Disclaimer: InuYasha pertenece a Rumiko Takahashi. Yo sólo estoy jugando con los personajes.
Advertencias: Representaciones gráficas de la violencia, muerte infantil y situaciones oscuras.
Notas: De todos modos, he estado pensando mucho en esta historia y por fin me animé a publicarla. Es bastante confusa, pero prometo que todo tendrá sentido más adelante (?)
•Las semillas que siembras•
Las primeras nevadas de esa temporada llegan sin previo aviso desde el mar, una fuerte caída de gruesos copos que aplastan todos los colores otoñales bajo un manto asfixiante. La propiedad Kagewaki resiste, acostumbrada a esos inviernos marinos después de muchas generaciones, soportando éste con la misma dignidad y aplomo. La nieve se amontona a lo largo de las paredes exteriores como dunas de diamante, derramándose tan alto en algunos lugares que los hijos de los sirvientes pueden deslizarse por las laderas en toscos trineos. Gruesas láminas de hielo se incrustan a lo largo de las bisagras, haciéndolas traquetear y gemir.
A medida que la luz natural se vuelve azul, la cocina se convierte en uno de los lugares más cálidos del castillo. Se llena rápidamente cuando el personal tiene ese momento para sí. También es el lugar más fácil para esconderse cuando ya no es viable algún intento de trabajo ocioso en el terreno. Pocos se aventuran a salir a menos que sea absolutamente necesario, enfundados en capas pesadas y gruesas lanas tejidas para tratar de evitar el frío.
No deberían haber estado afuera, pero Hitomi se para en el arco de la entrada trasera, envuelto en una capa demasiado larga, y observa a su mamá de rodillas en la nieve.
Ella ha tirado del mismo diente de león durante tanto tiempo que las puntas de sus orejas comienzan a arder con el frío, un montón de brillantes flores amarillas creciendo a su lado mientras cava la tierra frenéticamente. Emergen de nuevo cada vez que ella las arranca, rápidas y resistentes, condenatorias contra la cal del invierno.
Él no entendería su desesperación hasta más tarde en la vida y definitivamente olvidaría la manera en que sus gritos eran llevados por el viento cortante.
—¡No, no, no, por favor! ¡Es sólo un niño! ¡Ten piedad!
Los montones de nieve se derriten y el invierno se descongela hasta la primavera, cuando la tierra empieza a calentarse. El cambio parece ocurrir de la noche a la mañana, verde tierno y fresco donde el hielo se ha convertido en aguanieve fina y acuosa. Las flores brotan con el sol naciente y el aire se torna tibio al instante en que el mundo despierta de su letargo de días cortos.
La primavera va y viene con apenas una celebración, pasteles de miel goteando en almíbar de romero pegajoso y una vela encendida en cada ventana, las únicas cosas que podrían permitirse. No tienen tiempo para mucho más que eso, el día superado y ensombrecido por el nacimiento de la hija del Señor y la Dama. Una cosita chillona, sin pelo y con la piel enrojecida y moteada, venida al mundo en gritos estridentes y llanto inconsolable, la mansión resonando con ella.
Hitomi detiene su lavado y se pregunta por qué no la han calmado aún.
El nuevo bebé llega gritando a la vez que la Dama muere con un húmedo suspiro, pero no hay manera de que él lo sepa. Simplemente conoce la sensación de frío que recorre la mansión como una brisa de mediados de invierno desde una ventana sin persianas. Le muerde los huesos incluso si su piel aún permanece caliente, sus entrañas retorciéndose dolorosamente por la dura y helada zambullida.
La muerte se detiene junto a él, lo abraza y lo atraviesa con un movimiento fluido que lo deja boquiabierto ante la tina de lavar y la ropa empapada. No, tampoco lo sabe, pero ella pasó sus dedos por su cabello y lamentó los horrores engarzados al destino de este niño, así como los que él mismo cometería.
—Mamá, ¿qué está pasando? —pregunta horas más tarde, una vez que todas las sábanas han sido lavadas y las ha colgado para que se sequen.
Durante la última celebración, había estado parloteando por el vino caliente que no le permitían beber y por los pasteles dulces que le habían quitado. Tanta comida le provocó dolor de estómago y recordaba haberse quedado dormido en el regazo de su madre, en la mesa de los sirvientes, justo en el cuartito donde todos trataban de acomodarse. Había sido cálido y maravilloso, y nada como el pesado silencio que puede sentir ahora en sus huesos.
Ese mismo silencio se ha apoderado de la casa, aparte del llanto de un bebé que no sabe cuándo parar, no ha aprendido que el Lord no quiere que los niños sean escuchados. Eventualmente lo resolverá porque tiene que hacerlo, como Hitomi ha aprendido a usar su ingenio y a escuchar más de lo que debería.
La primavera es cálida, brillante, pero no hay gente a la vista. y todas las velas colocadas en una ventana se han apagado.
—No celebraremos hoy, hijo.
Su mamá ya no sonríe y tiene manchas oscuras debajo de sus ojos. Todavía lleva puesto su lindo collar, el que tiene piedras que brillan como la luna en el agua. No se ha quitado ninguna de sus cosas, pero tampoco ha dado señales de ofrecerle un pastel de miel. Nadie ha puesto vino en la mesa y la casa yace en completo silencio, sin sirvientes correteando por los pasillos. Las cosas no van como se supone que deberían ir, nada es como imaginaba y siente un frío extraño y apretado en su pecho.
—¿Por qué?
La tina que usa chapotea con agua que desprende bocanadas de vapor, burbujeando en lejía. Su madre tampoco debería estar lavando los platos. Las tareas domésticas se posponen al siguiente día, cuando termina la celebración y ella se queja en voz alta de un dolor de cabeza mientras Atsuko se ríe. Además, Kenji aún no está allí para limpiar los hornos en su primer fregado de primavera, y nadie les ha dicho a él y a Ayumi que deben lavar los pisos. Es como si se hubieran saltado la mañana por completo, quedándose dormidos en sus camas.
Bueno, él no se ha quedado dormido.
—Porque Lord Kagewaki ha dicho que no lo hagamos.
La espuma blanca se desborda en la tina mientras su madre frega las cacerolas, el agua llegándole a los codos. Todo huele a jabón en lugar de oler a cordero asado, especias y trozos de papas en la mesa principal mientras él revolotea en las cocinas. Su madre tampoco está bailando y se inclina peligrosamente en dirección a la tina, como si fuera a caerse dentro si no tiene suficiente cuidado.
—¿Por qué ha dicho eso?
Ella se ve triste, pero no sólo triste; es como si la tristeza no fuera lo suficientemente buena, una pesadez terrible ensombrenciendo sus rasgos.
—Porque la Señora está muerta, entonces debemos fingir que todos estamos de luto por eso.
Hay una ligera molestia en su voz cuando dice "Señora".
—¡Ey!
Grita Atsuko desde su propio puesto al otro lado de la cocina y la madre de Hitomi se endereza, con agua sucia en la parte delantera de su bonito kimono. Su mejor kimono, el crema sin teñir con flores y listones dorados, el que suele usar para las fiestas. No se ve tan bonito ahora, tampoco debería haber estado en el suelo con él. Sin embargo, no luce demasiado triste cuando mira a Atsuko; más bien, enfadada, como cuando casi consigue que ese caballo lo pateara en otoño.
—Nimue, no puedes hablar tan a ligera de-
—Mi hijo no temerá a la muerte, ni le mentiré.
«Nimue». Su madre siempre ha tenido un nombre extraño, como si no perteneciera a estas tierras.
Con un sonido de escupir, como un gato, las dos mujeres se miran con la longitud de la cocina separándolas, y Hitomi siente ese sofoco una vez más. Húmedo y apretado, y lo odia. Puede sentirlo en su garganta como si necesitara llorar, como si necesitara gritar.
Se aferra al cordón de tela que nunca deja su alcance y las mira a ambas con los ojos muy abiertos, repentinamente consciente de muchas cosas.
La boca de Nimue se mueve, pero sus palabras suenan extrañas, confusas y agudas. Ella habla como el Señor entonces, como lo había hecho la Dama en su momento. Común y no tan común, crepitante y vacío donde las palabras que conocía siempre habían sido cálidas. Habla de él como si estuviera en problemas, como si hubiera hecho algo malo, sacudiendo la cabeza o señalando con la mano, y Hitomi no sabe lo que dice, ni sabe lo suficiente.
—Él no llorará por un hombre que lamió mis lágrimas mientras me arruinaba. No llorará por alguien que se niega a reconocerlo, ni por una mujer que nos quitó el lugar, ¿entiendes?
El significado está allí, claro como el agua, y la voz de su madre se vuelve quebradiza y enojada, herida. Su corazón duele por lo fuerte que intenta latir, como si pensara que podría salirse de su pecho cuando debería quedarse quieto, inamovible. Sus manos aprietan el cordón hasta que sus nudillos se ponen blancos, hasta que sus dedos tiemblan y Hitomi empieza a jadear por el calor debajo de su piel, la presión asentándose rápida y agudamente en su pecho.
—¡Nimue!
No puede contenerlo, la boca se abre en un grito desesperado mientras sus manos presionan contra sus oídos.
...
Dedos cálidos sobre él, azúcar y romero y la malva del jabón entrando por su nariz, su cuerpo sacudiéndose cuando lo levantan del piso y lo colocan en el regazo de su madre.
—Está bien, mamá te tiene. Déjalo ir, Hitomi, estoy aquí —canturreando suavemente y con el corazón bajo su mano, se inclina sobre él hasta que no puede ver nada más que sus ojos, la caída pesada de su largo cabello rubio y sus abundantes pestañas. Presiona sus frentes juntas mientras lo mece. Acurruca su cuerpo sobre el de él y lo abraza con fuerza, manteniéndolo seguro como siempre lo hace—. Shhh, tranquilo. Todo estará bien.
Su sonrisa es tan húmeda como sus ojos cuando le pasa los dedos temblorosos por el cabello, la voz de Nimue resonando con un suave murmullo en la habitación.
Alguien llama al bebé "Hana".
No ha sido la Señora, y probablemente tampoco haya sido el Señor, pero alguien lo ha hecho de todos modos. Lo cual, si se lo preguntaran a Hitomi, es un mal y estúpido nombre. Sin embargo, nadie le pregunta nunca nada, porque se supone que no debe meterse con el bebé. No se supone que lo atrapen jugando con ella, porque si nadie lo atrapa, nadie podrá enojarse.
Si alguien le hubiera preguntado, la habría llamado Kanna o Kagura, nombres más bonitos incluso si ella no es tan bonita. La piel del bebé está llena de manchas y nunca deja de llorar, y es un poco deforme.
Todo en ella es redondo, desde la cara hasta los puños y las salchichas de sus brazos y piernas.
Nadie le grita cuando se desliza en el cuarto de la niña, con los pies descalzos contra el frío suelo de tatami. Debería estar afuera ayudando con los gansos y las gallinas, pero el bebé está llorando y nadie acude a ella. Sus manos agarran el borde de la cuna y él se pone de puntitas para echar un vistazo. Se mantiene estable incluso cuando resopla, inclinándose un poco para poder verla más de cerca.
O lo intenta.
Hitomi frunce el ceño primero a la cuna demasiado alta, luego al resto de la habitación. Pararse sobre los libros del estante no le daría la altura que necesita, y hay una silla exorbitantemente elegante en uno de los rincones, lo suficiente como para que él no quisiera tocarla.
Hana parece muy desesperada, sin embargo.
Los bebés siempre lloran, su mamá decía que había llorado tanto que pensó que no había dormido en su primer año; Hitomi arrastra la silla por el suelo y escucha el chirrido bajo que hacen sus pies. Su progresión es en una serie de arranques y paradas, con los ojos fijos en la puerta cerrada sólo para asegurarse. No arreglaría nada si alguien la abriera, pero al menos sabría el momento. Afortunadamente, nadie acude al lugar, por lo que tal vez la silla no sea tan ruidosa, o simplemente no importa en absoluto; con eso en mente, empuja el asiento contra la cuna y sube a la silla.
Se vuelve a poner de puntitas para mirar adentro, se mece hacia delante lo suficiente como para que el borde le muerda las costillas, y ella se ve...
Tranquila.
Ni un solo ruido.
Sus pequeñas manos están apretadas en puños regordetes, y hay una manta que parece más suave que cualquiera que él haya tenido alguna vez, subida hasta sus hombros. No es una forma muy cómoda de dormir, pero no está llorando, así que Hitomi no va a juzgarla. Su piel no se ve tan manchada como pensó que estaba al principio, por lo que tal vez se siente mejor, o tal vez no tiene hambre.
Su pecho no se mueve. Extraño.
Meciéndose un poco más hacia delante para poder alcanzarla, Hitomi se estira todo lo que puede para tocar la parte superior redondeada de su oreja. Suave y fresca al tacto como si hubiera jugado en la nieve durante demasiado tiempo, pero ella debe estar profundamente dormida porque ni siquiera reacciona cuando él comienza a frotar sus orejas de nuevo.
Sin embargo, su piel es fría, muy fría. La cubre suavemente con su manta y luego mueve la silla a la esquina, antes de cerrar la puerta detrás de él.
Hana muere tranquilamente a los veintisiete días de nacida, el Lord se casa con una nueva princesa justo a tiempo para las primeras lluvias torrenciales que azotan la costa, y Hitomi prende fuego accidentalmente al huerto después de enterarse de que Hana había muerto frente a sus narices y él no había hecho nada para evitarlo. Su mamá frota la suciedad y el hollín de su piel con tanta fuerza que se pone rosada y en carne viva en algunas partes. Entonces no hay cantos, ni risas, y se mantiene cerca de sus faldas mientras los hombres del Señor investigan el evento. Aprende las palabras «incendio provocado», y observa todo el asunto desde la seguridad de la cocina mientras los sirvientes intentan conservar una apariencia de normalidad en la casa.
La sensación de fuego intenta seguir a Hitomi a donde quiera que vaya, y esa primavera resulta ser el principio del fin.
Hay suciedad en sus mejillas, y entrecierra los ojos contra el brillante resplandor del sol. Tira de la cuerda un poco más fuerte y aprieta los dientes en el extremo para evitar que se mueva mientras ata la longitud. Le duele la mandíbula, pero aún así la sujeta con fuerza, ignorando la espiral de tensión que le ha ampollado la piel durante todo el día. Hay miles y miles de cosas que quiere decir, pero no encuentra el aliento, no sabe las palabras y todas se pudren en la parte posterior de su lengua, hasta que arden como vino agrio. Es más fácil mantener esas cosas bajo control cuando tiene las manos ocupadas, problemas que causar y tareas que hacer antes de que se le permita siquiera pensar en el almuerzo.
No debería estar aquí. Los plebeyos tienen prohibido entrar al huerto si no es para trabajar.
Por suerte, eso es precisamente lo que él hace.
Es más fácil ignorar las advertencias cuando mantiene su cuerpo en movimiento, pero nada detiene las melodías sin sentido que se derraman de sus labios agrietados. Las canciones rebosan de sonido y sentimiento sin una palabra que él pueda omitir, y llenan el aire caliente del verano. Regala su posición en lo alto de los árboles a cualquiera que alguna vez lo necesite, pero las ramas aguantan su peso como un abrazo decidido. Las hojas se balancean con el murmullo de su voz, y el mundo parece empeñado en tratar de burbujear con la delicada efervescencia que empalaga el licor de los adultos.
Su madre trabaja en la cocina con mano de hierro, pero ha dejado suelto a Hitomi en el exterior. La tierra se le revuelve hasta los codos en los jardines, la luz del sol salpica su piel mientras se alza hacia los manzanos del huerto. Todavía puede sentir el ardor, la forma en que los árboles habían gritado en un silencio terrenal mientras el tramo sur ardía en llamas. Había lanzada la antorcha hacia la vegetación en un ataque de rabia, sin pensar mucho en las consecuencias, ni en lo que provocaría. Por suerte, gran parte del huerto seguía de pie.
Es increíble cómo puede oler a manzanas calentadas por el sol, dulces en el fragor del mediodía, después de que el asqueroso hedor de los árboles quemados cubriera el lugar. La finca se extiende hasta donde alcanza la vista, árboles que tocan el cielo y la promesa de la costa fuera de su alcance.
Hay canastas llenas de manzanas que necesita llevar al granero para clasificarlas, hay cultivos que necesitan atención y campos que necesitan ser arreados. No puede irse, no como él quiere, no cuando hay cosas que hacer. Las tareas del hogar no le permiten tener tiempo para el ocio, su puesto no le permite libertades en las que a veces piensa.
La polea se desenreda y la cuerda tira, de repente aflojándose y dejando caer su carga tan suavemente como puede. Las quemaduras por fricción en sus palmas se han vuelto callosas y entumecidas a todo, menos a la presión. Se inclina precariamente para mirar hacia abajo a través de las ramas. La fruta caída se pudre y las hojas pisoteadas se esparcen por la tierra, la canasta golpea el suelo con un ruido sordo. No hay manos esperando, ni ojos marrones somnolientos mirándolo como si hubiera hecho algo perfecto y estúpido. Un desaire que a menudo ignora, una discusión esperando a ocurrir si tan sólo pudiera saborear esa sonrisa, pero no hay ninguna sonrisa esperándolo, no hay manos bonitas aguardando abajo.
No hay nada salvo las hojas caídas y algunos frutos que terminan pudriéndose.
—¿Rumi?
Lanzándose a un lado hasta que puede colgarse de una rama, el mundo se retuerce al revés cuando la hierba del campo y la tierra pisoteada se convierten en su cielo. No puede verla, no tiene ni idea, sin importar en qué dirección gire, y Hitomi frunce el ceño. La chica simplemente no lo dejaría, tenían planes y un sistema que seguir: Hitomi recogería la fruta y Rumi la almacenaría, y terminarían con su sección en un tiempo récord.
Estirándose hasta que puede agarrar otra rama gruesa, Hitomi se balancea. Su cuerpo cae rápidamente por el aire, un poco como una sacudida en sus hombros antes de aterrizar. Golpea el suelo y ocurren brillantes estallidos de tensión en sus rodillas donde no las ha doblado lo suficiente. La práctica hace al maestro, pero no tiene tiempo para esas cosas, tropezando con piernas inseguras mientras se para.
Encuentra una sandalia casi dos filas más allá, escondida entre la hierba. Cuando corre a recogerla, sus dedos se manchan de sangre y se queda inmóvil, con un nudo en la garganta.
—¡Rumi, esto no es divertido!
Más sangre en la hierba, algunas manzanas trituradas como si algo hubiera sido arrastrado a través de ellas. Como si Romi hubiera sido arrastrada. Hitomi respira hondo mientras sigue el rastro. Hay sangre en el aire, un hedor empalagoso que le provoca ganas de vomitar. Y allí, delante, una figura conocida y una mujer a la que definitivamente no conoce, apretadas contra un árbol. Uno de sus esbeltos muslos está entre las piernas abiertas de Rumi, sus manos arañando su espalda como cuando Hitomi tiene que ahogar sus gritos, pero la tensión se siente diferente. Todo sabe a terror y descomposición, huele a sangre desde su largo cabello rojo hasta la forma en que los suaves gorgoteos salen de los labios de la niña.
Nunca ha visto a un youkai en persona, sólo las historias que Yoshio contaba en la mesa cuando los niños aún no se habían ido a la cama. Los youkais vienen en diferentes formas y razas, y anuncian la necesidad de una sacerdotisa, un exterminador o un monje, pero Hitomi no tiene tiempo para eso.
No con la manera en que Rumi ha dejado de luchar contra ella.
—¡Déjala en paz!
Con los ojos negros y la boca ensangrentada, su cabeza no debería haber girado tan rápido, no debería haberse movido con tanta ligereza. Romi golpea la tierra con un ruido sordo y Hitomi grita cuando se abalanza sobre él, sus dedos con garras clavándose profundamente en sus hombros mientras empuja su cuerpo contra el suelo. Patea, puños apretados y rodillas afiladas, pero no importa cuánto lo intente, ella lo inmoviliza como a un gatito indefenso
Unta sangre caliente en su piel y le descubre el cuello con una sola mano. Su aliento es un pozo de cobre húmedo y algo asqueroso, muerto hacia mucho tiempo y dejado pudrirse al sol.
Hay un deslizamiento resbaladizo de una lengua a través de su garganta, y Hitomi se estremece ante el toque.
—Ngh.
Su lengua le recorre la mandíbula, luego ella la desliza hasta su garganta con un agudo pinchazo de colmillos. Su cuerpo está entumecido y puede sentir que su fuerza (¿su sangre?) se drena lentamente. El agarre del youkai es frío, como esquirlas de hielo clavadas en su piel. Sus ojos empiezan a nublarse y el mundo se oscurece. Siente que su vida pasa frente a sus ojos como granos de arena escurriéndose de sus manos.
Parpadea con lentitud, sólo para ver a un hombre acercándose a ellos rápidamente.
Hay un rugido animal, un horrible alarido que hace temblar las hojas de los árboles. Un báculo golpea la espalda de la mujer mientras las chispas saltan, brasas y humo negro resonando con el chisporroteo de la carne quemada. Ella grita, estridente y penetrante al tiempo que su cuerpo se incendia y cae a un lado, retorciéndose en la hierba como si no hubiera un mañana. Aparecen rayas de ceniza en su piel y Hitomi se incorpora, sólo para desplomarse de nuevo, su cabeza dando vueltas salvajemente.
Su espalda se llena de ampollas y se atraganta, sollozando por el dolor.
Dos días y Rumi no lo mira, no le habla.
Hay un vendaje alrededor de su pecho, su espalda, su garganta y la mitad de su rostro. Es la tela más suave que el sanador ha podido darle. Su piel queda atrapada en algún lugar entre la quemadura aguda y un entumecimiento helado. Su madre ha tratado desesperadamente de esconderlo en la cocina, y él felizmente se habría mantenido detrás de sus faldas hasta el día de su muerte si eso significaba que los adultos dejaran de molestarlo.
Sin embargo, nunca se puede negar la citación del Señor.
Ésto lo sabe en teoría, dado que es la primera vez que le sucede. Él no es nada más que un simple mocoso de seis años que regala sus besos y su cariño libremente, que canta a las flores y al cielo y a las estrellas que lo dejan atrás cada mañana. Es un soñador, un tejedor de canciones, el chico de la huerta que canturrea a las plantas hasta que desplegan flores perfumadas entre sus dedos. Descalzo y con los manos sucias, por mucho que su madre trate de mantenerlo limpio, no tiene lugar bajo la mirada del Señor.
Está parado en sandalias ahora, cosas suaves que tiene que usar adentro para no dejar marcas en los pisos. Sus manos se entrelazan detrás de él, maltratadas y doloridas, tirando de sus ligamentos con un feroz escozor. Su piel se siente demasiado tensa contra sus huesos y no sabe a dónde mirar mientras yace de pie en el gran salón.
Lord Kagewaki no es un hombre imponente físicamente, pero hay un brillo en sus ojos que parece más adecuado para una de las serpientes que a menudo tiene que ahuyentar de los gallineros. Un hombre poderoso, dueño de estas tierras, con la preciosa moneda gastada en su ropa y las relucientes joyas en sus dedos. Este Lord lo posee, posee a su madre, y algo por la forma en que mira a Hitomi lo hace sentir como una liebre temblando bajo la persecución de los perros de caza.
Rumi está a unos pocos pasos de distancia, pero la niña de repente se siente como la única extraña en la habitación. Hitomi quiere tomar su mano, pero es como si un muro se hubiera instalado entre ellos.
—Niña, necesito que no me digas que sucedió antes de que llegara el monje.
El hombre parado a la izquierda del Señor exuda una presencia casual que apesta a un poder subyacente que Hitomi puede sentir debajo de su piel. Como si el hombre tuviera océanos dentro de él, profundos y tranquilos en la superficie. El agua corre a lo largo de su carne cuanto más mira, el movimiento de la marea oscura en sus ojos marrones. A Hitomi le recuerda a una antorcha ardiendo en medio del océano, firme y alta mientras se extiende hacia el cielo por encima de las olas rompientes.
—E-Estábamos en el Huerto del Sur, mi Señor, y allí apareció esta mujer. Ella- Yo tenía que seguirla, no quería, pero era como si no pudiera hacer que mis pies me escucharan. Y ella me inmovilizó contra un árbol y puso sus dientes en mi garganta, y él captó su atención. Pensé que nos iba a matar, y entonces ella se abalanzó sobre Hitomi y-y... s-su espalda...
Rumi no lo mira y él quiere gritar. Un chillido sin sonido atrapado detrás de sus dientes. Quiere gritar hasta que la chica deje de ignorarlo. Hasta que Rumi sienta lo que él siente, gemidos sin palabras presionando moretones en la piel donde Hitomi ha sido quemado. ¿Lo pasaría por alto si llora, fingiría no verlo si cae de rodillas?
—¿Eso es todo? —la voz del Señor es fría, y tiene los ojos tan marrones que casi parecen rojos.
A diferencia de los suyos, violetas, como los de su madre.
—¿No te dijo nada? ¿Cuando te encontró y te atacó? —interrumpe el monje—. Incluso si parece insignificante, deberías decírmelo. ¿Ves esas quemaduras? —señala a Hitomi—. Ese monstruo se las provocó. La que tiene en su espalda me preocupa mucho.
La voz del monje es poco más que un susurro condenatorio, y Hitomi piensa que podría ahogarse por la forma en que lo mira, la lástima que brilla en sus ojos.
Quiere quemar al monstruo hasta reducirlo a cenizas incluso si ya está muerto. Con los labios ennegrecidos y la piel desmoronada, vomitaría fuego líquido en el suelo si Hitomi lo mirara lo suficiente. Correría a través de la estúpida y lujosa alfombra y devoraría las cortinas si pudiera calmar este asqueroso ardor en su espalda.
—Algunos youkais tienen la habilidad de... hm, aferrarse incluso si sus cuerpos ya han sido destruidos. Debemos cerciorarnos de que ella está realmente muerta.
—¿Estás seguro de lo que dices, monje? Ese niño vive en mi palacio. ¿Sigue siendo humano? ¿Podemos confiar en él?
—Es un poco difícil de explicar, Señor. No detecto energía demoníaca en él, pero algo definitivamente ha cambiado. Ella le provocó esas quemaduras mientras moría. Recomendaría que me dejara quedarme hasta obtener más respuestas.
—¿Sientes que es un peligro para nosotros? ¿Un mal presentimiento, tal vez?
—No lo sé, Señor. Por eso es que debo quedarme aquí. ¿Cuál es tu nombre, niño?
—Hito-
—Su nombre es Onigumo. Siempre ha sido difícil, igual que su madre.
Hay un estremecimiento helado a través de sus huesos. Es un nombre que rara vez se pronuncia a menos que haya hecho algo particularmente peligroso o grosero, pero el Señor lo usa como una especie de arma. Siente el lapso de un respiro, la mitad de un recuerdo chisporroteando en su mente como el eco malvado de un demonio, «mi hijo no llorará por un hombre que lamió mis lágrimas mientras me arruinaba», al tiempo que su voz rebota en los rincones del lugar. Ahora sabe lo que no había entendido entonces, esa expresión fría de ella y la furia gélida de su voz cada vez que se refería al Señor.
Dicho Señor se sienta en su silla de respaldo con una comida que su madre ha preparado para él porque tiene que hacerlo, porque su trabajo es en las cocinas. Mira a Hitomi desde su posición elevada como si no fuera más que una rata a la que aún no ha espantado, una alimaña que todavía no ha sido eliminada y que se niega a irse. Ahí está ese gruñido de nuevo. El fuego de la rabia arde dentro de él, su rostro vendado contorsionándose en una mueca violenta.
Lo sabe, lo sabe, y siente que el humo se filtra entre sus dientes apretados.
«Cualquier hijo tuyo sería difícil».
Rumi ha puesto distancia entre ellos, y las palabras salen rápidamente de la boca del monje, pero Hitomi no repara en ellas. No puede, no cuando el Lord se levanta de la mesa y se dirige hacia él, cerrando la distancia para tocar su rostro levemente quemado. Lo hace como si inspeccionara los vendajes, como si el humo y el calor no significaran nada. Hitomi siente que le tiemblan los huesos, pero tampoco se mueve para evitar el contacto.
Rumi lo mira entonces, o tal vez es que Hitomi se ha girado para hacerlo en su lugar: ricos ojos marrones que ha visto brillar con inocencia y hermoso cabello castaño que ha sentido entre sus dedos demasiadas veces; Rumi es la extraña aquí, no él. Hitomi no se ha ido a ninguna parte, no ha cambiado, pero Rumi lo ha dejado atrás como suelen hacer todos.
—No debería llamarlo así, Señor.
—Monje, no puedes esperar m-
—No debería ser tan cruel con un niño. No es bueno en lo absoluto —le habla al Señor, pero sus ojos están puestos en Hitomi, en el pánico enojado y cansado que burbujea en su sangre, en sus venas. Es como un colibrí que ha reemplazado su corazón y revolotea en sus costillas.
Sin embargo, hay algo amable en la forma en que el monje lo mira, el estanque tranquilo de sus ojos y la suavidad de su voz.
—Puedes salir, niño.
Él corre.
No hay carreras en estos pasillos, ciertamente nunca por parte de un sirviente. Son mejores que eso, no tienen por qué avergonzar a la casa de esa manera. El Señor lo sabe todo, los guardias chismean entre ellos y las paredes tienen oídos. A Hitomi no se le escapa ninguna de estas cosas. Sin embargo, corre, las sandalias golpeando silenciosamente el suelo mientras huye del gran salón.
Más allá de las caras que conoce y de las criadas de la cocina que, de todos modos, nunca le hablan, Hitomi se desliza por los pasillos e irrumpe en las dependencias de los sirvientes con un grito ahogado.
Ella tiene harina hasta los codos, rizos rubios amontonados en la cabeza y una mancha de algo en la mejilla. Su cabeza se levanta de golpe cuando la puerta se abre, un grito escapando de su garganta como una ráfaga de aire al momento en que él se estrella contra ella. Con un agudo oof, su madre se balancea en su lugar, antes de que sus brazos lo rodeen y lo aprieten con fuerza contra su pecho.
«Mamá».
Enharinándole involuntariamente el cabello, Nimue lo abraza todavía más, como si temiera que él fuera a desaparecer si no lo hace lo suficiente.
—¿Qué pasó?
Respiraciones entrecortadas, el vendaje que le cubre el rostro le raspa y le duele y su ojo derrama una sola lágrima mientras solloza. Tiene los dedos entumecidos y los tendones le molestan un poco, pero igual la sujeta con fuerza, como si pudiera enterrarse lo suficiente en el refugio de sus brazos para no alejarse de la seguridad que le proporciona.
Será la última vez que la vea de pie antes de que ella enferme.
Notas Finales: Probablemente en el próximo capítulo le suba la calificación. Las cosas se pondrán un poco más sangrientas y desordenadas. Confieso que ya tengo el segundo capítulo e incluso un tercero, pero estoy releyéndolo y corrigiéndolo cada dos por tres.
En fin, muchas gracias por emplear tu valioso tiempo leyendo este disparate :)
