Uno de los pocos recuerdos agradables que tengo de mi niñez es de cuando tenía alrededor de cuatro años de edad, caminando junto a mi madre por las calles del distrito dos, su pulgar acariciando el dorso de mi mano, su sonrisa delicada, su rostro cubierto de pecas siendo iluminado por la tenue luz del sol a últimas horas de la tarde, y su larga cabellera azabache bailando con el viento. El recuerdo de su expresión despreocupada y hasta alegre, es lo que se me viene a la mente una vez que caigo al suelo del bosque y una de aquellas extrañas criaturas me da un zarpazo, que logro esquivar a medias, en el rostro.

El ardor en mi mejilla derecha, acompañada de la sensación de la sangre chorreando por mi rostro, me deja completamente inmóvil e indefensa. Aquella bestia no es un lobo normal, es una mutación creada por los vigilantes, una criatura alterada genéticamente y si me detengo a pensar en ello, tiene sentido: quieren un espectáculo, un final impactante, ¿qué extravagancia podrían sacar de cuatro adolescentes cuyos cuerpos están sucumbiendo ante la malnutrición y el cansancio?

La bestia apoya ambas patas sobre mis hombros, sé que me matará lenta y dolorosamente; no tengo forma de quitármelo de encima pues ha de pesar como cien kilogramos. Suelto un grito cuando sus garras se clavan en mis hombros, levanto la mirada y siento mi alma desplomarse a mis pies. Los ojos celestes, que ni en un millón de años pertenecerían a un lobo real, me miran con rabia. El pelaje liso y rubio, el collar alrededor de su cuello con un número uno grabado con joyas...Es Marvel.

Apenas logro unir los puntos en mi cabeza, oigo a la criatura soltar un aullido de dolor; se me quita de encima y veo la lanza que ha perforado su costado izquierdo, Cato me grita para que siga corriendo y así lo hago. Los ojos de Marvel en aquella criatura me han dejado sin aliento, ¿Habrán sido sus ojos realmente? ¿Tendrá aquella bestia sus recuerdos? ¿Lo habrán modificado para odiarnos por dejarlo morir?

Distingo la cornucopia a unos treinta metros de distancia y no detengo la marcha en ningún momento; si intento trepar a algún árbol, le daré el tiempo suficiente a alguna de esas mutaciones para alcanzarme. El camino empinado hace que sienta los músculos de mis piernas desgarrarse con cada paso que doy, el olor de la sangre me resulta nauseabundo pero por más que quiera hacerlo, no puedo detenerme a vomitar. Punzadas de dolor me destrozan los hombros y cuello con cada sacudida que sufre mi cuerpo.

Salgo al claro y veo a Cato de reojo, me hace señales para que intente subir sobre la cornucopia apenas llegue a esta; dos siluetas humanas se encuentran en nuestro camino: los tributos del doce. Una flecha choca contra mi pecho y rebota gracias a mi armadura, la impresión que me ha ocasionado el disparo casi me detiene, pero al oír el aullido de una de esas criaturas me saco la idea de la cabeza. Sin quererlo, choco contra la chica del doce, haciendo que se le caiga el arco al suelo; ella tira de mi brazo pero en lugar de atacarla, una sola palabra sale de mi boca.

—Corre.

Me volteo hacia el bosque y veo que una de aquellas criaturas sale al claro de un brinco, cae sobre sus patas traseras y llama al resto de su manada; si el muto que me había atacado era Marvel, supongo que el resto de los tributos caídos forman parte de la manada. Salgo disparada hacia la cornucopia nuevamente, los del doce son la menor de mis preocupaciones en este momento. La superficie de oro puro de la cornucopia tiene pequeñas crestas y costuras a las que agarrarse, pero apenas apoyo una mano en ella siento que se me rostiza la piel. Me quemo las manos o me asesinan aquellas bestias: la decisión es bastante obvia.

Cato se aparece a mi costado y trepa con más rapidez que yo, sin preguntarlo, me toma del antebrazo y me sube de un tirón; llegamos hasta lo más alto de cuerno, él cae de rostro y suelta un grito cuando su piel entra en contacto con la superficie de la cornucopia. Las mutaciones se han agrupado al pie de la cornucopia, unos seis metros por debajo de donde nos encontramos, e intentan llegar hasta nosotros de alguna manera.

Oigo a los del doce gritarse cosas entre ellos pero no logro concentrarme en otra cosa que no sean aquellas bestias; siento el ácido subir por mi garganta y me orillo para vomitar, mis ojos arden al igual que mi nariz y boca. El gusto repugnante del vómito se mezcla con el de la sangre, que sigue saliendo a chorros de mi mejilla derecha.

Me paso una mano por la boca para limpiármela, cuando algo sacude la cornucopia y me hace caer de rodillas: el muto más grande de todos ha chocado contra una de las paredes metálicas. Con el pelaje oscuro, los ojos dorados y el collar de paja trenzada con el número once, rápidamente sé que se trata del chico del Distrito 11.

Los mutos se dividen en dos grupos en los laterales y utilizan sus fuertes patas traseras para lanzarse contra nosotros; desvío la mirada hacia los tributos del doce, el carcaj de la chica está vacío, y el chico también está desarmado.

Preparo un cuchillo para arrojárselo a cualquiera de los dos, pero uno de los mutos, pequeño y con el pelaje rojizo, se clava al borde de la cornucopia y amenaza con alcanzarnos, así que el arma sale disparada en su dirección. Se inserta en uno de sus ojos y lo obliga a retraer las garras, un golpe seco anuncia la muerte de aquella bestia.

Durante la persecución en el bosque había perdido uno de mis cuchillos de tiro, al igual que mi mochila y el cuchillo mediano que se encontraba en ella; con el que acabo de utilizar, solo me quedan tres, pero no por mucho pues dos criaturas más imitan la técnica de escalamiento del muto pelirrojo, dejándome así con un último cuchillo y el miedo cerrándome la garganta.

La cornucopia se estremece bajo nuestros pies una vez más y por un instante quedamos cara a cara contra los tributos del doce. Me aferro a mi pequeño cuchillo con fuerza, como si mi vida dependiera de ello, porque realmente lo hace; Cato puede matarlos a ambos con sus propias manos pero yo no tengo la misma ventaja.

Antes de que podamos acercarnos a ellos, la chica mira de un lado para otro como si estuviese buscando algo, luego nos observa a nosotros, y finalmente clava sus ojos en su compañero de distrito. Manda una mano a su cinturón, desengancha un pequeño saquito del mismo, lo abre y comparte su contenido con aquel chico. Observo a Cato de reojo, no tengo la menor idea de qué es lo que están haciendo y por la expresión en su rostro, sé que él tampoco.

Los tributos del doce levantan los brazos y abren sus dedos, dejando ver un puñado de lo que parecen ser moras; se toman de las manos, él la besa con delicadeza y quedo aún más desconcertada por la situación.

—Lo siento tanto, Primrose.

El chico se limita a observarla, cuentan hasta tres y consumen aquellas moras; segundos después suenan dos cañonazos y los tributos del distrito doce caen muertos. El ruido ha alborotado a la manada de mutos al pie de la cornucopia, veo que se abre un agujero en la llanura; las bestias que siguen con vida corren y se arrojan dentro del mismo, luego la tierra vuelve a cerrarse.

—Tenemos que alejarnos—dice Cato con la voz ronca—. Supongo que quieren llevarse los cuerpos.

Nos asomamos al borde de la cornucopia para asegurarnos de que no haya algún muto esperándonos, luego bajamos poco a poco por el extremo del cuerno; la noche está más oscura que de costumbre y se me dificulta ver con claridad, caigo de costado sobre mi hombro, que de por sí ya está lastimado, y el dolor se vuelve diez veces peor. Se me nubla la vista y siento las lágrimas saliendo de mis ojos, estoy segura de que me he roto más de un hueso.

Caminamos hasta el lago para dar lugar al aerodeslizador, Cato también tiene el rostro manchado con sangre y se mueve con dificultad. El aire helado sopla con fuerza y hace que me castañeen los dientes; guardo mi único cuchillo de vuelta en el chaleco, me dejo caer delante del lago y meto ambas manos al agua para quitarme la sangre y suciedad, el arrepentimiento llega al instante porque al igual que el viento, el agua también está muy fría. Me levanto apenas puedo, porque sé que me desmayaré si quedo tendida en el suelo; Cato se acerca a mí y revisa la herida que me he abierto en el rostro.

—Se ve mal—dice él en un susurro—. Esas cosas me han agarrado la pierna, supongo que la malla ha hecho su trabajo pero siento unas punzadas horribles al caminar.

El aerodeslizador aparece en medio de la oscuridad y se lleva los cuerpos de los tributos del distrito doce; no sé cómo sentirme con respecto a la muerte de ambos, probablemente no hubiese tenido la fuerza necesaria para luchar contra ellos y me han hecho un favor.

Aunque algo me dice que esto aún no ha terminado, ha sido demasiado fácil, a pesar de que casi nos matan los mutos claro está. Cuando me giro para hablar con Cato, la voz de Claudius Templesmith retumba en el estadio.

—Saludos, finalistas de los Septuagésimo Cuartos Juegos del Hambre. La última modificación de las normas se ha revocado. Después de examinar con más detenimiento el reglamento, se ha llegado a la conclusión de que sólo puede permitirse un ganador. Buena suerte y que la suerte esté siempre de vuestra parte.

Tardo un par de segundos en asimilar lo que ocurre: nunca hemos tenido la oportunidad de ganar los juegos juntos. Nos han manipulado para tener el final más dramático de la historia, y tanto los del distrito doce como nosotros nos hemos creído el cuento al igual que un montón de idiotas.

Mando una mano mi chaleco y antes de que pudiera agarrar siquiera el cuchillo, mis pies se despegan del suelo, quedo flotando en el aire por unos instantes y luego mi espalda choca violentamente contra el suelo de piedra. El golpe me ha afectado especialmente los hombros y parte posterior de la cabeza, quedo atontada sin poder moverme debido al dolor que perfora cada rincón de mi cuerpo.

Nuestra alianza siempre ha tenido fecha de caducidad, pues Cato no ha dudado un solo segundo en atacarme; sus rodillas hacen presión sobre mis antebrazos para mantenerme fijada al suelo, siento tanto dolor que tengo la impresión de que se me desprenderán las extremidades en cualquier momento.

Antes de que pueda hacer algo, sus manos rodean mi cuello y lo aprieta con fuerza. Se me aguan los ojos y se me dificulta respirar, no puedo moverme, mucho menos defenderme. Si moriré a manos de mi compañero de distrito, lo único que me queda por hacer es asegurarme de que mi muerte le pese por el resto de sus días.

—Por favor—susurro con el poco aire que me queda, clavando mis ojos en los suyos, esperando a que me mate de una vez—. Hazlo.

Accidentalmente he tocado un nervio suyo pues me suelta inmediatamente, se levanta, se toma de la cabeza y comienza a gritar; sus gritos son ensordecedores, la ira y el horror tiñen su voz, quedo tendida en el suelo intentando recuperar el aliento.

Me levanto con torpeza y saco el cuchillo de mi chaleco, veo que él se golpea la cabeza contra un árbol mientras murmura cosas que no logro comprender.

Gira hacia mí y no dudo un segundo en arrojar mi arma en su dirección, él esquiva el tiro mortal pero el cuchillo le roza la cabeza y la sangre comienza a fluir, tiñendo de rojo su cabellera rubia. Cae de rodillas y se cubre el rostro; sus gritos se vuelven sollozos, he quedado completamente desarmada y no tengo idea de qué hacer.

No puedo salir disparada hacia la cornucopia pues no veo absolutamente nada, en el bosque estará esperándome alguna creación de los vigilantes, y acabo de perder mi último cuchillo.

—No puedo hacerlo—dice finalmente—. No otra vez.

Se levanta y camina hacia mí, retrocedo hasta que mis pies entran en el lago; pienso que me atacará nuevamente pero no lo hace, la sangre continua fluyendo desde su cabeza, y sus ojos buscan los míos con desesperación. Veo las emociones contradictorias en su rostro mientras se acerca cada vez más; estoy completamente indefensa, no hay nada que pueda hacer para salvar el pellejo.

Creo que Cato ha perdido completamente la cabeza pues parece alucinar, observa algo en el bosque a mis espaldas, y se le ponen los ojos llorosos. Las lágrimas se deslizan por su rostro, mezcladas con sangre.

—No—habla en un susurro con la mirada puesta en el bosque, giro lentamente para observar el lugar, esperando ver una mutación nueva pero no hay absolutamente nada, se ha vuelto loco—. Otra vez no, por favor.

Cae de rodillas y se abraza a mis piernas; me cubro la boca con una mano y quedo completamente petrificada. Él sigue susurrando cosas sin sentido, temerosa coloco una mano en su cabeza y observo al cielo, esperando alguna respuesta por parte de los vigilantes. Está claro que no lo puedo matar con mis propias manos y aparentemente él tampoco lo hará; temo que los mutos aparezcan nuevamente pero no lo hacen, sino que la voz de Claudius Templesmith se hace presente nuevamente.

—Damas y caballeros—anuncia en un tono más oscuro del que me hubiese podido imaginar—, me llena de orgullo presentarles a los vencedores de los Septuagésimo Cuartos Juegos del Hambre: ¡Clove Kentwell y Cato Hadley! ¡Les presento a... los tributos del Distrito dos!

Más que alegría, la noticia me llena de preocupación, pues sé que algo ha ocurrido allá afuera y no puede significar nada bueno.