Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer.

La historia es mía y está protegida por Safecreative.

Está prohibida su publicación en otra página y también su adaptación.

.

Canción del Capítulo

"Thinking out loud"— Ed Sheeran

.

Capítulo 10: Pensando en ti

De: Edward Cullen

Para: Isabella Swan

Fecha: 08 de enero de 2014 19:43

Asunto: Sus pecas…

Estimada Señorita lo discuto todo:

No sé en qué universo paralelo, no le enseñaron que omitir no es mentir y yo, no le he mentido. Usted se ha atrevido a difamarme y eso me ha dado una idea genial: Demandaré a sus pecas por injurias y calumnias… Estoy casi seguro que esas coquetas marcas que adornan la punta de su nariz, son la fuente de poder de la inusitada furia que posee una chica tan linda y menuda como usted…

Debería aprender a frenar ese irreflexivo ímpetu y en vez de acusarme de esa forma, podría haberse detenido a pensar un par de minutos el porqué de mis «supuestas» mentiras, pero en vista y considerando que no lo hizo, yo tampoco me tomaré el tiempo de explicarlo; estoy seguro que si lo hago, sus pecas le ordenarán enojarse de todos modos.

Por otro lado, si protagoniza o no escenas impúdicas con su noviecito en plena calle o en la cúspide de la torre Eiffel, déjeme decirle que no es de mi interés y mucho menos de mi incumbencia, yo solo exijo que no las efectúe delante de mi pequeña hija, aunque después de que me ha informado que su novio es bailarín de ballet, la verdad es que lo dudo; aunque creo que no está de más recordárselo.

Hasta pronto, pecosa...

Atte. Edward Cullen.

Pd: Gracias por su honestidad y por preocuparse de mi hija… Intentaré de ahora en adelante no omitir aquellos detalles importantes, porque lo cierto es… que a mí también me gustaría que continuara cuidando de Anne.

Era la enésima vez que Isabella releía la respuesta de Edward, para el furioso correo que ella le había escrito. Desde que recibió la réplica, se sorprendió así misma releyéndola cada cierto tiempo, sin saber muy bien el porqué. Sus sentimientos eran una mezcla de anhelo y exasperación.

Anhelo, porque a pesar que estos días se habían comunicado vía teléfono, mensajes y video llamadas, su relación se mantuvo estrictamente formal, educada y encasillada en la apropiada interacción que debe tener un subordinado y su jefe, e Isabella ―aunque no lo quisiera reconocer de forma abierta― extrañaba de una manera que le parecía casi enferma y perversa, ese constante tira y afloja que existía entre ellos desde la noche en que se conocieron. Además ―y tal vez esa era la razón más importante―, porque las palabras expresadas en ese correo, parecían tener un mensaje oculto, juguetón, uno donde Isabella imaginaba que salía a relucir el verdadero Edward; todo lo contrario al hombre seco y compuesto que hablaba con ella por teléfono.

Eso era lo que le exasperaba…

Hace unos minutos lo había visto vía Skype y Edward, únicamente se limitó a darle instrucciones para la próxima salida con Esme Cullen y luego, se dedicó a conversar con Anne. Sabía que no le debiese importar su indiferencia, pero el sentimiento de vacío que se alojó en su pecho fue inesperado e inevitable.

Sentada desde la cama —para darle espacio a la pequeña—, escuchó la conversación donde Anne se dedicó a relatarle a su padre, sin dejar escapar ningún detalle, del fantástico día que había pasado en el ballet y de los simpáticos que eran todos los amigos de Bella, sobre todo Jacob y Demetri y, por supuesto en su inocencia, tampoco olvidó recalcar lo tierno que era Riley; información que Isabella hubiese preferido que la niña omitiera ya que cuando se despedían, Edward pidió hablar con ella y no fue agradable.

El joven padre esperó a que su hija saliera de la habitación y luego, como siempre petulante, se encargó de recordarle cansinamente sobre las escenas impúdicas y le exigió que mantuviera a raya las demostraciones de afecto frente a la menor y que no pusiera a prueba su paciencia, ya que mucho había hecho, consintiendo que Marie Anne interactuara con su loco amigo.

Bella por su parte, se encargó de recordarle que si Anne tuvo que relacionase con Jacob, él único responsable de ello era Edward y sus mentiras y, cuando estaba presta a regañarlo sobre las supuestas y exacerbadas muestras de cariño que solo habitaban en su imaginación, apareció Alice para salvarlo o más bien para ponerlo en su lugar.

―Déjate de joder, Edward ―dijo la pequeña Cullen asomándose por sobre el hombro derecho de Bella―. Estás muy lejos para pasar rabias, te vas a poner viejo…―correctivo que Edward contestó con inteligibles gruñidos, para los que Alice respondió―: Si confías en mi criterio, confiarás en el de Bella. Hermanito, ¿confías en mi criterio?

Ambas chicas vieron como Edward jaló las hebras de su cobrizo cabello y luego, asintió rendido para el chantaje emocional de su hermana menor, aunque con claridad se veía, que no estaba conforme con su respuesta.

Alice le lanzó besos para conformarlo, le dijo que lo amaba, le pidió que se cuidara y se despidió aludiendo a que su madre estaba por llegar, dejando a Bella y Edward mirándose a través de la pantalla, sumidos en un incómodo silencio.

―Bien…―dijo Edward, perturbado al no saber qué más decir o cómo despedirse de la bailarina que lo tenía hechizado―, no dude en llamarme si Esme se pone difícil.

―Lo haré ―aseguró Bella algo intimidada por aquellos ojos verdes que la taladraban con la mirada.

―Hasta más tarde…

―Adiós...

Musitaron al mismo tiempo y por unos segundos, que parecieron eternos, se miraron directo a los ojos, no queriendo cortar la comunicación si no que deseando conversar por primera vez sin discutir, sin embargo, ninguno de los dos tuvo el valor de elaborar palabra.

Bella fue la primera en cortar la silenciosa conexión y Edward, al ver que la mano derecha de ella se acercaba para cerrar la pantalla, desesperado por contemplarla aunque fuese por un mínimo instaste más, la llamó―: ¡Isabella!

Bella detuvo la acción, levantó el rostro y lo miró esperanzada.

―¿Sí?

Pero Edward, abrumado por sus achocolatados ojos no supo qué decir, así que se justificó como todos estos días, hablando de Anne.

―Si hace mucho frío…que Anne use gorro y guantes.

―No lo olvidaré ―aseguró la muchacha con sus ilusiones convertidas en polvo y a la vez enternecida de la aprensiva preocupación.

―Gracias.

Juntos cortaron la comunicación y Bella se quedó con una inquietante y fría sensación.

Por eso es que a minutos que llegara Esme Cullen, de nuevo releía el mail de Edward. Esta vez lo abrió con la necesidad de esfumar aquella frialdad que parecía haberle calado los huesos. Si bien, aquellas letras dirigidas hacia ella ―como siempre hacia Edward―, tenían la clara intención de sacarla de sus casillas ―sobre todo la parte que se refería a Riley― le parecían cálidas y divertidas, todo lo contrario al Edward de rictus rígido y de ojos de fuego que la miraban por el otro lado de la pantalla.

«Aun así se veía hermoso», pensó Bella, dándose cuenta que era primera vez que lo veía vestido como un muchacho, llevando ropa tan cotidiana como una camiseta blanca de manga larga y unos jeans desgastados, sentado de piernas cruzadas encima de la cama.

Negó con la cabeza para sus atribulados e inapropiados pensamientos, cerró el notebook con violencia, tomó su abrigo, gorros y guantes que descansaban encima de la cama e intentando odiar a Edward Cullen, salió de su habitación para ir en busca de Anne.

―¿Lista para salir de paseo? ―preguntó entrando el dormitorio de la pequeña y se acercó hasta ella, quien guardaba sus cosas en una carterita a tono con su vestido escocés.

Bella miró enternecida los artículos que Anne, con su ceño fruncido, introducía en el bolsito rojo, eran los mismos que su padre se preocupaba que llevara en su mochila del colegio: Kleenex, listones de colores, cepillo, espejo y jabón desinfectante gel. Dejando en evidencia, los esfuerzos de Edward en convertir a su hija ―a pesar de todas sus tremendas travesuras― en una damita.

―Bella, ¿iremos de compras?

―No lo sé cariño, ¿por qué lo preguntas?

―Porque mi abuelita, siempre me lleva de compras y a mí me gustaría ir al zoológico. A Maggie y a Heidi ―sus mejores amigas del colegio―, sus abuelos siempre las llevan a ver a los animalitos.

―Oh, entiendo… ―Bella asintió comprensiva, intuyendo también que no irían al paseo anhelado por la pequeña. Anotó en su mente una visita al zoológico y para conformar a Annie dijo―: Bueno, si es así no te desanimes, ¿sí? Seguro que ella lo hace porque te ama y quiere que te veas muy bonita.

―Mi papi también quiere que me vea bonita y nunca me lleva de compras ―dijo la pequeña en tono enfurruñado cerrando el bolsito.

Bella contuvo una sonrisa, esa entonación molesta sabía bien a quién se la había aprendido.

―¿Ah, sí? Entonces, ¿dónde te lleva papi? ―investigó Bella vistiendo a la pequeña con su abrigo rojo, interesada en averiguar todas las facetas desconocidas de Edward.

―Con mi papi vistamos los museos, caminamos por París y tomamos helado de chocolate.

«¡Guau! ―pensó Bella sorprendida, abotonado el lindo abrigo―. Y yo que estaba segura que era un estirado snob y consumista».

Justificados pensamientos, después de ser testigo y parte, de la engreída pose de Edward y de toda la parafernalia que lo rodeaba.

Bella continuó arreglando a Anne —acomodó su largo cabello fuera del abrigo y protegió su cabeza con un gorro de piel que también hacia juego con el atuendo—, sin poder dejar de analizar lo que la niña, recién le había dicho.

Si bien, Esme no había nombrado el destino del paseo, jamás imaginó que este sería una salida para comprar ropa a su nieta, mucho menos, después de tanta orden e insistencia. Bella imaginó que irían a un lugar que le gustara a Anne, no a uno que le desagradara. Aquello le molestó en demasía y reafirmó la idea de visitar Disney, se sintió feliz de poder llevar a la pequeña a un lugar que ella sí pudiera disfrutar.

Deseando que los vaticinios de Anne sobre el próximo paseo no fueran ciertos, tomó sus níveas manos, las enfundó con unos guantes de color carmesí e insistió en animarla―: ¿Sabes? A mí me gustaría tener una abuelita que me comprara ropa muy bonita.

―¡¿Tu abuelita te compra ropa fea?! ―preguntó la pequeña horrorizada y Bella rio de su inocencia, esa no era la respuesta que esperaba.

―No cariño, mi abuelita no me puede comprar ropa porque está en el cielo—contestó Isabella con sinceridad, pensando en que le hubiese gustado conocer a los padres de Renée, quienes murieron cuando ella tenía unos meses de nacida. De sus abuelos por parte de Charlie ni hablar, de ellos solo sabía que eran unos desgraciados peores que su padre.

―Como mi mami.

Bella asintió y no queriendo tocar temas dolorosos, ya que esa no era su primera intención, con rapidez explicó―: Lo que te quiero decir, es que aunque no te guste ir de compras tienes mucha suerte, porque tienes una abuela que te quiere mucho y te lo demuestra dándote lindos regalos.

―Ah…―dijo la pequeña no muy conforme e Isabella volvió a reír, al darse cuenta que era igual de obstinada que cierto cobrizo de ojos verdes y se preguntó, si habría cierta antipatía de Anne hacia su abuela influenciada por Edward.

―Te diré lo que haremos… ―Bella volvió a la carga para intentar animarla―. Si llegamos a ir de compras, te prometo que mañana te llevaré de paseo a un lugar, que sé que te va a encantar.

Los verdes ojos de Marie Anne se abrieron ilusionados y enormes.

―¿De verdad?

―De verdad, pero no me preguntes dónde, porque será una sorpresa.

―¡Me encantan las sorpresas! ―exclamó Anne llena de alegría y dando saltitos.

―Como imaginaba ―dijo Bella feliz de haber cumplido su objetivo―. Y ahora, vamos que la señora Cullen debe estar por llegar.

De la mano bajaron las escaleras hacia el primer piso y justo cuando llegaron al opulento recibidor, Alice abrió la puerta principal y por ella entró una hermosa y elegante mujer, quien Bella asumió era la abuela de Marie Anne. Al observarla, si ya estaba desconcertada por todo lo que implicaba la mujer en cuestión, se impresionó más, Esme era todo lo que ella no esperaba: Joven, demasiado para tener dos hijos tan grandes, de cabello caramelo y ojos color miel, rostro amable y de mirada dulce.

«Tal vez, se hizo unas exitosas cirugías plásticas», lucubró Bella examinando el atuendo que vestía, el presuntuoso abrigo con cuello de piel y el gorro eran idénticos a los de Anne, solo que estos eran negros.

Cuando Esme y Bella conversaron para ponerse de acuerdo para establecer esa visita, nada fuera de lo común pasó; tuvieron una conversación educada aunque no amena. La molestia que la madre de Edward dejaba entrever porque no se cumplía su voluntad, para Isabella fue evidente ―además de la culpable de que los ánimos no se distendieran―, sin embargo, lograron llegar a un arreglo.

El sábado por la tarde Esme pasaría por ellas para llevar a Anne de paseo, actividad a la cual se sumó Alice, previendo que su madre atosigaría a Bella con preguntas y no sería agradable.

Para sumar otro obstáculo para la aguda mujer, Edward decidió que Paul fuese quien las llevara donde Esme quisiera, orden que el amable joven de inmediato accedió; todos los empleados de la casa estaban acostumbrados a trabajar los fines de semana, cuando su jefe no estaba. Era un trato justo, ellos continuaban con sus labores y él, después los recompensaba de manera económica y con días libres.

―Veo que mi ingrato hijo, sigue manteniendo la anticuada decoración de Marie Anne…

―Mamá…―reprochó Alice, para que no hiciera alusiones a su abuela y a la casa en frente de Annie, pero Esme de inmediato la detuvo.

―Alice, no estoy diciendo nada del otro mundo, solo que es anticuada ―dijo restándole importancia y recorriendo el vestíbulo con la mirada, pero sus palabras aunque comedidas iban impregnadas de un disimulado desdén que no pasó desapercibido para Bella, sobre todo cuando sus ojos miel terminaron su escrutinio clavándose en ella.

Al contemplarla los ojos de Esme ya no eran dulces, si no que inquisidores y colmados de desagrado.

―Mamá ella es Isabella…

Alice intentó presentar a su amiga, pero Esme volvió a ignorarla diciendo―: ¿Qué no hay una abrazo para Esme? ―Y abrió sus brazos invitando a Anne a refugiarse dentro de ellos.

Su mirada volvía a ser dulce y su sonrisa hermosa.

―A mi papi le gusta nuestra casa tal como está y a mí también…―protestó la pequeña, mientras Esme la estrujaba en un férreo abrazo.

―Lo sé mi amor, solo creo que les vendría bien una renovación, modernizar esta casa que parece un museo ―explicó Esme llenando de besos el rostro de Anne―. ¿Me extrañaste, linda? Yo te extrañé muchísimo, demasiados días sin vernos.

―Sí, también a abu Carlisle, ¿por qué no vino?

―Porque esta tarde tenía una importante operación, pero te manda muchos besos, dice que te ama y que te echa mucho de menos. ¿Sabes? No tendríamos que extrañarnos tanto, si tu papi permitiera que te cuidáramos nosotros mientras él está de viaje, ¿te gustaría quedarte en nuestra casa?

―¿Puede ir Bella? ―preguntó Annie, ajena al ruin chantaje de su abuela.

Esme abrió sus ojos desconcertada ante la exigencia de su nieta. Esta era la primera vez que le oía querer compartir de manera abierta con una niñera y para ella, la inusitada situación significaba peligro, ya que este inapropiado encariñamiento podía echar todos sus planes y cuanto había soñado por tierra.

Por su parte Bella, observó toda la interacción entre ellas en silencio, para poder discernir a quien se estaba enfrentando y si es que Edward, había exagerado con respecto a su madre; vale recalcar, que comenzaba a encontrarle razón.

«Descarada ―pensó asqueada―. ¡Cómo puede jugar con los sentimientos de su nieta!».

―No, cariño —negó Bella condescendiente y de nuevo tomó la mano de Anne, aprovechando que Esme la liberó—. No puedo ir, porque papi quiere que lo esperes aquí junto a mí y no queremos desobedecerle, ¿cierto? ¿Recuerdas la promesa que le hiciste? —La pequeña asintió con frenesí y Bella le regaló una dulce sonrisa, luego clavó sus achocolatados ojos inquisidores sobre la madre de Edward, le tendió la mano derecha y se presentó—: Isabella Swan, mucho gusto en conocerla, señora Cullen

―Mamá, Bella es mi compañera en el ballet.

―Quién lo diría una bailarina de ballet de niñera…―dijo sarcástica dejando a Bella con la mano estirada, iba a agregar algo más a la desagradable frase, pero no pudo terminar ya que Paul hizo acto de presencia en el recibidor.

―Buenas tardes, señora Cullen ―saludó el joven haciendo una educada venia—. Señoritas…

―Buenas tardes, Paul ―saludaron las cuatro al unísono.

―Vengo a informarle que el vehículo ya está en la puerta principal para llevarla donde usted desee, la estaré esperando afuera ―y sin decir más, desapareció en dirección hacia el jardín delantero.

Paul que la mayor parte del tiempo era muy amable y alegre, fue tan circunspecto, que Bella estuvo segura que Edward tenía a todos los empleados aleccionados con respecto a su madre.

―¿Vamos? ―dijo Alice, para aligerar el ambiente que tal como había vislumbrado, estaba muy denso. Suspiró pesado y sostuvo la puerta de entrada para su madre, amiga y sobrina, deseando ya estar de vuelta en casa; sería una tarde interminable.

«Cuando se rendirá y lo dejará en paz», pensó irritada, ante el insufrible comportamiento de su madre para con Edward. Una vez que las tres salieron del «anticuado museo» como llamó Esme a la casa de su adorada abuela, cerró la puerta tras de sí.

―Paul, a la Galería Lafayette ―ordenó Esme al joven que en cuanto la vio, corrió a abrir la puerta trasera del vehículo para ella.

―De inmediato ―accedió el chofer viendo como la madre de su jefe ingresaba a la limusina.

―Te lo dije ―musitó Anne al oír el destino de su paseo y sin soltar la mano de Bella también entraron al ostentoso trasporte, seguidas de Alice.

A una velocidad prudente Paul las comenzó a llevar hacia el centro de París.

―Y bien Isabella, cuéntame algo de ti…―dijo Esme cuando la limusina, comenzaba a avanzar por las hermosas calles de Neuilly sur Seine.

―¡Mamá! ―advirtió Alice previendo para donde su madre guiaría la conversación.

―¡Pero si no he dicho nada! ―rebatió Esme―. Solo quiero conocer un poco más a la primera niñera que ha tenido el atrevimiento de darme órdenes y decirme que no.

Los ojos color miel de Esme, se clavaron asesinos en Bella al articular las últimas palabras y la muchacha, comenzó a entrever que este paseo tenía un solo objetivo: Interrogar a la nueva niñera y ponerla en el lugar que le correspondía, solo una empleada más.

Isabella contuvo la ira que comenzaba a burbujear dentro de su ser, no quería ser grosera con la madre de Edward y aunque él, le había dado libertad para enfrentarla como ella considerara conveniente, amable dijo—: Usted dirá, señora Cullen.

―¿Eres americana? ―inquirió Esme al oír su inconfundible acento y sin disimular el desagrado que le producía el origen de la muchacha; una despreciable americana, había arruinado la vida de su amado Edward hace siete años atrás.

―Sí.

―Mi mami, también era americana ―informó Anne a Bella.

Esme empuñó ambas manos ante el recuerdo de Lili, lo hizo con tanto odio que, si no fuera gracias a los guantes que protegían sus dedos, se hubiese enterrado sus cuidadas uñas en las palmas. Por su parte Bella, restó una nueva información a su montaña de dudas, sorprendida que la madre de la pequeña tuviese su mismo origen; ese era un detalle que jamás había pasado por su cabeza.

―Y en Estados Unidos ―prosiguió la madre de Edward con su interrogatorio―. ¿No existen prestigiosas compañías de ballet?

―Claro que las hay, pero…

―Pero no hay comparación con pertenecer al Ballet de la Ópera Garnier ―salió Alice en su ayuda y le sonrió a su amiga, avergonzada del comportamiento de su madre―. Bella es una bailarina muy talentosa, interpretó al Hada de Azúcar en El Cascanueces, ¿recuerdas?

―No, de hecho… ―los ojos de Esme recorrieron la menuda fisonomía de Bella de Arriba abajo―…al verla jamás me hubiese imaginado que era bailarina. Lo siento querida, pero yo diría que más bien eres del tipo de mujer que se contornea en el Moulin Rouge.

Bella se mordió la lengua para frenar la retahíla de insultos que estaba a punto de escapar de sus labios. Le parecía increíble que en el siglo XXI, aun existiesen mujeres con tal nivel de prejuicio y, capaces de denigrar sin compasión a su mismo género. Trabajar en el Moulin Rouge o en cualquier espectáculo de revista era un trabajo tan bueno como cualquier otro, no iba a saberlo ella proviniendo de Las Vegas, donde trabajar en los casinos, era la mayor fuente de trabajo de la clase trabajadora de la ciudad. Apretó el teléfono que parecía quemar dentro del bolsillo de su abrigo, imaginó que estrangulaba el cuello de Esme Cullen y reprimió las ganas locas que tuvo de llamar a Edward, no quería hacer escándalos delante de Anne.

―¿Qué es el Moulin Rouge? —preguntó la pequeña con inocencia, curiosa por aquel lugar donde debería trabajar Bella y jamás había escuchado.

«¡Ay, Dios la que se va a armar si se entera Edward», pensó Alice afligida, dándole una mirada de muerte a su madre y, antes de que esta soltara otro de sus desubicados comentarios, se apresuró a decir―: Es un lugar donde hacen un espectáculo con muchas luces y trajes bonitos, donde bailan mujeres y hombres tan talentosos como Bella y yo.

―¿Puedo ir?

―Cuando seas grande, ya que solo se puede ir muy tarde en la noche y a esa hora, tú estás durmiendo.

―¿Y si me lleva mi papi?

Bella al oír la pregunta, gracias a la creciente y entusiasta curiosidad de la niña, sintió como su ira se desvanecía y se convertía en una risa burbujeante y algo histérica. No conocía muy bien a Edward, pero estaba segura que le daría un infarto el solo hecho de que Anne le nombrara tal posibilidad o de saber, que su madre estuvo hablando de semejante lugar en frente de ella.

Soltó las carcajadas gozando de ellas, mientras Alice y Esme la miraban sin comprender la razón de su inexplicable y loca risa. Miró a la madre de Edward con sus ojos desbordando suspicacia, le enseñaría a la antipática mujer a no volver a insultarla o le iría peor.

―Cariño —dijo Bella en tono dulce y acarició el largo cabello de Anne—. Si papi se entera que tu abuelita te ha contado sobre el Moulin Rouge, no creo que podamos tener otra salida como esta, mejor dicho, creo que no te dejará salir con ella hasta que la señora Cullen sea muy viejita, así que mejor dejemos esto como un secreto, ¿te parece?

Las miradas de amabas mujeres se conectaron, la de Esme cargada de fuego y que en silencio la desafiaba: «No te atreverías». La de Bella aun suspicaz amenazándola: «Oh, sí, claro que lo haré».

La silenciosa lucha de poderes continuó dentro del vehículo, sin embargo, ninguna emitió palabra al respecto, por lo que el camino hacia el centro de París continuó tranquilo y sin contratiempos.

.

.

Dos horas más tarde, después de haber recorrido innumerables y elegantes tiendas, Anne bostezaba, Alice tenía cara de fastidio y Bella trataba de tomar lo mejor que le brindara el paseo: disfrutar del hermoso edificio, como lo hacía la gran parte de sus visitantes, los precios eran demasiado elevados para los simples mortales. Paul por su parte las seguía como un fiel lazarillo lleno de bolsas y cajas, mientras Esme se enfrascaba en las últimas y, según ella, necesarias compras en la perfumería.

―A mi papi, no le gusta el aroma del «Liliblue» ―rebatía Anne adormilada, su pequeño cuerpo prácticamente estaba apoyado en el de Bella―, le gusta el olor del «Blue»…—agregó en medio de un bostezo.

Esme chasqueó la lengua con fastidio y renegó―: Seguro que lo hace para llevarme la contraria, porque no encuentro otra explicación para que tu papá, te compre perfume de niño.

La mujer llevaba diez minutos intentando convencer a su nieta de cambiar la fragancia de su colonia.

―A mí no me parece de hombre ―acotó Alice deseosa de irse―, de hecho me parece muy neutro y suave.

―Alice —la calló Esme, irritada porque no la apoyaba.

―Bien, haz lo que quieras, de todos modos Edward no permitirá que lo use... ―contestó Alice y harta de su insistencia, se volteó a ver unos labiales.

«Edward», ese fue el nombre que llamó la atención de la hermosa mujer que, unos acristalados escaparates más allá, también elegía para sí misma un nuevo perfume. Buscó con la mirada el origen de la femenina voz, para encontrarse con una grata y a la vez desagradable sorpresa.

Al primero que reconoció fue al hombre que acompañaba a las mujeres. Innumerables veces él, fue quien la pasó a buscar para ir al encuentro de Edward, luego a su más acérrima detractora: Esme Cullen. Desde el momento en que fueron presentadas, la madre de su amante no disimuló en demostrar su deprecio hacia ella y se lo hacía presente cada vez que tenía oportunidad; desprecio que a Irina poco le importaba y, aunque imaginaba el origen de este, le era demasiado perturbador para siquiera rememorarlo un segundo en sus pensamientos.

Tampoco le era agradable encontrarse con Alice Cullen.

Irina no era ignorante frente al hecho que la hermana de Edward tampoco la quería, aunque jamás se lo había expresado de forma tan directa como Esme; la menor de la familia Cullen era un encuentro que podía soportar, sobre todo por hecho por el cual esa fortuita coincidencia, se convertía en grata. Nunca había tenido la oportunidad de conocer a la hija de Edward y esa hermosa pequeña de cabello dorado, que acompañaba a las mujeres y que se aferrada a la mano de una desconocida muchacha, estaba segura que era Marie Anne; los predominantes y hermosos genes del padre saltaban a la vista, aunque supuso que gran parte en ella, también era de la desconocida madre.

Caminó hasta ellas con sigilo, intentando pasar inadvertida para cumplir su objetivo y, cuando estuvo a sus espaldas, saludó con una dulce y educada voz—: Esme Cullen.

Al escucharla, todos los músculos de Esme se tensaron, ya que de inmediato reconoció la suave candencia de la voz. A regañadientes se giró para enfrentarla.

—Irina, querida, que gusto verte —Esme arrastró las palabras impregnadas de desprecio, para mantener distancia con la aborrecida amante de su hijo.

Irina sonrió burlándose con descaro de la falsa amabilidad de Esme, se acercó a ella, le plantó un beso en cada mejilla para exasperarla y sardónica dijo—: ¿Me extrañaste? Si hace tan solo unas pocas semanas nos vimos para el estreno del Cascanueces. Por cierto Alice, estuviste fantástica.

—Gracias —musitó la aludida, solo la mención de la obra de ballet la hizo estremecer.

Si bien Irina, no estaba en su lista de personas preferidas —por razones obvias— y las veces que había compartido con ella, se dedicó a ignorarla, ahora todo era distinto. Tenía pánico de que la mujer que tenía enfrente, con una sola palabra, arruinara sus intenciones de unir a Edward y a Bella. ¿Qué pensaría su mejor amiga de Edward al enterarse de que él tenía semejante amante?

—Bella, ¿nos podemos ir? Tengo hambre —suplicó Anne, aprovechando que la mujer que conversaba con su abuela y con su tía, interrumpió la compra del mentado perfume, la pequeña estaba agotada.

«Pobre Annie», pensó Isabella al oír sus ruegos, ella también estaba hastiada del infernal paseo, por lo que decidió que en cuanto Esme se despidiera de la linda señora con que conversaba —parloteo al cual no le prestaba atención—, sin importar lo que le pareciera, le exigiría llevar a Anne a casa.

—Claro cariño, esperemos que la señora Cullen se despida de su amiga y le pediremos a Paul que volvamos a casa —Bella expresó el deseo de ambas, elevando su voz varios tonos con la intensión de que Esme la escuchara.

«¿Volvamos a casa?», para Irina que poca atención le prestaba a las desdeñosas habladurías de Esme no pasó desapercibido ese «a casa», además de ser la oportunidad que esperaba para conocer a la hija de su amado. Miró por primera vez con detención a la joven a quien Marie Anne se abrazaba claramente en busca de protección, para llevarse una tremenda sorpresa que poco le costó disimular.

Primero porque si bien, no sabía casi nada acerca de las niñeras de Anne, estaba al tanto que Edward no contrataba mujeres jóvenes, pero ese «a casa» pronunciado por la desconocida mujer, le indicaba que ella lo era. Pero ese hecho no fue el que más le impactó, sino que esa «desconocida» chica que le hablaba a Anne con desbordante afecto, era nada más y nada menos, que la bailarina con la que Edward había discutido tras bambalinas en la ópera.

Fue imposible para Irina borrar ese fortuito encuentro de su mente: Edward mirándola deslumbrado en medio de su infantil pelea, riendo como jamás lo vio reír, prestándole atención como no lo hacía con nadie; como deseó alguna vez que se la prestara a ella.

«¿Cómo terminó la bailarina siendo la niñera de Marie Anne?», se preguntó devanándose los sesos para comprender. ¿Sus vaticinios de la primera vez que los vio juntos habrán sido exactos, al punto de que Edward no la pudo olvidar y se las arregló de alguna forma para conocer a la chica, evidentemente ayudado por Alice? Negó para sí, ese no le parecía el estilo de Edward. Sin embargo ahí estaba, frente a ella de la mano de la hija de su amado y ella parecía adorarla.

«¿Ella será, Isabella?», aventuró suspicaz, al recordar la pelea de ambos y como se había expresado Edward acerca de la supuesta chica de la cual se había enamorado a primera vista: «No la soporto».

Se contrajo su corazón, porque su intuición rara vez fallaba y se armó de valor, para tal vez, conocer a la mujer que le arrebató a su amor. Inspiró profundo, se había prometido a si misma ayudarlo, quería ver a Edward enamorado, quería verlo sonreír.

Irina se agachó a la altura de Anne dejando a Esme con la palabra en la boca y preguntó—: ¿Y esta princesa tan hermosa? —Le regaló una cálida sonrisa y con el dedo índice tocó la punta de la respingada nariz de la niña—. Esos ojos verdes, hermosos e inconfundibles, me dicen que eres Marie Anne.

Como buen niño, Annie abrió sus ojitos muy grandes, impresionada que esa señora tan bonita y que ella nunca había visto supiera su nombre. Asintió para Irina para no ser mal educada, mas no le contestó, recordando que Edward le tenía prohibido hablar con extraños.

Irina sonrió enternecida al ver el recelo en la pequeña y, para disipar sus dudas, se presentó extendiéndole la mano a modo de saludo—: Soy Irina Delaire, una muy buena amiga de tu papá.

En la presentación de Irina no había más que inocencia, sin embargo Esme y Alice, casi mueren de un síncope. La primera, porque pensó que la mujer era una desvergonzada, al hablar sin tapujos de la relación carnal que mantenía con su hijo y la segunda, porque Isabella podía darle una segunda lectura a esas palabras, por lo que apresuró a aclarar:

—Annie, el marido de Irina trabaja en la misma constructora de Edward.

Información que de poco sirvió ya que Bella no pasó por alto aquel: «Muy buena amiga».

—Saluda a la señora Delaire, cariño —pidió Isabella a Anne, al ver que Irina aún tenía su mano estirada y la examinó de los pies a la cabeza.

Sus achocolatados ojos eran asesinos escrutadores, no tenía intensión de mirarla así, no quería ni debía sentirse como una loca celosa, lo que hiciera Edward o dejara de hacer con su vida privada no era de su incumbencia, pero al ver lo atractiva que era la mujer, no pudo evitar recordar el exabrupto de Edward, cuando iban en la limusina camino a conocer a Anne.

«¿Muy buena amiga que no conoce a Annie? ¡Mis calcetines! ¡Seguro esta Irina es tan buena amiga de Edward como lo es la tal Charlotte! ―conjeturó Bella y contuvo un bufido de exasperación―. ¡Maldito mujeriego! ¡Es una vieja casada!».

—Hola —saludó Anne y le tendió su mano derecha.

—Encantada de conocerte, Marie Anne —Irina tomó la pequeña mano entre la suyas con real afecto, luego, sin soportar un segundo más sin enterarse de la identidad de la desconocida chica, se puso de pie y mirando a Bella dijo—: Y encantada de conocerte…

Isabella se irguió para presentarse orgullosa, pero no alcanzó a decir palabra ya que Alice se le adelantó:

—¡Oh, pero que mal educada! —exclamó, golpeándose mentalmente. Tenía tanto miedo que la amante de su hermano fuese a soltar algo inapropiado, que olvidó presentar a su amiga de manera apropiada—. Irina —dijo con solemnidad—, ella es Isabella Swan, bailarina profesional, mi mejor amiga y la niñera de Anne.

«Isabella», Irina se estremeció al recordar a Edward pronunciando el nombre de la muchacha con desbordante pasión y sintió que se le congelaba el corazón, ahora que el nombre que destruyó sus ínfimas ilusiones tenía rostro y este, era joven y hermoso. No tuvo dudas que el artífice principal de este amorío era Alice, aunque no se imaginaba cómo lo había logrado; Isabella era su mejor amiga, pero era evidente que Edward no sabía de su existencia, al menos hasta la noche del Cascanueces. Lo que no pasó por la mente de la desilusionada mujer y, lo que ignoraría por mucho tiempo, es que el único culpable de que Bella y Edward se conocieran —y que ahora estuviesen en la situación que se encontraban— era el destino.

—Bella, no es mi niñera ―rebatió la pequeña a su tía, frunciendo el ceño al igual que su padre―. Bella también es mi mejor amiga, además de que es «Belle».

Las mujeres rieron enternecidas excepto Esme, quien continuaba viendo a Bella como una amenaza y no como una princesa.

―Y veo que no solo tienes los ojos de Edward, sino que también el mismo carácter…―acotó Irina encantada con la niña e inspiró profundo para dirigirse a Bella―: Creo que tienes una fan. Mucho gusto, Isabella.

Irina le tendió su mano derecha, escondiendo lo mejor que pudo lo que le conmocionaba ese fortuito encuentro. La contempló con sus bellos ojos azules y quiso saber qué tenía de especial aquella chica, que le estaba robando el sueño a su Edward.

―El gusto es mío ―dijo Bella correspondiendo el saludo, tomó su mano y se obligó a endulzar su mirada, ya que no era apropiado que le tuviera animadversión a la amable mujer; la relación que existiese entre ella y su jefe no debía importarle.

Sin embargo, no lo hizo Irina. Bella sintió sobre ella todo el poder de su mirada, que parecía querer debelar sus más oscuros secretos.

―¿Qué es carácter? —interrumpió Anne y Bella se sintió aliviada, aquellos pozos azules clavados en sus facciones, llenos de sentimientos que no supo cómo interpretar y que poco a poco se fueron tornando cristalinos, comenzaban a intimidarla.

―Lo que quise decir, pequeña —Irina se agachó de nuevo para quedar a la altura de Anne y acarició su largo cabello—, es que tu padre es un chico tan bueno y decidido como tú —dejó un beso en la mejilla de la niña, se puso de pie y enfrentó a las tres mujeres—. Bien, me tengo que ir. Fue un gusto conocerte, Isabella. Esme, Alice.

Y sin darles la oportunidad de despedirse se volteó, palmeó el hombro de Paul al pasar junto a él y se fue caminando entre los acristalados escaparates etérea como una pluma, pero con el alma hecha mil pedazos.

«Espero que sepas amar a mi ángel, como él se lo merece ―pensó Irina cuando se volteó para contemplar la juventud de Bella por última vez―. Al menos ya adoras a su hija y se nota que ella te adora a ti».

.

.

Edward caminó por el Strip con las manos dentro los bolsillos de sus jeans, sus pasos eran lentos y su posición encorvada, como si estuviese cansado, aunque no lo estaba, dos días en Las Vegas habían sido suficientes para superar el jet lag.

Lo que al joven arquitecto le sucedía era algo bastante simple, pero para él, quien llevaba años renegando de sus sentimientos era complicado reconocer que se lo carcomía por dentro la añoranza y la melancolía.

Deseaba estar en París junto a Anne y pasar los tranquilos fines de semana que acostumbraban compartir viendo alguna película ―sí, aunque fuera de princesas― y comiendo helado de chocolate hasta reventar, salir a caminar por la ciudad de la mano de su pequeña y enseñarle las historias de los edificios o sentarse en algún parque a comer algodón de dulce. Edward no sabía, o más bien no se atrevía, a demostrarle de otra forma su amor y se odiaba porque se reprimía de hacerlo.

Años atrás se había desvivido demostrando amor y el resultado de tanta entrega, sólo lo llevó por el camino de la oscuridad y la desolación. ¿Qué sería de él si algo le ocurriese a Anne? Ese era su mayor miedo. Pánico tal vez sería una mejor palabra para describir lo que sentía el aprensivo padre. No podía concebir una vida sin su pequeña hija, aunque la mayor parte de las veces sintiera que el inconmensurable amor que profesaba por ella, también era su condena. No había día que no mirara a Anne y no le recordara a Lili, y las trágicas vivencias que lo llevaron hasta ese punto.

Sin embargo la añoraba como un loco, Edward ya casi no podía recordar cómo eran sus días antes de que Anne llegara a la vida; desde el primer instante solo fueron ellos dos, pasando por los más tristes acontecimientos.

La brisa invernal agitó sus cabellos cobrizos que hoy, en su día libre no se molestó en peinar, suspiró, encendió un cigarrillo, le dio una profunda calada y exhaló el humo contemplando las negras nubes que adornaban el firmamento y que parecían fundirse con el anochecer.

Las titilantes luces de los impresionantes anuncios y edificios, comenzaban a cobrar vida, junto con el desfile de enormes limusinas y la ciudad por completo se vestía de gala, sin embargo el motivo de la salida de Edward no podía distar más del alocado divertimento. No se dirigía a un club de strippers, ni a apostar dinero en algún renombrado casino, mucho menos a buscar a una mujer, de hecho estaba casi seguro que no lo podría volver hacer, él sólo buscaba cumplir la promesa que le había hecho a Anne, una que implicaba muchos regalos si ella se portaba bien y hasta el momento, por lo que le había informado Bella, así lo había hecho, aunque también era su particular modo de sentirla más cerca.

Los días que tendría que permanecer en la ciudad del pecado le comenzaban a aparecer eternos y, por lo visto como todo estaba marchando, su estadía se prolongaría por las dos semanas completas. Los inversionistas Egipcios habían quedado encantados con su propuesta y aunque no era la única constructora en concurso, algo le decía que el lunes tendría la respuesta afirmativa que preveía, cosa que para él no era buena, ya que deseaba volver imperiosamente a París; no solo por Anne, sino que también por Bella.

Había tomado la determinación de conquistarla, aunque no tenía la más mínima idea de cómo hacerlo.

Cruzó la calle en dirección al mall y se dio cuenta de una alarmante verdad: sus labios se desplegaron en una tonta sonrisa, al recordar a Isabella Swan. Todos los acontecimientos vividos con ella lo abrumaban, volvían loco, embriagaban, enfurecían y hacían sonreír…

Aquella mujer, tenía la capacidad de hacerle experimentar todos esos sentimientos a la vez y, aquello le era exasperante y a la vez adictivo. Tan adictivo como el primer mail que tuvo que leer y que le había ayudado a tomar una importante decisión, quizá la más importante y una que cambiaría su vida: «Isabella Swan, será mía».

Las primeras palabras que Bella le dedicó lo llevaron de la rabia a la risa.

Aquel bien ponderado idiota, que nada le gustaba y que sin embargo lo hacía reír. Comenzaba a tener una fascinación oculta por el despectivo ―o bien merecido― apelativo, ya que mientras ella lo siguiera llamando de esa forma, él podría decirle pecosa todas las veces que quisiera.

Luego, mientras avanzaba la lectura del directo y furioso regaño, sintió miedo de que Bella renunciara gracias a sus mentiras, no podía perderla tan pronto cuando aún no era capaz de decidir qué es lo que quería de ella, pero ese miedo que recién comenzaba a edificarse, de un segundo a otro se disipó transformándose en admiración… De nuevo el sentido del honor y la responsabilidad de Isabella lo deslumbraban a tal nivel, que sin saberlo aquellos sentimientos comenzaban a echar raíces en su corazón.

Finalmente risa, rabia, frustración y un dejo imperceptibles de celos.

Risa porque podía imaginarse a Isabella regañándolo roja de ira y sus aniñadas pecas, enmarcando la punta de su respingona nariz mientras se autodenominaba «señorita lo discuto todo». Rabia y frustración, porque nada podía hacer con la determinación que ella tomó de llevar a Annie al ballet y, aquel dejo de celos, porque al nombrar la escena impúdica que no se llevaría a cabo, le recordó al ya aborrecido novio o mejor llamado: Mister Tutú.

Por supuesto que no le pasó desapercibido, que ella no hizo ninguna alusión a su mayor miedo: que estuviese enojada por el osado beso. Ese hecho fue el que terminó de darle el valor que le faltaba, aunque no quiso aventurar las razones por las cuales, Bella no mencionó su atrevimiento.

«Como quiero callar a besos esos insolentes labios», pensó dándole una última y profunda calada al cigarrillo, y se acercó a apagarlo en uno de los basureros apostados afuera del Mall de la moda.

Ingresó al centro comercial atestado de turistas, y a paso desinteresado, fue recorriendo sus pasillos hasta que encontró una librería, consciente de que su pequeña estaría fascinada con nuevos libros de cuentos. Buscaba entre las estanterías uno que no fuese muy complicado de comprender en inglés, para que Bella se lo pudiese leer, cuando sonó su teléfono.

No alcanzó a contestar cuando escuchó:

—¡Rose! Ven a saludar a Edward, no seas tímida nena…

Rodó los ojos para la solicitud de su mejor amigo y para quien supuso, era su nueva conquista. Para evitar que lo obligara a hablar con la desconocida mujer en tono ácido inquirió—: ¿Aun sigues con la misma, Emmett?

—Pero que poca fe me tienes, Edward…—dijo Emmett riendo por el otro lado de la línea.

—No, no poca. Ninguna —contestó el aludido sujetando el teléfono entre hombro y la oreja para poder ojear un libro con lindas ilustraciones.

—¿No te dije para Año Nuevo que me casaría con ella?

—Emmett, tú siempre te vas casar con todas tus conquistas…―le recordó Edward no creyendo ni un poco en su férreo postulado, ya había perdido la cuenta de cuantas veces Emmett, había proclamado a los cuatro vientos que se casaría.

—Pero esta vez es en serio, hermano. Esta mujer me tiene loco y tú, te tendrás que tragar todas tus palabras… Nos casaremos el próximo verano en París.

«Y la ves pasada era en Tahití y la anterior en Roma», quiso agregar Edward, pero decidió callar, iba a darle algo de crédito ya que según sus cuentas, esta mujer era la que más le había durado. Dejó el libro que ojeaba en la estantería, tomó otro más colorido y controlando lo mejor que pudo el tono sarcástico contestó―: Si tú lo dices…

—¿Por qué estás tan cortante? ―La voz de Emmett se oyó acusatoria, pero divertida―. ¿Acompañado de alguna linda fémina, tal vez? ¿Interrumpo algo?

—No.

—¡Pero qué hablador estás! ―reprochó no creyendo en la negativa de Edward, aunque sabía que su amigo era reservado―. Dime, ¿está sexy?

—No hay mujer, Emmett…―aseguró Edward y soltó un profundo y triste suspiro, «y no imaginas cómo deseo tener a una en especial».

—¡¿Qué!? ¿Estoy escuchando bien? ¿Tienes fiebre? Espera… ¿eso fue un suspiro?

—No me jodas, Emmett ―gruñó Edward―. Sólo estoy comprando regalos para Anne.

—¿Un sábado cuando ya casi es de noche en Las Vegas?

—¿Hay algo extraño en que le compre regalos a mi hija? ―Edward contra preguntó molesto, ya que comenzaba a verse pillado, Emmett lo conocía bien, no era habitual en él pasar un sábado libre estando de viaje, sin estar bien acompañado, al menos por unas horas.

—No, lo extraño es la hora en que lo estás haciendo.

«Mierda cómo jodes, Emmett», pensó Edward, pero, ¿cómo explicarle? Decidió que lo mejor era cambiar de tema, hablar de trabajo era una conversación segura por lo que preguntó―: ¿Cómo van las obras en Río?

Emmett estalló en carcajadas.

—¿Qué?

—¿De verdad me estás preguntando por trabajo, Edward? ―Las risotadas de Emmett se hicieron más fuertes―. Quieras admitirlo o no, a mí no me engañas. Estás más misterioso y cortante que de costumbre, todo indica que ese cambio tan radical de actitud es por culpa de una mujer.

—¡Te dije que no estoy con ninguna mujer! ―rugió Edward, elevando en varios decibeles su aterciopelada voz, haciendo saltar a la señora que miraba libros a su lado.

—Edward, sabes que no hablo de «ese» tipo de mujer.

Edward dejó el libro que miraba en la estantería y derrotado, soltó todo el aire de sus pulmones. ¿Qué decirle a Emmett? Él tenía toda la razón, pero aún no se sentía capaz de admitirlo; no cuando apenas él, comenzaba a tomar conciencia de sus sentimientos. Prefirió no contestar, ya no quería continuar con la conversación.

—¿Sabías que el silencio otorga, Cullen? De las cosas que me pierdo por no estar contigo —Emmett se lamentó fingiendo desilusión, luego conteniendo las carcajadas soltó guasón—: ¡Rosie, buenas noticias! ¡Parece que el soltero empedernido de Edward se ha enamorado! —Se escuchó hablar a una imperceptible voz femenina—. ¡Oh, por cierto! Deberías actualizar tus redes sociales, quería que Rosalie conociera a mi mejor amigo y a su hija, y solo nos encontramos con unas fotos de cuando eras un flacucho crio con cara de niño bueno, no nos quedó más que conformarnos con las pocas fotografías que tengo de ustedes en mi teléfono, aunque creo, que en eso te llevarás bien con Rose, a ella tampoco le gustan las redes sociales. Mi mujer es a la antigua, le gustan las fotos de verdad, las cartas y las conversaciones cara a cara.

—Inteligente chica ―concordó para tener el placer de molestar a Emmett, aunque él tenía razón, Edward detestaba las redes sociales, le parecía patético como le gente exponía sus vidas en ellas.

—Pero es mía —Emmett protestó posesivo—. Tú, mejor aplícate en conquistar a la tuya que conociendo el carácter que tienes, seguro no te soporta. ¿Quién sabe? Si te va bien, tal vez tendremos una boda doble este verano.

La sangre de Edward se congeló al oír las crudas, pero certeras palabras de Emmett y un escalofrío de terror recorrió su columna vertebral. Desde que conoció a Bella sólo se había dedicado a molestarla o a discutir con ella y por supuesto, que esa no era la manera más galante ni adecuada para conquistar a una chica; una que por cierto, además tenía un novio que era tierno, educado y amable, todo lo contrario a él.

«Mierda —pensó frustrado y jaló su cabello comenzando a sentirse desesperado, ¡tenía que hacer algo!—. Estoy a años luz del jodido Riley».

—Emmett, te tengo que dejar. Mañana te llamo…—y sin darle tiempo de despedirse cortó la comunicación, tenía algo muy importante qué hacer…

.

.

Dos horas después en la suit del Hotel Wynn.

Sobre la cama King Size de la habitación 2022, descansaban tres muñecas, un juego para confeccionar pulseras y collares, y cuatro libros de cuentos.

«Quizá, también debería comprarle algo a Isabella en agradecimiento», pensó Edward mortificado y a la vez conforme con los regalos que había adquirido para su amada hija. Comprar obsequios era una de las formas seguras que tenía de demostrar afecto.

Tomó un sorbo del vaso de whisky que sostenía en su mano derecha y volvió a su inquieto paseo dentro de la habitación. Miraba a través de los ventanales la ciudad, volvía a tomar un trago del escocés para darse valor y reanudaba el camino para enfrentar su laptop, que parecía estar en llamas, sobre la mesa de centro del living contiguo al dormitorio.

«¡Mierda, soy un desastre, no sé cómo hacer esto!», se flageló mentalmente por enésima vez, sintiendo unos deseos desesperados de fumar.

Inspiró y exhaló varias veces para intentar calmar sus nervios, sintiéndose como un verdadero imbécil, ¿no era más fácil llamarla por teléfono y preguntarle? Ni siquiera era una opción. Primero, porque en París eran las cinco de la mañana y si la despertaba para preguntarle algo tan banal y sin importancia, lo odiaría más de lo que ya lo odiaba y segundo, porque estaba seguro que se pondría tartamudo, la fachada de hombre seguro y dueño del universo, en esa situación se derrumbaba como un frágil castillo de naipes. El joven que estaba a punto de dar el primer paso para intentar cambiar su vida, era el verdadero Edward, el que vivía escondido en su conciencia desde hace siete años atrás.

«Pensará que soy patético», suspiró pesado, se tomó de golpe todo lo que le quedaba de whisky, obvió el escozor que el líquido ámbar hizo en su garganta, se sentó frente al portátil y, esperanzado en que su excusa sonara lo bastante convincente, tecleó:

De: Edward Cullen

Para: Isabella Swan

Fecha: 11 de enero de 2014 22:37

Asunto: Un francés famélico

Isabella:

Después de tres días de visita en Las Vegas, creo que quiero comenzar a mirar la ciudad con sus ojos. En mi mente quedó grabada la descripción que usted hizo de ella, el día de nuestra entrevista:

«Para mí no es la ciudad del pecado, es la ciudad donde vive la gente que amo»

Como ve, gracias a sus apasionadas palabras, esta vez quiero volver a París con otra impresión de la mal llamada: «Ciudad del pecado».

¿Podría partir por recomendarme un buen lugar para cenar? No sé si observó la otra noche cuando cenamos, pero digamos que me gusta la comida sencilla y hecha en casa, la verdad es que odio la comida de hotel, todo me sabe a plástico y a cartón. Sí, ya sé lo que está pensando, también me pasa en los restaurantes más elegantes.

¿Sorprendida? ¿Ayudaría a este francés famélico? Espero que sus pecas no le ordenen matarme de hambre, porque realmente tengo ganas de regresar a París a verlas.

Nos vemos…

Edward.


Bien mis hermosas! ¿Comentarios? ¿RR? ¿Vieron que se está poniendo lindo nuestro Edward?