Al toparse con el sillón, se dejaron caer sobre él, desmadejados, de cualquier manera.

Durante la refriega, Granger se las había apañado para quitarse la camiseta y Draco aprovechó para besar, lamer y mordisquear cualquier porción de su piel que quedaba al descubierto: su rostro, sus pechos, su vientre. Serpenteó hasta quedar de rodillas frente al sillón, como un creyente venerando a su deidad y se afanó en la tarea de despojarla del resto de su ropa. Después, se sumergió completamente en ella; hacía tiempo que ninguno de los dos había pronunciado ni una sola palabra: la habitación se llenó con el eco de los suspiros, gemiros y jadeos que escapaban incontrolables de su boca al sentir la de Draco devorándola. Él se apartó un poco para observar, arrodillado en el suelo, el cuadro frente a él: Hermione Granger, desnuda, con las piernas abiertas apoyadas en cada uno de los reposabrazos del sillón, ofreciéndosele como si fuera el banquete más delicioso que hubiera probado en su vida. Entonces emitió un gruñido de protesta y hundió la mano en su pelo, atrayéndolo hacia ella y Draco la complació y no se detuvo hasta que llevó a su diosa a las estrellas. Al terminar y mientras aún yacía temblorosa, lo abrazó, con brazos y piernas y Draco obedeció y se hundió completamente en su cuerpo y fue entonces, al liberarse dentro de ella, rodeado por el cuerpo, el olor y la presencia de Hermione Granger, cuando sintió que verdaderamente estaba en casa.

Remoloneó mucho tiempo después, acurrucado contra Granger, arrullado por el tic tac del reloj de cuco y la caricia de sus dedos dibujando círculos imaginarios en su espalda. Pasaron horas así hasta que por fin encontró las fuerzas para preguntar:

–¿Cómo lo supiste?

–En serio Draco, ¿Ronald Weasley? Ni a propósito hubieras elegido peor la persona a la que confiar un secreto –comenzó a reírse a carcajadas cuando él le hizo cosquillas en el costado y esperó a recuperar el aliento para seguir hablando–. Un juramento inquebrantable, ¿a quién se le ocurre?

–Bueno, Granger –respondió, un poco enfurruñado–. No hay quien os entienda a las mujeres, por una vez que se me ocurre ser el héroe…

–Hace tiempo que eres mi héroe –lo atrajo hacia ella para besarlo–. Y para que lo sepas, prometí que volvería por ti; la promesa de una gryffindor vale más que cualquier juramento que se te ocurra, por mucho que te guste aportarle dramatismo a las cosas.

Como a Draco no se le ocurrió ninguna otra respuesta ingeniosa, volvió a besarla.

Millie y Toppy no se atrevieron a interrumpir hasta el día siguiente.


N/A: Y hasta aquí hemos llegado, mañana subiré el mini epílogo (poco más de 200 palabras, tampoco me he venido demasiado arriba).

No queda mucho más que decir.

¡Feliz Fin de Semana!

GRACIAS POR TODO