Mi madre podrá haberse liado con una diosa, pero a misa va.
El verano terminó rápido para mí, exactamente cuatro días después de la despedida de las cazadoras de Artemisa en la que Reyna me regaló un dracma que me hizo prometer que usaría solo en caso de emergencia, yo no tenía muchos dracmas, no solían necesitarlos, por lo que ese fue muy importante para mí. El hecho de haberme ido del campamento cinco semanas antes del final del verano fue pura amabilidad y compasión del buen poni con cabeza de humano que era Quirón, porque si hubiera estado en manos de cualquier otra persona, estaría acabada. Reyna se aseguró de que nadie se metiera conmigo durante la semana completa en la que las cazadoras se quedaron en el Campamento Mestizo, consiguió que le dejarán sentarse conmigo, porque la mayoría de las cazadoras seguían muy afectadas por todo el tema de la segunda gigantomaquia como para sentirse cómodas cerca de mí, y estuvo todo ese tiempo ayudándome a dar grandes pasos en mi manejo de la espada y el perfeccionamiento de mi tiro con arco. Había sido la mejor semana de toda mi vida, Reyna en verdad era como esa hermana mayor que llevaba años necesitando, pero una vez ella se fue las cosas no fueron muy bien.
La ira es algo que puede guardarse. Puedes meterla en una caja que no abrirás hasta el momento oportuno o hasta que metas tanto que no aguantes más. Los hijos de Ares y Niké supieron aguantar hasta el momento indicado. Hicieron perder algunas de mis sudaderas, escribieron subnormalidades en mi cabaña –encima tuve que limpiarlas yo–, incluso uno que otro aprovechó algunas actividades para meterme unas buenas hostias. Sé que intentaron darme palizas grupales, pero Astrid y Heather, más que por pena que otra cosa, me avisaron dónde y cuándo pensaban hacerlas para que me quedara encerrada en mi cabaña.
Heather, la hija de Ápate, tuvo la inmensa compasión de informar a Quirón de la situación y recomendarle, o tal vez engatusarle, que contactara a mi madre y me sacara de allí antes de que ocurriera una verdadera tragedia. No sé que le habrá llegado a contar Quirón, pero mi madre llegó con su coche a toda máquina, casi estrellándose con el árbol de Thalia, ganándose rugidos de Peleo que definitivamente no eran cosas bonitas en idioma de dragón.
Cuando llegó, yo ya había hecho el equipaje, tenía una labio partido, una curita en la ceja derecha y una mejilla levemente hinchada. No me despedí de Quirón, seguía enojada por lo que me había dicho el día que me rompieron la nariz y tuvo que atenderme él porque todos en la enfermería se negaban a ponerme un dedo encima para otra cosa que no fuera darme una buena hostia.
Compréndelos, por favor. Me había dicho con un pesado suspiro y algo de decepción en la mirada. Me lo había dicho de tal manera que parecía decepcionado de mí.
Mi madre seguía mirándome espantada para cuando me subí al asiento del copiloto.
–Perdimos a captura la bandera contra las cazadoras de Artemisa por mi culpa, ya sabes los competitivos que pueden ser algunos –fue toda la explicación que le di a la pregunta que no era capaz de pronunciar–. ¿Nos vamos a quedar aquí o qué?
Ella solo podía mirarme boquiabierta a mí, luego voltear a cuestionar a Quirón con la mirada, con demasiada sorpresa y furia como para poder articular cualquier palabra a pesar de que le exigía unas muy buenas explicaciones, pero él se negaba a encararla, incluso se dio media vuelta sin tan siquiera despedirse con un gesto, solo se fue.
–¿Quién a...? –intentó preguntar.
–¿Yo qué sé? ¿Todo el mundo? –escupí frustrada, con ganas de saber cómo conducir para llevar el coche yo misma–. ¿Si te acuerdas de que te dije que todo el campamento me odiaba por ser hija de Quíone, verdad?
–Ya... pero, pero esto...
–¡Solo vámonos ya!
Finalmente comenzó a conducir, yo me negué a disculparme por haberle gritado a pesar de que veía por el rabilo del ojo a mi madre intentando buscar las palabras correctas para comenzar a hablar del tema. Te repito que no estoy orgullosa, pero muchas veces no podía evitar culparla de todo esto. Ella sabía en qué se estaba metiendo, ella debió haber imaginado que algo como lo que Quíone tramaba no acabaría bien... debió haber sabido que no sería buena idea mandarme a pasar el verano junto a los familiares de un montón de críos asesinados por culpa de mi madre divina.
Después de largos minutos, empieza a hablar. –Sé que estás frustrada.
–No me digas –respondo con ironía.
Ella suspira pesadamente mientras me aguanto las ganas de llorar. –Y sé que piensas que todo es mi culpa –me leyó la mente con tanta facilidad que quería encerrarme la cabeza en un caja fuerte, solo para que no se metiera nunca más.
–No es cierto –mentí–, me han dado una paliza y no tengo ganas de hablar de ese tema. Ya está. ¿Pasamos a algo más feliz? ¿Qué tal el trabajo?
–Elsa –me llama con cierto tono de regaño. Al igual que con Quirón, no puedo evitar pensar que mi madre me está culpando de los errores y crueldades de otras personas, errores y crueldades que no son mi culpa en lo absoluto–. Por favor, hablemos de esto.
–¿Qué tenemos que hablar? ¡El campamento entero me odia! ¡Me odia y me hace todo esto porque no puede hacerlo contra una diosa! ¡Contra Quíone! ¡Contra la asesina de sus hermanos!
La furia y el dolor de sus ojos me dejaron saber que estaba a punto de defenderla, como lleva haciéndolo todo este tiempo. –¡Tu madre...!
–¡Era una sádica, mamá! –bramé con las mejillas rojas y los ojos ardiendo por las lágrimas, ella jamás dejó de ver la ruta, jamás soltó las manos del volante, sabe contenerse mejor que yo–. ¡Por su culpa murieron cientos! ¡Si ella ganaba la humanidad entera hubiera muerto! –ella parecía completamente negada a escucharme, negaba con la cabeza mientras lloraba, incapaz de escuchar a la lógica de la historia. Llevo años intentando que me entienda, pero jamás le ha prestado atención a la muerte de inocentes. Por primera vez, se me ocurrió atacar a su romance–. ¡Se lo intentó montar con el hijo de Júpiter mientras tú estabas embarazada! ¿De verdad crees que hubiera hecho algo por nosotras? ¡No! ¡Nos hubiera dejado morir y no le habría afectado porque ni siquiera se acordaría de ti!
–¡Ella me amaba! –bramó finalmente observándome, apuntándome con un dedo de su temblorosa mano. Pegué un respingo al verla tan furiosa y me junté todo lo posible a la puerta de mi asiento. Jamás la había visto tan sumida en el odio y el dolor. Es un milagro que nos hayamos parado justamente en un semáforo en rojo, que, por nerviosismo y por huir de la situación, miraba cada rato para asegurarme que no obstruíamos el tráfico.
Ella jadeaba y lloraba sin parar, con el maquillaje corriéndose por su deprimido rostro.
–Ella me amaba –repite más bajo, con mucha más duda que antes–. Nos amábamos –insiste.
–¿Por qué no ha vuelto? –le cuestiono, aun enojada, pero con un tono mucho más tranquilo–. Si tanto te amaba, ¿por qué no ha mandado más señal que reclamarme? ¿Dónde está?
Ella sigue negando con la cabeza, regresando la mirada al camino. Ya no está llorando, ya no está temblando, su respiración se ha calmado casi por completo. Mamá tenía esa habilidad de detener las reacciones normales de su cuerpo cuando quería. No podía evitar explotar, pero contenía la onda expansiva y hacía que retrocediera hasta verse nuevamente obligada a estallar.
–No puede –susurra mientras vuelve a poner en marcha el vehículo–. Seguro que se muere de ganas, pero prefiere mantenerte a salvo –estoy a punto de contradecirla, pero ella sigue hablando–. Tú misma has dicho que el Olimpo tiene miedo de que hagas algo en su contra... imagínate que tu madre hablara contigo, que volviera a casa –según mamá, nuestro apartamento era la casa de la familia, era el hogar al que Quíone algún día regresaría–… eso sí que sería una excusa para proclamarte oficialmente peligrosa y una enemiga.
Me quedé callada hasta que llegamos a casa. Cuando mamá estacionó, me disculpe por todo. No creía en ni una sola de las esperanzas que mi madre tenía, pero aun así consideraba sumamente importante permitir que las tuviera. Además, gritarle de esa manera sencillamente no me gustaba y me hacía sentir como un asco de hija. Ella me acarició la mejilla, el cabello y me dio un toquecito en la nariz antes de decirme que evidentemente estaba castigada, pero que sentía muchísimo también haber perdido los estribos y haberme forzado a hablar cuando tenía derecho a no querer hacerlo.
–Me acompañarás a la misa de la mañana por una semana entera –sentencia mientras salimos del coche. Yo dejo escapar un bufido que interrumpo en cuanto mi madre me alza las cejas.
Mientras caminamos hasta el portal del edificio en el que vivimos, le digo. –Te liaste con una diosa pagana, tuviste una hija sin anillo en el dedo y realmente no crees en el dios de los cristianos –me detengo cuando le abro la puerta–, ¿por qué vamos a misa?
Ella me hace una seña para que baje la voz.
–Tal vez, cielo, solo tal vez porque vivimos en un edificio y en un barrio lleno de gente muy cristiana que un día me invitaron a su Iglesia y si dejo de ir saltarán todas las alarmas.
Suspiro pesadamente. –Te hace falta aprender a decir que no.
–Te hace falta aprender a mantenerte calladita, hija –bromea mientras abre la puerta.
–Mamá –la llamo, con un poco más de nerviosismo que antes. Ella se voltea a verme mientras abre la puerta–. Hice una amiga.
A pesar de que esperaba su emoción, frunciendo el ceño confundida y me miró de arriba abajo. –¿Segura? –me pregunta señalando la cara, yo me rio mientras entro.
–Una cazadora de Artemisa –le explico descolgando mi mochila de uno de mis hombros–, me hicieron esto en cuanto se fue, estuvo una semana entera defendiéndome y ayudándome a entrenar con la espada, he mejorado bastante.
–Una cazadora de Artemisa –repite, cerrando finalmente la puerta–, me alegro muchísimo por ti, Elsa. ¿Cómo se llama?
Me pregunto por unos segundos si debería contarle a mi madre quién es en verdad mi nueva amiga. –Se llama Reyna –es todo lo que le digo, dejando a su memoria el trabajo de vincularlo todo con la gigantomaquia.
–Bonito nombre –asiente sonriente. Sí, definitivamente no la he reconocido–. Deja eso en tu habitación y ven para que te cure mejor las heridas.
Aquella noche soñé con algo rarísimo. Como mestiza tiendo a soñar cosas raras, pero normalmente soy capaz de vincular susodichos sueños como información necesaria para mi vida o las pequeñas misiones que tengo. Esta vez no fue así en lo absoluto.
Soñé que estaba en un palacio de la Antigua Grecia, tumbada entre comodísimos cojines de colorines, con un quitón de seda ligerísimo que hacia que me sintiera algo desnuda. La tela tenía bordados de palomas, de mareas y de espuma. No sé si lo sabías, querido lector, pero eso que vulgarmente se llama túnica griega tiene muchas variaciones y diferenciaciones. El quitón sin mangas es propio de las personas libres, especialmente de los niños y las mujeres; el que constantemente se alude en el día a día, con gran parte del pecho descubierto, en verdad es propio de esclavos, piénsatelo cuando vayas a una fiesta de disfraces y veas al típico listillo de turno que se pilla las bonitas sábanas blancas que su madre limpió con tanto esmero proclamando que va de dios griego, búrlate un rato de él de mi parte. En fin, que me duermo en los laureles, un forma de distinguir las prendas de una mujer de alta clase son sus bordados –sí, sí, a parte de las joyas que lleva encima y el tocado de su melena–, la mayoría de las mujeres de alta cuna harían bordados que representaran a las deidades de las que supuestamente descendían en sus ropas.
No tengo ni idea de si soy yo en este sueño o alguien más, la cosa es que el bordado que tenía en mi quitón representaba a Afrodita.
Los dedos me pesaban por los extravagantes anillos que llevaba encima, los collares tiraban un poco mi cuello, pero seguramente aquello no era nada comparado con la muchacha rubia de ojos marrones que me abanicaba. Quería quitarle el abanico de las manos y decirle algo como: "Deja eso, tonta, ya lo hago, no te preocupes". Pero mi boca se movió sola y, en griego antiguo que logré comprender por las clases de Quirón, ordenó no calmar el ritmo.
Delante de mí había dos cositas que llamaron muchísimo mi atención y me ayudaron bastante a comprender dónde estaba parada... bueno, recostada. Primero que nada había un espejo de pared con un bello marco de plata. Pude ver mi reflejo en él, confirmando en ese momento que, definitivamente, estaba en el punto de vista de otra persona, en el cuerpo de otra persona. Aquella muchacha, porque debía de tener más o menos mi edad, tenía la piel de un hermoso tono caramelo, llámame infantil, pero me recordó muchísimo a ese capítulo de Bob Esponja donde se pone caramelo en el cuerpo para simular el bronceado, algo así era mi piel, tanto que quería probármela por esa tonta idea de que en verdad estaba embadurna en caramelo.
Otro detalle era mi cabello, ahora era negro como el de Quíone, no tan liso como lo tengo yo, tenía leves ondas formándose delicadamente. Pero lo más destacable fueron mis ojos, me recordaron a lo que narraban de Piper McLean y sus ojos de miles de colores. Los míos danzaban entre tonos verdes, azules y morados, tenía su encanto no lo negaré, pero eran afilados y llenos de ira y repugnancia... aterraban un poco.
La otra cosilla de esa habitación que llamó mi atención fue el muchacho delante de mí. ¿Recuerdas lo de la ropa de esclavos? Bueno, ese muchacho era esclavo. Tenía todo el cuerpo no solo lleno de profundas cicatrices, sino también de pecas y decorado con uno que otro tatuaje grande en sus brazos, pero ni uno solo en el pecho o en las piernas. Los griegos no se tatuaban, era considerado barbárico, ese muchacho era extranjero o un verdadero paria social con todas sus letras. Aunque déjame decirte algo, querido lector, aquel muchacho era el tipo de muchacho por el que una jamás se convertiría en cazadora de Artemisa. Aquel muchacho era el tipo de muchacho por el que matarías a todo un rebaño de inocentes animalitos para que Afrodita te ayudara a ganarte su corazón para ti sola.
Su cuerpo entero estaba perfectamente marcado, no soy de las que les gusta el tipo musculoso, pero a él le quedaba tan bien que era la gran excepción a la regla. Su rostro era digno del amor desesperado de los dioses, podía imaginarme a Afrodita y a Perséfone peleándose por él, a Apolo añorando sus caricias, a Céfiro intentando retenerlo para sí mismo y a Zeus llevándoselo para que sirva como su "copero" eternamente. Sus ojos verdes me hacían temblar por completo por su intensidad y el brillo característico de esas vidas trastocadas que a una la absorben a los peores errores de su vida. Su cabello castaño y desordenado se extendía un poco por debajo de las orejas, los mechones de delante parecían querer cubrir levemente sus intensos ojos verdes, pero no lo lograban del todo, como si aquellos orbes brillantes no pudieran perder en lo absoluto la oportunidad de resaltar. Sorprendida me di cuenta que quería probar sus labios delgados a pesar de la rotura del inferior por la que había salido un hilillo de sangre ahora seco.
Su mirada parecía estar rogando permiso, eso lo hacía tan tierno que dejabas de temer su intimidante cuerpo. Sus manos se movían algo nerviosas, como si estuviera conteniendo sus ganas o si estuviera afrontando consecuencias a sus actos.
Nuevamente, mi boca se abre sin mi permiso. –Si en verdad piensas abandonarme, mi querido Hipo, vete sabiendo que no habrá hogar alguno allá en el norte para ti.
Él parece querer hablar, pero le interrumpo.
–Mañana a mediodía mandaré a que te busquen en los corrales, si no te encuentran, si no vienes a mí... no te atrevas a volver.
Su mirada verde y suplicante conmueve mi corazón, pero no el de la verdadera helena.
–Mi señora... –titubea un poco antes de tomar aire–. La extrañaré.
Un fogonazo de luz se produjo y de pronto el ambiente había cambiado. Hacia mucho frío, una nevada dentro de una habitación cerrada, velas encendidas a punto de provocar un incendio en medio de la nieve, yo estaba postrada delante de mi madre, quien se erguía desinteresada, mirando por encima del hombro, con el quitón digno de una diosa, congelando todo aquello en lo que se reposaba. Yo estaba hundida en cólera y degollaba animal tras animal mientras repetía.
–¡Si no es mío! ¡Que no sea de nadie!
Mi madre parece sonreír satisfecha, gozando infinitamente mi ira descontrolada y destructiva. No puedo evitar preguntarme si Quíone en verdad disfrutaría algún día verme sumida en rabia y sed de venganza.
–Si así lo deseáis en verdad, así se hará –sentencia con una potente voz omnipresente.
Con otro fogonazo la nevada se volvió real. Ya no era aquella helena con esclavos, ahora solo era una observadora, un anima sin cuerpo que contemplaba cómo mi madre hacía que una terrible nevada arrastrara al muchacho hasta un río helado que se rompió bajo sus pies. Lo vi intentando libarse de la muerte inminente, batallando contra la nieve que mi madre usaba para mantenerlo atrapado bajo su completo dominio, lo vi enfurecido y llorando, peleando contra el destino cruel y carente de misericordia que se le imponía. Lo vi batallando de tal manera contra las aguas que me rompía el corazón su desesperación y temor, lo vi batallando tanto que mi madre no tuvo más opción que aprisionarlo por completo en su dominio. Su cuerpo entero se volvió azul, sus pestañas se llenaron de nieve al igual que su boca, su cuerpo se quedó completamente inmóvil.
Un último respiro salió de la estatua de hielo antes de hundirse por completo.
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¿A qué no os esperabais una introducción así para nuestro querido Hiccup? No tenéis ni idea de lo mucho que tuve que investigar para poder añadir su historia a una figura histórica verdadera que, si hace falta cuando termine de contar su historia, os explicaré en profundidad. Por el momento os voy diciendo que la muchacha con la que Elsa está soñando es un personaje que me he inventado para el fanfic.
Iduna y Elsa definitivamente se adoran y quieren hacer de todo para tener una relación sana pero hay veces en las que todo el trauma que tienen acumulado sencillamente saca lo peor de ellas. Diría que el principal problema es que en el fondo, muy en el fondo, a Iduna le hubiera gustado que Quíone ganara la guerra y haberse quedado como su esposa por el resto de la eternidad, viviendo felices en un palacio de hielo.
Ahora, contestando a las preguntas de Kolomte'49. Realmente no recuerdo estos hombres-osos que mencionas, he estado buscando por la wiki de Percy Jackson y no he encontrado nada... tiene pinta de que necesitaré darle una rápida releída a los libros. Si llego a encontrar algo sobre ellos definitivamente les daré una buena explicación con respecto a su relación con Artemisa.
Luego, las canciones de Pascu y Rodri, no me avergüenzo al contar que por mucho tiempo unos amigos y yo estuvimos trabajando en una especie de fanfic privado donde expandíamos el mundo de Percy Jackson a nuestro país y nuestra principal pregunta era cómo añadir correctamente a las canciones de Pascu y Rodri. La solución más por encima que tenemos de ello es que estos dos son hijos de Talía o alguna otra musa o del mismo Apolo y que sus canciones sirven como la película introductoria del Campamento Mestizo. Nos divertía muchísimo imaginar pensar en cómo los semidioses de otros países tenían una opinión de los dioses completamente diferente gracias a las canciones, creo que Hera adoraría su canción mientras que Poseidón y Zeus se quejarían constantemente de las suyas. Por otro lado Hestia tiene sentimientos encontrados. Creo que Afrodita disfrutaría todas sin excepción alguna, le gusta sembrar caos poniendo cada una de ellas a todo volumen. Pero realmente creo que a la mayoría le daría un poco igual todo.
Con respecto a los siete, canónicamente son solo Reyna y Leo quienes podrían disfrutarlas por completo, creo que al pobre de Leo le frustraría no poder explicarles por completo la maravilla de esas canciones a los demás. Uno que otro, creo que sobre todo Percy, disfrutarían bastante de la de Afrodita más que nada por la tonadita. Nico quiere creer que la de Hades es una especie de cover en español de Believer y se niega a escuchar la verdadera explicación de Leo. A Reyna le dan un poco igual las canciones, y que realmente no sigue mucho el canal desde que Leo le estuvo tocando mucho las narices con la broma de la canción de Júpiter.
Madre mía, esta nota ha quedado larga de narices, bueno, es lo que pasa cuando te hacen esa pregunta que te morías por contestar.
