Saboreando las ventajas del nepotismo, pero no mis patatas.
Ser hija de una diosa menor tiene sus ventajas, ¿sabes? A diferencia de aquellos mestizos que tienen como progenitores a alguno de los doce Olímpicos y que pueden ser encontrados por monstruos a ciudades de distancia, mi olor no es tan notorio, sobre todo teniendo en cuenta que suelo cambiar de champús, acondicionadores, perfumes, etcétera constantemente para nunca tener un olor en particular además de disimularlo todo lo posible. Imagino que la aparición de aquella maldita quimera tuvo mucho que ver la visita inesperada de Afrodita, porque al pasar de un tiempo en el que había perdido su fragancia sencillamente tuvimos un viaje bastante tranquilo.
¿Sabes que significa tener un olor tan disimulado, querido lector? TikToks, puedo ver TikToks. ¿Tú sabes lo bien que se siente saber que, tal vez seas una paria social, pero te enteras de todos los trends de las redes sociales?
Los pobre hijos de Afrodita buscan de maneras desesperadas y peligrosas formas efectivas para enterarse de quién dejó a quién y quién se ha liado con quién, mientras yo solo tengo que sacar el móvil y mantenerme algo alejada de ellos. Es una fantasía, creedme, una de esas tontas venganzas que disfruto.
Todo esto también significa que en un viaje tan largo como lo sería este –casi nueve horas– podía escuchar música sin problema alguno y así intentar tranquilizar un poco a mi pobre madre traumatizada por mis métodos de asesinato de quimeras.
Balanceaba levemente los brazos al ritmo de la música, toqueteando el cristal de mi puerta, mirando de reojo a mi madre que tan solo conducía y sonreía a mis tonterías. Por momentos se me olvidaba que estábamos en medio de una misión para evitar que Zeus me quisiera reventar con un par de rayos o que algún otro olímpico quisiera provocarme una muerte igual de dolorosa y horrible, por momentos olvidaba algo tan importante como ello, pero de vez en cuando, al mirar de reojo a mi madre, me la encontraba apretando con fuerza el volante, con el cuerpo tenso y la mirada llena de tristeza y estrés.
Mis madres, por motivos más que obvios y que supongo que ya te imaginabas, se conocieron en Canadá, en Quebec, evidentemente. Mi madre estaba de viaje con unas amigas, de esas que son mucho más extrovertidas que tú y te llevan a fiestas a las que no estás del todo seguro de que en verdad quieras ir. Mamá ya no se habla con ellas, no tengo muy claro por qué. La cosa es que, como en una novela barata de Wattpad, de esas que muestran un amor tan vomitivo que el romance de algunos dioses te parece un cuento de hadas, fue en medio de una fiesta en la que mi madre había bebido un poquito más de lo común para ella que llegó a conocer a Quíone, la diosa de la nieve. Mamá se había quedado completamente prendada de sus ojos azules y, que gracia tiene esto, fríos como dagas de hielo, se había embobado con esa sonrisa algo petulante y juguetona, había adorado acariciar esa lisa melena negra que le llegaba a la cintura, había memorizado al segundo cómo le quedaban esos pantalones negros de cuero y el corsé lencero, y había abrazado toda la noche aquella blanca chaqueta de pieles. Se pasó el resto del viaje dedicando todo su tiempo a aquel nuevo amor, turisteando a su lado todo Quebec.
Mamá siempre dice que en las calles de Quebec se podía respirar el amor, yo siempre le bromeo diciendo que el amor no se puede oler y que como mucho Quebec olía a jardines mojados por la lluvia y la nieve.
Quebec no era solo la tierra de Bóreas, de los boréadas, y de Quíone, también era la ciudad que más melancolía traía a mamá, su ciudad favorita, la que más le hacía sonreír y la que más le hacía llorar desconsolada. Muchas veces me dijo que había pensado en darme luz en Quebec, incluso en hacer su vida allí conmigo, para que a Quíone se le hiciera más sencillo venir a vernos, pero terminó decidiendo que lo mejor sería estar lo más cerca posible del Campamento Mestizo porque seguramente a la diosa le dolería mucho tenernos tan cerca y no poder vernos.
Quebec representaba aquel amor aun latente pero imposible.
Quebec era triste. Incluso para mí, que jamás había conocido la ciudad de mi madre divina.
Llegamos cuando estaba anocheciendo, la bajada del sol hacía que los nubarrones del cielo tuvieran tonalidades moradas y rosas que me parecieron preciosas, había charcos por todas partes y hacía algo de frío, o eso parecía porque mamá se abrazaba los brazos en busca de calor incluso después de ponerse una chaqueta encima. Yo a penas sentía algo de cosquilleo por la brisa, que imagino que estaba helada, que golpeaba mis mejillas.
Cuando noto por donde nos lleva mamá, frunzo el ceño.
–Ah... no parece que estemos muy cerca del Château Frontenac –comento viendo que en verdad nos encaminábamos a un centro comercial cualquiera.
–He pensado que, si ese muchacho es un antiguo esclavo griego... pues evidentemente no tendrá ropa apropiada para estos tiempos... ni clima –responde mientras sigue caminando por delante de mí–. Hay que ser amables y comprarle algo.
Solo a mi madre se le ocurriría algo tan amable y cariñoso como eso.
Dando unas cuantas zancadas llegó a caminar a su lado. –Pues vamos de compras.
Por la cara de alivio de mamá, me podía imaginar que hacía mucho más calor en el centro comercial que fuera de él. Como me reí me regañó para que dejara de burlarme, yo lo intenté, pero la manera en que se quejaba del frío era muy divertida y no me podía quitar la sonrisillas algo juguetonas del rostro. Fuimos primeramente a comer algo, fue rarísimo que ambas pudiésemos hablar un perfecto francés incluso cuando mamá llevaba años sin practicarlo y yo lo máximo que había dicho en toda mi vida era baguette.
Para cuando empezamos a comer, con algo de ansías, las hamburguesas que nos habíamos pillado un tío cualquier se sentó a mi lado.
–¡Me cago en...!
Me callo antes de que mi madre pueda regañarme de más, pero creo que no me ha escuchado gracias al mini infarto que ha tenido gracias a ese idiota.
Era un muchacho de cabello negro y ojos grises, estaba bastante fornido y sus dientes brillaban de tal manera que parecían radioactivos. Tenía una expresión algo aburrida dibujada del rostro que se cambió a espanto indignado cuando intentó robarme unas patatas y estuve a punto de apuñalarle.
–Joder, se nota que eres su hija, ¿eh? –masculla, sobándose la mano golpeada.
Yo todavía seguía flipando. –Pero, ¿tú quién narices eres? ¿y por qué quieres mis malditas patatas?
–Los mortales me llaman Dylan –comenta como cualquier cosa, dejándome en claro que ninguno de los tres era precisamente una persona común y corriente, pero tampoco diciéndome nada–. Soy un espíritu de la tormenta bajo las órdenes de tu madre a cambio de no ser exterminado como algunos de mis hermanos luego de haber sido liberados por Tifón.
Mamá pega un respingo. –Quíone... ¿ella sabe que estamos aquí?
Dylan finalmente la mira a ella. –Todo Quebec está cubierto por una capa extremadamente fina de su hielo, claro que sabe que estáis aquí. Pero ella no está, anda muy lejos, al igual que Zetes y Calais, por lo que solo me tenéis a mí.
Frunzo el ceño, apartando mi bandeja de él, que sigue intentando tomar mis patatas. Que se compre las suyas si quiere que deje de pegarle manotazos.
Mamá, que no tiene dedos veloces amenazando su comida, me mira con cara de "luego hablamos en casa" antes de girarse a Dylan, el espíritu de la tormenta roba comida, para hablarle con calma. –¿A qué te refieres exactamente con eso de que "solo te tenemos a ti"?
Logra finalmente tomar una de mis patatas, yo la congelo de inmediatamente, tanto que tiene que transformar sus dientes en viento para no rompérselos.
–¡Elsa! –me regaña mi madre.
Yo me defiendo de inmediato porque tengo todo el derecho del mundo a estar enojada con ese idiota. –¡Él empezó!
–Tan llorica como su madre en sus primeros siglos –masculla Dylan, tirando la patata congelada lejos de nosotros, finalmente dejando en paz mi comida–. Bueno, hace años, cuando los espíritus de la tormenta fuimos liberados, Bóreas logró pillarnos a unos cuantos para trabajar de medio tiempo para él, algunos tuvieron suerte de escabullirse del contrato cuando comenzó la guerra, otros nos quedamos medio atados a los boréadas. La mitad de esa parte acompaña en todo lo que ellos quieran a Calais y Zetes, la otra mitad está al mando de Quíone. Mayormente vigilamos sus estatuas de hielo, lo hicimos sobre todo cuando ella atacaba en las tierras antiguas a los siete semidioses de la profecía. La cosa es que, como nos llevábamos relativamente bien, cuando empezó a dudar de su victoria, me encomendó que cuidara de vosotras si volvías a Quebec... Bueno, aquí estáis, ¿qué habéis venido a buscar?
Vaya, pues ha terminado siendo mucho más fácil de lo que esperaba.
Toma ya, nepotismo, jamás volveré a criticarte.
–Es una misión encomendada por Afrodita, es sobre una de las estatuas de Quíone –empiezo a explicarle para verle de inmediato siseando mientras niega con la cabeza.
–¿Qué te acabo de decir? Hay decenas de espíritus de la tormenta vigilando sus preciosas estatuas, no vas a poder pillarlas sin tener a todos esos idiotas encima tuyo –entonces, mira a mamá–. Tú te libras, cuando supo que estabas embarazada nos maldijo a todos para que jamás podamos tan siquiera tocarte, con buenas o malas intenciones –aquello último lo dijo con doble sentido. Quise tirarle el refresco encima. Él ignora mi rabia y la incomodidad de mi madre para soltar una risilla–. Fue algo muy fuerte, ¿sabes? no es que nos obligara a jurar jamás hacerte daño, que es lo común en sus hermanos y en uno que otro dios preocupado, sino que nos maldijo. Jamás he visto ni una sola deidad preocupándose tanto por la seguridad de una amante, jamás he visto a una deidad previniendo. La mayoría se venga y llora un poco, ella quiso asegurarse de que estarías bien –con una sonrisa, como disfrutando el brusco impacto que ha causado en mi madre, Dylan se hunde en hombros–. El problema fue que dio por hecho que por estar embarazada la maldición también nos afectaría con respecto a tu cría aquí a mi lado –me revolotea el cabello, yo le pego otro manotazo–, pero no, a tu niña le pueden hacer daño, sobre todo si os queréis pillar una estatua... ¿cuál es en particular?
Sonrío nerviosamente. –¿La más preciada?
–¿Qué? –suelta bruscamente–. ¿Cómo que la más preciada?
Repito lo que dijo Afrodita a la perfección, no sé en qué momento lo memoricé. –El aprendiz de las mortales melodías, el esclavo de Esparta, la posesión más preciada de toda mujer que lo ha apresado.
Dylan frunce el ceño por un momento, confundido, luego cubre su boca con una mano y se apoya en la mesa, intentando pensar.
Pega un brusco respingo cuando recuerda.
–La espada idílica –susurra espantado.
Yo me paso una mano por la cara. –¿Cuántos apodos tiene ese tío?
–Vais a despertar algo terrible si lo liberáis –dice firmemente–. Cuando se de cuenta de qué le pasó... podría destruirlo todo... Ese muchacho que buscáis se llama Hiccup Haddock, pero los espartanos lo llamaban Hipo, por no poder pronunciar su nombre barbárico. Esclavo liberado, hijo de esclava, el hombre más preciado de la gran colección de Idylla.
Me inclino un poco hacia él. –¿Quién es Idylla?
–Prima de Gorgo, hija de Dorieo, quien a su vez es primogénito Anaxandridas II. Era la princesa consentida de un trono que no ansiaba, aprendiz de su prima, abandonada en Esparta por su padre, se dedicó a llenar ese vacío con esclavos poderosos y atractivos con los que se deleitaba. Hiccup, o Hipo, era su favorito. La espada idílica, la espada de Idylla. Le encomendaba matar a quién ella quisiera, peleaba en los coliseos solo para complacerla a ella. Era un esclavo, pero al mismo tiempo comandaba a los guardas de Idylla...
–Pero como se fue –empiezo a decir, recordando el sueño que tuve gracias a Afrodita–, ella lo maldijo para que muriera en el norte, ¿verdad?
Él me miró con una ceja alzada. –¿Cómo sabes eso?
–Tuve un sueño –respondo simplemente, hundiéndome de hombros–. Hipo se estaba despidiendo de Idylla, luego la vi invocando a mi madre y pidiéndole que si no era suyo que no fuera de nadie... lo vi morir...
Dylan se queda un tiempo en completo silencio, como si intentara replantarse bien qué tanto debería obedecer a mi madre, como si se estuviera cuestionando por qué tenía que estar en una situación como esta. Lo veo mordisqueando la uña de su pulgar y de inmediato me puedo imaginar a Reyna dándole un manotazo y diciéndole que no se muerda las uñas, que es malo para él... me aguanto las ganas de reír y de imitar las posibles acciones de mi amiga.
–Creo que hay una forma –murmura luego de un largo tiempo en completo en silencio–, si realmente lo necesitáis, si realmente está misión tiene que ser ejecutada de esta manera... entonces os ayudaré. ¡Pero! –nos interrumpe en cuanto estamos a punto de emocionarnos–. Hacedme caso en todo, ¿de acuerdo?
Estiro mi mano hacia él, Dylan la aceptan. –De acuerdo –asiento con una sonrisa confiada–. Ahora, déjanos comer en paz, luego iremos por ropa.
Él parpadea incrédulo. –¿Ropa? Sé que sois legados de Afrodita, pero no es momento para eso.
–¡Es para el pobre espartano estatua! –me apresuré a defendernos–. ¡Sé congelara en cuanto deje de estar congelado si no le llevamos ropa decente!
El espíritu de la tormenta nos mira a las dos, buscando esperanzado alguna marca de que estemos bromeando, esperando a que nos riéramos en su cara... eso no ocurre. Suspira pesadamente mientras se pasa una mano por toda la cara, respira profundamente, nos mira derrotado y se reclina sobre el respaldar de su asiento.
Intenta ahora robarme un Nuggets. Si no está muerto es porque mamá me retuvo las manos sobre la mesa luego de que le congelara los labios para que no se lo pensara ni una vez más.
Mamá, que es mucho más buena de lo que yo seré jamás, le termina comprando un menú.
Le robo una patata, porque eso es justicia divina.
Me siento tonta subiendo por las rejas traseras del hotel de mamá, sobre todo porque Dylan, que es un idiota, puede volar sin problema alguno y podría cargarnos hasta el otro lado, y no, no me estoy sintiendo tonta porque no paro de resbalarme y porque no tengo ni la más remota idea de cómo escalar unas rejas, querido lector, por supuesto que esos no son los motivos. El espíritu de la tormenta insiste que, como dios de los vientos, Bóreas registra cada movimiento aéreo, tiene registrado a cada espíritu de las tormentas, pero como note dos cuerpos sobre el aire que no reconoce nos mandaría un millar de espíritus de las tormentas a mi madre y a mí.
Mi madre escaló la reja y la bajó como una profesional, no quiso responder pregunta alguna de cómo sabía hacer eso, la cosa es que yo caí torpemente en el suelo de pasto aguado y congelado del jardín trasero del hotel de Bóreas, como una campeona, claro que sí.
Supimos en ese momento que aquel hotel debía de tener unas capas y capas de Niebla tremendas porque todo lo que se ocultaba era inmenso. Desde fuera parecía a penas un pequeño jardín, de la longitud de una calle entera, pero del ancho de una habitación pequeña, pero todo cambiaba cuando estabas dentro del recinto. Tenía la extensión de una estación de trenes, tal vez incluso más, costaba demasiado ver las rejas de cada costado. Ya no podía ver el Château Frontenac, estaba demasiado lejos, a penas un punto negro a la distancia, cubierto por todo lo que había de por medio en aquel jardín de los horrores.
Millones y millones de personas convertidas en estatuas de hielo.
Pero en el centro de toda aquella desgracia helada, elevándose casi por encima de los cien metros, más alto incluso el propio hotel de Bóreas, se encontraba un enorme bloque de hielo desigual, con picos filosísimos saliendo por todas partes y nieve por encima.
Había un cuerpo dentro de aquel bloque de hielo, y tal vez fue por la increíble cantidad de espíritus de la tormenta que lo rodeaban, tal vez porque era el bloque que más destacaba o porque Dylan lo miraba fijamente con semblante decidido, la cosa es que supe de inmediato que aquel era el sujeto que buscábamos.
Hiccup Haddock, la espada idílica.
.
.
.
Por si os interesa saberlo, Elsa estaba escuchando el musical Epic, para aplicaros un poquillo más de presión para que también lo hagáis.
Me da gracia, y me parece muy justo, que los hijos de dioses muy menores tengan un olor tan disimulado que tengan esa ventaja sobre los hijos de los doce Olímpicos, me parece tremendamente lógico además, porque canónicamente los semidioses de alguno de los Tres Grandes tienen un aroma más fuerte.
Dylan, Dylan... que ¿puedo deciros de Dylan? Creo que es evidente que este fanfic tendrá la redención o al menos el cambio de perspectiva de uno que otro personaje, sobre todo de aquellos relaciones con Quíone, es algo que una puede permitirse con enemigos menores que tan poca explicación tuvieron y con uno que otro personajillo de la auténtica mitología del que no se sabe mucho. No digo que Dylan sea el mejor tipo del mundo, pero digamos que es agradable y se preocupa... en el fondo.
Idylla es un personaje completamente, a diferencia de Gorgo, Dorieo y Anaxandridas, inventado, no ha existido. No os voy a mentir y decir que me tomé la molestia de investigar por horas y horas a partir de diferentes libros y fuentes sobre toda la historia referente a estos personajes, pero considero que miré lo suficiente como para asegurarme de que la mención de estas figuras históricas no sea una tiradera de pelos y no soltar ninguna burrada. Quiero creer que la creación de Idylla es necesaria para no trastocar demasiado figuras que merecen un mínimo de respeto, como lo es Gorgo, la única mujer espartana en ser hija, esposa y madre de reyes espartanos. No hablaré mucho de ellos, Idylla es nuestra parte más importante.
.
.
.
Os juro que no sé qué me pasa porque no dejo de olvidarme de publicar las cosas, me ha pasado exactamente lo mismo en AO3. Literalmente esto estaba listo para publicar en su fecha correcta pero lo dejé olvidado como borrador y así se quedó.
