Disclaimer: InuYasha pertenece a Rumiko Takahashi. Yo sólo estoy jugando con los personajes.

Notas: De verdad lamento muchísimo haber tardado tanto. No es que haya perdido interés o inspiración. Esta historia está visualizada en mi mente hasta el final y es algo que disfruto hacer. Simplemente se me acumularon problemas de la vida mundana .

Advertencias: Sin beta muero como Kagura.


«El mundo está lleno de demonios, pero a veces, simplemente eres tu propio demoni

Jareth (Laberinto)


•Manchas rojas en la nieve•

—Muévete, Onigumo.

La cadena de Onigumo está agarrada por una mano enguantada; las palabras van acompañadas de un fuerte tirón y una maldición. Onigumo se estremece por el dolor, pero obedece. Han pasado días desde que aprendió que la resistencia es inútil.

Alrededor de un mes, más o menos.

La negrura del firmamento se extiende sobre él como un manto estrellado, y la luz titilante de los astros lo baña en un resplandor plateado. No puede recordar el último rayo de sol que acarició su piel. La marcha nocturna ha sido su rutina por tanto tiempo que se ha convertido en un extraño para el día. Cuando las horas de claridad se desvanecen, lucha por mantener la vista despierta, pero su cansancio es tan profundo que sus párpados se desploman, atrapándolo en un sueño forzado.

La paleta de colores de su mundo es una escala de grises y blancos, donde las cenizas y la nieve se funden en una única tonalidad. Todo lo que tiene a su alcance es la jaula donde descansa, demasiado pequeña para estirar sus piernas, y la correa que le ciñe el cuello con firmeza cuando se pone en movimiento. Su existencia se ha reducido a estos objetos y a las torturas del cautiverio.

En su mente no hay espacio para reflexiones ni pensamientos más allá del momento presente. Todo lo que puede hacer es avanzar, un pie delante del otro, concentrado en el ritmo de su respiración. No hay tiempo para divagar, para imaginar un futuro mejor o rememorar un pasado lejano. Sólo existe el aquí y el ahora, el camino interminable que se extiende ante él y la urgencia de no dejarse vencer.

Mientras avanza, su cabello negro se desordena en rizos maltratados por el viento y la fatiga. A pesar de estar cansado y debilitado, su espíritu sigue siendo fuerte. Hay pocas cosas en este mundo que puedan quebrantar a Onigumo. Él es como un flagelo de la tierra, resistente y duradero, y será lo último que quede en pie cuando todo lo demás arda y se convierta en cenizas.

La ira se agita en su interior con una lentitud inquietante, hirviendo a fuego lento como alquitrán caliente. Se aferra a su garganta y le nubla la vista con un velo rojo de furia. Es lo único que lo mantiene en pie, lo único que le da la fuerza para seguir adelante. Esa maldita mujer... su nombre resuena en su mente como una maldición. Quiere verla aplastada, quiere verla muerta, quiere verla gritar.

No sabe cuánto tiempo más le queda, pero está decidido a perseverar hasta el final. Quiere ser el instrumento de su ruina, el verdugo que la hará pagar por sus crímenes. La ira es su combustible, su razón de ser en este mundo gris y desolado. Mientras siga ardiendo en su interior, seguirá avanzando, sin importar cuánto dolor o sufrimiento tenga que soportar. Hasta que finalmente pueda vengarse de ella y hacerla pagar por todo lo que le ha hecho.

Un fuerte tirón lo saca de sus pensamientos oscuros y lo hace tropezar con sus propios pies congelados como la escarcha. Se da cuenta de que ha dejado que la ira le ciegue la vista y lo distraiga de su objetivo. Pero antes de que pueda recuperarse, el soldado al que Takiyasha le ha entregado su cadena levanta la vara que sostiene y la deja caer con fuerza sobre la espalda de Onigumo. El dolor se apodera de él con una intensidad arrolladora, nublando su visión y dejándolo sin aliento. Su cuerpo pierde el equilibrio y, como si fuera una marioneta con las cuerdas cortadas, se desploma de rodillas sobre el suelo. En ese instante, la incertidumbre toma control de su mente, preguntándose si tendrá la fuerza necesaria para ponerse de pie una vez más.

Un escalofrío recorre su cuerpo cuando los soldados se detienen y se apartan para dejar paso a la mujer. La desconfianza lo invade al verla acercarse, con su rostro contraído por el fastidio y sus ojos brillando en la oscuridad como los de una bruja despiadada. Con mano firme, ella agarra la cadena que lo mantiene prisionero y lo obliga a ponerse de pie, ignorando la presión en su garganta que lo hace jadear y toser desesperadamente. A pesar de su dolor, él no se atreve a resistirse a su mandato, sabiendo que cualquier acto de rebeldía sólo empeoraría su situación.

—Mírame a los ojos, miserable esclavo —sisea la mujer, acercando su rostro al de él—. ¿Crees que me importa tu sufrimiento? Estoy a un paso de llegar al castillo y no permitiré que un insignificante como tú me retrase. Si no te levantas y caminas, te prometo que no solo te romperé las piernas, sino que también te arrancaré la lengua para que nunca más vuelvas a pronunciar una sola palabra. ¿Entiendes? Ahora, levántate y muévete, o sufrirás las consecuencias.

Ella lo deja ir y Onigumo se tambalea, luchando por mantener el equilibrio. Con el corazón latiendo frenéticamente en su pecho, escucha el eco de su voz resonando en sus oídos. Una vez que la mujer se aleja lo suficiente, levanta la vista, aún aturdido por la experiencia. Sus ojos escudriñan el entorno, tratando de encontrar alguna señal de peligro inminente.

El castillo de Takiyasha se alza majestuoso sobre ellos, en la cima de la colina cubierta de nieve. Es imponente, frío y cruel, una fortaleza implacable que se cierne sobre el paisaje circundante. Para Onigumo, este castillo no es un hogar, sino una prisión, una cárcel en la que su libertad ha sido arrebatada. A medida que se acerca, siente un escalofrío recorrer su espalda, consciente de que su vida nunca volverá a ser la misma desde ahora.

...

La procesión del ejército se puede ver desde kilómetros de distancia. Desde el calor de su estudio, de pie detrás de las altas ventanas arqueadas, Mitsukuni observa cómo se acercan.

Takiyasha estará exhausta cuando llegue. Eso lo sabe bien.

Mitsukuni suspira con cansancio. A pesar de que Takiyasha es su hermana y la ama, está agotada de escuchar las mismas historias y quejas repetidas una y otra vez. Pero entiende que las personas que han vivido horrores indescriptibles se aferran a sus creencias y tradiciones, tal como Takiyasha se aferra a las suyas. Aunque Mitsukuni no las envidia, sabe que su hermana también se siente atrapada por sus propias circunstancias. A pesar de todo, se consuela en el hecho de que no está sola en su lucha. Si Takiyasha no estuviera a su lado, las cosas podrían haber sido mucho peores, y ella también es consciente de ello. A medida que se prepara para enfrentar lo que vendrá, Mitsukuni se aferra a la esperanza de que algún día puedan encontrar la manera de liberarse de sus cadenas.

Con gestos precisos, Mitsukuni se envuelve en su capa de piel de zorro, ajustando los bordes sobre sus hombros con cuidado. Sabe lo que se avecina: el exterior se ha vuelto hostil, congelado y desolado. El aire es afilado como una cuchilla y la ventisca amenaza con envolverla en cualquier momento. Aun así, Mitsukuni se siente preparada. Ha pasado una parte de su vida en estas tierras, y su madre le enseñó desde pequeña a no temer los rigores del clima invernal. Un violento golpe de viento sacude su cabello oscuro y tira del velo que cubre su rostro. Sus ojos se estrechan para protegerse de la ráfaga, pero no puede evitar una sonrisa en sus labios. El frío mordaz es un bálsamo, un desafío que ella siempre ha aceptado con alegría. La sensación de frescura que penetra en sus pulmones es liberadora, despejando su mente y llenándola de energía renovada.

La capa de piel de zorro envuelve su cuerpo con suavidad, y el dobladillo de su túnica susurra sobre sus pies. Mitsukuni junta las manos delante de ella, respirando profundamente. Ahora solo queda esperar el desafío del clima con la misma determinación que siempre ha demostrado.

Entre el mar de guerreros con armaduras idénticas, Takiyasha destaca con su presencia. Su cabello castaño cae en una maraña salvaje hasta su cintura, como si fuera una extensión de su espíritu indomable. A pesar del caos que la rodea, su mirada es fiera y decidida. Su vestido carmesí, aunque hecho jirones, no le resta autoridad. Es una prenda que consigue resaltar su figura esbelta y curvilínea, y que contrasta de forma llamativa con el metal de las armaduras que la rodean. Takiyasha se mueve con una elegancia felina, como si supiera que su habilidad de moverse con rapidez es su mejor arma.

Los demás guerreros pueden llevar cascos brillantes y lanzas afiladas, pero ella no necesita esos adornos para imponerse. Su sola presencia es suficiente para infundir temor en el corazón de sus enemigos, y su fuerza y desprecio son evidentes en cada gesto.

—Casi había perdido la esperanza —le dice Mitsukuni en voz baja.

Un ceño fruncido distorsiona los rasgos de su hermana, revelando su descontento. La expresión de su rostro se vuelve tensa, y sus ojos se entrecierran en una mirada de disgusto o desaprobación. Puede que su hermana esté preocupada, molesta o simplemente decepcionada, pero sea cual sea la causa de su malestar, su rostro lo delata claramente.

Ella escucha su diatriba a medias, porque su atención ya se ha desviado hacia el otro extremo de la fila.

Hay un hombre allí, piensa. La ropa que lleva ahora es andrajosa, e incluso en su mejor momento difícilmente habría sido adecuada para este clima. Su cabello negro está enmarañado con suciedad y ensangrentado en algunos lugares, y su rostro parece como si hubiera recibido la paliza de su vida. Hay un collar alrededor de su cuello con una cadena atada, y sus pies están descalzos, descalzos, en la nieve.

Es la criatura más triste y miserable que Mitsukuni haya visto jamás.

—Llévenlo al calabozo —ordena Takiyasha a los hombres—. No lo maten. Y échanle un poco de agua, apesta.

Bueno, eso es un eufemismo, si Mitsukuni alguna vez escuchó uno.

...

Mitsukuni se encuentra sentada en su lugar en torno a la mesa redonda de la sala del consejo, esperando pacientemente la llegada de Takiyasha. Ella sabe que su hermana nunca ha sido particularmente consciente del tiempo, lo que atribuye a su genialidad. Entretanto, se dedica a beber vino frío y observar el fuego crepitar en la chimenea, sumergiéndose en pequeños monólogos que a menudo se quedan sin terminar, atrapados en el silencio que se extiende por la habitación mientras espera. Los minutos parecen pasar lentamente, añadiendo aún más tensión a sus músculos.

—Entonces, ¿sabes qué fue lo que se le ocurrió esta vez? —Mitsukuni rompe el silencio con una pregunta retórica, hablando en voz alta como si hubiera alguien más en la habitación junto a ella. Cuando lo hace, las líneas de su rostro se ven más definidas, acentuadas por las sombras oscuras que proyecta el fuego cercano.

Toma un trago de vino.

—Sea lo que sea, promete ser bueno. Cada vez que sale del castillo vuelve con las ideas más descabelladas, ¿no es así?

«Felicidades, querida. Estás hablando sola».

Mitsukuni se ríe suavemente y niega con la cabeza. Takiyasha puede ser dura y absoluta, difícil de convivir, pero siempre ha estado al frente de cada una de sus operaciones. Sus planes y esquemas se encuentran entre las razones por las que están en este mismo castillo, seguras de su poder, gobernando una porción tan grande de la tierra. El mundo no es amable con las mujeres, incluso si son sacerdotisas, y ambas lo saben muy bien.

—Parecía emocionada por eso —continúa—. Estoy ansiosa por escuchar lo que tiene que decir.

Más que nada, se muere por saber cómo planea usar a la triste criatura que ha arrastrado con ella. El hombre debe ser bastante central en sus planes, si se tomó la molestia de mantenerlo con vida, aunque apenas. A Takiyasha no le gustan los youkais, sin importar cuán poderosos sean, y no tiene interés en los hombres más que en la suciedad bajo sus zapatos. Este prisionero... es especial. Mitsukuni ya puede decirlo.

Cuando Takiyasha entra pavoneándose en la habitación, con el mapa de Japón bajo el brazo, y le cuenta su plan, Mitsukuni se queda atónita y sin palabras por un momento. ¿Apoderarse de la perla de Shikon y esclavizar este corredor de tierra gigante? Hubiera sido una locura, los delirios de una loca, si el momento para tal movimiento no fuera el adecuado.

—Desde aquí —dice Takiyasha—, vemos una región entera fracturada y devastada por las acciones de los demonios. Sin organización, sin estructuras de poder, sin gobernantes que se enfrenten a nosotras. Sólo caos.

—Qué creatividad —murmura, intentando no sonar demasiado sarcástica.

Mitsukuni escucha a su hermana mientras habla de estrategias, oro y soldados de arcilla. Es un plan inspirador, de eso no hay duda. Pero al mismo tiempo, una extraña inquietud se extiende dentro de ella, una que no puede ignorar.

Si no hay naciones hacia el este, nada más que aldeanos asustados que esperan ser capturados por bandidos y demonios nocturnos, entonces no hay acuerdos que hacer, ni reuniones diplomáticas que deban lugar, al menos hasta que su poder se establezca sobre ellos. Takiyasha ideó el plan, es responsable de los ejércitos, pero Mitsukuni debe encontrar la moneda para patrocinar dichos ejércitos. En casos así, realmente se requiere la perla de Shikon.

—Hay algo que no me queda claro, hermana: ¿en donde encaja tu pequeño prisionero en todo ésto? ¿Es algún tipo de fetiche que has desarrollado?

—Sabes que tengo el don de ver visiones futuras, ¿no?

—Sí.

—Y también conoces la leyenda de Midoriko.

—Lo hago.

—Entonces te explicaré...

-X-

Mitsukuni mira largamente la caja de picnic sobre la mesa, la comida que ha dispuesto meticulosamente sobre un suave paño azul. Las bayas son gordas y dulces, cuidadosamente recolectadas por su madurez. El pollo ha sido cocinado con hierbas y especias ligeras, siguiendo sus instrucciones precisas, y el queso es ligero y fragante, importado de las provincias cercanas. Una comida bastante simple, considerando todas las cosas, destinada al sustento, en lugar de causar una impresión.

Ha pasado demasiado tiempo desde que entretuvo a invitados de carne y hueso. Incluso entonces, la comida y la bebida eran asunto de la cocinera real, no de ella. Mitsukuni siempre ha sido golosa, y cuando era niña no le habría importado comer tartas y pasteles por la mañana, al mediodía y por la noche, pero el prisionero probablemente tenga otras preferencias. Otras necesidades, también.

Takiyasha y su ejército han estado en el camino durante varias semanas, y Mitsukuni duda que hayan prestado la debida atención en alimentar adecuadamente al cautivo. Por esta razón, Mitsukuni sabe que no sería apropiado llevarle algo pesado, como los platos con crema y especias que tanto le gustan, o las enormes losas de carne asada que deleitan a su hermana, o los capones al vino y mostaza que recuerda de su infancia. Se necesita algo más ligero, sencillo y nutritivo. Mitsukuni decide que una opción viable sería preparar algo como una ensalada fresca y un pollo crocante, que seguramente cumplirá su propósito.

Cierra la tapa de la caja con firmeza y luego se cubre la cara con el velo oscuro. Su reflejo la mira desde el espejo, y Mitsukuni intenta esbozar una pequeña sonrisa. No está nerviosa por su primer encuentro con él, no exactamente. Curiosa, tal vez. Tiene curiosidad por ver qué vio Takiyasha en este hombre, además de lo obvio; ¿es tan maleable como ella dice? ¿Es un tonto sin sentido, un cachorro ingenuo, que sólo necesita un maestro para mover la cola? ¿O hay algo más, algo que su hermana ha decidido ignorar? No muchos humanos pueden presumir de ganarse el interés de la sacerdotisa, aunque sea brevemente.

Con un suave suspiro, Mitsukuni se pone su abrigo de piel y sale por la puerta. Las mazmorras no son especialmente gélidas, pero la humedad y el frío siempre se adhieren a la piedra centenaria de los niveles inferiores del castillo. Espera que los guardias hayan pensado en darle al invitado una manta, como mínimo, pero lo duda.

Se lleva una con ella, por si acaso.

El camino hacia las mazmorras es bastante largo y transcurre a través de pasillos poco iluminados, que raramente se utilizan en la actualidad. En tiempos pasados, cuando esta región estaba en guerra, estas celdas solían yacer abarrotadas y los pasillos oscuros rebosaban de actividad. Mitsukuni nunca se había aventurado a visitar estas mazmorras con frecuencia, ya que su lugar siempre había sido en la sala del consejo o en su oficina, o como líder de los agregados diplomáticos enviados a diversos reinos. Rara vez había necesitado descender a las mazmorras para discutir las condiciones de paz o rendición con algún prisionero, ya que su hermana carecía de la paciencia y la habilidad necesarias para tratar con ellos.

La búsqueda de la paz es un arte refinado, pero a la vez frágil. A pesar de ser la alianza más fuerte y el cimiento más sólido, puede ser fácilmente quebrantada. Sin ella, la civilización no puede prosperar en tiempos de angustia y desesperación. La vida de penurias rápidamente se vuelve asfixiante, y la guerra siempre ha sacado lo peor tanto de los humanos como de los youkais. Sin embargo, no hay paz sin guerra. La luz no puede existir sin la oscuridad, las palabras no pueden existir sin el silencio, y los arcoíris no pueden existir sin la lluvia.

Mitsukuni ha experimentado su parte justa de ambas caras de la moneda. Como hija de la guerra, ha tenido que lidiar con sus horrores y consecuencias, pero también ha trabajado incansablemente para asegurar la paz. Aunque no todos comprenden su valor o importancia, Mitsukuni sí lo hace. Alguien siempre tiene que estar dispuesto a hacerlo, y ella ha asumido esa responsabilidad con dedicación y compromiso.

Al adentrarse en las mazmorras, un silencio sepulcral la recibe. Mitsukuni se encuentra en uno de los bloques de celdas más antiguos del castillo, donde el paso del tiempo se hace evidente en cada rincón. Las habitaciones son reducidas y húmedas, y el calor de las tuberías apenas logra penetrar en sus rincones más oscuros. La humedad se adhiere a los huesos de la mujer, quien reprime un escalofrío al sentir su piel erizarse. El ambiente frío e inhóspito la hace sentir vulnerable, como si estuviera en un lugar donde no debería estar.

El prisionero está acurrucado en el suelo, apartado de los barrotes de la puerta de su jaula. Su forma es tragada por las espesas sombras del lugar, pero no hacen nada para ocultar la espantosa condición en la que se encuentra. Le quitaron la ropa y nadie se preocupó de traerle nueva. En el suelo no hay más que un lastimoso colchón de paja mohosa. Al menos los guardias siguieron las órdenes de Takiyasha y le arrojaron un poco de agua, y parte de la suciedad y la sangre endurecida se han lavado. Casi, casi puede ver la forma afilada de su perfil, la línea recta de su nariz y el ángulo de su mandíbula, cubierta por una cortina de cabello negro.

El guardia se pone de pie tan pronto como la ve. Mitsukuni lo ignora por completo y se detiene frente a la puerta de la celda.

—Necesito una silla —anuncia, luego espera el sonido de las patas de madera raspando y los pies del guardia acercándose a ella. El hombre coloca la silla detrás, luego retrocede un paso y se congela.

—Además —continúa, haciendo que su tono sea frío y firme, y sólo un poco indiferente—. Necesito que te vayas un momento, antes de que decida castigarte por maltratar a nuestro invitado —cuando el hombre no responde y la mira boquiabierto como un pez fuera del agua, ella se vuelve—. Ahora.

Los ojos del guardia están muy abiertos por el miedo a través de las sombras de su casco. Mitsukuni no sabe si reírse de su desconcierto o cumplir su amenaza y ordenar que lo empujen a la celda más cercana. Takiyasha ya ha hecho suficiente daño al tratar al hombre como basura, seguramente Mitsukuni no necesita a los guardias, de todas las personas, lo que hace que su tarea también sea más difícil. Aunque... ésto quizás podría funcionar a su favor.

El guardia da otro paso vacilante hacia atrás, luego prácticamente sale corriendo de las mazmorras, cerrando la puerta con firmeza.

—¿Eso fue para mi beneficio? —pregunta Onigumo, mientras Mitsukuni toma asiento. Su voz es áspera y ronca, como si no la hubiera usado en mucho tiempo.

—¿Qué?

—Reprender de manera injusta al responsable de la seguridad por llevar a cabo su tarea. Me parece que posees una actitud empática y compasiva, lo cual me lleva a experimentar afinidad hacia tu persona. Sin embargo, eso no te hace muy lista.

Inteligente, piensa. Inteligente, pero dolorosamente crudo. Ella puede trabajar con eso.

Procesa el comentario con una sonrisa, sin ofenderse, acomodando su canasta de picnic y su manta en su regazo.

—¿De verdad?

—Así es —responde, divertido—. Mi percepción inicial acerca de ti fue positiva. No obstante, es importante señalar que esto no modifica la situación actual.

Ella observa al hombre de espaldas, incapaz de ver su mirada pero sí la espantosa cicatriz que recorre su cuerpo. Parece como si hubieran presionado metal caliente contra su piel, dejando una marca similar a una araña infernal que se ha adherido a sus músculos. A pesar de haber sido golpeado y arrastrado por todo Japón, este hombre ante ella parece fuerte, más fuerte de lo que cualquier humano debería ser capaz de soportar. Mitsukuni no puede evitar que sus ojos se deslicen sobre los músculos de su espalda y sus piernas dobladas debajo de él. Ahora que el agua le ha quitado parte de la suciedad, su piel pálida, lo que hace que el color de sus iris, de un violeta oscuro, resalte aún más bajo la luz temblorosa de las antorchas. Su cabello negro acaricia su nariz aristocrática, destacando la suave línea de su mandíbula y la curva de sus hombros bien formados.

Mitsukuni está fascinada por su presencia. A pesar de las cicatrices y las heridas que cubren su cuerpo, su voluntad de seguir adelante parece inquebrantable. Es extraño que alguien que ha pasado por tanto dolor y sufrimiento pueda mantener su cordura. La curiosidad de Mitsukuni crece aún más al contemplar la fortaleza de este hombre, que parece desafiar las leyes de la naturaleza.

Mitsukuni sabe que probablemente debería centrar su mente en otra cosa, pero por alguna razón, no puede evitar que ciertos pensamientos fluyan por su mente, ¿o es que realmente puede controlarlos? Aunque en realidad, no hay una razón clara para hacerlo, después de todo, siempre ha sido capaz de ocultar sus impulsos más profundos de manera efectiva.

Se acomoda en su silla. Onigumo se encoge sobre sí mismo como un animal herido, pero su voz suena agradable y delicada al dirigirse a ella. Sus palabras son suaves y sedosas, como hilos de seda que se deslizan por sus oídos. A pesar de su apariencia vulnerable, su habilidad en el arte de la persuasión es evidente en el tono amable y seductor de su voz. Como si fuera una bestia que busca ganarse la confianza de su interlocutora en lugar de mostrar agresividad, Onigumo recurre a su encanto y carisma para cautivarla. Cada palabra que pronuncia aumenta su presencia, como si tejiera una tela invisible que la envuelve en un hechizo de seducción.

—¿Hay algún elemento que atraiga tu atención en relación a mí? —inquiere de manera sorpresiva, desconcertando a la dama.

— En virtud de la trascendencia de tus habilidades, conocimientos y experiencia en determinado ámbito, percibo que eres una pieza fundamental que resulta imprescindible para el funcionamiento eficiente y efectivo de la tarea encomendada.

Onigumo se mueve por la piedra para mirarla, recostándose contra ella, y Mitsukuni no puede apartar los ojos de sus movimientos.

—Entonces, ¿esto significa que únicamente debido a mi capacidad funcional es que me consideras una pieza importante?

—Sí.

—Qué degradante.

Hay algo en su voz que baja cuando habla, una mano gélida que se desliza como un escalofrío por su columna. Él tiene un aura inquietante e intrigante que la atrae como un imán. Sus ojos también son afilados, penetrantes, y la examinan minuciosamente sin ser obvios al respecto. Es como si pudiera leer en su mente, saber exactamente qué piensa y qué desea en ese momento.

—En realidad, se trata de una vieja leyenda que ha perdurado a lo largo del tiempo —explica.

—Me resulta difícil visualizar cómo podrías conectarme con una vieja leyenda.

—Es más bien... un ciclo. Mi hermana lo vio en un sueño, aunque mucho de los detalles están difusos.

—Supongo que es inevitable para ustedes confiar en sueños y supersticiones.

—Es un poco más complejo que eso. Soy Mitsukuni, por cierto. Es un placer conocerte, Onigumo.

Los ojos de Onigumo se encuentran con los de ella intensamente. Su mirada es firme, como si quisiera ver a través de las capas de piel y músculos.

—¿Y en tu "vieja leyenda" qué soy exactamente? ¿El héroe que salva al pueblo de la opresión de los invasores, el campesino que lucha por sus derechos, el samurái que defiende su honor hasta la muerte, el emperador que gobierna con sabiduría o el villano que busca el poder a cualquier costo?

Oh, definitivamente inteligente. No importa lo que diga Takiyasha.

—En dicha leyenda no existen héroes o villanos, pero si dos personajes principales... y una joya.

—¿Una joya?

—Sí, imagina una deslumbrante joya, lista para cumplir tus deseos más anhelados. Su brillo deslumbra tus ojos, pero su misterioso poder corrompe a cualquier persona que la sostiene, según la voluntad de su portador. Takiyasha dice que tú y cierta dama han sido elegidos como potenciales chivos expiatorios en esta peligrosa trama. ¿Serás capaz de controlar la tentación y resistir su influencia maligna o te sumergirás en la oscuridad sin retorno?

El labio de Onigumo se tuerce en un gruñido de odio. Entrecierra los ojos y se aleja de nuevo para mirar hacia la pared.

—Debí imaginarlo —sisea, y luego se queda callado.

Mitsukuni deja escapar un suspiro cansado mientras observa a Onigumo cerrarse como una almeja en cuanto la conversación gira hacia la joya y Takiyasha. Es comprensible que el hombre se muestre reacio a hablar del tema, y Mitsukuni no puede culparlo por ello. Incluso con sólo una mirada, queda claro para cualquiera que la relación entre su hermana y Onigumo no fue precisamente amable. A pesar de este obstáculo, Mitsukuni se siente decidida a seguir adelante con su trabajo. Sabe que no será fácil, pero nunca ha rehuido un desafío. Además, tiene una confianza inquebrantable en sus habilidades y en su capacidad para persuadir a Onigumo.

Sin embargo, será mejor que tenga cuidado al mencionar este asunto en el futuro.

—¿Quieres algo de comer? —pregunta amablemente, en un esfuerzo por desviar la conversación de los temas espinosos.

Onigumo se burla, todavía apartado de ella.

—No. Me gusta mi carne podrida con gusanos. Es suave. Con bondad extra —dice con sarcasmo.

Mitsukuni sonríe levemente y abre su canasta de picnic.

La vista de la comida parece despertar su interés, sin importar cuánto intente ocultarlo. El pobre debe estar hambriento, alimentado sólo con pan duro o carne seca. Es un milagro que todavía esté vivo después de este tipo de tratamiento. Ella le ofrece una baya, y el hambre con la que él la mira tira de su corazón. Realmente, es un crimen que cualquier criatura sea tratada así. Mitsukuni hace una nota mental para hablar con el cocinero del castillo y pedirle que le envíe comidas adecuadas, tres veces al día. Si su hermana quiere usarlo, también debería comenzar sustentándolo decentemente.

—Adelante —dice.

Onigumo avanza hacia ella con extrema precaución, sus movimientos lentos y titubeantes. Una mano se desvía hacia abajo, intentando cubrir cualquier parte de su cuerpo que pueda quedar expuesta. Es evidente que no confía en ella, pero también parece estar sufriendo un gran dolor. Mitsukuni extiende su mano a través de los barrotes, sujetando una deliciosa baya entre los dedos. Onigumo se acerca cautelosamente, pero ella sostiene la fruta sobre su palma un poco más de lo necesario, disfrutando de la sensación de poder que le otorga ser la única que puede alimentarlo.

En ese momento, Mitsukuni es la dueña del destino de Onigumo, su mano es la que controla su hambre y su necesidad. La baya es un objeto de deseo para él, y es innegable la satisfacción que le produce tenerlo a su merced. Todo esto ocurre mientras él se arrastra hacia ella, como si estuviera en un trance, dominado por el hambre y el dolor.

La baya cae sobre su palma extendida y Onigumo se la lleva apresuradamente a la boca.

—¿No sientes en tu paladar su dulzura exquisita? Es como si el sol hubiera infundido todo su sabor en sus pequeñas explosiones de jugo. ¡Es la delicia perfecta para endulzar cualquier momento del día! —sonríe un poco irónica, inclinándose hacia delante.

Onigumo mastica y traga, luego la mira con ojos violetas que brillan en la penumbra.

—¿Cuál era tu nombre?

—Mitsukuni.

—Gracias, Mitsukuni.

Ella vuelve a sonreír, inclinando la cabeza hacia un lado. Bueno, ese es un mejor comienzo, ¿no?

—Parece que tengo algo de pollo asado aquí —dice entonces—. Sin embargo, no hay gusanos. Podría pedirle al guardia que te traiga unos cuantos para hacer bondad extra.

Onigumo se ríe de su broma, y un atisbo de esperanza y satisfacción se enciende dentro de ella con el sonido. Hay algo allí, piensa; una conexión, tal vez. Quizás la situación no sea tan insalvable como parece creer su hermana.

—Traes todo un picnic —comenta él con una sonrisa suave y ligeramente torcida que hace que las mejillas de Mitsukuni se sonrojen. Es imposible no notar lo agradable que es su sonrisa—. Pensé que las sacerdotisas eran seres iluminados que se abstenían de los placeres mundanos y se alimentaban del rocío de la mañana.

Mitsukuni no puede evitar sentirse halagada por el comentario, aunque sabe que la percepción de Onigumo sobre las sacerdotisas no es del todo precisa. Aun así, su sonrisa se amplía un poco más al ver que él aprecia su esfuerzo por traerle algo de comer.

—Oh, tienes una idea anticuada sobre las sacerdotisas, querido. Algunas de ellas son verdaderamente seres iluminados y se alimentan del rocío de la mañana, pero eso no significa que no puedan tener su lado divertido. Si me permites, puedo presentarte a una sacerdotisa que sabe cómo encontrar el equilibrio perfecto entre el cielo y la tierra. O mejor aún, ¿no te gustaría descubrir el lado más fascinante de una sacerdotisa conmigo? —se ríe y se endereza, dejando su canasta a un lado—. ¿Por qué privarnos si podemos morir mañana? —ella se acerca a la puerta de la celda—. ¿Un trozo de pollo?

Onigumo también se pone de pie, sus piernas temblando por el esfuerzo. Es evidente que su cuerpo está sufriendo las consecuencias del frío y de las palizas que ha recibido. Se apoya en los barrotes de la celda, respirando con dificultad, y Mitsukuni se acerca aún más a él.

—Despacio —dice suavemente—. No estoy aquí para causarte más heridas. Comamos algo y hablemos.

—Como quieras —jadea él con voz ronca, manteniéndose erguido por lo que parece ser pura voluntad.

—Es bueno escucharlo —Mitsukuni le ofrece la comida a través de los barrotes.

En un instante, todo cambia. De manera abrupta, su apacible momento de disfrute culinario se transforma en un episodio de terror. En un abrir y cerrar de ojos, la comida que sostenía entre sus manos se le escapa de manera incontrolable mientras su muñeca queda atrapada en un agarre brutal. Sin tener tiempo para reaccionar, siente cómo es empujada con violencia hacia adelante. De repente, su frente choca con las barras de hierro con un estruendo ensordecedor. Un dolor agudo y repentino florece detrás de sus ojos y la hace jadear. Todo su cuerpo se estremece con la intensidad del impacto, pero no hay tiempo para recuperarse o entender lo que está sucediendo a su alrededor. Su brazo está torcido en un ángulo incómodo, y se encuentra presionada contra las barras con una fuerza Implacable.

El aliento de Onigumo es cálido en su piel cuando se inclina hacia adelante.

—Si no cumples con lo que te ordeno, lamentarás no haber conocido la muerte en comparación con lo que te sucederá —le susurra al oído, un gruñido despiadado que le provoca un escalofrío en la espalda—: llama al guardia y dile que abra esta puerta, o de lo contrario, tus gritos serán ahogados por la sangre que brotará de tu garganta cuando te la corte. Sentirás como los huesos de tu cuello se quiebran y el sonido será lo último que escuches.

Sus dedos se clavan en su tráquea, no lo suficientemente fuerte como para atravesar la piel, pero lo suficientemente fuerte como para magullarla. Su otra mano agarra la muñeca de Mitsukuni, inmovilizándola, las barras de acero clavándose a través de su ropa y en su espalda. El pánico surge dentro de ella por un brevísimo momento: un hombre, sujetándola, con un aliento caliente en su oído; quiere gritar, tiene que gritar, pero nadie la oirá, porque todo se quema en el fuego salvaje de su ira.

Onigumo nunca le hubiera hecho esto a su hermana. Ni siquiera tuvo el valor para mirarla a los ojos cuando Takiyasha lo arrastró hasta aquí y ordenó que lo llevaran a las celdas. No era más que un perro apaleado alejándose con el rabo entre las piernas. Y sin embargo, ¿se atreve a hacérselo a ella, que la ve tan dócil y amable?

Qué lástima, solía decir su tía con desdén. Cuando pareces una niña pequeña, la gente no puede evitar tratarte como una niña pequeña. Pero al menos eres bonita, ¿eh?

Sus sangre comienza a hervir y sus dientes aprietan tan fuerte que puede sentir la presión. No puede pensar con claridad, todas las palabras se desvanecen de su mente y sólo queda la necesidad de actuar. La ardiente furia en su interior la hace perder la perspectiva, el control y la razón. Es una tormenta tempestuosa de emociones que azota su interior, causando estragos en su ser. La ira la consume y la arrastra hacia un abismo profundo y oscuro, un lugar donde no hay vuelta atrás. Desea detenerse, pero la sensación es demasiado intensa como para controlarla.

La oscuridad de la celda apenas logra contener la luz eléctrica que emana de los temblorosos dedos de la mujer. Como un río desbordado, la magia corre por sus venas, transformándola en una criatura inquietante. Onigumo, aturdido por el repentino y brillante fulgor, se aferra a los barrotes de su prisión, mientras intenta recomponerse. Pero la furia que Mitsukuni siente hacia él no tiene límites. Con manos extendidas, su voluntad empuja la cabeza del preso con fuerza contra los barrotes de la celda, produciendo un ensordecedor choque metálico que resuena, retumbando en cada rincón. Mitsukuni parece disfrutar del sonido, su rostro ahora impasible salvo por la extraña sonrisa maliciosa que asoma en su boca. Y Onigumo, atrapado como un insecto en una telaraña mágica, se pregunta acerca de la verdadera naturaleza de su captora.

Ella está decidida a hacerlo sufrir.

Sus uñas, afiladas como cuchillas, se clavan en su hombro con fuerza, desgarrando la piel y causando un dolor agudo que amenaza con inundarlo. Pero eso no es suficiente para Mitsukuni. Con un movimiento brusco y poderoso, lo lanza al otro lado de la celda como si fuera un muñeco de trapo, sin importarle su seguridad o su bienestar. Él cae con un fuerte golpe sobre el suelo frío y oscuro, su cuerpo se agita en espasmos dolorosos mientras sufre las consecuencias del brutal impacto. Y entonces, la sangre comienza a brotar de las heridas abiertas en su hombro y en otras partes de su cuerpo, manchando la celda con un color carmesí y haciendo evidente el daño que ella le ha causado.

¿Acaso pensó que podía ponerle un solo dedo encima, amenazarla y salirse con la suya? Mitsukuni emite una risa fría y cínica, mientras observa al hombre sangrando y retorciéndose en el suelo de la celda. Es un sonido que atraviesa el aire y hace eco en la mente de Onigumo como una maldición interminable.

Oh, Onigumo, piensa. Realmente no sabes nada de lo que soy, ¿verdad?

Toma aire para calmar sus nervios, su corazón palpitante, y junta sus manos delante de ella.

—¡No quería llegar a ésto! —exclama—. Ahora, tendrás que aprenderlo de la peor manera posible —continúa con desprecio, su voz fría y cortante como el filo de un cuchillo—. La justicia es mía para impartirla, y tú eres sólo un insecto insignificante bajo mi bota —concluye con una sonrisa enigmática en su rostro, deleitándose en la impotencia del hermoso bandido.

Onigumo no tiene palabras inteligentes para ella esta vez. Está tirado allí como un perro apaleado, medio consciente.

Recoge la manta y se la tira encima a través de los barrotes. Fácilmente podría haberlo dejado sin ella, maldita sea, podría haber ordenado que esta parte del sistema de calefacción del castillo estuviera aislada para que muriera congelado, y le habría servido bien, pero Mitsukuni no es así. Ella no. Es diferente a Takiyasha.

—Quería apoyarte y tratar de protegerte de los planes de mi hermana, pero es difícil hacerlo cuando te comportas de manera tan imposible y no cooperativa.

Ella toma una baya de su canasta y se la arroja.

—Come, perrito —la baya rebota en su mejilla inerte y rueda hasta el suelo.

Onigumo se permite una sonrisa fría y cruel.

—Vete al infierno.

Mitsukuni se da la vuelta y se aleja, dejando a Onigumo sangrando solo en la piedra.

...

El suelo de la celda está frío. Su mejilla yace presionada contra la piedra, la arena y el polvo adhiriéndose a su piel ensangrentada y maltratada.

Onigumo lucha por respirar mientras siente una opresión en el pecho y una intensa quemazón en los pulmones. Su cuerpo tembloroso se alza trabajosamente desde el suelo frío de la celda, y abismado en la penumbra, explora su sombrío confinamiento. Afortunadamente, una manta lo espera a sus pies y, con dedos entumecidos, se envuelve en ella con fuerza, quemándose las yemas con la textura cálida. Con el último hálito de su fisurada energía, se arrastra hasta el rincón más lejano de la jaula, buscando refugio y seguridad en la oscuridad de la pared.

Su mundo es un borrón de dolor, un torbellino que lo arrastra sin rumbo fijo. Se siente como un hilo enmarañado, atrapado en una madeja sin principio ni fin, sin poder encontrar una salida a su situación desesperada. Ha sido atado y arrastrado por la vida, golpeado por la desgracia y escupido por el destino, y ha sufrido el abuso de todo quien se ha cruzado en su camino. Su cuerpo tiembla de frío, y se encuentra sumido en un abismo de soledad tan profundo que piensa que podría morir allí mismo. Él quiere morir.

«¿Perrito... ? Odio a los perros» piensa, y tiene el impulso de reír. Teme que si empieza, nunca se detendrá.

Cansado y mareado, cierra los ojos, buscando consuelo en los brazos de la inconsciencia.

-X-

Cuando Eita era niño, tenía un perrito.

Su pelaje era suave y esponjoso al tacto, como si pudiera hundir los dedos en él sin esfuerzo. Sus ojos, de un profundo negro, parecían tener vida propia ya que brillaban con astucia y curiosidad en la luz, y su cola no obtenía un solo momento de descanso, moviéndose constantemente de un lado a otro. Fue bautizado por su dueño con el nombre que mejor le quedaba: Kuro, en honor a su pelaje de igual tonalidad. A pesar de que era un animal aparentemente independiente, seguía a Eita a todas partes, como si fuera su sombra, nunca perdiéndolo de vista.

Irían juntos al río en verano y caminarían por la orilla. Saltaban al agua para refrescarse y luego jugaban en el lodo hasta que ambos se quedaban sin aliento. En los días en que soplaban vientos helados del norte y y el agua se tornaba demasiado fría para su comodidad, Eita lo llevaba a los prados detrás de las colinas, más allá de las ruinas de un Templo Budista, siguiendo la pendiente del valle. Allí, la hierba crecía tan alta como su cintura, esbelta y dorada, meciéndose con la brisa.

Kuro era un buen perro, mejor que muchos humanos. Con él, no había segundas intenciones ni egoísmo desmedido.

Su padre se había desencantado por completo de la caza de monstruos después de perder a su esposa.

—¡Ven, muchacho! —gritaba, y su amigo lo seguía, meneando la cola y colgando la lengua. Vadeaban juntos aquellas vastas extensiones de hierba con praderas, flores y tanacetos adheridos a su cabello y a la gastada tela de sus pantalones, enredándose en el pelaje del animal.

Cuando iban demasiado lejos, y cada ráfaga de viento fuerte soplaba contra su rostro, Eita tomaba un palo y lo tiraba lejos, tan lejos como podía. Kuro corría hacia esas ondulantes y áureas hierbas para recogerlo, perdiéndose en el pastizal. Sin embargo, siempre encontraba el palo, infaliblemente, y Eita sonreía y lo alababa cuando regresaba.

—Buen chico —decía, y Kuro rodaba alegremente sobre su espalda, dejando al descubierto la parte inferior de su abdomen. Había confianza en ese gesto, una especie de rendición, mostrando a Eita la zona más suave y vulnerable de su cuerpo, sabiendo que sólo obtendría toques y caricias.

Era su mejor amigo. Su único amigo.

Un día, cuando él no estaba mirando, demasiado ocupado sacando agua del pozo del patio trasero, Kuro se coló en la casa y arrebató un pedazo de pan viejo que se había olvidado en la mesa.

Eita estaba tan absorto en su tarea de sacar agua que no se dio cuenta de lo que había ocurrido. Fue sólo cuando vio a su padre acercándose con una vara que siempre estaba al lado de la puerta, con la furia apenas contenida en su rostro, que advirtió de inmediato que algo andaba mal. Eita conocía bien el dolor que podía infligir esa vara delgada y flexible cuando aterrizaba en su piel, y su corazón se aceleró ante la idea de lo que podría estar a punto de suceder. Pero para su sorpresa, en lugar de dirigirse hacia él, su padre pasó de largo, yendo directamente hacia Kuro.

A Eita se le heló la sangre.

—No le hagas daño —suplicó, corriendo tras él, con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho por desobedecer a su padre, porque la desobediencia siempre se castigaba, siempre de manera dura. Se paró frente al perro, que se había escondido detrás de sus pies—. Él... sólo es un animal. No lo volverá a hacer. Tenía hambre, eso es todo...

Sin una palabra, su padre lo empujó a un lado y agarró al perro por la tierna nuca.

Con un agudo silbido, el palo se precipitó hacia abajo, cortando el aire como una flecha antes de impactar en la espalda de Kuro con un sonido sordo y doloroso. El perrito gimió, medio de dolor, medio de sorpresa, porque Eita nunca había levantado la mano contra él. Siempre había tratado a su perro con amabilidad, con respeto, como Kuro lo trataba a él.

Gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas mientras se hacía a un lado, mirando impotente. No había nada que pudiera calmar la furia de su padre una vez que comenzaba.

Detente, murmuró, medio ciego por las lágrimas, por favor, detente. Padre no escucharía. El palo subió y bajó, una y otra vez, hasta que Kuro dejó de forcejear y en su lugar temblaba de miedo.

Su padre se enderezó, su frente bronceada brillando con los primeros indicios de transpiración, las mejillas sonrojadas por el esfuerzo bajo el sol abrasador. Eita tomó aliento, esperando su propio castigo que seguramente vendría. Sin embargo, en lugar de recibir el borde delgado y afilado del palo, su padre se lo entregó. Él se quedó mirando.

Golpéalo —ordenó.

—Yo... yo no quiero —respondió—. No lo haré.

—Dije: golpéalo.

—Pero- pero ¿por qué?

Su padre lo agarró del brazo y lo empujó hacia adelante, hasta que estuvo de pie sobre el animal adolorido y asustado. Su sombra cubrió su forma acurrucada, bañándola en la oscuridad.

—Para que también aprenda a obedecerte.

...

Joder.

Eita vuelve sobre sus pasos, avanzando hacia el norte y el este hasta que encuentra el último pueblo con un posadero que recuerda a Onigumo (gracias a los dioses, Onigumo es muy memorable) y luego hacia el sur y el oeste nuevamente, recorriendo cada pulgar de terreno para tratar de encontrar cualquier rastro, cualquier señal, de que su compañero haya pasado por aquí. Después de todo un invierno, las posibilidades de encontrar algo son realmente escasas, pero Eita tiene que intentarlo.

Es imposible haberlo perdido. El pensamiento de su desaparición es tan confuso que ni siquiera puede articular las palabras en su mente. Onigumo se ha arraigado en la vida de Eita de una manera inmutable. Como las mareas, su fuerza constante y cambiante se ha convertido en una parte esencial de su existencia. Es difícil imaginar, incluso doloroso, pensar en un mundo sin la presencia de Onigumo. Su ausencia sería como si algo faltara en el universo de Eita. Onigumo, que una vez se abrió camino en su vida, ahora es parte de ella para siempre.

Después de dos semanas de búsqueda incansable, sus provisiones están empezando a agotarse peligrosamente, pero finalmente sus esfuerzos empiezan a dar sus frutos. Mientras deambula por la carretera, encuentra a un granjero, que resulta ser un pastor con un rebaño de cabras juguetonas y curiosas, que vive cerca del camino. El granjero admite que pudo haber visto a alguien que coincide con la descripción de Onigumo. La noticia llega como un rayo de luz en la oscuridad de la desesperación, y la emoción le embarga mientras contempla la posibilidad de que finalmente haya dado con su objetivo. La imagen de las cabras saltando y correteando a su alrededor, sin preocupaciones, le ofrece un momento de alegría en medio de la tensión de la búsqueda.

—Sin embargo, no me acerqué. Estaría loco si lo hubiera hecho —dice bruscamente—. Era todo un espectáculo. Me preguntó en qué andarán ambos, él y ella, y esos soldados.

—¿Takiyasha? —pregunta Eita, imaginando a quién se refiere.

—Se dice que ella es parte youkai, o algo así —informa el hombre—. Deberías tener cuidado.

Eita realmente no piensa de nuevo hasta que acampa esa noche, descubriendo mientras emerge de su horror en blanco que atendió a Capitán, encendió un fuego y atrapó varios conejos para una persona que claramente no está allí. No es la primera vez que sucede, pero probablemente tampoco será la última.

Ha oído hablar de la sacerdotisa Takiyasha y su reputación la precede. Se dice que es un monstruo mucho más allá de su capacidad de lucha. La sola mención de su nombre envía escalofríos por su espalda, y su mente se llena de imágenes de oscuridad y misterio. La sacerdotisa Takiyasha es conocida por sus habilidades sobrenaturales y su magia poderosa, lo que la convierte en una figura temible y respetada en los círculos de los monstruos. A pesar de su fama siniestra, no tiene otra opción más que enfrentarse a ella, y se pregunta qué tipo de criatura podría ser capaz de dominar la mística y el ocultismo con tanto poder.

...

Eita regresa sobre sus pasos y decide dejar a Capitán y a su propio caballo con el afable granjero, con la mayor parte del dinero que le queda y la promesa del hombre de que si no regresa, los caballos estarán estarán bien atendidos. La hija del granjero claramente ya se ha enamorado de Capitán. Eita lo deja en buenas manos.

Él va al norte.

Los rumores que ha escuchado sobre el castillo de la bruja Takiyasha son inquietantes. Se dice que se encuentra más allá de las montañas del norte, en una tierra tan remota que el verano nunca llega a sus tierras. Eita se siente atraído, pero también inquieto. Sabe que no puede darse el lujo de dar media vuelta y regresar, no después de haber llegado tan lejos en su búsqueda de Onigumo. Con una mente decidida, continúa su camino hacia el norte, dejando atrás todo lo que conoce y ama en busca de respuestas. A medida que avanza, el aroma de la magia se hace más fuerte, y Eita se siente cada vez más atraído hacia la oscuridad que se cierne sobre él. Aunque teme lo que pueda encontrar en el castillo de la bruja, sigue adelante, alimentado por la esperanza de encontrar a Onigumo y poner fin a su búsqueda de una vez por todas.

Su viaje hacia el norte lo lleva a través de las montañas, un territorio peligroso y lleno de monstruos. El frío es implacable, y sólo los youkais parecen capaces de sobrevivir en estas condiciones. Los humanos evitan estas tierras heladas por una buena razón, y Eita se da cuenta de que está completamente solo en su peligrosa travesía. El verano ha llegado, pero incluso así, el frío es intenso, y Eita se siente como si estuviera luchando contra las fuerzas de la naturaleza mientras se abre camino a través del paisaje desolado. A cada paso, se siente más aislado y vulnerable, rodeado de peligros que acechan en la oscuridad.

Lleva ocho días en las montañas cuando llega la tormenta, una ventisca fuera de temporada tan feroz que convierte toda la cordillera en una extensión interminable de nieve cegadora y arremolinada. Eita apenas logra encontrar una cueva, metiéndose de nuevo en una grieta en la roca lo suficientemente grande como para caber, y se envía a sí mismo a la meditación para evitar morir.

...

Eita avanza, sus botas crujiendo en la nieve mientras su aliento forma nubes de vapor en el aire frío. De repente, tropieza con una roca escondida y pierde el equilibrio. Resbala en un trozo de hielo y se desliza torpemente sobre su trasero, agitando desesperadamente sus extremidades hacia arriba en busca de algo para detener su caída. Finalmente, su cuerpo choca violentamente contra una saliente de la montaña. Queda de espaldas, completamente sin aliento y aturdido por el impacto. Trata de recuperar el aliento mientras observa su entorno, tratando de determinar dónde está y cómo llegó allí.

Ante él se alza un imponente dragón de hielo, de gran tamaño y temible presencia. Ha permanecido durmiendo durante mucho tiempo, acurrucado en su fría y oscura cueva, pero ahora ha despertado de su letargo con un sorprendido resoplido. Sus enormes escamas reflejan la luz como si fueran cristales helados, y su aliento gélido hace que el ambiente se vuelva aún más frío y espeso. Su cabeza llena de cuernos eleva hacia el techo de la cueva, mientras sus ojos, de un azul frío como un lago invernal, escrutan la habitación en busca de su posible amenaza. Con sólo un movimiento, puede desatar su feroz furia sobre cualquier intruso que se atreva a enfrentarlo.

—Humano —dice, estirando su largo cuello para verlo de cerca.

—Eh —dice Eita—. Yo... me disculpo por entrometerme contigo.

Al contrario de sus expectativas, el dragón no reacciona con agresividad ante su presencia. En cambio, pareciera que su sorpresa lo ha dejado momentáneamente desconcertado. A pesar de su tamaño, el dragón parece estar abrumado por su intrusión en su cueva. Sus ojos se mantienen fijos en él, estudiándolo cuidadosamente, como si tratara de entender su propósito allí. Eita puede sentir su respiración fría y suaves corrientes de aire, emanando de su hocico mientras medita su respuesta. Este momento le otorga una oportunidad única para observar a la serpiente de hielo en toda su gloria, admirando cada detalle de su cuerpo escamoso, sus afiladas garras y la imponente presencia que emana de su figura. Tampoco puede evitar sentir una extraña fascinación hacia la magnificencia del monstruo.

El dragón resopla suavemente.

—Disculpa aceptada. ¿Qué trae a un humano tan al norte?

—Estoy buscando a alguien —responde, sentándose lentamente y haciendo una mueca. Sus kusarigamas le han dibujado un par de moretones en la espalda con los que va a ser un infierno dormir esta noche—. Una sacerdotisa.

El dragón retrocede.

—Takiyasha, ¿verdad? Permíteme señalarte, pequeño humano, que buscar a Takiyasha podría no ser la decisión más sabia que puedas tomar, ya que su reputación y habilidades la preceden como una figura misteriosa y con poderes sobrenaturales que podrían poner en riesgo tu seguridad y bienestar.

—Lo sé —dice Eita, arqueando una ceja ante la advertencia inesperada—. Tendré que matarla.

—Se lleva a muchos —observa el youkai—. Y no los devuelve. Se dice que está tras la Perla de Shikon.

Eita se pone de pie.

—Todos están tras esa maldita joya desde hace cientos de años.

—¿Qué esperabas? La obsesión por esa preciosa joya ha perdurado durante siglos, y ha sido codiciada incansablemente por muchos a lo largo de la historia. ¿Qué es de ti la persona a la que se llevó Takiyasha?

—Amigo.

—¿Amigo? —pregunta el dragón—. Quédate un rato, come conmigo y cuéntame esta historia. Al menos puedo darte unas horas de descanso antes de que te adentres en el corazón del invierno.

—¿Te sientes atraído por esa valiosa joya?

—La verdad es que no. He oído que aquella joya ha traído consigo más problemas que beneficios a quien la posee. No deseo caer en desgracia por su causa.

—Te aseguro que tienes razón sobre la Joya. Pero no puedo evitar sentir curiosidad. ¿Qué es lo que la hace tan peligrosa?

—La leyenda cuenta que la joya ha sido maldita desde su creación. Quienes la poseen, según se dice, han sufrido destinos terribles. Hay rumores de que trae consigo una maldición que provoca la desgracia de quien la posee. Si te preguntas por qué nadie ha sido capaz de deshacerse de ella, es porque nadie ha descubierto la manera. En otras palabras, es como tener a un dios tormentoso merodeando detrás de ti. Por lo que yo prefiero mantener una distancia segura de ese objeto.

Eita se queda en silencio, pensativo.

—¿Tienes idea de qué hace Takiyasha con las personas que secuestra?

—No lo sé con certeza, pero se rumorea que utiliza a los cautivos para crear un ejército de muñecos de carne y hueso. Pero de cualquier manera, puede ser peligroso involucrarse. Ella destronó a su padre.

—¿Destronó a su padre dices? Pero, ¿quién era su padre?

—Se dice que su padre era un demonio poderoso de la zona. Cuentan los rumores de que Takiyasha utilizó sus habilidades y conocimientos para vencerlo en una devastadora lucha, tomando así el control de los territorios cercanos. En cualquier caso, está claro que Takiyasha es una fuerza poderosa a tener en cuenta.

Eita cruce el ceño.

—Takiyasha es hija de un demonio, pero su madre era una sacerdotisa.

— Es interesante cómo la mezcla de dos orígenes tan distintos puede dar lugar a una combinación tan poderosa y peligrosa a la vez —comenta el dragón.

— Se dice que la naturaleza de los poderes que poseen aquellos con ascendencia demoníaca son impredecibles y peligrosos, mucho más al combinarse con habilidades humanas.

— Sí, y si además se une a eso el hecho de que se trata de una sacerdotisa, quien en teoría debería canalizar esos dones para el bien, la situación se vuelve aún más delicada.

— Definitivamente es necesario que tengas precaución y que estés preparado para cualquier eventualidad, cuando se trata de lidiar con alguien con una mezcla tan peculiar de poderes.