Disclaimer: InuYasha pertenece a Rumiko Takahashi. Yo sólo estoy jugando con los personajes.

Notas: Probablemente este capítulo sea el más aburrido que he escrito, pero, en mi defensa, estoy preparando el terreno para la tragedia (como si no fuera lo suficientemente trágico ya XD). De todos modos, Onigumo necesita un poco de tiempo para recuperar la chispa.


«La vida es una sombra que camina, un pobre actor que se pavonea y agita su hora en el escenario y luego no se le vuelve a oí

Macbeth.


•Muescas profundas en sus costillas•

La noche es oscura fuera de la ventana. Los copos de nieve caen perezosamente, girando con el viento, brillando como fragmentos de plata a la luz de la luna, golpeando suavemente el cristal. Acurrucada en el alféizar, Mitsukuni contempla la interminable extensión de blanco más allá del castillo, su libro olvidado en su regazo.

Es una buena noche para dar un paseo al aire libre. Había transcurrido casi un mes desde que les dijo a los sirvientes que plantaran una gran variedad de flores nocturnas en los jardines: onagra, flor de luna, jazmín de noche, todas sus favoritas. Visitar los jardines del castillo y el invernadero había estado en su mente desde entonces, para examinar su trabajo, pero sus propias obligaciones la habían mantenido ocupada. Hasta ahora. Esta noche sería la oportunidad perfecta para ir; tenía todas sus horas libres para ella sola, y con sólo unos pocos informes de los que ocuparse, podía escabullirse con relativa facilidad. Sin embargo, y de alguna manera, la idea no le parece tan atractiva ahora como lo sería normalmente. Dar un paseo por los terrenos del palacio en la quietud de la noche, sola, no es suficiente para sacarla de su postura reclinada.

Mitsukuni continúa mirando por la ventana y deja escapar un suave suspiro.

—Hermanita —desde detrás de su gran escritorio de caoba, Takiyasha levanta la vista de su trabajo—. ¿Qué sucede? ¿Por qué la cara larga?

—No tengo una cara larga —Mitsukuni hace puchero, volviendo a su ocioso examen del mundo exterior.

A veces, cuando se cansa de trabajar sola y se encuentra deseando un poco de compañía, viene a los aposentos de Takiyasha. Es una de las partes más cálidas del castillo; a su hermana siempre le ha disgustado el frío. Además, ella tiene un gusto excelente: su oficina es grande y acogedora, con cojines de seda estampados en el sofá ornamentado y en todos los alféizares de las ventanas, cortinas a juego, y una lujosa alfombra carmesí que cubre el piso. La luz de sus numerosas lámparas y velas baña la habitación con un dulce resplandor anaranjado, y de las varitas de incienso que ha dejado ardiendo en un rincón se elevan finos zarcillos de humo que se enroscan hacia el techo.

A Mitsukuni le gusta pasar tiempo allí, es verdad. Lo que no le gusta es cuando Takiyasha comienza a burlarse de ella, lo que suele hacer si se la deja sola durante demasiado tiempo.

—Oh, ¿entonces esa no es una cara larga? —dice, recostándose en su silla. Sus fríos ojos grises la miran con atención, como si trataran de leer más allá de la expresión impasible de la más joven. Una sonrisa divertida ya está tirando de su boca, un largo dedo jugando con el pequeño aro de plata que cuelga de su oreja—. Mm, te conozco mejor que nadie.

—Entonces, sabrías que estoy perfectamente bien.

—¿Cuando suspiras y te lamentas así? Creo que no —responde Takiyasha con una sonrisa—.¿Cuál es el problema?

—No pasa nada —murmura Mitsukuni, aunque sabe que su hermana eventualmente le sacará la verdad. Suele hacerlo a menudo.

No ha sido ella misma desde... esa noche. La noche en que bajó a las mazmorras. Su primer encuentro con Onigumo no salió como quería, o como lo había planeado. Por supuesto, no esperaba que el esfuerzo de ganárselo resultara sencillo, pero esa había sido una de las razones por las que aceptó el desafío en primer lugar. Quería demostrarle a su hermana, y a sí misma, que una tarea tan imposible como esa no era tan imposible después de todo. Mitsukuni siempre había tenido fe en sí misma, en su persuasión.

Y, sin embargo, se equivocó. Quizá se apresuró demasiado, trató de acercarse demasiado. Cometió un error y luego tuvo que actuar con rapidez y dureza para corregirlo. Pero en este momento teme que su reacción les hubiera costado la cooperación de Onigumo. Ahora, no puede imaginarlo dispuesto a confiar en ella, no después de lo que le hizo.

Sin embargo, debe haber una manera, piensa. Si sus experiencias le han enseñado algo, es que la persistencia es la clave, así como la paciencia.

De alguna manera, Mitsukuni se ha encontrado incapaz de hacer su trabajo. No ha vuelto a las mazmorras en tres días y, aunque conservar la distancia podría funcionar a su favor, sabe que no puede mantenerse alejada por mucho más tiempo. Lo mejor es golpear la plancha cuando está caliente, eso es lo que siempre dice Takiyasha, y Mitsukuni se encuentra de acuerdo, por una vez. Cuanto antes diseñe un plan de ataque, mejor.

El problema es... que ella no quiere atacar. Aunque el placer de enseñarle a Onigumo su lugar fue intenso, duró poco. A Mitsukuni no le gusta la violencia, aunque ve tanto sus usos como su necesidad. Ella es mediadora; ella hace las paces, crea espacios para el diálogo y los intercambios justos. Sin embargo, ¿cómo puede hacer eso, cuando la otra parte ni siquiera está interesada en escuchar?

Vuelve a suspirar, a pesar de sí misma, y deja que el libro que tiene en el regazo se cierre, metiendo suavemente entre las páginas la rosa prensada que usa como marcador.

—Déjame adivinar —Takiyasha inclina la cabeza hacia un lado—. ¿Es la reunión con los embajadores del territorio vecino la próxima semana? Sé que llegar a un acuerdo con ellos sobre la entrega de sus tropas restantes no ha sido fácil. Puedo ayudarte con eso, si quieres.

—No, eso ya se ha solucionado. Ellos saben que no tienen más remedio que aceptar nuestra protección a cambio de su ejército. O lo que quede de él, en cualquier caso. Casi lo han aceptado; estaban muy contentos de hacerlo, también. Al menos pueden darse cuenta de que han sido acorralados en una esquina —ahora que lo piensa, está bastante sorprendida de haber logrado convencer a sus vecinos del sur para que cooperasen, algo que había estado molestándola durante meses. Sin embargo, está tan perdida cuando se trata de un solo ser humano. Mitsukuni sacude un momento la cabeza—. Gracias por la oferta, no obstante.

—Si no son ellos, ¿entonces qué es? Sé que también has terminado tu trabajo. No había mucho con lo que trabajar, pero aun así, por lo menos sabemos que no intentarán oponerse a ningún movimiento de nuestras tropas por sus tierras. Esa fue una idea brillante.

—Sí, lo fue, ¿no? —Mitsukuni sonríe, animándose—. Ampliaremos nuestras fronteras en su territorio antes de que siquiera piensen en detenernos. Bueno, al menos podremos hacerlo, una vez que asegures suficientes mercenarios.

—Sí. Y una vez que convenzas a nuestro pequeño ladrón para que cumpla su propósito —Takiyasha se inclina hacia adelante, con los codos sobre su escritorio—. ¿Cómo va eso, por cierto?

Mitsukuni se muerde el interior del labio, su brillante sonrisa vacilando. Aparta la mirada y se aclara la garganta, pasando las palmas de las manos sobre la tela de su kimono.

—Bien. Va bien.

—¿Has hecho algún progreso con él?

—Por supuesto. ¿Te gustaría algo de té? Tengo mucha sed —ella se pone de pie y camina hacia la puerta sin esperar una respuesta, tocando la pequeña campanilla para llamar a un sirviente.

Sin embargo, en lugar de responder a su pregunta, la sonrisa de Takiyasha se vuelve un poco más aguda, un poco más conocedora.

—Mitsukuni —dice en un tono vagamente de reprimenda—. Dime lo que pasó.

—¡Nada! ¿Por qué pensarías que pasó algo? Te lo dije, todo está bien —cuando la expresión de su hermana no cambia, Mitsukuni pone los ojos en blanco. Le hace una seña al sirviente que entra por la puerta para que vuelva a irse, y malhumorada regresa a su asiento junto al alféizar. Ella deja escapar un suspiro lento—. Yo... puede que haya causado una mala primera impresión.

—¿Oh? —Takiyasha arquea una ceja—. ¿Cómo es eso?

Mitsukuni se pasa la palma de la mano por la falda, alisando las arrugas que no están allí.

—Podría haberlo... golpeado. Un poco. No quería recurrir a tales métodos, pero no tenía otra opción. Forzó mi mano. ¡Él lo hizo! —insiste, mientras Takiyasha comienza a reír.

—Yo lo he golpeado cientos de veces —sonríe—. ¿Entonces te acercaste demasiado al perro y el perro te mordió? —la mujer mayor niega con la cabeza, su risa resonando clara en toda la habitación—. Hermanita, ¿qué te he dicho sobre acariciar a los perros callejeros?

—No es gracioso —murmura Mitsukuni, sus mejillas cada vez más calientes—. Y no es un perro.

Su hermana tiene un sentido del humor perverso y retorcido, pero de alguna manera no parece apropiado en este momento reírse de algo como eso, a expensas de Onigumo. A pesar de la forma en que le había hablado, la forma en que la había amenazado, hubo una conexión entre ellos, aunque sólo fuera por un segundo. Y en cualquier caso, si Takiyasha no lo hubiera tratado de la forma en que lo hizo al principio, él no habría reaccionado de esa forma. Tenía frío, hambre y miedo, y seguramente aprendió la lección, entonces, ¿de qué sirve reírse de él ahora?

Encima, la diversión de Takiyasha por su aparente fracaso en atraer a Onigumo le molesta, sólo un poco.

—Esto no salió como planeaba.

—¿Pero por qué? Cuando se trata de un animal desobediente, lo primero y más importante es establecer el dominio. Nada hace el trabajo mejor que una paliza sonora. Tienes que demostrarle quién es más fuerte, lo que puede perder por desobedecerte. Es la forma más rápida de ponerlo a prueba, ¿verdad? Has peleado contra demonios y entrenado perros y caballos toda tu vida.

—Eso depende. Si un perro viene mordiendo tus talones, entonces supongo que patearlo es una opción. Probablemente no vuelva a hacerlo, pero no sólo quieres que tu animal te tenga miedo. Quieres que también confíe en ti. Lo mismo para los caballos. ¿Cómo harás que tu caballo te lleve a la batalla, si no te ama? —dice Mitsukuni, cruzando los brazos delante de su pecho—. Un buen jinete sabe cuándo darle el látigo a su caballo, y cuándo la manzana. Eso es lo que siempre decía nuestra madre, y tenía razón.

—Oh, qué sabía esa mujer tonta al respecto —refunfuña Takiyasha, poniendo los ojos en blanco—. Si hubiera dado más del látigo y menos de la manzana, todavía podría estar presente hoy.

Las facciones de Mitsukuni se oscurecen.

—Sabes que eso no es cierto.

Takiyasha suspira y le da palmaditas en la mano con dulzura.

—Está bien, está bien, me disculpo. Sé que no te gusta cuando hablo de ella de esa manera.

Mitsukuni se vuelve hacia la ventana.

Aún así, en este momento, se encuentra gravitando hacia el consejo de su madre. Un buen jinete sí sabe cuándo usar el látigo, y cuándo la manzana; de nada sirve golpear a un caballo cansado que ya no tiene lealtad que prometer. Sin embargo, si uno tuviera que nutrir la escasa confianza que queda y recompensarlo por ser amable, en lugar de castigarlo por ser cruel... bueno, entonces, esto podría funcionar a favor tanto del jinete como del caballo.

Se atraen más abejas con miel que con vinagre. ¿No es eso lo que la gente también dice?

—Creo que sé lo que tengo que hacer —dice en voz baja, antes de darse cuenta de que ha hablado.

Takiyasha se endereza y le da una mirada curiosa.

—¿Deberia estar preocupada? —indaga, aunque por la leve sonrisa que tira de sus labios, Mitsukuni puede ver que está divertida, mayormente.

—En absoluto —ella le devuelve el gesto y se pone de pie, llevándose su libro—. Ahora, si me disculpas, tengo que irme.

—¿Ansiosa por hacerle otra visita al corral de cachorros? Ésto va a ser bueno —tararea Takiyasha y Mitsukuni se ríe.

—Oh —dice, su mano ya en el pomo de la puerta.

Mitsukuni la abre, cuando la voz de su hermana la detiene:

—Sólo ten cuidado con eso —ella inclina la cabeza ligeramente hacia un lado, su sonrisa divertida casi esfumada—. La próxima vez que muerda, me encargaré yo.

Un ligero escalofrío recorre a Mitsukuni mientras asiente y sale por la puerta. No llegará a eso.

Ella no lo permitirá.

-X-

Sentado en el frío suelo de piedra, Onigumo mira abatido la pared que tiene delante. El muro de su prisión.

El dolor de sus heridas persiste implacable, recordándole su desastroso estado. La hinchazón del corte sobre su ojo, las magulladuras en su mejilla y la garganta en carne viva, son pruebas de la violencia que ha sufrido. A pesar de sus esfuerzos por ignorar el latido sordo del dolor, este persiste, acechando en las sombras de su conciencia. El tiempo parece desvanecerse en la monotonía de su confinamiento, y su mente, sin nada más en qué ocuparse, inevitablemente retrocede a los momentos desagradables que preferiría enterrar en su memoria para siempre.

Recuerda cómo sus dedos presionaron a cada lado de su garganta, la piel fría bajo su pulga y cómo su muñeca se clavó a las barras de hierro. Su cabello rozó su nariz mientras él le susurraba al oído todas las formas en que la lastimaría si no lo dejaba salir, y el dolor cegador que siguió.

La mueca en su rostro refleja la frustración y decepción consigo mismo. Al cerrar los ojos, se da cuenta de que su actuar ha sido impulsivo, sin una planificación adecuada, y ahora se enfrenta a las consecuencias de sus acciones. La falta de claridad en sus pensamientos y la carencia de un plan sólido lo han dejado en una situación vulnerable. El hambre, el frío y el dolor físico se suman al tormento emocional que lo embarga, haciéndolo sentir profundamente desdichado y derrotado.

Su mente, nublada por la confusión y la desesperación, no ha sido lo suficientemente ágil como para anticipar sus movimientos. El peso de sus decisiones mal concebidas parece aplastar su resiliencia, dejándolo en una posición desfavorable y llena de arrepentimientos.

Casi quiere llorar, pero se contiene.

Con resignación, no convencido de si realmente ha regresado al lugar donde se supone que debe estar, Onigumo ha renunciado a cualquier esperanza de escapar de este sitio olvidado de Dios, por el momento. No se le ocurre ningún plan, ninguna alternativa. Sólo una aceptación de los hechos, una especie de reconocimiento que embota sus sentidos, amortigua su determinación. No se escapará pronto, y no sin ayuda.

No hace mucho, había querido morir.

En su interior, la intensidad de lo que solía importarle se ha diluido en una mezcla de apatía y desapego. Su cuerpo se siente frío, como si la vida misma se hubiera retirado de él, mientras que su corazón, alguna vez ardiente, ahora yace como cenizas crujientes en su pecho. El fuego que solía latir en su ser se ha extinguido, dejando tras de sí un rastro de escarcha, y la pesadez del desencanto lo envuelve, y hasta la idea de un colapso repentino del techo parece no interesarle mucho. Siente que su existencia es sólo un montón de desgracias acumuladas, una lista interminable que sigue creciendo con cada paso que da.

Pero al menos ahora tiene una puta manta.

Onigumo suspira estirando las piernas, deleitándose con la sensación de la tela suave sobre su piel, cuando antes sólo podía cubrirse con paja húmeda. Su único lujo en este lugar, y se lo debe a Mitsukuni. La comida que el guardia le ha estado dando desde que ella se fue también ha sido mejor que cualquier cosa que haya comido en más de un mes. No es mucho, pero al menos, los trozos de queso en su plato no se están pudriendo en los bordes, y no hay gusanos ni gorgojos en su pan. También cuenta esto entre sus pocos pequeños lujos. Por el momento, no va a morirse.

En verdad, no sabe por qué ella le dio la manta, ni la comida. Casi esperaba que lo dejara en la oscuridad para pudrirse después de que la amenazara y lo golpeara, pero para su propia sorpresa, todavía está allí. La cubierta que proporciona la tela y el agradable sabor a comida fresca en su lengua es un consuelo.

Lanza una risa tranquila y amarga. Su vida debe ser realmente un infierno, si está tocado por tan pequeñas amabilidades.

Por supuesto, Mitsukuni no lo hizo por la bondad de su corazón, si es que tiene uno. Takiyasha lo necesita, y Onigumo está seguro de que ella haría todo lo que estuviera a su alcance para conseguir lo que quiere, como siempre hace.

¿Qué es lo que quiere, sin embargo?

El odio sube a su garganta con el mismo eco de su nombre. Cómo disfrutaría verla arder un día, ver su vida derrumbarse a su alrededor, el poder que tanto codicia disolverse en cenizas en sus manos. Sería lo mínimo que se merece.

El suave sonido de unos zapatos sobre el duro suelo de piedra lo saca de sus sombríos pensamientos. Los pasos son demasiado ligeros para ser los de un guardia, demasiado delicados. La huele antes de verla. El aroma es fresco y nítido, limpio, como si acabara de salir de la bañera, pero también hay algo dulce y profundo que impregna el espacio. Jazmín y vino de cereza, y algo más que no puede identificar.

No es el aroma de su hermana, agua podrida y rosas, sino algo mucho más interesante.

La aversión que siente es tan intensa como la atracción que provoca en él. Sus sentidos se agudizan ante el suave aroma que flota en el aire, una brisa fragante que parece escapar de un rincón perdido del mundo. Es tan sutil que apenas se atreve a reconocer su existencia, pero no puede resistirse a dejar que sus instintos lo guíen, inclinando la nariz para captar cada molécula de aquel bálsamo olvidado.

Es una experiencia sensorial única, un soplo de vida en su árido confinamiento, un destello de libertad en medio del húmedo agujero infernal que lo aprisiona. Ha pasado tanto tiempo desde que sus sentidos se deleitaron con algo agradable, que este aroma se convierte en un oasis para su alma sedienta.

No tanto.

En realidad, sueña con que ese delicado perfume se entremezcle con el penetrante olor salino de las lágrimas y la sangre derramada. Sus pensamientos son una maraña de sombras y pesadillas, y sus intenciones, una letanía de sadismo y crueldad. En este oscuro abismo en el que se encuentra, no hay espacio para la redención ni el optimismo, sólo una vorágine de malevolencia que empieza a consumirlo.

Dioses, realmente está incubando un demonio.

«Hmph. Tonterías».

Mitsukuni se sienta en la silla que ha quedado frente a los barrotes de hierro desde la última vez que estuvo aquí. Está mucho más reservada ahora, tranquila; no hay una canasta de picnic en su regazo, y Onigumo se sorprende por el leve matiz de decepción que esto le trae. No por la comida, en realidad no. Ha tenido su escasa comida sólo un par de horas antes, y no confía del todo en que ella no le dé algo que lo mataría, o al menos lo enfermaría mucho como represalia. Pero aún así, algo dentro de él se retuerce porque ella no hizo tanto esfuerzo como lo hizo la última vez que se vieron.

Tsk.

Es infantil y estúpido, por supuesto. Él es un prisionero, y ella es una de sus carceleras; no hay nada entre ellos que justifique algún tipo de interés a nivel personal. Ella sólo quiere usarlo, como Takiyasha quiere usarlo, y no es que Onigumo no sepa eso, pero aún así, siente su orgullo ligeramente herido.

—¿Otra visita sorpresa? Debo decir que me siento honrado —dice con sarcasmo, mirándola por el rabillo del ojo.

Ella sostiene una manzana, su superficie brillante de un rojo intenso que se refleja en los mares cerúleos de sus iris. Una sonrisa está en sus labios, cálida y tentadora. Es como si su encuentro anterior no hubiera ocurrido en absoluto, como si él no hubiera amenazado su vida, como si ella no lo hubiera sacado violentamente de la suya. Onigumo arquea las cejas.

—¿Qué tienes ahí? ¿Vienes a liberarme de esta encantadora prisión?

La sonrisa no abandona los labios de Mitsukuni. Sus cejas se contraen en un ceño momentáneo, pero se suaviza rápidamente antes de decir:

—No tan rápido, Onigumo. La libertad no es tan fácil de conseguir—ella le lanza la manzana—. Sin embargo, podría tener ciertas ventajas para aquellos que se muestren útiles.

Onigumo no se mueve para tomar la fruta que rueda hasta sus pies. Simplemente yace allí, al borde de su manta, fresca y crujiente como si acabara de ser cortada del árbol, una invitación silenciosa.

Mitsukuni arquea una ceja.

—No está envenenada.

De mala gana, se lleva la manzana a los labios. Al morderla, el jugo estalla con dulzura y frescura en su lengua, llenando su paladar de un sabor delicioso. Su mente se pierde en la sorpresa y el placer, mientras se pregunta cuánto tiempo ha pasado desde que disfrutó de algo tan simple como una manzana. Resulta ser una revelación para él, sorprendentemente buena y satisfactoria. Es como si su sabor lograra transportarlo a un momento de pureza y deleite, alejándolo, por un instante, de su trágica realidad.

La escupe antes de que pueda tragar. Si su lengua se hincha en uno o dos minutos, sabrá si la chica es fiel a su palabra o no.

—¿A qué te refieres con "ventajas"? —pregunta, limpiándose los labios con el dorso de la mano.

—Bueno —Mitsukuni se acomoda en su silla, observándolo atentamente. El frío cálculo que se había esforzado en reprimir la última vez que estuvo allí ahora es bastante evidente en sus ojos azules. Ella es todo negocios, Onigumo puede decir eso—. ¿Qué te gustaría?

Probablemente sea la última pregunta que espera.

—¿Qué?

—Está bastante claro. Hablemos de lo que te gustaría.

Lo piensa por un momento mientras le da otro mordisco a la manzana. Mastica, luego traga, satisfecho de que su garganta no se sienta como si estuviera repleta de hormigas. Baja la mirada hacia su propia desnudez, cubierta por la manta. Sus piernas debajo están frías, los dedos de los pies aún más.

¿Qué le gustaría? Matar a Takiyasha y magullar la delicada piel de Mitsukuni hasta formar muescas profundas en sus costillas. Eso le gustaría. Pero no va decirlo. No todavía.

—Un baño y ropas decentes, porque tengo frío —responde con simpleza, y la mujer se ríe. Es un sonido brillante, suave como el de una niña.

—Es justo. ¿La manzana me compró otra pregunta?

—¿Por qué no? —Onigumo suspira, cerrando los ojos. No es como si tuviera otro lugar donde estar, algo más que hacer. No ha hablado con otra persona en días. El silencio en ese lugar es suficiente para volverlo loco y, al menos, Mitsukuni tuvo la cortesía de traerle una manzana para sobornarlo por su tiempo, en lugar de los habituales gruñidos y miradas que recibe de todos los guardias cada vez que intenta provocarlos—. Está bien —dice—. Hazlo.

—¿Tu nombre real es Hitomi?

Frunce el ceño ante la interrogante. Sus instintos le dicen que es una conversación peligrosa para tener con ella, una que no le va a gustar el resultado. Claramente sabe demasiado, de Takiyasha o de sus propias fuentes. El hecho de que ella sepa tanto sobre él, información que Onigumo nunca le dio, lo hace sentir profundamente vulnerable. ¿Qué saben realmente al respecto? ¿Cuánto de eso podrían usar en su contra?

Sin embargo, Mitsukuni no dice nada más. Ella simplemente permanece en silencio, esperando que él continúe. Onigumo traga otro bocado de la manzana. No es tan dulce como lo era hace un momento.

—¿Hitomi? —responde con un tono distante—. Ese nombre está... borroso.

Mitsukuni asiente comprensivamente, su mirada penetrante no se aparta de él.

—Entiendo. Todos tenemos un pasado que preferimos dejar atrás. Pero, a veces, conocer nuestro pasado puede ser útil para entender nuestro presente y tomar decisiones más informadas sobre nuestro futuro.

Onigumo frunce el ceño, sintiendo una leve molestia ante la perspicacia de la mujer. Ella no se inmuta, sigue observándolo con calma, como si estuviera esperando a que él revele más de lo que le gustaría. La sensación de que ella puede leer sus pensamientos y emociones, como Takiyasha, lo incomoda, sumiéndolo en una creciente inquietud.

Se obliga a enterrar todas esas inseguridades y seguir con el juego.

—No hay mucho que contar —dice finalmente, logrando que su voz salga jovial y despreocupada—. Hitomi fue un nombre que dejé atrás junto con la vida que tenía. Ahora soy sólo Onigumo, un hombre sin pasado ni futuro —se encoge de hombros.

Mitsukuni inclina la cabeza ligeramente, como si estuviera procesando sus palabras.

—Interesante. Pero estoy segura de que hay más en tu historia de lo que estás dispuesto a admitir. ¿Por qué tanto secreto y misterio, Onigumo? ¿Qué es lo que tanto temes revelar?

«¿Qué es lo que tú quieres saber, tonta?»

Onigumo siente la necesidad de cerrar los puños con fuerza, luchando contra la mezcla de emociones que amenaza con desbordarse, pero, como antes, se obliga a mantener la calma, su semblante aparentemente imperturbable. La mirada penetrante de Mitsukuni parece escudriñar en lo más profundo de su ser, algo que no le gusta, en lo más mínimo.

—No hay nada que temer. Simplemente no deseo hablar de mi pasado. Nada de eso tiene importancia ahora.

¿Revelarle todo lo que le pasó desde niño? ¿Cada desgracia, cada muerte? Ridículo.

Mitsukuni asiente con calma, aunque su sonrisa se ensancha ligeramente.

—Entiendo. Bueno, no voy a presionarte. Después de todo, como has dicho, eres un hombre sin pasado ni futuro. Sólo espero que te des cuenta de que, en este juego de poder en el que te encuentras, saber quién eres y de dónde vienes puede ser una ventaja que no deberías desperdiciar.

La agudeza de su mirada lo irrita, como agujas pinchando su piel, y no puede evitar que las palabras salgan de su boca. La misma ira vieja y corrosiva que ha estado albergando desde que tiene memoria le sube al pecho:

—¿Y qué sabes tú sobre ventajas y poder? Eres sólo una marioneta de tu hermana mayor. Todo este juego, todas las decisiones, son sólo caprichos moviéndose según su voluntad. ¿Crees que tienes control sobre algo? No eres más que una sombra siguiendo las órdenes de alguien más —la rabia lo embarga, y sus palabras son colmillos venenosos—. Si crees que soy vulnerable, piensa de nuevo. No subestimes mi astucia y mi capacidad para maniobrar en este laberinto de engaños. ¿Tú, la hermana obediente, te atreves a juzgarme?

Mitsukuni no se inmuta ante su arrebato de ira. En cambio, su sonrisa se mantiene imperturbable, como si hubiera previsto su reacción y estuviera completamente preparada para ello.

—Tienes razón, Onigumo. Soy parte de algo más grande, pero tampoco subestimes la influencia que puedo ejercer en este juego de poder. No todos los títeres son iguales, y sé cómo moverme en las sombras y tejer mi propio destino. No olvides que, aunque pueda parecer insignificante, una marioneta también puede jugar un papel crucial en el tablero. Takiyasha y yo podemos tener nuestras diferencias, pero eso no significa que no tengamos intereses propios.

Onigumo aprieta los dientes, frustrado por la calma de Mitsukuni y su aparente seguridad en sí misma. Las palabras de ella son ciertas, y eso lo irrita aún más.

Su aliento tiembla en sus pulmones. Ha dicho demasiado, y los recuerdos que siempre permanecen en el fondo de su mente están libres para brotar ante él. Los bandidos golpeándolo sin sentido por dejar caer un balde de agua, la mirada sombría en el rostro de Isao siempre que acudía en su ayuda, hasta que ya no pudo acudir. Los humanos, que sabían y veían y escuchaban todo, y nunca movieron un dedo. Todos sabían y nadie ayudó, hasta que Onigumo se vio obligado a ayudarse a sí mismo. Tomar el asunto en sus propias manos.

—Hmpf, no eres más que una incompetente pretendiendo ser una jugadora. ¿Crees que me intimidarás con tus palabras vacías? —se burla, desviando la mirada hacia otro lado—. No necesito tu ayuda ni tus ventajas. Si crees que puedo ser una herramienta útil para ti o tu hermana, olvídalo. No seré manipulado ni utilizado por nadie.

Mitsukuni lo escucha en silencio y Onigumo deja escapar un suspiro lento y controlado. Deposita el resto de la manzana en el suelo a su lado; su garganta está demasiado apretada para tragar. De repente se siente tan cansado, cansado hasta los huesos.

—Eres un hombre intrigante, Onigumo. Me gusta eso en ti. No te subestimo, y tampoco espero que me ayudes por ahora. Simplemente, considera mi oferta como una posibilidad en el futuro. —Su mirada se mantiene fija en él, sin rastro de temor o duda—. Tienes potencial, y si llega el momento en que cambias de opinión y decides tomar una elección más inteligente, aquí estaré para escucharte.

Onigumo no responde, pero sus pensamientos son un torbellino. La conversación con Mitsukuni sólo ha servido para aumentar su confusión y su sensación de estar atrapado. El silencio se extiende entre ellos, pesado y tenso, como una tormenta a punto de desatarse.

Finalmente, Mitsukuni se levanta de la silla, su sonrisa aún presente en los labios.

—Espero que reflexiones sobre lo que hemos hablado, Onigumo —dicho esto, se da la vuelta y se aleja con pasos elegantes, dejándolo solo en su fría prisión, con sus pensamientos y emociones revoloteando como mariposas nocturnas en la oscuridad.

-X-

Los pasos de la mujer son absorbidos por la lujosa alfombra roja que recubre el largo pasillo. Las luces parpadean cuando ella pasa, zumbando suavemente en sus confines de cristal. Los guardias se apartan de su trayectoria, con los ojos ocultos bajo las sombras de sus cascos. Mitsukuni se detiene ante la puerta ornamentada, con las manos entrelazadas recatadamente delante de ella.

—Informen a mi dulce y encantadora hermana que estoy aquí —dice. Los guardias intercambian una mirada rápida, vacilante. Mitsukuni arquea una ceja—. ¿Bien? ¿Que estan esperando? Ella me aguarda.

—Por supuesto, mi señora —uno de ellos presiona su puño contra su pecho y se inclina con reverencia, luego se da la vuelta para entrar en la habitación.

Después de un breve momento, el guardia vuelve a salir. Su garganta se agita mientras traga con dificultad, y las líneas tensionadas en su rostro no pasan desapercibidas para Mitsukuni. Se permite una pequeña sonrisa para sí misma; no sería como Takiyasha si sus guardias no estuvieran aterrorizados de ella.

—La Señora está lista para verla ahora.

Mitsukuni pasa junto al hombre y entra en la habitación. Tan pronto como lo hace, le llega un fuerte olor a vino y rosas. Hay varios vasos medio vacíos sobre la mesa, en el alféizar de la ventana e incluso en el suelo. Es bastante obvio que su querida hermana se divirtió la noche anterior, probablemente entreteniendo a los invitados hasta tarde. Eso explicaría por qué ella todavía no está allí para la comida concertada juntas.

—¿Hermana? —llama Mitsukuni tentativamente, caminando a través de los vasos, cojines y prendas de vestir que se encuentran esparcidos por el suelo.

—Aquí —le llega una voz somnolienta.

Mitsukuni niega con la cabeza.

—¿Todavía en la cama? Levántate, dormilona, es mediodía, por el amor de los dioses- oh, querido.

Entonces la recibe la encantadora vista de Takiyasha, tirada completamente desnuda en su cama, junto a tres (¿o son cuatro?) personas en un estado similar de desnudez.

—Maldita sea —Mitsukuni pone los ojos en blanco y se da la vuelta, cruzando los brazos frente a su pecho—. Podrías haberme dicho que no estabas decente. Podría haber esperado afuera.

Una risa somnolienta proviene de la cama, seguida por el movimiento de varias extremidades cuando los amantes de Takiyasha comienzan a despertarse. Mitsukuni puede reconocer algunos de ellos; un dignatario visitante de un reino vecino, uno de los guardias que recientemente había sido elevado a capitán por ella misma, así como uno de los nuevos sirvientes que ha contratado, y una chica de pelo marrón que Mitsukuni ha visto en compañía de su hermana un par de veces. Le sorprende un poco; a Takiyasha siempre le han gustado las chicas de cabello oscuro, como Kikyo, pero esta es castaña, bastante común, con grandes ojos color chocolate y labios carnosos, su cuerpo suave con curvas ondulantes. No es del gusto de Mitsukuni, pero es encantadoramente bonita.

De hecho, los gustos de ambas siempre han estado en desacuerdo. Es algo sobre lo que solían bromear a menudo; qué afortunadas eran de que su relación nunca se pusiera a prueba por el bien de un hombre. Por el rabillo del ojo, Mitsukuni echa una mirada furtiva a uno de los sujetos que corretean por la habitación, poniéndose la ropa a toda prisa y murmurando disculpas hacia ella. Es un joven príncipe, que fue enviado por su padre para supervisar las negociaciones sobre algunas tierras en disputa en el suroeste. Es alto y ancho de hombros, con brazos musculosos y una barba oscura cuidadosamente recortada. Bastante dotado también, decide Mitsukuni, después de una mirada discreta mientras el hombre se pone el hakama.

Es atractivo, sin duda, pero pomposo y vanidoso, con una inclinación por impresionar y encantar a su audiencia con exhibiciones ruidosas y audaces dondequiera que vaya. Sólo unas pocas horas con él durante la reunión diplomática de la noche anterior fue suficiente para Mitsukuni, pero Takiyasha siempre ha disfrutado de los halagos, y un compañero que podía defenderse en un combate verbal con ella, aunque fuera brevemente, era algo que captaba su atención.

Hombres como este nunca despertaron el interés de Mitsukuni. Desde que era una niña, se recuerda siempre gravitando hacia esos chicos tranquilos y gentiles, un poco torpes, un poco tímidos. Todavía recuerda su primer enamoramiento, como si fuera ayer. Así que es desconcertante que Onigumo haya logrado meterse bajo su piel de esa manera.

Incluso ahora, años después, Mitsukuni puede recordar el rostro del primer muchacho que le gustó: Masashi, con su sonrisa amable, sus labios finos, sus grandes ojos marrones (marrones, no violetas). Le fascinaban los caballos, ella lo recuerda; solía trabajar en los establos en el castillo de su tía. Siempre que Mitsukuni iba allí, él le entregaba las riendas de su poni con ternura y cuidado, permaneciendo a su lado hasta que ella montaba y él guiaba suavemente al animal fuera de los establos. Tan tímido, tan ingenuo, tan distinto a Onigumo.

—Buenos días, joven ama —le decía siempre, sin levantar nunca los ojos hacia ella—. Que tengas un viaje agradable.

Oh, cómo se aceleraba el pulso de Mitsukuni cuando él estaba cerca, o en las raras ocasiones en que sus dedos se tocaban fugazmente, a través de sus guantes, cuando él le pasaba las riendas. Sólo ese toque era suficiente para que se sonrojara; ella pensaría en ello por el resto del día.

Por supuesto, era una tontería: sólo tenía trece años y se estaba convirtiendo lentamente en una mujer, y se sentía sola. El castillo de su tía era grande y opulento, en medio de una de las provincias más ricas del norte, pero tan frío, que Mitsukuni todavía piensa que lleva esa frialdad dentro de ella en todo momento. En los largos días que pasaba vagando sola por la biblioteca y los interminables pasillos, o durante los ruidosos banquetes de su tía que la hacían sentir aún más sola, el pensamiento de Masashi le proporcionaba incontables horas de ensoñación ociosa.

Un día, mientras se preparaba para cabalgar a través de los florecientes cerezos que cubrían gran parte de la propiedad de su tía, Masashi la acompañó hasta las altas puertas doradas. El día se desvanecía lentamente, el resplandor ardiente de la puesta de sol de finales de otoño desapareciendo en los cielos rojos del crepúsculo. A Mitsukuni siempre le gustaba salir una vez que se ponía el sol, incluso cuando todavía podía estar de pie bajo la luz. El patio estaba vacío, la mayoría de los sirvientes se habían retirado a las cocinas para su comida. Sin embargo, Masashi todavía estaba allí, su forma delineada por ese suave resplandor.

—Le deseo un buen paseo, milady —decía, como solía hacerlo, su voz un poco torpe, casi arrastrada por la brisa que susurraba entre los árboles.

(Muy torpe, no sedosa y confiada).

—Gracias, Sashi —respondía, deseando que su voz se mantuviera nivelada a pesar de la emoción que la estaba embargando—. Espero que disfrutes el resto de tu día también.

Él la miró por primera vez, entonces, su rostro dulce por la noche y enmarcado por sus rizos castaños, la luz reflejada en sus ojos marrones. Metió la mano en su abrigo y sacó una sola rosa: el escarlata más hermoso y profundo que Mitsukuni había visto nunca.

—Es... es para ti —tartamudeó—. Me recordó a ti, así que... —se detuvo, un rubor arrastrándose por sus mejillas.

Mitsukuni parpadeó, sorprendida. Ella arrancó con cuidado la rosa de sus dedos, su respiración un poco entrecortada.

—¿Te recordó a mí?

—Sí. Es bonita... como tú.

Mitsukuni se quedó atónita en silencio. Masashi le sonrió tímidamente, antes de dar un paso atrás.

—Nos veremos, señora —se dio la vuelta, caminando rápidamente hacia los establos.

Mitsukuni había guardado la flor, después, como si fuera una reliquia sagrada y preciosa; la colocó en un jarrón delgado de cristal y la miró durante horas, dejando escapar un suspiro tras otro, y cuando sus maravillosos pétalos de terciopelo amenazaron con marchitarse, la presionó con cuidado entre las páginas de uno de sus libros, queriendo mantenerla con ella para siempre. Masashi se había alojado en lo más profundo de su corazón y no había forma de sacarlo de allí.

Era una tarde sombría de pleno invierno cuando Mitsukuni había ido a los establos para su paseo habitual y no lo encontró allí. Una rápida consulta entre los mozos de cuadra reveló que él no vendría ese día.

—Está enfermo, milady —le dijo uno de los muchachos—. Algunos dicen que es... —se detuvo, vacilando.

—¿Qué? —presionó ella, el terror agarrando su estómago con garras heladas—. ¿Qué es?

El chico la miró con tristeza, luego desvió la mirada. El temor de Mitsukuni se convirtió en desesperación.

Tuberculosis.

Sólo había escuchado eso de pasada; aunque muchos de los trabajadores de la finca de su tía habían muerto a causa de esa enfermedad el invierno anterior, nunca le había afectado a ella ni a nadie cercano. Era una de esas cosas que uno pensaba que nunca le sucederían, una desgracia destinada sólo a los demás; que se hubiera acercado tanto a Mitsukuni ahora era un shock en sí mismo. Aunque la vida rara vez había sido amable con ella, sin importar cuán diligentemente su tía le recordara lo afortunada que había sido por haber caído bajo su cuidado, el golpe que le habían propinado en ese instante estaba mucho más allá de lo que jamás había esperado experimentar.

El sanador del castillo arrugó la nariz con disgusto cuando ella le imploró que visitara a Masashi en su humilde morada. Incluso tuvo que sobornar al hombre con un juego de aretes de perlas para asegurarse de que se fuera sin decírselo a su tía. Su veredicto, después de haber examinado a su enamorado, había sido definitivo: dos meses, tal vez tres, si tenía suerte, pero no más.

—Ya superó mis capacidades para tratarlo —dijo a través del pico de la máscara que usaba para evitar contraer la enfermedad mortal—. Todo lo que podemos esperar es que no haya mucho dolor, aunque lo dudo.

Lo ignoró, por supuesto. Día tras día iba a la casa de Masashi, sin importarle si se enfermaría, inventando todo tipo de excusas para escabullirse del castillo, incluso en la oscuridad de la noche. Ella le traía libros y le leía, le contaba canciones e historias. Allí, en su lecho de muerte, Mitsukuni había aprendido más sobre él que cuando estaba sano y salvo.

Masashi sólo sonreía con su amable y paciente sonrisa y la miraba con ojos marrones acuosos que brillaban con afecto.

—Milady —le dijo un día, con un lado de la cara tocado por la luz cambiante del fuego que Mitsukuni se había asegurado de que encendiera el sirviente que había traído consigo—, eres demasiado buena para mí. No lo merezco.

—Silencio, niño tonto, no digas eso.

—No quiero ponerte en peligro. Si pasas tanto tiempo aquí, también podrías contraer la enfermedad.

Mitsukuni sonrió. Únicamente su preocupación bastaba para conmoverla.

—Estaré bien. Nunca me enfermo —era cierto que, de todas las enfermedades que a menudo aquejaban a los niños, Mitsukuni nunca había contraído ni una sola. Era una de esas raras cosas por las que su tía la alababa: que no estaba enferma. Eso, y no mucho más, a veces añadía con una mueca.

Más tarde aprendería que era por la sangre de su padre.

Mitsukuni sintió un poco de satisfacción ahora por desobedecer a la mujer y venir a ver a Masashi. Era su propia pequeña declaración de independencia; si su tía se enteraba alguna vez, se enfadaría con ella con razón por relacionarse con los sirvientes. El solo pensamiento la emocionaba. A pesar de que su tía era controladora, irritable y difícil, Mitsukuni siempre disfrutaba pincharla un poco.

Masashi abrió la boca para hablar, pero sus rasgos pronto se desmoronaron cuando un ataque de tos se apoderó de él. Se llevó un pañuelo a la boca, todo su cuerpo temblando por la fuerza de la embestida; cuando lo quitó, estaba rojo de sangre.

—Oh, Sashi —dijo Mitsukuni cariñosamente, entregándole una taza de agua—. Ahí, ahí, bébetelo todo ahora —ella lo observó mientras tomaba un sorbo, luego otro, enorgulleciéndose del hecho de que, a pesar de su debilidad, aún trataba de no molestarla demasiado, sentándose solo en la cama para beber.

Era un chico tan dulce, de verdad. Y disfrutaba cuidándolo, realmente lo hacía.

Una pequeña parte de Mitsukuni, la que siempre estaba en un segundo plano, observando y analizando, comentaba que se sentía bien que alguien dependiera de ella.

—¿Hay algo mas que necesites? —le preguntó después de que se hubo calmado.

Masashi se relajó sobre las almohadas, el agotamiento cubriendo su rostro. Estaba pálido, sus párpados caídos, el ataque de tos le había quitado la mayor parte de su fuerza. Él la miró fijamente durante un largo momento, soñadoramente, antes de hablar:

—Hay... hay algo que me gustaría —dijo en voz baja, sus pulmones inundados de rojo.

—¿Qué es? Di la palabra y haré que mi sirviente lo traiga.

—Es... bueno... —él le dio una débil sonrisa. Un rubor se deslizó por sus mejillas, calentando su rostro pálido, y sus ojos ardían con un brillo febril—. Me gustaría un mechón de tu cabello. Para que estés conmigo, siempre.

Las palabras la complacieron. Sin dudarlo, Mitsukuni sacó la pequeña navaja de bolsillo que siempre guardaba en la bolsa oculta que colgaba entre las telas de su kimono, se cortó un mechón de cabello y luego lo ató cuidadosamente con una cinta azul. Se lo entregó a Masashi, quien lo tomó como si fuera la cosa más preciosa que había visto en su vida.

—Gracias —susurró. Lo sostuvo en la palma de su mano, mirándolo con cariño, antes de guardarlo en la costura de su haori, junto a su corazón—. Cuando mi alma parta —dijo, aún más bajo—, ¿te asegurarás de que me entierren con él?

—Oh, Sashi, desearía que dejaras de hablar así —dijo Mitsukuni con un resoplido de exasperación, reprendiéndolo incluso cuando ambos sabían que eso sucedería tarde o temprano, inevitablemente de lo que pensaran—. Estarás bien. Sólo concéntrate en tu recuperación y todo pasará. ¿Harías eso? ¿Por mí?

Masashi asintió lentamente y sus pálidos labios, ligeramente teñidos de carmesí, se curvaron en una sonrisa fantasmal.

—Por supuesto —dijo—. Me pondré mejor, para ti, mi señora. Cualquier cosa por ti.

Mitsukuni había derramado lágrimas amargas en su funeral, secándose las mejillas con su pañuelo perfumado mientras el cielo se volvía gris y nublado sobre ella.

Ahora, deja escapar un suspiro suave y evocador y se dirige hacia la ventana de la recámara mientras los amantes de Takiyasha se visten apresuradamente detrás. La nieve cae constantemente más allá del cristal, pero es un día dulce y los fuertes vientos de los anteriores se han calmado. Es perfecto para un paseo.

Después de que han transcurrido varios minutos y los invitados finalmente se van, Takiyasha está envuelta en una túnica de seda negra, el material adhiriéndose a su esbelta figura y ondeando alrededor de sus largas piernas. Su hermana es deslumbrante, francamente, y ella lo sabe bien; todos sus movimientos, incluso los más pausados, parecen ingeniosos y estudiados para obtener precisamente el efecto que desea en las personas: asombro, admiración, y miedo.

Takiyasha se estira como un gato y bosteza antes de caminar hacia un mueble.

—Qué inoportuna.

—Sabes que podrías haber enviado a un sirviente para decirme que estabas ocupada, ¿no? —Mitsukuni arrastra las palabras, apoyando el codo en el alféizar y la barbilla sobre la palma de la mano.

—No estaba ocupada, Mitsukuni, estaba durmiendo —responde—. Tuve la noche más agotadora.

—Oh, créeme, puedo imaginarlo —Mitsukuni podría estar enfadada con ella, supone, pero en cambio, se divierte. Hace tiempo que dejó de tomarse muy en serio las payasadas de Takiyasha; al menos, no cosas como esta—. ¿El joven Lord estuvo a la altura de las expectativas, al menos?

—Y más allá —ella le da una sonrisa maliciosa mientras vierte un poco de vino en dos copas—. Deberías haberlo oído: maullando como un gatito mientras Hideaki y yo estábamos...

—No digas más. Se trata de cadenas, ¿creo? ¿Y esos elegantes látigos de los que me hablabas? —Mitsukuni se ríe y camina hacia ella, aceptando la copa que le ofrece. El vino es fresco y dulce cuando toca su lengua, sólo un poco metálico—. Quién hubiera sabido que estarías metida en este tipo de cosas.

—Cariño, a todos nos gustan este tipo de cosas. Sólo necesitas presionar los botones correctos —Takiyasha sonríe de nuevo, moviéndose hacia el sofá con pasos elegantes. Se recuesta en él, mientras que Mitsukuni se sienta en el sillón frente a ella. Hablan un rato de sus días y de la reunión diplomática de la noche anterior, y chismean sobre sus invitados. No pasa mucho tiempo antes de que su conversación pase a su plan y cómo ha estado progresando.

—Entonces, ¿cómo está nuestro pequeño ladrón? —pregunta Takiyasha detrás del borde de su copa—. ¿Ya lo has doblegado a nuestra voluntad?

—No, aún no. No exactamente, en cualquier caso. Pero creo que va bastante bien, considerando todas las cosas —Mitsukuni no le cuenta sobre las porciones extra de comida que les ha ordenado a los cocineros que le den, y el lote de paja fresca que ha hecho que los guardias le traigan para reemplazar la mohosa y maloliente que tenía antes. No es mucho, pero al menos quiere que él se sienta cómodo donde está. Su primer paso para ganarse su confianza es diferenciarse de Takiyasha tanto como sea posible, pero, por supuesto, su hermana no necesita saber eso.

—Bueno, deberías ir más rápido, querida —apremia—. Sólo dile que sigue siendo un idiota, le arrancarás cada una de sus uñas y harás que se las coma para la cena.

—¿Y planeas actuar así con Kikyo también cuando la captures?

Mitsukuni mira fijamente a su hermana, evaluando su expresión. Sabe que Takiyasha no duda en utilizar la violencia y la crueldad para obtener lo que quiere, y eso la hace peligrosa y terrible a partes iguales. No dudó en fingir ser una erudita para torturar a Onigumo. Takiyasha se ríe con malicia, el sonido resonando en el amplio salón.

—No lo sé aún, Mitsukuni. Kikyo es más astuta y escurridiza de lo que crees. No será fácil capturarla —responde—. Sin embargo, eso sólo hará que sea aún más entretenido. No te preocupes, confío en mis habilidades para llevar a cabo esta tarea. La pequeña Kikyo estará en mis manos en poco tiempo.

Mitsukuni asiente, aunque su mente está llena de dudas y conflictos. Sabe que está adentrándose en un territorio peligroso y que las consecuencias pueden ser devastadoras.

—No la subestimes, Takiyasha. Kikyo no es alguien a quien puedas manejar a tu antojo.

Takiyasha le dedica una mirada desdeñosa, sin preocuparse demasiado por las advertencias de su hermana menor.

—Mitsukuni, cariño, siempre eres tan cautelosa y aburrida. Debes aprender a divertirte más y no tomarte todo tan en serio. Eso es lo que te hace débil, siempre preocupándote por las consecuencias y los detalles insignificantes.

Mitsukuni aprieta los puños con fuerza, conteniendo su enojo.

—No soy débil, Takiyasha. Sólo soy precavida porque entiendo las implicaciones de todo esto. Nuestro plan es peligroso, y necesitamos ser inteligentes para asegurarnos de que las cosas salgan como queremos.

Takiyasha ríe, como si estuviera escuchando una broma graciosa.

—Oh, Mitsukuni, te ves tan seria. ¿No puedes relajarte un poco? Confía en mí, todo saldrá como lo planeamos. Con Onigumo y Kikyo como nuestro chivo expiatorio, nada nos detendrá. Después de todo, están destinados a pelear eternamente, y mis visiones nunca fallan.

Mitsukuni suspira.

—Está bien. Confío en que sabes lo que haces. Sólo espero que no pongas en riesgo nuestras vidas por este plan loco que has armado.

La sonrisa de Takiyasha se desvanece momentáneamente, mostrando un rastro de inquietud que Mitsukuni rara vez ve en ella.

—No lo haré. Sólo quiero lo mejor para nosotras. Eres la única familia que tengo, y haría cualquier cosa para protegerte y asegurar nuestra supervivencia.

—Lo sé, Takiyasha. También quiero lo mejor para ti. Sólo espero que podamos lograrlo sin perder nada en el proceso.

Takiyasha se queda en silencio por un instante, luego sonríe nuevamente, esta vez con una mezcla de determinación y dulzura.

—No te preocupes, Mitsukuni. Estaremos bien.

Mitsukuni arquea las cejas.

—Bueno, pasando a otro asunto: las condiciones de Onigumo son deplorables —ella parpadea inocentemente, hasta que su hermana se burla y pone los ojos en blanco.

—Lo ha pasado peor mientras estaba conmigo, creo que puede soportarlo. En cualquier caso, sea lo que sea que estés haciendo, hazlo más rápido. No puedes perder tiempo mimándolo como si fuera un gatito.

Mitsukuni suspira y toma un pequeño sorbo de su copa, saboreando el líquido. Takiyasha siempre ha sido impaciente, siempre torciendo cada situación para su beneficio y satisfacción. Mitsukuni podría tener otra larga conversación sobre cómo la paciencia es una virtud, y un toque ligero a menudo es preferible a triturar algo en pedazos, pero ella sabe cómo tienden a resultar.

—Lo tendré en cuenta, Takiyasha, pero también necesitas aprender a ser más paciente y estratégica en tus acciones —responde con seriedad—. No todo se puede resolver con violencia. A veces, es mejor actuar con sutileza y astucia para lograr nuestros objetivos.

Takiyasha suelta una risita burlona y levanta una ceja.

—Oh, ¿te volviste un alma noble de repente, Mitsukuni? No puedo evitar reírme ante esa idea. Pero en fin, hagamos las cosas a tu manera si eso te hace feliz. Sólo asegúrate de que nuestro plan avance sin contratiempos.

Mitsukuni sonríe con calma.

—No me estoy volviendo un "alma noble", sólo estoy tratando de evitar que nos metamos en problemas innecesarios. Si logramos que Onigumo colabore de manera voluntaria, será más fácil para nosotras. Al igual que Kikyo.

Takiyasha asiente con desgana, sin querer admitir abiertamente que su hermana tiene razón.

—Está bien, hagámoslo a tu manera por ahora. Pero si veo que tu estrategia no funciona, no dudaré en tomar el control y hacer las cosas a mi manera. Al fin y al cabo, siempre he sido mejor en obtener lo que quiero.

Mitsukuni suspira nuevamente, sabiendo que no logrará cambiar la naturaleza impulsiva y dominante de su hermana.

—Está bien, Takiyasha, pero prométeme que serás cuidadosa y no te arriesgarás innecesariamente. No quiero perderte por tu temeridad.

Takiyasha sonríe, esta vez con un toque más genuino de cariño.

—No te preocupes, Mitsukuni. Siempre soy cuidadosa cuando se trata de mí misma. Después de todo, tengo que asegurarme de estar a tu lado para siempre, ¿verdad?

—Por supuesto, Takiyasha. Pero recuerda, nuestro objetivo es grande y peligroso. Necesitaremos trabajar en equipo y confiar la una en la otra para tener éxito y no caer en la maldición de la perla una vez la obtengamos.

Takiyasha le dedica una mirada intensa y una sonrisa confiada.

—Confía en mí, Mitsukuni, tú eres la más cercana a mi corazón. La joya es preocupante, sí, pero por eso requerimos a Kikyo y Onigumo. Son el cebo de almas para... ya sabes, evitarnos ese funesto destino.

Mitsukuni asiente, aceptando la determinación de su hermana. Sabe que no hay forma de detenerla cuando su mente está decidida en algo, y aunque le preocupa el peligro que enfrentan, también confía en su astucia y habilidades. Después de todo, han pasado por innumerables desafíos juntas y siempre han salido victoriosas.

—Pasando a otro tema, estaba pensando en llevar a Onigumo a dar un paseo por el castillo esta tarde —dice alegremente—. Es un día maravilloso, y ha estado encerrado en las mazmorras durante demasiado tiempo. Un poco de ejercicio le caería mal.

Takiyasha la mira fijamente.

—Debes estar bromeando.

—Para nada —Mitsukuni deja su vaso y se encuentra con los ojos de su hermana nivelados. Ella trata de mantener su expresión dulce y su mirada suave, sin confrontaciones—. Si queremos engañarlo, creo que sería una buena idea mostrarle este lugar, ¿no? Las paredes mohosas de una mazmorra no son muy inspiradoras, en términos generales.

—No es posible que estés pensando en dejar esa cosa suelta por el castillo —responde Takiyasha, sus labios carmesíes curvándose con disgusto.

—¿Quién dijo que lo dejaré suelto? —ante la mirada inquisitiva de su hermana, Mitsukuni sonríe y mete la mano en la pequeña bolsa que trajo consigo. Saca lo que ha venido aquí a mostrarle en primer lugar.

El collar que mandó a hacer es de cuero suave pero resistente, unido a una correa delicada igualmente resistente. Las especificaciones de Mitsukuni eran muy precisas: quería que fuera cómodo de llevar, pero duradero. El fuerte eslabón de metal que conecta la correa con el collar es prueba de ello.

Takiyasha se queda boquiabierta por un instante, luego echa la cabeza hacia atrás, riendo.

—¿Vas a atarlo, como un perrito? —pregunta, sin aliento, después de que su risa se ha calmado—. Mitsukuni, pequeña malvada.

—Es por el bien del plan —dice Mitsukuni con calma—. Quiero que se sienta seguro, y mantenerlo cerca mientras estamos fuera ayudará

—Y recordarle su lugar mientras tanto —Takiyasha le lanza una sonrisa torcida—. Realmente has pensado en todo, ¿no es así? —vuelve a llenar su vaso y se relaja en los cojines con una expresión tremendamente divertida—. Dile que es de mi parte. Le encantará eso.

—Dudo mucho que lo haga —dice Mitsukuni—. Realmente le hiciste un número, Takiyasha. Ganarse su confianza no va a ser fácil.

—Oh, cielos, por favor, no empieces —Takiyasha se burla y pone los ojos en blanco—. Si tengo que escuchar otra palabra sobre ese gatito indefenso, creo que podría vomitar. Y ni siquiera he bebido vino todavía —bromea teatralmente, para hacer un punto, y deja su copa. Luego, se acuesta en los cojines y se pasa el brazo por los ojos—. Sólo haz lo que tengas que hacer con él —dice descuidadamente—. Me da igual. Sin embargo, Mitsukuni, ten en cuenta que su muerte es inevitable. No te apegues demasiado. Es un sacrificio, ¿comprendes? Para la perla de Shikon. Es él o nosotras.

Esa es la Takiyasha que Mitsukuni conoce: si comenzara a actuar de otra manera, ella estaría muy preocupada. Y sin embargo, no puede evitar que las palabras le caigan amargas como una comida desagradable.

—Sé perfectamente cuál es nuestro objetivo, Takiyasha. No me he encariñado con él ni tengo intenciones de hacerlo. Él es sólo un medio para un fin, al igual que Kikyo. Nuestra misión es conseguir la joya y asegurarnos de que esté en nuestras manos, no importa el costo.

Takiyasha sonríe satisfecha, complacida con la respuesta de su hermana.

—Exactamente, Mitsukuni. Eres una buena hermanita.

—Pero, sólo asegúrate de mantenerte alejada del patio y el balcón —dice con dulzura, pero todavía con la intención de un golpe ligero—. Sería mejor si ustedes dos no se vieran por ahora.

—Como si quisiera estar cerca de esa criatura. Tuve suficiente de sus constantes lloriqueos —Takiyasha deja escapar un suspiro de sufrimiento—. Tengo un dolor de cabeza terrible.

Mitsukuni se burla.

Pobrecita.

—Sí, lo soy.—Takiyasha hace un puchero. Luego, la mira por debajo de su mano con una mirada traviesa—. ¿Sabes qué ayudaría?

—¿Qué?

—Una noche de chicas —se sienta y arroja su cabello largo, negro y sedoso sobre su hombro—. Un buen baño largo y una mascarilla facial, y luego nos arreglaremos las uñas y el cabello, y luego... —hace una pausa, con una sonrisa alegre—. Tendremos una fiesta para nosotras.

—¿Otra fiesta? —Mitsukuni se ríe y niega con la cabeza. Dejó de maravillarse con los impredecibles cambios de humor de su hermana varios años atrás. Además, una noche de chicas no sería mala idea; han estado muy ocupadas y ha pasado mucho tiempo desde que hicieron algo así, y pasar el rato con su hermana siempre ha sido su actividad favorita. Takiyasha a menudo tiende a mostrar una máscara fría, de pocas emociones y no tan extravagante como en realidad es, pero siempre se deja llevar cuando está junto a Mitsukuni, y de todos modos, podrían divertirse y vincularse como solían hacerlo.

—Está bien. Pero primero —ella se levanta y recoge su bolso—, tengo que cuidar a Onigumo. Y luego, te veré aquí.

Ugh, bien —dice Takiyasha con un movimiento negligente de su mano—. Sé rápida al respecto, y no te dejes engatusar por su hermosa carita. No es lo que parece —la observa mientras camina hacia la puerta—. Envíale mis saludos, ¿quieres? —ronronea burlonamente.

Mitsukuni hace una pausa, lanzándole una mirada de complicidad por encima del hombro.

—Ciertamente no lo haré.

La risa aguda de Takiyasha la sigue mientras sale al pasillo.


«Como la sombra, paso y me vo

La fierecilla domada


Notas finales: Capítulo 94 del manga. De cría nunca hubiera notado que el lore de InuYasha era asombroso. Lo noté en la releída que le di de adulta (o mejor dicho, le estoy dando). Te lo juro, no podía pasar de ese capítulo "El Nacimiento de la Perla", especialmente por cierto detalle que me voló la cabeza (el detalle lamentablemente no aparece en el anime). Eita aparecerá en el siguiente capítulo.