El fin de todo

El almuerzo del domingo pasó, dando lugar a una cálida tarde donde todos comenzaron los preparativos para el viaje de vuelta. John, Lidia, las mellizas, por un lado; y Candy y Albert por el otro. Originalmente, habían planeado viajar ambas familias separadas, pero luego los Rockefeller indicaron que tenían asuntos que atender en Chicago; por lo tanto, decidieron viajar todos juntos esa misma tarde.

Candy miraba meditabunda por la ventana, mientras guardaba sus ropas en su maleta.

-El día está precioso, no dan ganas de volver… -dijo en un suspiro.

-Sí, está completamente despejado el cielo… -respondió Albert.

-Llegamos con lluvia, pero nos vamos con sol -sonrió Candy, mientras se acercaba a la ventana. -Me gustaría venir más seguido a Lakewood. Había olvidado cuánto me encantaba este lugar.

-Esta mansión también es tuya, pequeña. Sabes que puedes venir cuando quieras ¿verdad? -Albert se había parado detrás de ella, pasando sus brazos por su cintura para abrazarla. Y ella tan sólo se dejó llevar, apoyándose en él.

Candy se asombraba al ver cómo había cambiado su relación del viernes al domingo, de simple amistad a definitivamente algo más. Albert muy despacio comenzó a darle pequeños besos en el cuello, y ella suspiró al sentir aquellas cosquillas. Giró su rostro para mirarlo sin soltar el abrazo y su mirada instantáneamente se desvió de los ojos a los labios. Él leyó aquella intención, y suavemente comenzó a besarla. El beso era suave y delicado, haciendo que Candy se girara completamente quedando de frente. Fueron llevándose mutuamente, hasta que ambos irremediablemente cayeron sobre la cama matrimonial riéndose por lo bajo, pero sin interrumpir los besos, alternando con suaves caricias que iban subiendo de intensidad cada vez más y más… Hasta que de repente, escucharon que alguien abría la puerta del dormitorio.

- ¡Oh, disculpen! -Era Dorothy, que al ver la escena se sintió sumamente incómoda y avergonzada – Toqué la puerta, pero nadie contestaba… No volverá a suceder.

-No te preocupes… ¿Qué necesitabas? -le respondió Albert, mientras se incorporaba con la cara enrojecida. Candy quedó sentada al borde de la cama, también completamente ruborizada.

-Sólo quería avisar que los Rockefeller ya están esperando en el recibidor.

-En un momento vamos -le indicó Albert.

Dorothy hizo un asentimiento de cabeza y se retiró tratando de disimular la sonrisa. Al cerrar la puerta, no pudo hacer más que dar saltitos de felicidad. Su gran deseo por fin se había hecho realidad. ¡Qué maravilloso día!

Albert y Candy se quedaron mirando la puerta para luego mirarse mutuamente, riéndose avergonzados. Y sin decir palabra, continuaron con sus preparativos para el viaje.

El viaje a Chicago fue tranquilo y al cabo de una hora, ambas familias se despedían en el aeropuerto, con abrazos y palabras amables. Los Rockefeller habían comentado que estarían en la ciudad unos cuantos días más, así que eso le daba tiempo a Albert para cerrar del todo el proyecto del Amazonas. Aún quedaba pendiente tratar de disuadir a John para que la represa no se construyera, pero el joven heredero se tenía fe al respecto. Había estudiado el asunto de punta a punta, nadie sabía más del tema que él. Y aunque el gran John Rockefeller Jr aparentaba ser un hombre implacable en los negocios, él lo conocía bien y sabía que a pesar de todo era una buena persona. Eso le decía su instinto, y él siempre confiaba en su instinto. En eso iba pensando y analizando, mientras el chofer los alcanzaba hasta el departamento.

- ¿Te quedarás esta noche? -preguntó Candy, tímida porque aún no sabía en que punto estaban con respecto a su relación.

Albert salió de sus cavilaciones y la miró un momento. Aquellos ojos verdes le recordaban insistentemente que tenían una charla pendiente, una muy importante.

-Sí, claro -le dijo, tomándole la mano -Vamos a cenar algo rico. Yo cocinaré.

Aquello hizo gracia a Candy.

- ¿Con qué? En casa, la heladera está vacía.

-Mmmh, tienes razón, lo había olvidado. ¿Quieres salir a cenar? Podremos ir a un restaurante…

Candy lo pensó, pero inmediatamente arrugó la nariz. El cansancio de todo el fin de semana se le había venido encima durante el viaje de vuelta y realmente se sentía muy agotada. Albert al mirarla un poco más con detenimiento se dio cuenta de ello y, a decir verdad, él también se sentía muy agotado.

- ¿O prefieres pedir algo y miramos una película?

-Esa idea me gusta más -contestó ella, agradecida.

Llegaron al departamento al anochecer, ante la acostumbrada mirada reprobatoria del portero, y abarrotados de bolsos. Para Albert, era un misterio cómo los bolsos se multiplicaban en los viajes de regreso.

-Siempre dices lo mismo cuando viajamos juntos -le contestó Candy, divertida. Para ella la explicación era simple. Para el viaje de ida, la ropa era acomodada con cuidado y con toda la paciencia del mundo, por lo tanto, entraba más ropa por bolso. En cambio, en los viajes de vuelta con el agotamiento y el apuro por viajar, la ropa era acomodada con descuido, y no siempre entraba igual. Conclusión: Más bolsos por la misma cantidad de ropa. Albert la miró con los ojos entrecerrados al escuchar aquella explicación.

- ¿No te cansas de ser tan sabionda? -le preguntó simulando enojo.

-No. ¿Y tú no te cansas de ser tan gruñón? -le contestó ella, guiñándole un ojo y sacándole la lengua.

Albert no le dejó pasar. Y dejó caer los bolsos al suelo, para perseguirla por todo el departamento; cayendo ambos sobre el enorme sofá, mientras Albert la llenaba de cosquillas, riéndose sin parar. Al cabo de un momento, ambos habían parado de reír y respiraban agitadamente. Candy se encontraba acostada sobre el sofá y Albert estaba sobre ella. Se miraron mutuamente, en silencio, sólo el sonido de sus respiraciones se escuchaba. Albert tomó el rostro de ella entre sus manos y comenzó a besarla con fervor. Candy también deseaba con todas sus ansias continuar, pero una pequeña voz en su cabeza le recordaba que debían aclarar todo cuanto antes. Ella necesitaba saber dónde estaban parados.

-Albert…

Él parecía no escucharla porque seguía regando besos por su cuello.

-Albert…

- ¿Mmmh? -los besos continuaban.

-Albert, necesitamos hablar…

Esas palabras fueron suficientes para detenerlo de inmediato, se reincorporó y se sentó al borde del sofá. Candy lo miró aún acostada, con la cara enrojecida y los ojos brillantes. Albert también tenía las mejillas enrojecidas y el pelo rubio completamente despeinado. Eso más su remera blanca y los jeans algo gastados que le quedaban de maravilla, hacían de él un auténtico Ken. A Candy se le hizo agua la boca, pero trató de mantenerse seria.

-Tienes razón -respondió él, pasándose la mano por el pelo varias veces.

Ella también se incorporó y quedó sentada en el sofá, al lado de Albert. Ambos se miraban y sonreían, tímidos, sin saber cómo empezar a hablar. Habían pasado de ser casi como hermanos a ser una clase de pareja con todas las letras. Ya conocían cada centímetro de la piel de cada uno y aún no habían ido ni siquiera a una primera cita oficial.

-Candy…

-Albert…

Dijeron al mismo tiempo. Sonrieron.

-Empiezo yo -anunció Albert.

Ella hizo un asentimiento de cabeza aliviada, ya que no sabría por dónde empezar.

-Candy… Sé que nos conocemos desde hace muchos años, éramos unos niños cuando nos vimos por primera vez. Y cuando cumplí la mayoría de edad y moví los papeles para tu adopción, yo sólo quería que fueras feliz.

Candy estaba asombrada, Albert estaba igual de nervioso que ella o tal vez más. Movía las manos repetidamente y hasta tartamudeaba un poco al hablar.

-Jamás mi intención fue adoptarte para, bueno, tenerte como mi amante. Mis intenciones estaban lejos de ello. Yo sólo quería que tuvieras todo para ser feliz. Porque te merecías ser feliz… -hizo una pausa. -Pero al pasar los años, y al crecer ambos, es que nos fuimos haciendo cada vez más amigos, hasta llegar a ser íntimos amigos, los mejores… -hizo otra pausa, para tomar sus manos y acomodarse en el sofá para mirarla de frente -Pequeña, me conoces mejor que nadie y creo que nadie te conoce mejor que yo ¿verdad?

Candy no podía hablar, estaba muy emocionada, sólo pudo asentir.

-Y me enamoré de ti. Así sin más, contra todo pronóstico. Pero yo era tu guardián, tu tutor. Tu padre adoptivo, y eso me desgarraba las entrañas. Porque me enamoré como un loco de ti ¿sabes? Y no sabía qué hacer, sólo quería estar contigo. Quería decírtelo, pero tú justo estabas en pleno noviazgo con Terry y yo sólo veía cómo se iba poniendo seria la relación entre ustedes…

La voz se le quebraba al decir esas palabras, y Candy no aguantó más, abrazándolo fuertemente.

- ¿Es por eso que aquel año desapareciste? ¡No supe de ti por meses! Me puso furiosa aquello Albert…

-Lo sé, y lo siento. Pero no aguanté verte con él… Me encerré en mi trabajo, en los viajes, y en mis misiones humanitarias y ecológicas. Fue cuando recibí tu carta con la noticia de la ruptura es que por fin pude volver. Había pasado un año, y quise creer que te había olvidado, pero no fue así Candy. Cuando nos encontramos, luego de un año sin vernos todo volvió a renacer, me quemaba por dentro el amor que sentía por ti, pequeña. Y lo sigue haciendo… Porque te sigo amando como un loco, te amo, te amo tanto…

La besó con fervor, con ansias, con las ganas contenidas de hace años.

- ¿Y aquella propuesta indecente? ¿Acaso todo el tema del Amazonas fue sólo una excusa, con intenciones ocultas? -le preguntó Candy sonriendo, interrumpiendo el beso.

Albert sonrió.

-Algo así… -sonrió aún más avergonzado -Necesitaba una esposa. Alguien que me conociera tanto que no levantara sospechas ante las insistentes preguntas de los Rockefeller. Con George inmediatamente pensamos en ti. Además, siempre le caíste bien a John. Pero, eso jamás quitó las esperanzas que tenía contigo. -volvió a tomar su rostro entre sus manos para mirarla a los ojos -Cuando te besé por primera vez, en la biblioteca, estaba sudando de nervios. Lo único que pensaba era "hazlo bien, hazlo bien, no la vayas a ahuyentar".

Candy sonrió. -Confieso que yo también estaba muy nerviosa…

-La noche del sábado, es decir, anoche… Lo siento Candy, no quiero que creas que todo esto hice solamente para llevarte a la cama.

-No pienso eso.

-Es que anoche, estabas hermosa y yo…

-Albert -Candy lo interrumpió -No tienes por qué disculparte. Ya no soy una niña, y además… Sabes perfectamente que no soy la clase de mujer que se acuesta con cualquiera. Creo que sabes que necesito estar enamorada de esa persona, así que…

A Albert se le iluminaron los ojos.

- ¿En serio?

- ¿Acaso lo dudas? Te amo Albert, yo también te amo con locura, desde siempre. Creo que desde antes que tú de mí…

Albert beso sus labios, entrelazando sus lenguas hasta que quedaron sin aliento.

-Pero no creo que antes de mí -contestó él sonriendo, al interrumpir el beso.

-Sí, desde antes que tú de mí. Yo me enamoré de ti cuando aún era una niña, cuando me miraste con esos ojos celestes frente a la puerta del banco. Desde ese momento, fuiste, eres y serás mi príncipe Albert.

Los besos continuaron, fundiendo labios y lengua, hasta que Candy se sentó a horcajadas sobre él. La temperatura comenzó a subir entre ambos, y las ganas hervían en la piel de cada uno. Las vestimentas fueron volando, hasta quedar ambos desnudos y sedientos de pasión. Albert la besaba entera, desde los labios, pasando por el cuello y llegando a aquellos pechos turgentes que bailaban frente a él. Candy tomó entre sus manos aquella parte de la anatomía de Albert que presionaba su pubis y comenzó a masajear de arriba abajo, logrando que se volviera más erguido y más duro, hasta que ambos soltaran suaves gemidos que se mezclaban con el silencio del departamento. Candy estaba completamente húmeda, caliente y abrió los ojos para ver las mejillas sonrojadas y el pelo despeinado de su amado. Albert también abrió los ojos, y ambos se miraron mutuamente, mientras que con vaivenes se unían en cuerpo y alma, declarándose amor eterno…

La noche continuó con comida china a domicilio y demostrándose amor en cada rincón del departamento. Y cuando ambos estaban entrelazados entre las sábanas de la cama matrimonial del dormitorio de Albert, ya agotados y abrazados, pero sin dejar de hacerse mimos, recién en ese momento se permitieron pensar en lo que les deparaba el futuro.

-Candy…

- ¿Sí?

-Lo que dije en Lakewood frente a los Rockefeller, era cierto.

Ella se removió un poco para poder mirarlo de frente.

- ¿Cuál parte?

-Tú y yo, esto que estamos empezando… Para mí va en serio, Candy.

-Para mí también.

-Y no quiero perder más tiempo… ¿entiendes?

Candy sonrió.

-Sí, y estoy de acuerdo.


La mañana siguiente los despertó, y con los primeros rayos de sol se ayudaron ambos a prepararse para el gran día que los esperaba. Candy debía volver al hospital, mientras que Albert debía reunirse en su oficina con George para revisar los últimos detalles del proyecto Amazonas que pensaban enviarle esa misma mañana a John Rockefeller Jr.

-¿Cenamos hoy? -preguntó Candy, mientras se despedía con un beso.

-Claro cariño, te escribo más tarde.

Y mientras ella se subía al auto que la llevaría hasta el hospital, el gran William Albert Andrew, impecable con su traje de dos piezas, sonriendo a más no poder, se subía al otro auto que lo llevaría a sus oficinas en el centro de Chicago.

Ya en las oficinas, Albert revisaba esos papeles por centésima vez.

-Creo que estamos listos, pero no creo que sea lo adecuado enviar. Creo que debo llevarlos personalmente.

-Sí, estoy de acuerdo contigo William -contestó George, revisando una vez más la carpeta que tenía entre sus manos.

Inmediatamente, Albert levantó el teléfono que tenía sobre su escritorio para llamar a su secretaria.

-Sí, Rose, por favor concierta una cita con John Rockefeller Jr.

Colgó y agarró una vez más la enorme carpeta para estudiarla nuevamente.

-William, estás bien. Nadie conoce más del tema que tú.

-Sí, lo sé George. Pero es que, es sumamente importante que no cometa errores. Si todo sale bien, la fase dos estaría completa, y podríamos convencer a John de que la construcción de esa represa no es buena idea.

Luego de un momento, cerró con fuerza la carpeta y se levantó de su asiento para dirigirse a la mesa de las bebidas que se encontraba en un rincón de la oficina. Mientras se servía una medida de whisky, sonó el teléfono. George atendió la llamada.

- ¿Sí, Rose? ¿Cómo? ¿Está segura? -Albert lo miró al escuchar aquel tono preocupado -Ok, entiendo… Gracias Rose. -George colgó.

- ¿Qué sucede?

La mirada de George Johnson no denotaba más que preocupación.

-El señor Rockefeller dio la orden de no permitir ninguna reunión contigo, William.

- ¿Cómo? Debe haber un error.

Inmediatamente, Albert apretó el botón del intercomunicador de su escritorio.

-Rose, ¿puedes venir un momento?

Al cabo de unos segundos, la secretaria ingresaba a la oficina. Rose era una mujer robusta, pasada de años, con canas en los cabellos, que vestía la camisa de la empresa y una pollera de color oscuro que le llegaba hasta las rodillas; finalizaba su atuendo con unos zapatos cerrados de cuero. Llevaba trabajando en la empresa haría más de 10 años, por lo tanto, no se encontraba para nada sorprendida que su jefe le hubiese llamado a su oficina, ya que se imaginaba que eso pasaría al dar el recado de la secretaria del señor Rockefeller.

-Rose… -comenzó a hablar Albert - ¿Me puedes explicar palabra por palabra lo que acabas de informar?

Rose tembló ante el tono de voz de su jefe. Pocas veces él le había hablado de esa manera.

-Señor, es tal cual lo que informé al señor Johnson. Usted me pidió que concertara una reunión con el señor Rockefeller. Yo llamé, me atendió la secretaria y ni bien escuchó su nombre, inmediatamente me comunicó que el señor Rockefeller no desea reunirse con usted.

Albert no podía creer lo que estaba escuchando. Oh no, esto olía muy mal… Respiró profundo.

-Gracias Rose, puedes retirarte.

Rose hizo un asentimiento y se retiró lo más rápido que pudo de la oficina.

-Increíble, no puede ser… -Albert estaba en shock.

-William, eso quiere decir que… -George, tampoco salía del asombro.

-Tal vez, aunque no estamos seguros.

-Sabíamos que existía el peligro.

-No, no puede ser. Igualmente iré, personalmente. Esto no puede terminar así. No después de tanto esfuerzo.

-Iré contigo William.

Albert agarró la enorme carpeta que ya conocía de memoria, y junto con su mano derecha salieron de la oficina con toda la furia que la duda les concedía.

Gracias a la gran habilidad del chofer de manejar entre tanto tráfico, llegaron al enorme edificio de los Rockefeller al cabo de media hora.

El edificio se levantaba imponente ante ellos como una majestuosa torre de más de 50 pisos. Las innumerables ventanas daban la impresión de estar cubierto de diamante, y justo en lo más alto de la torre, William Albert Andrew sabía que se encontraban las enormes oficinas del gran John Rockefeller Jr.

Sin una pizca de duda, se bajó del coche y con paso seguro se dirigió a lo más alto del edificio, acompañado siempre de su fiel amigo. Tanto a Albert como a George, se le hacía eterno la velocidad del ascensor; debían llegar hasta el piso 50, y los nervios hacían que sus intestinos se retorcieran de pánico. Finalmente, la puerta del ascensor se abrió, dando lugar a un enorme recibidor, decorados con varias plantas de interior en los costados, enormes ventanales y justo en el medio, una mesa con forma semicircular donde una sola secretaria estaba trabajando frente a su computador. La secretaria era joven, pelo castaño y atractiva. Albert se dirigió a ella con paso seguro.

-Buenos días -saludó Albert con una sonrisa.

La joven secretaria levantó la vista del computador, y tragó en seco. Nunca se hubiese imaginado que el gran William Albert Andrew se presentaría ante ella esa mañana.

-Buenos días, señor -contestó tartamudeando. El sólo hecho de que aquellos ojos celestes la miraran fijamente ya provocaba un efecto en ella que hacía ruborizar sus mejillas. Todo el mundo sabía que William Albert Andrew era el soltero más codiciado de América, y para ella eso no era ninguna excepción.

- ¿Puede, por favor, informarle al señor Rockefeller que William Albert Andrew ha venido a hablar un momento con él? -el tono de voz de Albert era amable y encantador, y la secretaria sólo pudo esbozar una sonrisa.

Inmediatamente, la secretaria tomó el teléfono en sus manos, marcó unos números y esperó. Albert no le quitaba la vista de encima, logrando que ella se ruborizara aún más.

-Sí, señor. William Albert Andrew está aquí. Sí, entiendo… sí, entiendo señor. -Y colgó.

La secretaria levantó la vista nuevamente ante Albert, y tartamudeando le comunicó.

-El señor Rockefeller en este momento se encuentra en una reunión, y no podrá atenderle señor.

Una incomprensiva confusión se clavó en el pecho de Albert que, sin pensarlo, atravesó el recibidor, abriendo las enormes puertas de la oficina de par en par, ante las miradas atónitas de la secretaria y de George. Del otro lado, sentado en su enorme escritorio con gigantes ventanales a su espalda se encontraba John Rockefeller Jr que lo miraba con seriedad absoluta.

- ¡Señor, en este momento no puede atenderle! -exclamó la secretaria, tratando de alcanzarlo.

John miró a su secretaria y con un movimiento de mano le dijo -Está bien Nataly, déjanos solos.

Las puertas se cerraron, dejando a ambos titanes dentro, mirándose uno al otro fijamente. Al cabo de unos segundos, John le hizo una seña a Albert para que tomara asiento.

-John... Tal vez entendí mal, pero me dio la impresión de que no querías reunirte conmigo… -Albert trataba de mantenerse sereno, aunque por dentro la duda hacía temblar sus venas.

John no dijo nada. Abrió uno de los cajones de su escritorio y sacó una carpeta, y la lanzó sobre el escritorio. Albert la tomó y comenzó a hojearla. En ella estaban las supuestas fotos de boda de él y de Candy, y el supuesto certificado de matrimonio, junto con marcas y aclaraciones de por qué todo aquello era falso. Finalizaba el documento con la firma de especialistas científicos.

-John, tú no entiendes…

- ¡Jajaja! -la carcajada lúgubre del gran Rockefeller lo interrumpió y llenó el recinto - ¿No entiendo? ¿Te parece que no entiendo, William? ¡Me tomaste el pelo, eso hiciste William! ¿Crees que no entiendo tus artimañas? ¿Crees que no entiendo que lo único que hiciste fue usarme para salvar tu maldito planeta, que, según tú, está en peligro?

-Tienes razón John… Te mentí, y lo siento. No estoy casado con Candy, pero ¿ayudará en algo contarte que gracias al fin de semana que pasamos en Lakewood, por fin nos declaramos nuestro amor?

- ¡Ja! Sí, claro…

-Sí, John. Por favor, créeme, estoy enamorado de ella, y ella de mí. Y tal vez no estemos casados ahora, pero te aseguro que lo estaremos en un futuro muy próximo…

- ¡Patrañas, William! Abusaste de mi confianza y el de mi esposa. ¡Con un demonio, William! ¡Abusaste toda la maldita confianza de toda mi familia! Por ti, la relación que unía a los Rockefeller con los Andrew por generaciones se rompió… Se rompió, ¿entiendes?

Un silencio sepulcral cayó entre ambos. La mirada gélida de John junto con el tenso aire que los rodeaba, le dio la impresión a Albert que finalmente había perdido la batalla. En silencio y con la cabeza baja el joven Andrew se levantó de su asiento, dejando la pesada carpeta que traía en sus manos sobre el escritorio. John lo miró extrañado.

-Si todavía tienes una pizca de duda de por qué hice todo lo que hice, por favor, estudia estos documentos -dijo con mirada suplicante -Verás que jamás mis intenciones fueron faltarte el respeto ni a ti, ni a tu familia. Es que, John… -Albert suspiró -Hay demasiadas vidas en juego… Estoy seguro, que no eres el tipo de persona que es feliz con las manos manchadas de sangre…

Y sin decir nada más, William Albert Andrew se retiró del recinto.

Parado en el mismo lugar del recibidor, se encontraba su fiel amigo y mano derecha, esperándolo pacientemente. Que ni bien lo vio salir de las oficinas se acercó a él para averiguar qué había pasado. Pero la mirada de derrota de Albert le decía todo. En silencio, subieron al ascensor para emprender el camino de regreso.

Ya en el auto, Albert sin quitar la vista de la ventana, solicitó que lo llevaran a su departamento.

- ¿Al departamento de la señorita Candy? -quiso saber George.

-No, a mi departamento.

Y con la mirada perdida en los autos que pasaban a los costados, sólo atinó a susurrar.

-Dios mío, lo arruiné todo… Todo…

Continuará…


Hooooola Candymundo!

He aquí otro capítulo de esta historia que está muy cerquita del final. Muchas gracias por los comentarios. Gracias de verdad, me hace muy feliz que les guste lo que escribo.

Abrazo enorme!