Un cordial saludo a todos:
Si quedan interesados, sólo me queda pedir disculpas por este tardío regreso. Absolutamente tardío, lo sé. Cualquier excusa no será muy válida que digamos, pero es la que tengo: El bloqueo, el punto muerto. Tal vez visualizara la historia, pero llegado un momento, no sabía qué hacer conmigo mismo o mis manos a la hora de escribir.
Pero aquí estoy. Porque escribir vuelve tarde o temprano. Ha sido el caso y por el placer de dejar el alma en el papel, he dado forma a este capítulo. Supongo que, desde aquí, todo es una exploración de inquietudes. Ha sido divertido estructurarlo. Ahora queda en manos de ustedes.
Quiero dedicar este capítulo a Keo namikaze. He leído tu sugerencia. La estoy considerando, pero también han sido tus palabras las que me han hecho consciente de lo que dejaba atrás y de lo importante que es intentarlo una vez más. Gracias de corazón.
Y sin nada más que añadir (los descargos de responsabilidad por todos conocidos), demos comienzo al viaje.
Lunes
(Pronóstico: Lluvias torrenciales)
He llegado temprano al aula. Ni siquiera encuentro a Aizawa acurrucado en un rincón envuelto en su saco. Insólito.
Tampoco se trata de un arranque de inspiración. Sólo he pasado demasiado en cama, cortesía de fantásticas heridas, como para permitirme aguantar un segundo más sin enloquecer o lanzarme por la ventana. Y mira que la segunda opción se me hace más tentadora.
Dios, no importa cómo lo explique, todo cuanto sé decir es que, a veces, me duele más de lo que estoy dispuesto a tolerar de pie sin al menos refrescarme.
Claro que la amable ancianita no es todopoderosa. No sólo depende de mi energía vital, es que los últimos días, todos estos… accidentes me han dejado seco. Debo dar gracias de que me salvara de los peores golpes y del daño cervical. Pero ya me puedo ir jodiendo con las contusiones menos graves y ni qué decir de lo que me queda de costillas.
Así que abro las ventanas, sabiendo que falta bastante para que llegue algún alentado estudiante, y dejo que la húmeda brisa lo inunde todo con su promesa de tormenta. Desde aquí, las instalaciones no son un escándalo, pero no quita que te preguntes qué plano regulador permite que una cosa de esas dimensiones se asiente como si nada.
Desde esta ventana no veo demasiado. Sólo lo necesario. Como la bonita entrada.
Y la sombra que se oculta en el umbral.
Ahí está de nuevo.
No es la primera vez que reparo en ella, pero siempre pasa algo que me dificulta interceptarla, como la conversación con un retirado Símbolo de la Paz. Ahora mismo, por ejemplo, me hallo a una respetable distancia. Ni saltando desde aquí, asumiendo que sobreviva, le daría caza.
Porque una parte de mí, la que se sobrepone a la racionalidad, está segura de que mira directamente hacia aquí.
Y sé qué estarán pensando: Sólo eres un aparecido, existen docentes heroicos con mejor conocimiento del entorno que tú que harían el trabajo en menos de un minuto.
Pero sólo he tenido la sensación, la corazonada, todo lo etérea que sería una sospecha. Todo lo fantasmagórica que resulta sin un medio probatorio, aún a falta de acusados.
Así que sí. No es la primera vez que reparo en ella, pero sí la primera que la veo con tanta claridad, a pesar de la distancia y la altura.
Temo que desaparezca si altero esta incómoda posición. No debí sentarme en el marco de la ventana. Ahora sólo puedo torcerme todo lo posible manteniendo el precario equilibro y los pies en el salón. Pero sé que oyes mis pensamientos, cabronazo, y en cuanto te eche el guante encima, te vas al…
–¡Buenos días, profesor! –estalla una dulce y alegre voz desde el umbral.
–Buenos d…
La palabra se me congela en los labios tras voltear mecánicamente hacia la recién llegada. A falta de luces artificiales, los débiles destellos matutinos la alcanzan, pero no bastan para consumir las tinieblas previas. Sólo iluminan la forma imprecisa del uniforme y el rostro estático que flota a unos centímetros.
Rasgos congelados, ojos vacíos, boca vacía…
Vacía…
Dios…
(Un desmayo y una larga caída más tarde)
De tanto despertar en esta maldita cama, el techo se ha convertido en un viejo amigo.
A diferencia de otras ocasiones, sin embargo, es mínimo el dolor que experimento.
No ha bastado para despertarme. Ha sido un trueno.
Retazos matutinos vuelven a mí. El aire traía consigo la promesa de una tormenta. Así que ha cumplido con su palabra.
Me atrevo a sentarme en el borde del colchón, ya que no hay un alma alrededor y mi cuerpo no protesta al respecto. Después de tantas visitas en un lapso tan reducido, me habrán dejado ser a mis anchas y darán por hecho que me reintegre como si nada.
Sin embargo, estoy más que dispuesto a largarme sin dejar rastro.
Porque sé qué me ha enviado a la Enfermería esta vez. Así que imagino a todos riéndose de mí.
He aguantado mucho desde que tuve la mala ocurrencia de aceptar trabajar aquí, pero hasta el más masoquista o temerario tiene un límite de tolerancia y no quiero cruzar más si cabe el mío.
Al menos estoy solo con mi humillación…
–Profesor…
Es apenas un susurro, pero basta para que sólo un milagro impida que termine adherido al techo, mi viejo amigo.
En cambio, el corazón se salta un par de latidos. Reinicia todos los sistemas. La base de datos ha sido actualizada.
Desde la retaguardia, la voz lo ha llenado todo y casi me aterra lo que descubriré si volteo.
–Quien…
La palabra se congela en mis labios. Ante mí, de ese lado, la silla. Sobre ella, el uniforme y su forma. Nadie lo ocupa, pero más arriba de donde debiera estar el cuello, sólo veo trazos uniformes de tonalidades particulares.
Por estúpido que parezca, es la ausencia la que adquiere familiaridad.
–Hagakure –susurro, casi aliviado de recuperar el apellido desde lo más hondo de la conmoción.
–Está… está vivo –esa voz quebrada me inquieta más que el llamado en medio de la quietud.
A mí vuelve el recuerdo de lo último que vi.
Inexplicablemente, no me he golpeado tan fuerte tras caer como para perder la memoria inmediata. O de mediano o largo plazo. Empezando por el nombre, la edad y detalles superfluos.
Así que me obligo a regresar a la última inquietante imagen que selló el apagón total. Dónde estaba cuando la vi.
Y los rastros de maquillaje que se resisten a desaparecer.
Transmutando la humillación en el más abrumador remordimiento.
–Hagakure…
–Lo… lo siento tanto –sollozo el uniforme frente a mí. La curva de su posición me permite adivinar unas manos cubriendo su rostro–. Si… si no hubiera tenido… la estúpida idea de maquillarme… no… no…
–No… no, muchacha, no es tu culpa –suelto con urgencia, pero su llanto devora por completo mi patético consuelo. Así que me obligo a abandonar la cama cubriéndome apenas con la chaqueta y agachándome frente a ella para quedar a su altura–. Mírame, estoy bien y…
–Pudo… pudo haber muerto… de no ser por los árboles –hipó la muchacha invisible.
Sólo la desesperación me da el empuje para agarrar sus hombros. Ni ebrio me atrevería a tanto. La trayectoria de los brazos me ayuda a adivinar su rostro.
–No pasó nada –tanto la quiero tranquilizar… tanto necesito que deje de llorar que creo de corazón lo que le digo–. Yo fui el tarado que se sentó en la ventana… el que no encendió las luces…
–Profesor…
–Fui el idiota que no recordó a una estudiante –remato con amargura, pero sin dejar de mirar hacia donde debían estar sus ojos–. No porque te cruzaste con el estúpido más grande de esta escuela vas a dejar ser una muchacha normal, ¿o sí?
Ella se esfuerza por regular su respiración. Al menos no intenta contradecirme.
Lo que me alegra. Porque cada palabra ha sido cierta.
La estudié como a todos sus compañeros. Llevo bastante viendo ese uniforme flotar. Casi lo mismo llevo escuchándola. Si pierdo las caras, recuerdo las voces. Conozco el alcance de su peculiaridad. O la imagino en base a las leyes de la física.
¿Cómo me ha pillado desprevenido de esa manera una alteración en su imagen?
¿Tan concentrado estaba en la sombra o ha sido la suma de factores la que dio forma al cuadro?
–Lo siento tanto… –suena tan destruida que, si antes me sentía un cretino, ahora me veo como un gusano.
–No, yo lo siento –replico dejando sólo una mano sobre su hombro–. No tienes la culpa de nada, ¿oíste?
De oír, lo hace, pero quizá cuánto lleva aguantando ese nudo. Así que espero hasta que escucho el compás de una respiración más calma para abandonar el contacto y regresar al duro colchón del convaleciente.
–Verás que mañana todos se estarán riendo de esto –vaticino mientras escribo con el índice un titular en el aire–. "Profesor se desmaya por andar de distraído".
La breve risa podría confundirse con un sollozo. Doy por sentado que nadie se resiste a una dosis de humor negro.
–Así ha sido siempre –le comento, aprovechando el eco de su risa entrecortada–. Una vez, descubrí una araña mientras me duchaba.
–¿En serio? –suelta una Hagakure más sorprendida que entristecida.
–Sí –confirmo, conteniendo mi propia risa–. Mi esposa me encontró desnudo y desmayado con el agua golpeándome la cara.
–Debió asustarse mucho –logra decir la chica invisible, disimulando a duras penas la gracia que le causa el cuadro que le he pintado.
–Me desperté con sus carcajadas –confieso, para gran asombro de la chica–. Durante un mes se burló de mí y hasta tomó fotografías para recordármelo cada tanto.
El sonido de la risa sollozante de Hagakure es más tranquilizador de lo que imaginaba, preguntándose si esas lágrimas que secan sus mangas son los rescoldos de la angustia pretérita o del humor reciente.
–Profesor… disculpe, pero… su esposa es un poco cruel –opina la muchacha desde su asiento, aún retorciéndose con lo que le queda de risa.
–Sí, así era –murmuro, ajeno al descenso de mi propia voz–. Pero… eso es lo que más extraño de ella.
Sólo cuando la tormenta llena todo con su clamor, caigo en la cuenta de que he pensado en voz alta.
Y me sorprendo.
De lo rápido que baja mi propia temperatura cuando la menciono. Lo aparatosa que se vuelve la faena de respirar. Lo prosaico que se torna el mero acto de vivir. Y lo cansado que estoy de evadirla de mil y un formas, al punto de recalar en ella sin siquiera notarlo.
–Profesor…
El cauteloso llamado de Hagakure, ya incorporada de su asiento, equivale a un cachetazo que despeja mi mente, no así el tenso nudo al que se reduce mi estómago y mi mente.
Ahora soy yo el que se está secando una inoportuna lágrima.
–Lo siento, yo… –carraspeo ante el temblor de mis cuerdas vocales, recuperando parte de la antigua entonación–. Todavía no supero el ridículo que me hizo pasar.
–Entiendo –es curioso lo mucho que facilita su voz el imaginar una expresión dubitativa, por mucho que me cueste determinar qué rasgos concuerdan con ese timbre.
Salvo el aguacero que todo lo llena con su estruendo, no hay sonido equivalente a una señal de vida, así que nuestras respiraciones no tardan en volverse estruendosas. A punto estoy de preguntarle qué hace aquí, pero es obvio, al borde de lo ofensivo, así que hago amago de recuperar las mantas, pero no tiene caso. Al fin y al cabo, sigo vistiendo bata hospitalaria y mi mejor chaqueta no basta para disimular ese hecho.
Luego recuerdo la vestimenta heroica de la muchacha y recupero el aplomo.
–¿Qué día es hoy? –pregunto más por llenar el silencio que por verdadero interés respecto de las horas perdidas.
–Se desmayó esta mañana –aclara la muchacha, más próxima a la ventana de Enfermería–. Recovery Girl tuvo que salir por una emergencia, así que…
–Ya veo –eso explica que no apareciera, alarmada por mi despertar, y se arriesgara a quitarme la conciencia a bastonazos.
Miro esa inquietante figura. Tanto fuera como dentro, la temperatura no es muy alta, de modo que su aliento empaña el vidrio y un dedo invisible traza la forma de una cara sonriente. Desde el exterior, las gotas se adhieren a la ventana y una de ella se desliza desde uno de los ojos de la figura, perdiéndose con sus hermanas.
Dudo que las solitarias gotas que se estrellas en el alfeizar guarden relación con la inclemencia climática.
–¿Podrías darme un momento? Ya que puedo tenerme en pie, me gustaría vestirme y…
–¡Ah, sí! ¡Claro! Lo… lo siento, yo… –entre cortísimas reverencias y un tono atropellado, el uniforme flotante desaparece y me quito el pedazo de tela que me cubre.
Me sorprende comprobar que la muchacha invisible me espera salir vestido. Más que esperar, está pegada a la ventana del pasillo, pero no presta atención al paisaje. En cambio, plasma las huellas de sus manos.
–Profesor…
–¿Sí?
–¿Qué siente cuando se ve?
Conque eso es. O ha sido desde quién sabe cuándo. Tal vez no tenía esa inquietud cuando se levantó esta mañana, pero mi absurda fragilidad se la ha devuelto. Quizá siempre estuvo y mi caída la despertó con estruendo.
–No creo que sea una pregunta apropiada –respondo con cautela, a lo que ella suelta una risita desganada, casi resignada.
–Sí, ¿verdad? Usted… usted se ve a diario, cuando se afeita no le queda de otra, por ejemplo.
Si pudiera afeitarme de memoria, lo haría. Pero sólo lo pienso. No pienso arriesgarme a explicar lo que se siente pararse frente al espejo cada mañana y saber que no miente, sí me veo diferente, aunque el margen de comparación sea tan subjetivo… tan impreciso…
Me haces falta…
–No recuerdo mi cara –retoma la muchacha invisible, sin darme chance de preguntarle si quiere hablar al respecto–. No sé cómo me veo, por más que pasen los años… sigo paseando y asustando a la gente cuando me conocen… y no consigo acostumbrarme a ir por ahí y sólo ser vista como ropa flotante, prendas que tienen vida propia… una voz chillona…
–Ya… ya…
–Cuando me callo, desaparezco –me corta Hagakure. Me da la espala mientras habla, su aliento se estrella contra el vidrio–, y… me gustaría no tener que explicarlo todo, es decir… que sepan que algo me pasa cuando me ven y no que… lo deduzcan o… cielos…
–¿Desde cuándo ha sido así? –me atrevo a abordar.
–¿Siempre? –es su respuesta al tiempo que se encoge de hombros–. No lo sé, no recuerdo si tuve cara; tal vez la tuve, pero… era tan pequeña que ahora no la recuerdo.
–¿Cuál es tu recuerdo más antiguo?
–Mi mano… desapareciendo bajo el jugo que derramé –más que una risita, de la muchacha se desprende un lamento entrecortado–. Supongo que… ésa fue la última vez que me vi.
Quiero mirar mis propias manos. En cambio, me conformo con el reflejo tras la imagen parcial de la chica. Una imagen estirada, espectral que toma el sitio de la cabeza, de los rasgos de una muchacha que, cuando se ve, sólo vislumbra el entorno y nada más.
–Cuando creo saber cómo soy… se me olvida –continua Hagakure, sin despejar su huella dactilar del húmedo dibujo que se deshace en la ventana–. Y cuando me ven… sólo ven lo que quieren.
–Eso es más común de lo que crees, muchacha –opino, causándole un bufido que delata su molestia.
–Pero a usted no le ven sólo el pecho o el trasero, ¿verdad?
Escucharla apaga todo, hasta la réplica más burda. Porque no lo he pensado hasta ahora. Porque hasta que la oigo, he dado todo por sentado, pasando por alto la maldita ruleta de los quirks, sus pros y contras. Si la chica frente a mí nació invisible… imposible que así fuera, pero… ¿Cómo era antes de perderse en el aire y vivir del recuerdo de sus cercanos? ¿Había pistas que indicaran lo que sería de ella en los siguientes años?
Y si la prepararon… ¿Fue suficiente?
–Quisiera… verme pasar cuando camino por aquí –confiesa la muchacha, estampando toda su mano en la ventana–. Quiero callarme y no temer que me convertiré en un eco, quiero… saber cómo me veo cuando… cuando estoy triste y feliz, quiero… quiero no tener que hablar tan fuerte para que todos me vean, quiero… quiero ser más que sólo la ropa que llevo encima y… que nadie se asuste tanto cuando… cuando sólo quiero ser como los demás.
Estoy a punto de acercarme y poner una mano sobre su hombro, pero no me atrevo.
Se supone que estoy para eso. Que mi función es escuchar esas palabras.
Ante mí está la única persona que no me ha preguntado para qué sirve un psicólogo. No quiero pensar cuánto ansió conocer a uno o, al menos, a alguien habilitado para escuchar lo que dice. Me consta que no le faltan amigas. ¿En todos estos años nunca habló con ellas de esto? ¿Temía sonar rara o adivinaba que lo que le dirían no la llevaría a ningún sitio?
Tampoco es como que se me ocurra algo mejor que decir salvo las palabras de buena crianza, las mismas que le habrán repetido todos, desde familia, amistades, profesores, pretendientes…
¿Por qué tiene que ser un aparecido el que resuma la historia?
El relámpago se deja oír en la lejanía. Su resplandor le sigue poco después.
Tan fugaz como una fotografía o una alucinación, el uniforme frente a mí se llena. Sé que veo el rostro afligido de la chica, sus grandes ojos y su cabello revuelto. Sé que veo sus lágrimas y sé que me mira esperando una réplica, una respuesta… lo que sea, ella está ahí y en verdad espera.
Cuando las tinieblas del pasillo regresan, el vacío de su persona termina de materializarse.
–Debo transmitir esperanza, lo sé –ni bien lo dice, me arrepiento del discurso que les solté la clase introductoria. De hecho, me arrepiento de haber sugerido el maldito taller en primer lugar. Vlad tenía razón, fue una estupidez–. Pero… si todo lo que transmito es… miedo o… o nada…
–Eres mucho más de lo que tú misma crees…
–Por favor, profesor, los héroes también viven de su imagen –a la par que su tono sube un par de octavas, todo el recinto se llena con su tono irónico, subrayando el vacío próximo y preguntándome dónde está todo el mundo–. De hecho… es nuestra primera carta de presentación, lo que decide la actitud de los demás… cómo nos recibirán.
Otro relámpago. Otra fugaz apreciación a su expresión entristecida.
A la par, la fuerza de la lluvia se intensifica.
Odio la lluvia, ¿sabes? Se me pega la capa y quita espectacularidad.
Cierto, ella odiaba este clima. Odiaba muchas cosas. Podría enumerarlas. También extraño esas estúpidas quejas.
¿Cómo voy a ser sigilosa que la lluvia me delata dondequiera que voy?
–Alguien cubrirá tu turno –murmuro en respuesta.
–¿Profesor?
No quiero saber qué tan ciego de nostalgia estoy. Sólo despierto cuando siento el frío de la ventana sobre la palma y la vibración contra el vidrio.
Adheridas, las gotas parecen sonreírme.
Ni se te ocurra llevarme a pasear bajo la lluvia, ¿oíste, vago?
Es curioso, porque cuando la lluvia cae… yo te recuerdo.
–¿Profesor?
No contesto. En cambio, vuelvo casi corriendo a la Enfermería y rezo por haber acertado en mi teoría.
Cuando vuelvo, estoy seguro de que Hagakure me mira con perplejidad. No debe tener mucho sentido que esté cargado de toallas.
–Ven conmigo –exijo mientras me pongo en marcha.
–Pero…
–¡Que vengas conmigo!
Sé que debe casi correr para seguirme el paso. Sé que lamentaré la velocidad más tarde, pero ahora no puede importar menos. Me deleito con la capacidad para recordar dónde está la salida hacia los patios. Me quedo en la entrada viendo cómo el cielo se viene encima sin descanso.
No necesito un relámpago para saber que Hagakure me mira con extrañeza dejar las toallas en el piso.
A pesar de la tormenta, la temperatura es agradable. Pero se deja sentir en cuanto me adentro bajo la lluvia. Ni bien he expuesto el pie, estoy empapado. Ni metiéndome a un lavado de autos hubiera conseguido este resultado. Echo una mirada al horizonte en busca de la silueta de un arca. Tal vez está en otro continente…
–¡Profesor! ¡Qué hace! –el grito de Hagakure, a mi espalda, delata cuánta distancia he recorrido.
–¡Ven! –le respondo a mi vez, haciéndole señas.
–Pero…
–¡Ven!
Duda un largo segundo. Estoy considerando agregar la hidrofobia a mis apuntes mentales. Luego comprendo que no debo ofrecer el mejor cuadro, empapado como perro abandonado. Sólo mi cargo docente tiene peso y al ver que no espero otra respuesta, la muchacha abandona la protección del alero de la salida y corre hacia mí.
Y ahí está.
Es tan potente el impacto de la tormenta que la humedad no sólo se hace notar en su ropa, sino que remarca más detalles de su silueta. No hay espacio entre gota y gota. Es una cortina tan tupida que la llena toda, delatando el relieve de sus rasgos.
–Te ves bien, Hagakure.
Al oírme, la muchacha contempla sus palmas. El asombro es visible, me llevo una parte cuando levanta la cara.
–Puede ser esta o muchas formas –casi le grito para sobreponerme al aguacero–. Sí, vives de la impresión de causas, pero eres más de lo que crees.
–Si se refiere al interior…
–¡No hablo de esas cursilerías! –ahora sí grito, en parte porque el trueno retumba y la luz del relámpago se suma al espectáculo–. ¡Y nadie tiene por qué saber qué habita en tu interior! ¡Todos verán lo que tú decidas que vean!
Millones de gotas construyen sus facciones perplejas ante mi declaración. Raro se siente posar una mano en su hombro y no contemplar un vacío frente a mí.
–¡Van a opinar o se van a asustar siempre! ¡Independiente si te ven o no! –si sigo así, no me quedará garganta, pero no quiero perder su imagen todavía–. Serás… ¡Serás una heroína! ¡Te amarán y te odiarán! ¡También te temerán! Pero esa esperanza… ¡Esa esperanza también es cosa tuya! ¡No es una impresión! ¡Es tu obra! ¡No es el interior! ¡Es lo que haces con tus propias manos!
Va a hacer falta mucho más que eso para contrarrestar años de historia, pero quiero creer que es un comienzo. En parte porque, al alejarme, la muchacha se toma su tiempo para abrir los brazos y disfrutar del contacto húmedo abarcando todo el espacio posible.
Me pregunto qué pensaría Toru Hagakure de la lluvia antes de este día. Si imaginó, al despertar, que hallaría el encanto de empaparse hasta los huesos. Si desfiló la fugaz idea de lo que haría el agua por ella.
–¿Profesor? –corta la muchacha el hilo de mi cabeza.
–¿Hm?
–¿Cree que sea una buena idea que sigamos mojándonos? –pero lo dice sonriendo, lo que le quita hierro a la situación y me contagia mínimamente.
–No creo que haga la diferencia un minuto más, pero…
Tampoco la espero. Simplemente me pongo en marcha. Ella me sigue el paso, pero dando vueltas, como si bailara al son de una melodía que sólo ella escucha y la lluvia también se ha tragado.
–¿Sabes qué más está vacío? –le pregunto cuando hemos llegado bajo el alero y recibe la toalla que le alcanzo.
–¿La cabeza de Mineta? No, qué digo, eso está lleno de perversiones –masculla Hagakure. Quedan retazos de gotas que le marcan el ceño.
–Los lienzos –le suelto, conteniendo la risa que me causa su último comentario.
–Los… –un trazo líquido remarca sus ojos abiertos.
–Si hay algo en el interior de esa tela, no te importa; en realidad, no le importa a nadie, pero… ¿Por qué algunos son tan famosos?
La muchacha lo piensa. Y lo piensa. No tarda demasiado en dar con la respuesta. Lástima que mi paciencia ha sido explotada desde que estoy aquí.
–Porque… ¿Los pintores decidieron qué veríamos?
Ahora sí sonrío. No demasiado. Después de todo, sigue siendo una pena que de esto no dependa su futuro académico. Esa respuesta habría hecho maravillas.
–Tienes material de sobra para ofrecer una gran obra, ¿esperas algo?
Aunque las gotas se han perdido casi del todo, no necesito de su presencia para visualizar la sonrisa tímida que le cruza el rostro.
–¡Hagakure!
Por segunda vez en el día, estoy a punto de quedar adherido al techo. No quiero ni imaginar cuánto llevamos callados la muchacha y yo tras la respuesta y contemplando la tormenta. Sí lo suficiente para que ella note cuánto me ha afectado el grito, incapaz de contener la gracia que le causa la situación.
Desde el pasillo se nos acerca corriendo un muchacho rubio. No recuerdo si me cae bien. No debe ser de los que más participa en clases, pero al menos no me hace sentir más ridículo. A medida que la distancia se reduce, se vuelve familiar su buen físico y la enorme cola que le sigue.
–Ojiro –el apellido del muchacho, apenas susurrado por la chica, me orienta respecto de la identidad.
–¡Te estábamos buscando! –hay tanto alivio en la voz del joven que hasta yo me siento aliviado de que tenga buenas noticas–. No… no estabas en ninguna parte y… y pensé…
–Estoy bien, sólo…
–¿Qué te pasó? ¡Estás empapada! –lejos de esperar una respuesta, el chico se apropia de la toalla y es él el que le seca el cabello a la chica.
–No… no fue nada, sólo estaba… –antes de que las palabras se apaguen, la chica me mira.
Es gracioso. Estoy a un par de metros, pero es ese gesto el que le permite a Ojiro reparar en mi presencia.
Aunque intenta a duras penas adoptar un gesto solemne, el rubor asaltando su cara –y no dudo que la de Hagakure también– hace que la situación se torne más penosa si cabe.
–Pro… profesor…
–Este lugar es enorme, me perdí y Hagakure me encontró –explico con simpleza. Si se lo cree o no, será materia de otro debate.
–Lo siento… no… no debí…
–Aquí se está bien –interrumpo, volviendo la mirada al diluvio–. Lo digo porque… si quieren charlar, tendrá que ser en otro sitio, yo no pienso moverme de aquí.
Les doy la espalda. Así y todo, tardan en tomar una decisión. Sólo cuando escucho sus pasos alejarse, me doy por obedecido y me entrego a la contemplación.
Sí que es enorme este lugar. El muchacho habló de varios en la faena de dar con Hagakure. Nunca nos cruzamos con ellos. Ni un grito. Ni a lo lejos ni de cerca. O empezaron hará poco o tanto espacio ha convertido esta academia en un mortífero laberinto. Todavía recuerdo la charla que me dieron respecto de las medidas de seguridad. No me extrañaría que una de ellas tuviera relación con la amortiguación de mi caída.
No pongo mucho empeño en secarme. Sólo buscaba dar el ejemplo. En lo que a mí respecta, la sensación es agradable.
No sé por qué vuelvo a Ojiro, su cola y lo mucho que me agradaría tenerlo de mi lado en una pelea. Eso si antes no me lleva por delante con un ataque. Conociendo mi suerte…
Escucho paso a mi espalda, desde el pasillo. Dudo que sean Hagakure o el muchacho, tendrán mucho de que hablar. O quizá hablan de ello siempre y sólo no están habituados al público. O a la mirada de desconocidos. Si a los diecisiete años no se hablan de esas cosas, ¿cuándo? ¿Cuando estés viejo y lleno de remordimientos?
Los pasos continúan. Se detienen. La curiosidad no me alcanza para voltear. Lo sabré tarde o temprano. Tampoco soy de piedra, pero si una caída y un par de sustos no me han matado en lo que va del día, no creo que aguardar aquí me…
Antes de que asimile que algo se ha ensartado en mi oreja, lo siento.
Una onda expansiva que me tritura desde dentro, aplastando mis órganos y huesos no demasiado, pero sí lo suficiente para que pierda la fuerza en las piernas. En medio del aturdimiento doloroso, detecto un compás veloz al ritmo del cual se dejan caer esos golpes.
Para cuando reacciono, me he derrumbado.
Boca arriba, contemplo el techo que tarda en ajustarse sobre sus ejes. En el proceso, una cara familiar se apropia de buena parte de su campo visual.
Sin ver, sé que tiene las manos en las caderas. Su rostro volteado me mira con sorna, flotando junto a ella esos malditos enchufes.
–¿Qué pasó? ¿Olvidó sus medicamentos?
Voy a decir algo, pero la sorpresa de la suma de factores me calla.
¿En serio esta chica ha hecho algo tan estúpido?
–Quién te…
–Es un mensaje de Recovery Girl –explica Kyoka Jirou mientras se aleja, sin esperar que me incorpore–. Eso fue por dejar la Enfermería sin su autorización.
Para cuando me incorporo, la muchacha ya se halla lejos, lo bastante como para girar en una esquina del pasillo.
No tengo mejor equilibrio que en mis mejores borracheras, pero cuando he ganados firmeza, decido que he tenido suficiente de lluvia por hoy.
La chica es una buena mensajera. Digo, no todos disfrutan tanto haciendo ese trabajo.
Supongo que me lo tengo merecido.
–Amigo, quiero preguntarte algo.
–¿Algo más?
–No exageres.
–Bien, bien, te escucho.
–¿Qué te hizo regresar? No, no es sólo eso… quiero decir, además de regresar… ¿Qué te hizo aceptar el trabajo en UA?
–Hasta tú crees que hay que estar loco para aceptar algo así, ¿eh?
–Conozco tus razones; muy en el fondo… hice lo mismo, pero sabes por qué regresé.
–Ahí tienes la respuesta.
–Vaya.
–Es decir… no al nivel de Nana Shimura, Toshinori, pero… no te imaginas todo lo que ella me enseñó.
–Supongo que debo darle las gracias.
–No faltará quien maldiga su memoria por eso.
Martes
(Pronóstico: Primaveral)
–¿Qué escribes, Midoriya?
Como con cualquier persona común y corriente de esta vida, al muchacho casi le da un infarto al escuchar la voz cercana interrumpiendo su actividad.
Si a eso le sumas que se trata de la que milagrosamente, y más si consideras todo lo que ha pasado, sigue siendo la vicepresidenta de la clase…
Más te vale que en tu historial médico no figure ninguna dolencia coronaria.
Y salvo una larga trayectoria de huesos rotos en estos años estudiantiles… nada grave.
Así que el joven heredero del Símbolo de la Paz se puede permitir palidecer hasta extremos insospechados antes de recuperar el color con tintes de sobredosis.
–Ya… Ya… ¡Yaoyorozu! –Y, sobre todo, ser muy discreto en lo referente a tu reacción. Afortunado de él que la muchacha sólo sonríe divertida y con discreción.
–¿No me vas a decir qué escribes? –Es justo preguntarse si la joven sabe lo que hace o es del todo ajena al efecto que parece causar no sólo su presencia, también la sola forma de estar junto a él.
–Na… nada importante –aunque con ese tono y cerrando de golpe la libreta… como que cuesta creerle. Y para mala suerte suya, la muchacha es de las más inteligentes del salón.
–Te creería si no intentaras esconder eso de mí –y como si no fuera ya suficiente, qué mejor que sentarse al lado del chico y aprovechando la espectacular sombra que ofrece un árbol tan frondoso.
–Sí, bueno, es que… son… son cosas que acostumbro a escribir para mí –no se podría decir que gane confianza a medida que corren los segundos su carrera a la muerte. Más bien que la tensión no es tan alta. Que él se haya habituado a la misma.
–Ya veo –muy astuta la muchacha en no insistir y, en cambio, permanecer sentada a su lado disfrutando el silencio.
Se podría especular que el castigo reciente o ha calmado sus ánimos o ha hecho algo por ellos al punto de… quién sabe, limar posibles asperezas… asumiendo, desde luego, que existieran dichas asperezas y no se tratara abiertamente de malentendidos.
–Yo…
–Este…
Nada como coincidir y quedarte estancado. Y volver al silencio. Ya se puede oler la confianza.
–Siempre… siempre he querido preguntarte algo –murmura la muchacha, mirando la cara del chico sin alcanzar sus ojos de forma directa.
–Y eso es…
–¿Cómo te hiciste esa cicatriz? –Siendo el mapa humano que es, la pregunta de la chica es francamente absurda y ella misma parece comprenderlo. De otro modo no se explicaría que señale la sien del muchacho–. Todas… son producto de tu quirk, ¿no? Pero… ésa se ve… se ve diferente.
–Ah… pues… es… es una historia curiosa –tan curiosa es que el muchacho aludido sólo atina a bajar la mirada avergonzado–. La verdad… no recuerdo cómo me la hice.
–¿Qué?
–Lo que escuchaste, yo… no estoy seguro –a él mismo parece desconcertarle la versión entregada–. Yo… era muy pequeño y… todo lo que sé es… que un día desperté en el hospital y… y mamá estaba a mi lado diciéndome… que un auto me había atropellado; yo le creí porque me dolía muchísimo y esa explicación… tenía sentido, pero… no recuerdo el auto… no recuerdo cómo… en realidad, todo eso está en blanco para mí.
–Ah… ya veo –es probable que, de no estar tan concentrado disimulando su nerviosismo, el chico percibiría la ligera decepción en la voz de la muchacha–. Y… si eras pequeño… es decir… en todos estos años…
–A veces… me duele la cabeza y… aparecen imágenes raras, pero… nada tiene demasiado sentido –ahora, menos nervioso, el muchacho se ve ligeramente pensativo.
Tal es el caso que no es consciente, al llevarse los dedos a la cicatriz de la sien, que la muchacha ha pensado lo mismo.
Así que los dedos se chocan mucho antes de alcanzar la marca.
Cualquiera diría que la piel del otro tiene electricidad o algo así. Eso si el contacto no hubiera durado algo más de cinco segundos, acaso debido a la perplejidad causada por ese roce. Una cosa tan sutil… lo bastante prolongada para pensar que no se trata de un accidente.
Tampoco habría sido problemático que lo prolongaran un poquito más, pero claro, Momo Yaoyorozu es hija de sus estrictos padres:
–Lo… lo siento… yo…
Izuku Midoriya, por su parte, es el mismísimo Izuku Midoriya, aun habiendo pasado años desde su ingreso a la mejor escuela de héroes del país y de haber atravesado riesgos propios de profesionales con más experiencia:
–No… no, no… yo… yo fui el que…
Yaoyorozu, por su parte, tiene un altar en la mente del muchacho.
Izuku, en tanto, ya es un héroe en la cabeza de la chiquilla.
–Chicos…
Yo, por mi parte, estoy un poco cansado de estar de cabeza.
Y los jóvenes están tan asustados y sorprendidos con la tercera voz que los instintos heroicos se les bloquean unos largos segundos.
–Aquí arriba.
Sería bonito que no me miraran como una especie de perro azul con seis patas y un ala en la espalda.
Por favor, chicos, sólo soy el psicólogo devenido en profesor, puede que ustedes también me llamen Highlander. Y me han visto en peores situaciones que colgando. Atrapado de cabeza entre las frondosas ramas del árbol que les da sombra.
–¡Profesor! –Medio que chillan al distinguirme. Medio que sonrío por mi parte.
En verdad ahora se parecen bastante.
–Hola.
–Pero… pero… qué… qué…
–¿Qué hago aquí? Es una historia graciosa, pero… ¿Qué tal si la dejamos para después?
–Usted…
–Lamento haberles quebrado el ambiente íntimo, pero… comprenderán que existe un límite para un humano promedio que puede resistir en esta posición –y tal es el caso. Empiezo a sentirme mareado. Lo bastante para apenas distinguir el sonrojo de los chicos–. Ahora… podrían…
Antes de que la muchacha cree algo, el lazo negro se materializa.
Una fuerza oscura me atrapa y antes de que pueda procesar qué me ha agarrado, ya tengo los pies en el suelo y el vértigo de un aterrizaje forzoso.
–Profesor, lo siento, se… ¿Se encuentra bien?
Qué raro. Ya tengo los pies en el piso. Ya no estoy de cabeza…
Bueno, parece que a la sangre le va a tomar un trecho largo recuperar el flujo normal.
Pero no alcanzo a desmayarme. No del todo. Midoriya es un chico fuerte y yo un flacucho escurrido. No tiene mayores dificultades para sostenerme.
Así que no hace falta que Yaoyorozu me agarre del otro brazo. Lo hace de todos modos.
–Chicos… está bien, sólo… ayúdenme a sentarme –y es lo que hacen. Al menos ya no gira todo con tantísima velocidad. No me sentía así desde que volé de fiebre hace años.
Así que no sé… en verdad no sé de dónde me sale la sonrisa.
–Pr… profesor –masculla Yaoyorozu, acercándose–. ¿Se encuentra bien?
–¿Ya te invitó a salir?
–¡Profesor! ¡Qué dice!
–Se ven… bien…
Sería difícil decidir quién está más colorado. Quizá cuando el mundo deje de girar a tanta velocidad, pueda decirlo. Si es que siguen aquí parados y en el mismo estado.
¿Me creerían si no me viera tan mareado?
En última instancia… espero haber plantado una semilla al menos.
Tarde o temprano, lo más parecido a una figura paterna/materna tendrá que darte la charla.
Sería hipócrita, por tanto, decir que Toshinori Yagi no se vio llevando a la práctica tan noble verdad en algún momento.
Sin ir más lejos, la primera vez que se tocó el tema fue en el primer año del joven sucesor. Ni siquiera recuerda las razones. Sólo tiene la imagen de haber pasado rozando el punto. Muy somero. Tampoco creía que un chico como él desconociera por completo las implicancias de ese tema. Así y todo, bastó para paralizarlo por un largo rato.
De todos modos, sigue siendo su sucesor. El actual portador de la antorcha. Incluso algo tan… banal como la charla tiene sus implicancias mayores con esa sombra sobre sus cabezas.
De otro modo no se explica que el chico aprovechara una conversación privada con él para soltarle no sólo cuanto pudiera torturarle. También para hacerle la pregunta clave.
–¿Qué debo hacer?
Seamos honestos. Tampoco es que fuera un secreto para él. En realidad, duda que para alguien sea un secreto. La joven Yaoyorozu no es lo que se dice disimulada en cuanto a sus emociones. Al menos en lo tocante a la expresión de su domina su rostro cuando ve a su chico cerca.
En realidad, para el único que es un hecho casi imposible es para el mismo chico. Aunque siendo justos, podría estallarle una granada en la cara y él no se daría cuenta, ensimismado como suele estar con demasiada frecuencia.
Esta instancia no sería tan incómoda si, una vez más, el retirado héroe número uno no se sintiera un hipócrita. Un mentiroso. Entre otras lindezas similares.
Porque es ésa la misma pregunta que se ha hecho respecto de sí mismo.
–Mi chico, si me haces esa pregunta… es muy probable que ya tengas la respuesta.
¿Qué tontería ha sido esa?
No quiere ni ponerla en la escala posible. Alcanzaría la cima. Y eso sería patético. Más de lo que ya es.
–Pero… hacer lo correcto es tan difícil…
Las palabras casi tiran al antiguo Símbolo de la Paz de su asiento. Midoriya, de su lado de la mesa, no parece haberse percatado del impacto de sus palabras.
Después de todo, de las posibles respuestas, ésa es la última que su mentor esperaba que le diera.
Y ahora tiene que hacer un esfuerzo por encajar algo así. Por entender el sentido y…
–Mi chico, qué…
–Estoy… más en peligro que cualquiera… por heredarlo, ¿verdad?
El chico siempre ha sido… digamos, en más de un sentido… un poquito llorón. Y eso Yagi lo sabe como el que más. Acaso lo conoce un poco mejor que cualquiera. Él mismo le ha pedido que trabaje en esa parte de su carácter, por mucho que parezca tener algo de genética.
Pero ahora… verlo sonreír… con el asomo de las lágrimas…
Es un cuadro que, para el retirado héroe, encarna algo muy parecido a la derrota.
A la peor de las derrotas.
Porque por mucho que haya sido el sueño del muchacho, duda que, en su descontrolada mente, cumplir un sueño significara algo así.
Ir más allá incluso en el hecho de pensar en el bien de los demás.
–Sería… una vida entera llena de miedo, incluso si… si ella llegase a sentir… no, qué tontería, ¿no? –medio musita el chico, secándose los ojos con la manga–. En realidad, si me quedo callado… la mitad del trabajo estaría hecho, yo… yo sólo… quiero poder borrarla y… que deje de doler…
–No.
Si tuviera la fuerza o la salud, no duda que esa palabra la reemplazaría con un puñetazo. En cambio, espera que su voz esté dotada de la misma contundencia. Se avergüenza de apelar a la devoción de su chico. Su muchacho. Dios, lo más parecido que ha tenido a un hijo. Y está haciendo uso de esas sucias estrategias para amplificar su impacto.
–All… Might…
–Me rehúso a que tires tu vida por la borda.
–Pero… pero… tú me dijiste.
–Sé lo que te dije, pero nunca, escúchame bien, nunca pienses ni por un segundo que no tienes derecho a vivir.
–Pero… tú mismo has vivido…
–Mi chico, creí que ya habíamos hablado esto, ¿en serio me vas a tomar como referencia en todas las decisiones de tu vida? ¿Incluso en donde yo me equivoqué?
Siendo justos, no es que lo haga menudo. De hecho, en raras ocasiones…
Casi se podría decir que es la primera vez en mucho tiempo que el pobre muchacho cae en ese error. Porque sí. Ha crecido. Ha hecho tal de intentar forjar su propia identidad. Pero es que esa maldita devoción está tan arraigada a él…
–Esa antorcha, mi chico… no te fue heredada pensando en lo que hicieron otros antes que tú, sino para que la portes siendo tú mismo, con todo lo que eso significa –tal vez ya no tenga el mismo impacto de antaño, pero una mano en su hombro siempre surtirá un efecto reparador en cierto modo–. Así que pórtala cumpliendo con tu deber, pero… pórtala pensando que también tienes el mismo derecho que los otros a la felicidad.
–Pero…
–Piensa que con una sonrisa sincera… estás enriqueciendo esa llama.
Y por favor, piensa, por favor no llores. Porque me harás llorar a mí también.
Traga el nudo en su garganta al ver que el chico esboza una sonrisa azorada a duras penas, los ojos húmedos, irritados. En verdad desea haber llegado a lo más hondo. En verdad desea que sus palabras tengan eco.
Justo hoy pensaba decirle al muchacho… puede que tal vez no. En realidad, no lo sabe. Tal vez nunca sea un buen momento, pero definitivamente hoy no será ese día. Tendrá que esperar un poco más. Y es cierto, mientras más espera, más miedo siente de lo que pueda decir, cómo reaccionará.
Pero si por alivianar su carga debe aumentar la suya propia… entonces lo vale.
Todo vale la pena.
Miércoles
(Pronóstico: Cielos nublados)
–Oye, tú…
–Tengo nombre, Aizawa.
Al menos hemos durado medio día sin dirigirnos la palabra. Pero cuándo ha sido eterno lo bueno…
–Como sea, ¿ya viste? –mientras habla, el somnoliento profesor que tengo por compañero señaló la televisión de la sala transmitiendo una noticia que el resto del plantel seguía atento.
Nunca he sido afecto a los noticieros y ese afán de rellenar con reiteraciones en su relato mientras transmiten un bucle con tres o cuatro escenas, algunas de larga data y sobre todo cuando se referían a índices macroeconómicos. Sin embargo, el boletín de última hora, al menos en esa cadena, no es exagerado.
De fondo, el escenario de una trifulca. Contados daños estructurales, sí, pero varios vehículos volteados y las huellas en la calzada distaban de ser las que dejarían las frenadas bruscas. La multitud se agolpa en las aceras y aplauden con euforia a un cuarteto mixto que devuelven los saludos con gestos complacidos.
Tiene que ser una broma. ¿Lo dije o lo pensé?
–¡Así es! En un despliegue único de coordinación y habilidad, el cuarteto de héroes conocido como Los Cuatro Jinetes redujo a una numerosa banda de malhechores que amenazaron con destruir…
El hilo del relato se pierde cuando la pantalla se llena de momentos capturados con dificultad. Los caza noticias y ciudadanos de a pie aportan su perspectiva a través de registros torpes captados con sus teléfonos. Más que sinfonía, una danza coordinada entre acrobacias y ataques. Mientras hacían frente, protegían a la población poniéndolos a salvo y conteniendo los efectos causados por el choque de fuerzas.
Llegando a usar vehículos como armas los muy…
–¡Una increíble labor! –continúa la reportera, abriéndose paso entre la eufórica multitud hasta llegar al grupito complacido con el trabajo realizado–. ¡Disculpen! ¡Para el canal…!
No me gusta la confianza con que miran a la cámara. Cómo ese rasgo coincide en todos. Los mismos ojos. La misma maldita forma de mirar. Y si me apuran un poco, diría que la misma sonrisa les cruza la cara, como si esa transmisión fuera la verdadera recompensa para ellos después del arduo trabajo de la jornada.
Los trajes serían discretos si no fuera por esa ridícula paleta de colores. Blanco, rojo, negro y verde.
–¡Estamos muy contentos de hallarnos en esta ciudad! –exclama el que se las da de líder. Son casi igual de altos, independiente la diferencia de sexos, pero la estridencia del de blanco le confiere naturalmente la posición–. ¡Durante nuestra estancia, esperamos aportar con nuestro talento a la seguridad de los ciudadanos y los más desposeídos!
–¿Se trata de una visita? ¿No buscan establecer aquí su base de operaciones? –entre sorprendida y decepcionada, la reportera debe gritar para sobreponerse a los cánticos, aún con el micrófono en mano.
Como si no fuéramos sobrados de cariño superheroico…
Sí, tuvimos una crisis, no hará mucho. Señora crisis, como la recuerdo. Renuncias masivas y bellezas similares, pero así como experimentamos nuestro Viernes Negro particular, el repunte del último tiempo ha hecho preguntarse a no pocos analistas si no estaremos bordeando la saturación dados los albores de una nueva edad dorada encabezada por los jóvenes talentos, siempre tan dispuestos a demostrar su valía, sin importar que se lleven por delante un par de propiedades privadas.
Obligando, de pasada, al plantel docente a replantear su enfoque y aceptar que tal vez, sólo tal vez, sus retoños tendrán que variar el rubro si quieren garantizar su supervivencia.
Pero así como marcha la cosa, debo ser el único al que le molesta que esos cuatro locos estén pensando en…
–¡Hemos venido con un propósito muy claro! –ruge la joven más próxima al líder de blanco, la que viste de rojo, agarrando el micrófono de la reportera e interpelando a la inocente cámara–. ¡Porque sabemos que nos estás viendo, haragán! ¡Ya estamos aquí y vinimos por ti!
–¡Una cosa más! –como si el silencio que se asiente alrededor no bastara, el tipo de negro, tan parecido al de rojo en fisonomía, toma la posta que a la de rojo le cuesta soltar–. ¡Oye, tú! ¡Cabrón! ¡Cuando despiertes, desearás hacerlo amarrado a una bomba y no mirándonos!
–¡No nos iremos hasta que saldemos cuentas! –completa la de verde, tan parecida a la de rojo, pero todos son una voz cuando gritan al unísono:
–¡Los Cuatro Jinetes ya surcan los cielos! –en respuesta, la multitud estalla, más allá de las interrogantes lógicas que llenan sus caras.
–¡Ya los oyeron! ¡Aquí están los Jinetes con sed de justicia! –la reportera, por su parte, está demasiado aliviada de haber recuperado el control del micrófono y la situación como para reparar en el absurdo cierre de la nota.
Vuelve la transmisión al estudio, pero el volumen baja y las imágenes pierden interés. Sólo cuando el silencio lo llena todo, me atrevo a despegar la mirada del electrodoméstico.
Como era de esperar, todos los profesores me miran como si estuvieran ante un condenado. Hasta Aizawa muestra cierta inquietud y eso es peor señal que la lástima común.
–Oye…
–Tienen sus métodos –corto al zombi de las vendas al tiempo que suspiro, resignado–. No desconfío del hermetismo.
–No negarás que eso tampoco ayuda –masculla Mic con un tono inéditamente tembloroso. Como si él solo no bastara para noquear a esos presumidos con la nota correcta.
–Podría ser peor –comento, ganándome de los presentes las más variadas muestras de muda incredulidad, obligándome a ampliar la idea–. Podrían estar a las puertas de la escuela, pero no veo que eso haya pasado, ¿o sí?
–Ya están aquí, amigo –hago un esfuerzo por disimular la gracia que me causa oír a Yagi pronunciar esas palabras–. Para que lleguen a las puertas será cuestión de tiempo.
–Éste sería el último lugar en el que buscarían –murmuro con genuina seguridad. No tanto porque confíe en mis opciones de supervivencia, sino porque uno u otro resultado no cambiará nada en absoluto.
Además, verlos en la tele no me provocó tanto disgusto como esperaba.
En cambio, saboreo una chispa insólita de orgullo.
