Day 4: Historical / seafolks and mermaids
Esto está mal. No importaba cuántas veces se lo dijera, Antonio volvía a caer en el pecado. Las reglas de las sirenas y tritones eran claras en cuanto al exterior se refería. Todo lo que hubiera al otro lado de la superficie quedaba prohibido: el siempre cambiante cielo, las nubes que lo recorrían, los montes que podía ver a lo lejos y, sobre todo, los humanos. Su padre se lo había dicho en incontables ocasiones, sin darse cuenta que cuanto más le contaba, más ganas tenía Antonio de explorar ese mundo que le habían prohibido.
La primera vez que vio a los humanos, estaban destruyéndose los unos a los otros. Sus cáscaras de madera rugían y lanzaban objetos a gran velocidad hacia otras cáscaras. Cada martilleo le dolía en los oídos y se los tapó hasta que el silencio más inquietante se apoderó del bravío océano. Una de las cáscaras se hundía y los humanos chapotearon hasta que perdieron las fuerzas y la acompañaron. Consciente de la ventaja que tenía bajo el agua, se acercó a verlos. Fue extraño comprobar que no duraban mucho en el mar y, cuando tuvo el coraje suficiente para acercarse, acabó llevándose algunas de sus prendas como un recuerdo de lo que había vivido. Entre los objetos que se llevó había una tela grande, negra, con una tétrica calavera.
Había más cáscaras flotantes que llevaban la bandera negra, así que dedujo que debería ser algún tipo de asociación de humanos. ¿De qué tipo? No lo sabía a ciencia cierta. Cada vez que los veía, a su alrededor había violencia y destrucción. La curiosidad consumía a Antonio, que siempre encontraba un motivo para callar la inquietud que moraba en su cabeza.
Una vez, siguió a uno de los navíos hasta que llegó a una cala que se adentraba en la montaña. Nadó en silencio, siguiendo de cerca el pequeño cascarón con palas dirigido por una persona que se acercaba a tierra. Protegido por el casco del cascarón, Antonio observó al hombre que se alejaba con una herramienta sobre el hombro. Durante un rato, estuvo clavando la herramienta en el suelo y sacando tierra a un lado. Al rato, el pirata jadeó pletórico y tiró el utensilio. Cuando se acercó la antorcha a la cara, Antonio pudo ver un rostro anguloso, delicado y sonriente. En sus ojos claros brillaba la aventura, la pasión. El pelo rubio, que casi parecía que surgía de su sombrero negro con fastuosas plumas, le bordeaba el rostro y se ondulaba hacia las puntas.
Nunca había estado tan cerca de un humano. El corazón le latía con fuerza y supo que no podría olvidar ese momento mientras viviera. El humano guardó algo en el bolsillo interno de su casaca y se incorporó. De repente, se giró y apuntó con un cachivache que sacó del cinto. Antonio aguantó el aliento y se escondió detrás de la madera.
—Sé que estás ahí~ —canturreó el humano—. ¿Por qué no sales y pones las manos en alto, donde el tito Francis las pueda ver?
Antonio supo que tenía que huir, rápido. Sin embargo, antes de llegar a coger el suficiente impulso para sumergirse, algo silbó cerca de su oreja y la madera astillada le cayó sobre el hombro.
—Ni se te ocurra intentar escapar. Por algo soy uno de los piratas más temidos del Caribe. Sal. No me hagas enfadar.
Podría huir, a lo mejor resultaba herido, pero no había manera de que el humano lo venciera en el agua. ¿Y por qué no lo había hecho todavía? La bestia había tomado el control de sus acciones. Quería verlo. Quería hablar con el humano. Quería conocerlo. Así que se asomó, con timidez y el hombre se quedó sorprendido, incluso bajó el cachivache con el que le apuntaba.
