― Te lo advertí. Esa hacha era gigante para ti ― regañó un hombre a su obstinada sobrina menor, a la vez que vendaba una de sus manos.

― ¿Te duele?

― No, ni siquiera noté cuando me la hice ― mintió la niña rubia. Indudablemente, una herida ocasionada por una hacha nórdica atormentaba más que los siete infiernos ―. ¿Viste cómo casi todos mis lanzamientos dieron en el blanco?

― Estuviste bien, pero siempre puedes mejorar, Astrid.

― Por eso quiero ensayar un poco más.

― Solo, sé más cuidadosa ― pidió su tío, terminando de vendarla ―. Continúa entrenando duro, y serás una gran cazadora de dragones ― agregó orgulloso antes de retirarse.

El tío de Astrid no era un hombre especialmente cariñoso y podía ser algo estricto en ocasiones, pero comprendía que él la quería a su manera. "No está bien consentir de más a los niños, los volverás unos berrinchudos", decía él. Aunque no vendría nada mal para ella algo más que no fuera una seca felicitación.

Sonrió satisfecha. Estaba orgullosa de su desempeño con las armas. Para tener seis años, era muy talentosa. Ya quería ser de utilidad para Berk y exterminar dragones.

La pequeña vikinga pasó un rato practicando en paz hasta que la quietud del alrededor fue suspendida por un repentino llanto. Astrid ubicó el ruido de inmediato, provenía del hijo del jefe, quien había tropezado torpemente y, como resultado, se estampó de cara contra el suelo, nada grave, pero enseguida fue atendido por su padre con urgencia.

― Mimado ― bufó Astrid, contemplando aquella escena con frialdad.

― Ya, ya. No fue nada ― consoló el jefe a su pequeño, que no terminaba de sollozar.

― Duele ― lloriqueó Hipo.

― Ya sé, vamos a recoger las ciruelas que tanto te gustan.

― ¡Sí!

― ¿Por qué no las vas a recoger con la sobrina de Finn? ― preguntó inseguro. La idea de saltar a una fosa repleta de terribles terrores hambrientos sonaba más racional que hablarle a Astrid Hofferson.

― ¿No me digas que le temes? Pero sí es una niña tan adorable ― señaló Estoico a Astrid, que cortaba un tronco con una agilidad envidiable y un tanto perturbadora para una niña tan pequeña.

Hipo suplicó aterrado, pero no sirvió de mucho, puesto que, de todas formas, fue arrastrado por su padre hasta donde se encontraba Astrid.

― Vamos, no seas tímido ― ordenó Estoico, palmeando el hombro del pequeño.

― ¿Cómo estás? Soy Hipo ― saludó incómodo por el forzado encuentro.

― Astrid ― respondió de la misma forma.

Desde luego ya la conocía, al menos de vista. Astrid siempre se mantenía distante y seria con los otros niños. Ahora que lo pensaba, jamás la había visto jugar con los demás. Tal vez solamente era tímida, pensó él.

― Mi hijo desea invitarte a recoger ciruelas ― intervino Estoico al ver que ninguno de los infantes se animaba a decir algo más.

Hipo miró indignado a su padre. Jamás invitaría a alguien tan antipática como Astrid. Rogaba internamente para que ella lo rechazara. Para su infortunio, ella aceptó. No era muy educado negarle algo al jefe de tu tribu.

― No se alejen el uno del otro. Permanezcan juntos durante todo el camino ― aconsejó el pelirrojo ―. Astrid, cuida de él. Confío en ti.

La mirada de la niña se llenó de brillo. Para ella, era todo un honor tener la confianza de Estoico el Vasto.

A medida que los niños se adentraban en el bosque, el entorno se volvía pesado e incómodo. El silencio no ayudaba mucho. Hipo creyó que iniciando una conversación podría aligerarlo.

― Es un lindo día.

― Supongo ― respondió secamente.

Él suspiró desanimado. Ya no intentaría nada con ella y se limitaría a caminar en silencio. Tampoco era como si quisiera su amistad o algo así.

― Hipo, ¿tienes algún objetivo? ― interrogó Astrid súbitamente.

― ¿Objetivo? ― consultó confundido por el abrupto cambio de tema.

― Sí, porque el mío y el de todos estos chicos es convertirse en cazadores de dragón, y la mayoría de nosotros estamos entrenando duro por eso ― informó, esperando una buena respuesta. Quería ver qué tanta determinación tenía él.

― Solo soy un niño, no es como si pudiera hacer mucho ― argumentó con el ceño fruncido. No le gustó para nada el tono demandante que utilizó Astrid.

― Yo también soy una niña y entreno duro todos los días. Tú, como hijo del jefe, deberías estar más preocupado por el futuro de nuestra aldea.

Si había algo que Hipo Abadejo III detestara más en el mundo era que le recalcaran lo que debería ser como heredero.

― ¿A dónde vas? ― preguntó Astrid al ver cómo Hipo se alejaba.

― Lejos de ti, bruja.

― ¿Qué dijiste?

― Nada ― bufó.

¿Qué se pensaba esa Hofferson? Ni siquiera su padre le hablaba de esa manera. Ahora entendía por qué nadie se acercaba a ella. Astrid no era tímida, era desagradable.

― Hipo, escuchaste a tu padre. Tenemos que estar juntos ― advirtió Astrid, siendo ignorada por el castaño, que siguió despreocupado su paso.

― Podría aparecer un dragón...

Eso último sí lo hizo detenerse.

― ¿Un dragón? ¿Cómo... un Furia Nocturna?

La niña asintió con seguridad.

― Entonces, creo que mejor me quedo cerca de ti. Ya sabes, por si te asustas ― dijo, volviendo a su lado.

Astrid sonrió discretamente. Hipo resultaba algo tierno para ella.

Tan pronto como arribaron al ciruelo, recolectaron los frutos del suelo y se dispusieron a marcharse. El ambiente no mejoró del todo; sin embargo, ya eran más tolerables para el otro.

En el momento en que estaban por salir del bosque, el castaño percibió un chillido; parecía el de un animal suplicando ayuda.

― Es un cervatillo ― anunció Hipo. El animal estaba a una distancia considerable del sendero, pero alcanzó a escudriñar que mantenía una pata atorada en una trampa para dragones. ― ¿Pero qué le pasó?

― Estas cosas pasan ― comunicó la rubia, continuando su ruta. Frecuentemente iba con su tío de caza, por lo que ya estaba acostumbrada a ver estas situaciones.

― ¿Ahora qué? ― demandó cuando lo notó estancándose, observando con aflicción a la criatura.

― Hay que ayudarlo.

― Aunque lo hagas, no sobrevivirá, está muy herido. ¿Por qué lo harías?

― Porque es pequeño y débil, igual que yo ― respondió al borde de las lágrimas.

―¡Agh! De acuerdo, pero yo iré, seguro tú vas y te matas.

Astrid no quiso admitirlo, pero en el fondo esa respuesta la conmovió.

Se abrió paso entre el herbazal con precaución, de no caer en ninguna trampa.

― Sé que estás asustado, pero quiero ayudarte ― susurró suavemente al desconfiado cervatillo.

Empleó toda la fuerza que ostentaba para separar los dientes de acero de la trampilla. No logró abrirla del todo, pero sí lo suficiente para que el ciervo removiera su extremidad.

― Eso es, pequeñín ― felicitó, contemplando cómo el ciervo, aunque cojeando, huyó deprisa. Al estar tan absorta con la escena, no reparó donde pisaba. Su distracción ocasionó que cayera en una zanja. Astrid no tuvo tiempo siquiera de procesar lo que sucedió hasta que el fondo del hoyo la recibió toscamente. No era un hoyo muy profundo, por lo que no sufrió un daño grave.

Al menos Hipo estaba arriba y podía ir por ayuda, aunque odiaba la idea de ser rescatada no tenía otra elección.

― ¡Astrid!

― ¡No te acerques!

Su advertencia llegó tarde. Hipo trastabilló y cayó por el barranco del mismo modo que su compañera.

― ¡Genial! Ahora los dos estamos atrapados. ¡Esto es una, una...! ― omitió la palabra que iba a expresar, buscando una adecuada para su edad ― ¡Desgracia!

― No entiendo por qué te alteras. Alguien vendrá por nosotros ― murmuró él, recuperándose de la caída.

― Tienes razón. Alguien vendrá y estaremos en problemas por salirnos del sendero.

Estoico ya no confiará en ella, su tío estará decepcionado, y ni hablar del regaño que recibirá de sus padres.

― Parece que tienes miedo.

El niño no hizo el comentario con intención de ofender, pero Astrid se lo tomó muy personal.

― ¡Yo jamás tengo miedo! Y no estaríamos aquí de no ser por ti.

― ¡Tú te caíste primero! ¡Y lo hiciste por torpe! ― se defendió enfadado de las acusaciones.

Astrid no se tomó nada bien esa incriminación. Estaba tan roja de enfado. No recordaba haber experimentado tal furia desde que los gemelos aprovecharon su distracción y trenzaron su cabello a la cola de un burro.

―¡Eres un berrinchudo, niño de mami! ― bramó enfurecida, pero se silenció de golpe al recordar que Hipo no tenía madre, ¿cómo pudo omitir ese detalle?

Él la observó resentido.

Todo este rato estuvo envidiando el excesivo afecto que Hipo obtenía de su padre solo por existir. Quizás el jefe intentaba rellenar el vacío que dejó su madre. La culpa se alojó en su interior, y se sentía horrible.

― Lo siento. No tienes la culpa de nada, Hipo ― susurró avergonzada. ― Y sí tengo miedo, mucho ― confesó, limpiándose una lágrima originada por la culpa que sentía.

Hipo estaba auténticamente sorprendido al verla tan frágil. No imaginaba que Astrid fuera capaz de disculparse o siquiera llorar.

― Saldremos de aquí ― prometió él, con la intención de animarla, olvidando el desliz de ella.

El silencio volvió a hacerse presente, esta vez uno cómodo. Ambos se contemplaron con una sincera sonrisa.

Hipo divisó con curiosidad las enormes raíces que sobresalían detrás de Astrid, probablemente de algún árbol.

― Tengo un plan.

―――――*―――――

―¡Lo logramos!― celebraron con un impulsivo abrazo cuando salieron del hoyo. Gracias a Hipo y sus ideas, lograron salir.

―Tenías razón, es un lindo día.― admitió ella feliz de poder estar en la superficie nuevamente.

De un momento a otro, Astrid ya no resultaba tan desagradable para Hipo, y si la admiraba con atención, resultaba hasta bonita. Poseía unas largas pestañas sobre sus ojos azules como el intenso cielo, pecas que adornaban sus rosadas mejillas y cruzaban por su nariz de botón. ¿Siempre ha sido tan linda? También había demostrado tener bondad en su interior (muy en su interior) cuando ayudó al cervatillo. Al parecer, no era tan bruja como él creía.

―Lo es...― suspiró observándola.

Crujidos de ramas se escucharon cerca. Los dos se alertaron; eran pisadas muy profundas y escandalosas como para ser de un animal. En un reflejo de pánico, Astrid entrelazó su mano con la de Hipo.

―¿Qué están haciendo aquí, críos?― cuestionó Bocón saliendo de los arbustos.

Suspiraron de alivio al ver que solo se trataba del herrero.

―Uh, ya veo.― se contestó él mismo, reparando en las manos entrelazadas de los niños― No se preocupen. No voy a delatar a una pareja de enamorados.

―¿Enamorados?― replicó asqueada distanciándose inmediatamente del ojiverde. La sola mención de un sentimiento tan cursi como el amor le provocaba náuseas. ―Ni nos agradamos, ¿verdad, Hipo?

―¿Hmm?― respondió atontado, todavía contemplándola―Oh, sí, ¡qué asco!

―Solo espero que el día de su boda, me permitas arrojar el ramo.― insistió Bocón pícaramente.

―¿De qué hablas, anciano?― reclamó indignada―¡Te apuesto mil quinientos yacks a que nunca seré esposa de nadie!― declaró abochornada ante las insinuaciones del adulto.

―¿Quieres apostar? Oh, esto será divertido. Que sean dos mil.

―Hecho.

Muchos, muchos años después:

―Señorita Haddock, ¿dónde están mis yacks?― demandó Bocón irrumpiendo en el banquete de la joven pareja de recién casados.

La rubia, recientemente nombrada jefa, tardó segundos en captar. Soltó un jadeo pasmada al revivir aquel vergonzoso episodio donde apostó su vida amorosa.

―¿Cuántos eran?― reflexionó el anciano fingiendo hacer cuentas con sus dedos.

―Dos mil, si no estoy mal.― afirmó Hipo ganándose la mirada asesina de su esposa.

―Bocón, si no paras de fastidiarme, lo único que recibirás de mí será trabajo duro por el resto de tu vida.

El anciano se retiró burlón, con la satisfacción de haber acertado en aquel momento.

―Y tú, veo que quieres quedarte sin noche de bodas.― reprendió ella, cruzándose de brazos.

―No serías tan malvada.― bromeó abrazándola por detrás―Además, sé que lo deseas tanto como yo.― musitó en su oído, provocando que placenteros escalofríos recorrieran la espalda de Astrid.

―Hipo...― suspiró risueña al sentir el tacto de sus labios sobre su sensible cuello.―La gente observa...

―Es por eso que deberíamos ir a casa e inaugurar esa cama.― sonrió en su nuca, atrayéndola más hacia él.

―Dioses... Tú ganas, vámonos ya.

Fin.