Me arrancan la piel de las manos, necesito una ambulancia.


Hacía frío, podía notarlo incluso yo. La brisa casi congelada golpeaba bruscamente mi cuerpo, mis piernas empezaban a temblar levemente, me costaba sentir correctamente mi nariz y mis orejas, los dedos de los pies empezaron a dolerme un poco y tuve que enguantarme las manos, cosa que realmente no me gustaba porque aquello solía bloquear de cierta forma mis poderes. Si yo sentía todo aquello, mamá debería estar a punto de convertirse en una más de todas esas estatuas heladas. La pregunta de si a Dylan el clima le afectaba como a un mortal común y corriente se me pasa por la cabeza en ese precioso momento, por lo que volteé rápidamente hacia ellos.

Mamá se está calzando el segundo par de guantes encima, y aún así está tiritando horrible y abrazándose a sí misma en busca de algo calor. Antes de treparnos en las rejas, imaginándonos qué podríamos esperar dentro de los jardines de Bóreas, ella se había puesto varias capas, camisas de mangas largas, sudaderas, una sola chaqueta enorme para la nieve, bajo el grueso pantalón gris que llevaba puesto, creo, al menos otras tres capas, sus botas eran perfectas para la nieve y el hielo además de estar afelpadas. Yo me estaba considerando si hubiera sido necesario ponerme una capa extra además de la camisa de manga larga con la sudadera y el pantalón militar.

Dylan, que cuando se nos presentó solo tenía unos vaqueros y una camiseta de hockey, parecía bastante cómodo tan solo con el añadido de una sudadera gris.

–¿Estás bien? –le pregunta mi madre a Dylan, mirándolo con una mezcla de preocupación y envidia, el espíritu de la tormenta tan solo la mira por unos segundos para luego dedicarle una sonrisa algo burlona. Pude notar como mamá se aguantaba las ganas de cantarle las cuarentas.

–Escuchadme bien, sobre todo tú –me señala acusatoriamente, como si ya hubiera hecho algo malo–, no toquéis sin guantes nada, absolutamente nada, tú podrías descongelar una estatua por accidente, tú –señala entonces a mamá–, podrías convertirte en uno de ellos –señala entonces al resto de trozos de hielo con un leve movimiento de cabeza–. Id con mucho cuidado, solo cuando estés junto al señorito especial puedes quitarte los guantes, ¿entendido, cría?

Frunzo el ceño. –¿Es necesario llamarme cría?

–Agradece que te estoy llamando eso.

Le insulto por lo bajo, mamá me mira mal mientras que Dylan pone los ojos en blanco antes de empezar a caminar hacía el gran bloque irregular que había estado conteniendo al mismo muchacho por al menos unos veintiún siglos. Es un largo camino, tanto que me dan ganas de poder simplemente crear una rutilla de mi hielo propio por la que deslizarnos, pero algo me dice que como me atreva a crear absolutamente nada mi pobre cuerpo mortal cancelará su suscripción de la vida. Y no te confundas, querido lector, esa última parte sonaba terriblemente tentadora, pero por el momento pasaba de ella por el bien de mi pobre madre.

Mamá mantenía la vista en las estatuas lo justo y necesario para no chocarse con ninguna, yo me quedé observando maravillada cada una de esas personas. Había muchas más mujeres que hombres por el momento, la mayoría de ellas estaban colocadas en posiciones relajadas, como si hubieran sido transformadas en hielo puro mientras tomaban una siesta o dormían profundamente, las pocas que no descansaban parecían posar para ser siempre mostradas correctamente. Las mujeres allí presentes parecían amantes de mi madre que habían accedido a ser eternas estatuas congeladas para ella. Mientras que los hombres parecían haber batallado, algunos iban completamente armados, otros parecían rogar clemencia o estaban a punto de dar un buen espadazo. Las mujeres allí presentes eran amantes de mi madre seguramente, los hombres eran guerreros que se habían enfrentado por un motivo a otro a Quíone y ella había decidido facilitarse las cosas.

Pero entonces me topé con tres figuras que no entraban en ninguna de las calificaciones ya establecidas.

Era una bellísima estatua, una mujer de rasgos preciosos y lágrimas de copos de nieves cayendo de sus tristes ojos. Estaba sentada sobre sus rodillas, con dos niños reposando sus pequeñísimas cabecitas sobre su maternal regazo, a cada uno de ellos le faltaban los ojos y parecían estar sollozando del dolor. Se aferraban desesperados a los brazos de la mujer como podían, por la posición de sus brazos dejaba bastante en claro que, a ciegas, buscaban el consuelo de ella. Supuse que era su madre destrozada que intentaba consolar a sus hijos.

Antes de que pudiera preguntarle a Dylan quienes eran ellos y por qué se diferenciaban tanto del resto de estatuas de hielo, mamá estaba preguntando algo completamente diferente.

–¿Por qué hay tanta gente desnuda por todas partes? –pregunta incomodísima tapándose la mirada de un hombre medio agazapado que iba completamente desnudo y de otro que estaba quitándose los pantalones para cuando lo congelaron

Me atrevo a fruncir el ceño al escuchar aquella pregunta de mi madre. –Seguramente por la hipotermia, mamá –le respondo con algo de obviedad, viéndome forzada a seguirles el ritmo, dejando atrás a la extraña estatua de mujer y dos niños sin ojos. Noto, cuando finalmente estoy a su nivel, que mi madre se ve algo confundida por mi respuesta mientras que el señorito Dylan parece estar muy interesado en ignorarnos todo lo posible.

–¿La hipotermia hace que la gente se desnude? –repite preguntando, dudando por completo de todo lo que estaba diciendo, yo me aguanto la risa–. ¿Es de esas cosas que tienen una explicación mitológica tremendamente rara?

Aprieto mis labios para no reírme. –¿Te liaste con la diosa de la nieve y no sabes cómo funciona la hipotermia? –pregunto algo burlona, antes de que pueda regañarme, le explico cómo va el asunto–. Digamos que la hipotermia se carga tu termostato interior, el cuerpo ya no puede soportar más el frío, la sangre genera una intensa sensación de calor y ardor al circular por tus venas y arterías, lo cual choca con el frío de tu piel. Llegas a pensar que estás pasando por calor extremo por lo que...

–Terminas desvistiéndote –concluye mi madre, espantada simplemente por la idea de qué algo así llegará a pasarle a alguien, aún tapando su vista de todas las figuras que habían acabado siendo victimas del desnudo paradójico.

Intenté acercarme a Dylan para preguntarle lo que sea con respecto a aquellas estatuas de hielo que eran tan diferentes a todas las demás, pero nuevamente me vi interrumpida. En esta ocasión por algo no tan inocente y pacifico como mi madre preguntándose una de las más extrañas consecuencias de la hipotermia, sino un veloz espíritu de la tormenta del que tuvimos que escondernos levemente colocándonos mi madre y yo por debajo del ancho brazo extendido de un antiguo soldado del siglo XX. El congelado hombre tenía un uniforme alemán que no lo dejaba en muy buena posición, con mirar detrás de él me doy cuenta que hay al menos dos centenas con su misma ropa. El frente oriental del ejército alemán, los pobres enviados a morir por culpa del terrible invierno ruso... tenía pinta de que Quíone había reclamado a todos esos ingenuos como sus soldaditos de juguete. Puede que eso significara que todo ejército que hubiera sucumbido por el invierno ruso esté ahora mismo en los jardines de mi madre... eso sonaba aterrador no solo por todas las vidas que Quíone había tomado de un porrazo, sino por porque me hacía recordar lo gigantesco que era ese lugar.

Tiemblo al preguntarme cuántos semidioses estaban atrapados eternamente allí, por el momento solo sé de uno. ¿Para qué Afrodita me mandaría a liberar a un muchacho cualquiera si no se trataba de un semidiós? Él tenía que ser importante, mucho más de lo que Afrodita ha querido confesarme. Un muchacho lo suficientemente valeroso como para encandilar con su fuerza y su belleza a una hija de Afrodita, tenía que ser el hijo de algún dios extremadamente poderoso. Primeramente estaba apostando por el rey de los dioses, también puede que fuera descendiente de Ares, tal vez algún muchacho de Apolo o de alguna deidad menos conocida, pero, tomando en cuenta los comentarios que de vez en cuando Quirón y Apolo dejaban caer, ni siquiera podía asegurar que fuera del panteón griego o romano pues no todo semidiós existente con el que el campamento había interactuado era de allí. Sin embargo no podía intentar adivinar sobre otros panteones porque todo lo que sabía es que Thor, a diferencia de lo que decía Marvel, no era un rubiales cachas y que Loki, quien no era su hermano en lo absoluto, no tenía la preciosa cara de Tom Hiddleston.

Seguía pensando dentro de los límites grecorromanos, uniendo las pocas piezas que Afrodita me había dado ¿Tal vez fuera el hijo de alguna de las musas? ¿Alguna de ellas representaba la muerte por canto? ¿Qué diantres era una melodía mortal y cómo podías convertirte en su aprendiz?

Podría ser una hermanastro de Heather, un hijo de Ápate, la diosa del engaño. Tal vez incluso fuera hijo de Dionisio por el tema de la calamidad. Pero no sé que tan cercanas podrían ser la locura y la calamidad. También habían mencionado la violencia y la lujuria, y, asumiendo que la buena psicópata de Idylla no se liaría con un medio hermano, eso descartaba casi por completo a Afrodita y a los hijos que ella tuvo con Ares, doy por hecho de que me lo hubiera dicho si ese muchacho fuera su hijo o un descendiente de un hijo puramente divino.

Tal vez me equivocaba al pensar que era un mestizo, pero eso lo dudaba por completo. Lo único evidente es que no tenía ni idea de cómo ubicarle en este desastroso árbol genealógico que es el panteón griego.

Me maldecía a mí misma mientras caminábamos hacia el muchacho, renegando por haberme fijado tanto en el precioso rostro de ese pobre chico en lugar de sus tatuajes en busca de algo que rebelase un poco más de información sobre él. Recordaba que estaba tatuado, recordaba que eran enormes dibujos negros que ocupaban ambos brazos, pero las formas específicas fueron olvidadas por completo en orden de mantener esa mirada verde tan preciosa y tierna en mi memoria para siempre. Esos dichosos ojos verdes eran lo único que parecía venir a mi cabeza cada vez que intentaba recordarlo por completo, sus labios se aparecían de vez en cuando y me regañaba por las ganas que tenía de algún día poder verlo sonriéndome con cariño.

Ahora a penas me fijaba en las estatuas, con suerte y vi de reojo al único hombre que parecía haber estado de acuerdo con el hecho de acabar como estatua, lo único en lo que podía pensar era Hiccup Haddock, la posesión más preciada de Idylla, la posesión más preciada de mi propia madre divina y de toda otra mujer que alguna vez lo haya tenido para sí misma. Sonaba enfermizo eso de que hasta ahora no hubiera ni una sola mujer que se le conociera por haberlo querido, deseado o amado, solo lo habían poseído y definitivamente eso te dejaba pensando en todo lo que esas simples palabras habrían llegado a significar para él.

Sé perfectamente que los espíritus de la tormenta son precisamente eso, espíritus que llevan la tormenta consigo, espíritus que vuelan y controlan los relámpagos, pero aún así me sorprendí al notar que ni uno solo de ellos parecía estar interesado en cubrir las zonas más bajas del hielo que encarcelaban a Hiccup Haddock. Es cierto que su cuerpo se encontraba más o menos a la altura de un quinto o sexto piso, pero aún así la posibilidad de que idiotas como nosotros dos y mi maravillosa madre se les ocurriera arrebatarle su juguetito más preciado a Quíone estaba ahí mismo.

Me pregunto si Quíone querría más a mi madre o a ese muchacho que asesinó. Alejo rápidamente esa duda de mi cabeza, algo me dice que mamá perdería esa competición mientras que otro algo me dice que Quíone incluso me querría a mí más que a ese chico. No logro distinguir que pensamiento es más tonto.

Dioses... ¿sigue contando como mommy issues incluso si tengo otra madre?

Estar a cuatro estatuas de Hiccup Haddock y la voz de Dylan me sacan de mis pensamientos. –Escuchad ambas –nos llama con tranquilidad, mirando fijamente a sus compañeros de trabajo–, como os he comentado antes, todo espíritu de aquí está maldito para no poder lastimar a Iduna, lo intentarán, verán que no ocurre nada e irán a por ti –me señala con un dedo– porque además, estarás derritiendo esa cosa –ahora apunta al hielo, pero esta vez con la cabeza, su mirada vuelve a dirigirse a mi madre–. Tendrás que hacer de escudo humano para tu hija mientras yo me encargo de todos los que pueda. Elsa, tendrás que quitarte los guantes y no soltar esa cosa hasta que termines de liberarle, no importa que escuches o qué creas ver. No. Sueltes. El. Hielo. ¿Te ha quedado claro?

Me pone demasiado nerviosa la idea de dejar que a mi madre la ataquen a diestra y siniestra, pero la mano cariñosa que mamá pone sobre mi hombro hace que me calme un poco y acceda a asentirle a Dylan.

–Bien, terminemos pronto con esto –dice antes de comenzar a avanzar rápidamente hacia Hiccup, dejándonos atrás por unos segundos hasta que reaccionamos y medio trotamos hacia él.

El frío que rodea la joya de esta extraña corona es tan potente que duele. A mamá le castañean tanto los dientes que parece que hacen claqué dentro de su boca, mi cuerpo también empieza a temblar, tanto que se me caen los guantes en cuanto me los termino de quitar. Intentó recogerlos, pero estos se congelan de inmediato, haciéndolos completamente inútiles.

–Venga ya –me aguanto las ganas de decir algo más fuerte por lo cerca que tengo a mamá.

Las manos comienzan a dolerme por el frío de una manera tan nueva que no puede evitar que me espante demasiado. Tengo que relamer y relamer mis propios labios porque tengo demasiado miedo a que se terminen congelando y desquebrajando, no quiero cerrar las manos por miedo de que se queden eternamente en una sola posición. Mamá se lamenta aún más el frío, la puedo ver intentando abrazarse más y más, mascullando por no tener más ropa encima. Dylan tiene la amabilidad de sacar de uno de sus bolsillos un par de enormes guantes que pone sobre las manos enguantadas de mi madre, también se quita la sudadera y se la pone encima como bufanda.

Me mira entonces, con el ceño algo fruncido y comenzando a elevarse unos centímetros más sobre el suelo. –¿Preparadas?

Doy los pasos que hacen falta hasta tener a completa disposición el hielo, mamá se queda a mi lado en todo momento, mirando todo el tiempo arriba, a los espíritus que vuelan y vuelan a nuestro alrededor.

–Eso creo –titubea por el frío mi madre.

–Sí –digo yo, titubeando por los nervios.

Mamá parece darse cuenta de algo en ese momento. –Podrían intentar atacarte desde arriba –dice algo que me parece obvio–, no puedo cubrirte si estás parada, tendrás que estar de rodillas.

–Tiene razón –asiente el espíritu de las tormentas–, será más sencillo protegerte así.

Asiento repetidas veces mientras me coloco tal y como me indican, me lamentó de inmediato no tener más capas de ropa cubriéndome las piernas.

Dylan sale despedido hacia arriba, yo pongo ambas manos en el hielo.

Me muerdo los labios por el horrible ardor que recorre todo mi cuerpo desde mis palmas. Te habrán dicho toda la vida que "la nieve ardiente" es una especie de paradoja literaria usada por algún que otro listillo que quería adornar su prosa o poesía, pero todo frío puede quemarte si te expones demasiado a él. Ya lo habrás notado, cuando tienes que soltar la bolsa de hielo porque sientes que te quemas, cuando tienes calor pero aún así sueltas esa botella fresca porque el sentimiento que causa en tu piel es demasiado como para soportarlo, el hielo, la nieve, todo ello puede quemarte. El hielo y sal se combinan de tal manera que te pueden dejar severas quemaduras en tu cuerpo si lo juntas, en la escuela me volví medio famosa porque no me afectaba en lo absoluto mientras otros idiotas terminaban con horribles marcas en todo el cuerpo luego de haber sollozado por el dolor por largos y horribles segundos. Creo que finalmente era capaz de comprender lo que les ocurría.

No estaba preparada para eso.

Me mordí con fuerza el labio inferior hasta que salió sangre que rápidamente se congeló en mi mentón, lloré y lloré mientras sentía que la piel se me derretía contra aquel maldito bloque. Intenté arañar el hielo, pero sencillamente mis manos no respondían en lo absoluto. Mi corazón bombea con tal fuerza y mi respiración se había alocado tanto que todo mi cuerpo se movía de arriba abajo por la desesperación.

–Cariño –intenta comenzar mi madre, yo niego con la cabeza, lo último que necesito es que me hable nadie ahora mismo.

Necesito concentrarme... pero sencillamente no puedo.

–¿Qué...? ¿qué veníamos a hacer? –le pregunto entre sollozos, mi mente no se puede responder a sí sola, el dolor se ha adueñado de toda lógica y razón que ni tan siquiera soy capaz de notar lo estúpida que me veo haciendo esa pregunta.

–Tienes que descongelarlo –me responde mamá haciendo que su voz sea lo único claro que me rodea–, cariño, tienes que descongelarlo –me repite acariciándome suavemente la espalda. Desesperada alzó la cabeza, notando que Dylan ya se encuentra batallando con algunos compañeros mientras otros han podido comenzar su vuelo hacia nosotras.

Descongelar esta cosa sin morir.

–No puedo –suelto mis pensamientos en voz alta.

–Por supuesto que puedes –ella me regaña como si la hubiera ofendido directamente a ella–. Claro que puedes –insiste–. Eres la hija de Quíone, la única de estos tiempos, llevas controlando tu magia desde que tenías tres años, llevas aguantando toda la porquería que el mundo divino te ha tirado encima desde los diez años. Te ganaste el respeto de el mismísimo dios del Sol, rescataste a una niña cuando solo tenías doce años. Elsa, tu madre controla el nieve y el hielo, tú también lo haces. Puedes hacer esto.

No sé si me abrazó para apoyar su punto o para cubrirme por completo de ese rayo que un espíritu había arrojado en nuestra dirección, la cosa es que me rodeó con sus brazos con fuerza mientras me dejaba un beso en la cabeza. Incluso a punto de desmayarme por el dolor, pude admitir que ver a esa brisita personificada llevándose la hostia que nos había enviado fue tronchante.

Hubieron varios gritos de miedo y dolor mientras comenzaba a recobrar un poco la cordura.

En mi mente todo lo que repetía era Descongélate y el leve temor de que no funcionara. Podía deshacer mi propio hielo, pero ¿el de mi madre? Jamás había tenido siquiera la oportunidad de atreverme a pensar en esa osadía.

Pasaron minutos y minutos en los que Dylan batallaba arduamente, mi madre repelía con su escudo de rebote los ataques de los espíritus de la tormenta, mientras que yo no había logrado ningún avance. Nunca empezó a gotear esa cosa, tampoco minimizó su tamaño. No pasaba absolutamente nada.

Podía sentir a mamá tensándose a cada golpe, no podía evitar llorar al pensar que tal vez sí que estaba recibiendo daño. Le pregunté pero no contestó absolutamente nada. Podía escuchar a Dylan teniendo problemas con manejar y atrasar a tantos espíritus al mismo tiempo, pero por mucho que lo intentaba no lograba verlo por ningún lado. Ellos se estaban esforzando tantísimo y yo no conseguía nada.

Solo me quedó hacer lo que cualquier semidiós decente hubiera hecho en un momento como este: lloriquear para que mi madre divina me ayude.

–¡Madre! –exclamé a los cielos, rogando porque mis plegarias llegaran a dónde sea que estuviese–. ¡Madre, por favor, permitidme derretir vuestro hielo! ¡Quíone, diosa de la nieve, el hielo y las tormentas, os ruego vuestra ayuda! ¡Por favor, dejadme que derrita este hielo! –no hubo cambio alguno, no hubo respuesta o señal alguna–. ¡Por favor! ¡Os lo suplico!

–¡Estás atrayendo su atención! –me bramó Dylan desde un punto que no pude encontrar, lo ignoré sin problema alguno.

–¡Por favor, soy tu hija! ¡La hija de la mujer que amaste tanto! –no creía que en verdad lo hiciera, y realmente no sé si dije eso para apelar a su sentimentalismo o por mi madre humana–. ¡Solo os pido este favor! –insisto y es entonces que algo ocurre.

Un espíritu que se había vuelto una simple brisa para pasar desapercibido, me toma del tobillo y tira con tal fuerza que empuja a mi madre lejos de mí.

Grito del dolor cuando más manos gélidas y crueles toman mis piernas y empiezan a tirar con todas sus fuerzas. Veo mi propia sangre congelándose contra el hielo que no se ha derretido en lo absoluto, veo trozos de mi propia piel pegados allí, escucho a mi madre llamando mi nombre en un sollozo mientras toma mi cintura para sujetarme lejos de esos cabronazos que hacen que se me desprenda la piel de las manos.

Más y más sangre sale mientras que todo lo que puedo hacer es sollozar e intentar no caer inconsciente. La rabia y el dolor me consume, el hielo sigue tan firme como antes y por más que le rezo a Quíone nada sucede.

Y un demonio, pienso desahogarme.

–¡Solo intento arreglar tu maldito error! –bramó entre sollozos y algo de alivio cuando unas cuantas manos finalmente me sueltan, escucho a mi madre soltando el nombre de Dylan con asombro y esperanza–. ¡Solo intento solucionar los problemas que tú causaste!

–¡No es momento para insultar a tu madre! –escuchó rugir a un desesperado Dylan.

–¡Tú te callas! –le respondo con rabia, olvidando que me está salvando la vida. Regreso la mirada al cielo–. ¡Me has tenido abandonada todo este tiempo! ¡Tu estupidez me ha afectado a mi madre y a mí de todas las maneras posibles! ¡SOLO TE PIDO DESCONGELAR UN PUTO PEDAZO DE HIELO! ¿TANTO TE CUESTA HACER UNA SOLA COSA POR TU HIJA?

Cabreé muchísimo a Quíone, o eso creo, porque en ese momento hubo una gran explosión.

Todo se puso blanco para el hotel de mi madre, luego se volvió negro para mí.


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Ah... cliffhangers, ahora entiendo por qué el tío Rick los adora tantos, son tan divertidos. Lo he dicho, lo repetiré ahora, nunca confiéis vuestra estabilidad emocional en mí o mis fanfics, que me gusta tanto consentiros como torturaros un poco –tan solo un poquito–.

Juraría que a lo largo de los siete capítulos anteriores no se llegó a aclarar que se trataba de un semidiós, solo se asumió, así que es ahora que Elsa se pregunta si realmente ha hecho bien en suponer y qué otras cosas podría dar por hecho.