ZELDA

Me consideraba a mí misma como una mujer decente. Tenía mis defectos, por supuesto, pero en mi opinión las cualidades eran lo que importaba a fin de cuentas.

Era inteligente. De eso estaba orgullosa. Podía ser divertida si me lo proponía. Me tomaba mi trabajo muy en serio y era rápida sacando temas de conversación. Y también conseguía que todo el mundo escuchara lo que tenía que decir. Todo el mundo menos mis propios hijos, claro estaba.

Mi hijo menor podría haber sacado cualquiera de mis cualidades. Era inteligente, pero ahí se acababa el parecido. Había tenido esperanzas de que se pareciera más a mí pero, en cambio, cuando cumplió los tres años había descubierto que tenía un Link cuatro veces más pequeño corriendo por mi casa. Y, como no podía ser de otra manera, había heredado la temeridad de su padre.

Podía ser precavido y desconfiado con los desconocidos, igual que su padre. Pero cuando se trataba de su propia seguridad y de hacer locuras, se lanzaba sin pensárselo dos veces. De nuevo, igual que su padre.

—¡Artyb! ¡Baja de ahí ahora mismo o te juro que comerás verdura durante toda una semana!

Él fingió que no me había oído y siguió escalando. Se apoyaba en las ramas del árbol, que temblaban bajo su peso. Yo también temblaba. De terror.

Llevaba un rato intentando conseguir que bajara. De hecho, había gritado tanto que notaba un molesto escozor en la garganta. Di gracias por que la casa estuviera tan alejada del resto de la aldea; nadie podría alcanzar a oírnos.

Por un momento estuve tentada a rendirme. A volver a casa y dejarlo escalando árboles. Pero entonces me lo imaginé resbalando y haciéndose daño de mil formas distintas, y lo peor sería que yo no estaría allí para ayudarlo si ese fuera el caso.

—Artyb...

—¡No!

Suspiré y me dejé caer contra el tronco del árbol.

—Artty, a mamá le da mucho miedo que te subas a los árboles.

El movimiento cesó de pronto. No tuve que mirarlo para saber que aquello lo había hecho pensar. Al cabo de unos instantes vi como bajaba de una rama a otra de forma experta hasta situarse casi a mi altura.

—¿Por qué? —preguntó.

Lo miré a los ojos. Eran iguales a los de su padre; azules como el cielo en un día sin nubes y, en ocasiones, fríos como el hielo.

—Porque no quiero que te caigas y te hagas daño. —Le aparté el pelo que le caía sobre los ojos—. Mamá sufriría mucho si algo te pasara.

Él parpadeó.

—¿Por qué?

Contuve otro suspiro y le pellizqué la punta de una oreja con cuidado. A él se le escapó una risita.

—Porque todavía eres mi pequeño.

Me dispuse a hacerle cosquillas, pero la rama en la que Artyb se apoyaba tembló peligrosamente cuando él intentó zafarse de mí.

El corazón se me detuvo.

Solo volvió a latir con normalidad cuando Artyb encontró algo de estabilidad de nuevo.

—Baja de ahí —traté de ordenarle, aunque la voz todavía me temblaba por el susto, así que sonó más a súplica que a orden.

—Los árboles son buenos —replicó él—. No quieren que me caiga.

—Baja de ahí.

—Papá me deja subir.

Maldije a Link en silencio. Iba a acabar con todas sus manzanas con mis propias manos. No me causaría ningún arrepentimiento si con eso conseguía que mi hijo no volviera a trepar.

—Cuando estés con tu padre podrás escalar hasta el tejado si él te deja. Pero cuando estés conmigo, vas a tener los pies en tierra firme.

Por un instante estuve convencida de que iba a seguir poniendo objeciones, pero al final soltó un largo suspiro de resignación y trepó por el tronco del árbol hasta llegar abajo. Al suelo. Donde estaba a salvo.

Me miró con una mueca de fastidio. Yo sonreí, aliviada.

—¿Lo ves? Aquí se está mucho mejor.

Él no dijo nada. Intenté ordenarle el pelo de nuevo, pero él se apartó.

—Oh, Artty, no te enfades conmigo.

—Los árboles se enfadan contigo —refunfuñó él.

Suspiré y toqué el tronco del árbol.

—Lo siento —dije—. No quería ofender a nadie. A mí me gustan los árboles.

Artyb me miraba con los ojos entornados, como si no me creyera del todo. Aparté la mano del árbol y volví a sonreír.

—¿Mejor?

Él se encogió de hombros. Sabía que aquello era un sí.

Lo cogí en brazos con algo de esfuerzo. Era más pequeño que Arwyn, así que aún podía sostenerlo. Cada vez era más difícil, sin embargo.

—¿Dónde has dejado a tu hermana? —le pregunté mientras paseábamos entre los manzanos. Las tierras que habíamos comprado en Hatelia no eran muy grandes, aunque a mí me parecían más que suficientes. Podíamos ocuparnos de todos nuestros cultivos sin muchas complicaciones.

—Se ha comido un grillo —dijo Artyb con una sonrisa maliciosa.

—Wynnie nunca se comería un grillo —repuse—. Los quiere demasiado para eso.

Artyb rio. Encontramos a Arwyn al cabo de un rato, detrás de un manzano. Alzó la vista e hizo un gesto para que guardáramos silencio. Cuando me acerqué más, vi que una mariquita se había posado en su mano.

—No la sustes —susurró.

Intenté concentrarme en la mariquita, pero su sonrisa era mucho mejor. Los ojos le brillaban y tenía el vestido cubierto de tierra. Mi corazón cantaba siempre que la veía feliz. Tanto a ella como a Artyb.

Diosas, me estaba volviendo igual de blanda que Link. Me pregunté si él se sentiría de la misma forma cuando sus hijos acudían a él para pedirle un favor. Siempre acababa cediendo.

Oh, Link... Un peso se me hundió en el pecho al recordarlo.

Artyb gritó de pronto y la mariquita salió volando. Hice una mueca. No estaba siendo razonable. Me había convertido en Link, y ahora ni siquiera mis hijos me obedecían.

—Artty tonto —dijo Arwyn, mirándolo con los puños apretados.

Artyb tomó aire para responder, y entonces decidí intervenir. Era mejor evitar la catástrofe antes de que se iniciara.

—No molestes a tu hermana. Y no llames tonto a tu hermano. No, no acepto excusas.

Artyb suspiró y Arwyn apretó los labios, pero ninguno dijo una sola palabra. Sonreí, satisfecha.

—Vamos a casa —dije, mirando al cielo. Empezaba a volverse púrpura—. Antes de que haga frío.

—Pero, mamá, mis grillos...

—Volverás mañana —le prometí—. A primera hora.

Ella suspiró con tristeza y miró al suelo. Sabía que siempre conseguía que Link cediera con aquel truco. Pero a mí no me engañaba tan fácilmente. El corazón se me encogió, por supuesto, y tuve que forzar las palabras siguientes, como si se me hubieran quedado atascadas de pronto. Pero no cedí.

—Vamos, Wynnie. Las promesas no se rompen.

Aquello debió darle esperanzas porque alzó la cabeza y asintió, sonriente. Artyb era un maestro mintiendo, aunque ella no se quedaba atrás. Sabía cuándo fingía y cuándo no, pero pese a tener la certeza de que solo estaba actuando, sentí la tentación de rendirme y darle lo que quería.

—Prometiste que no comería verduras nunca más. Hoy hay verdura —dijo Artyb.

Lo dejé en el suelo de nuevo porque los brazos empezaban a dolerme.

—Tienes que comer verdura, Artty. Si no, te quedarás así de pequeño para siempre.

Alzó la vista para mirarme con el ceño fruncido.

—¿Papá no come verduras?

—Tu padre se comería hasta una bota si estuviera bien cocinada.

—Papá no come botas —intervino Arwyn, como si fuera lo más obvio del mundo.

—Seguro que papá no come verduras —dijo Artyb con una sonrisa maliciosa—. Es pequeño.

Tuve que contener la risa. Arwyn lo miró con disgusto y supe que iba a llamarlo tonto otra vez, o quizás algo peor. Por suerte, conseguí adelantarme.

—Yo soy casi tan pequeña como tu padre. Pero los dos hemos crecido porque comemos verduras cada día. Tú, Artty, te quedarás así de pequeño si no haces lo mismo.

Su ceño se frunció de nuevo. Se parecía aún más a Link cuando fruncía el ceño.

Llegamos a casa un rato después. Me las ingenié para esconder verdura en la cena, aunque Artyb era demasiado listo y se dio cuenta en unas pocas ocasiones. Él detestaba casi todo lo que cocinábamos. Detestaba incluso las manzanas. No entendía cómo Link no lo había desheredado ya solo por eso.

Más tarde y tras mucho insistir, los tenía arropados en la cama, listos para irse a dormir. Acababa de contarles una historia y estaba a punto de cantarles hasta que se durmieran cuando Arwyn preguntó:

—¿Por qué no viene papá?

La miré a los ojos. También había sacado el color de su padre, aunque Link decía que parecían verdes bajo la luz del sol.

—Papá tiene un trabajo muy importante. Volverá pronto, ya lo veréis.

—Siempre dices eso —murmuró Artyb. Luego se volvió entre las mantas para darme la espalda.

—Artty...

—Mamá —susurró Arwyn. Le brillaban los ojos. Mis alarmas saltaron al instante—, echo de menos a papá.

El corazón se me encogió. Pasé una mano por sus rizos dorados con delicadeza.

—Oh, Wynnie, lo sé. Yo también lo echo de menos. —Artyb masculló algo que no alcancé a entender. Suspiré y le acaricié el pelo a él también—. Escuchadme bien los dos —dije con suavidad. Artyb se giró para mirarme por fin. La curiosidad siempre lo hacía ceder—; el padre de vuestro padre pasaba mucho tiempo fuera cuando papá era niño.

—¿Papá tiene un padre? —dijo Artyb con los ojos muy abiertos. Arwyn estaba igual de desconcertada, así que no hizo una sola broma.

—Todos tenemos padres —respondí yo—. El padre de papá trabajaba mucho. Tenía un trabajo muy importante también, así que pasaba días y días fuera de casa. Papá tuvo que aprender a cuidar de sí mismo cuando no era mucho mayor que tú, Wynnie.

A ella le temblaba el labio. Se abrazó a sí misma y se escondió más bajo la manta. Incluso Artyb tenía los ojos húmedos. Nada me apetecía más que tomar el dolor y el miedo de ambos y hacerlos míos para que ellos no tuvieran una sola preocupación. Pero debían saber aquello.

—A papá no le gustaba estar solo tanto tiempo. De hecho, lo odiaba. —Escuché exclamaciones ahogadas. Arwyn se escondió un poco más bajo las mantas. Les habíamos enseñado que el odio no debía utilizarse a la ligera—. Y a vosotros os quiere. No sabéis cuánto. Así que papá nunca os abandonaría para siempre. Puede que tenga que viajar, pero cuando seáis más mayores podréis ir con él. Y, además, sus viajes son más cortos de lo que deberían porque os echa de menos tanto como vosotros a él. Papá sabe que nada de esto os gusta.

Arwyn sorbió por la nariz. Artyb se había hecho un ovillo bajo las mantas.

—Papá es el más mejor mejor —susurró Arwyn.

Me incliné para besarle la frente.

—Lo es —susurré al apartarme.

Me moví hasta donde estaba Artyb y le aparté el pelo del rostro. Parecía pensativo.

—¿Dónde está el padre de papá? —me preguntó en voz baja.

Negué con la cabeza.

—Ahora no, Artty. No pases toda la noche pensando en esto, ¿entiendes? Cierra los ojos y recuerda que papá te quiere. Volverá pronto.

Él asintió al cabo de unos instantes de duda. Le besé la frente también y, tras desearles las buenas noches en un susurro, apagué la vela y cerré la puerta a mi espalda.

Dejé una vela encendida cerca de las escaleras, como Link acostumbraba a hacer. Ahora que me había quedado sola y las risas y voces se habían apagado por completo, sentí que la melancolía se hacía más pesada que nunca.

Yo no cocinaba tan bien como Link. No calmaba a mis hijos como Link. No los hacía reír con la misma facilidad que tenía Link. Sin él, no estaba completa. Y, Diosas, lo necesitaba.

Me sentí culpable por estar robándole tiempo con sus hijos solo porque yo no quería viajar sola. Me aterrorizaba la mera idea. La última vez que había viajado en solitario había sido aquel día horrible. El Gran Cataclismo. Cuando todo estaba perdido y tuve que cargar con la maltrecha Espada Maestra a través de las ruinas.

Fui escaleras arriba. Lo tenía todo listo para la reunión del día siguiente, así que decidí irme a la cama de inmediato. Me dolían las piernas, pese a que no había recorrido largas distancias durante el día. También empezaba a tener un molesto dolor de cabeza.

Me oculté bajo las mantas en medio de la oscuridad. Los rayos de la luna se colaban por la ventana. Me pregunté si Link estaría emprendiendo el camino de regreso ya. Diosas, esperaba que fuera el caso, por egoísta que sonara. No sobreviviría a otra semana sin él. Incluso la cama parecía demasiado grande, y me sentía fría sin su presencia a mi lado.

El sueño me evadió aquella noche. Dormía a intervalos cortos y, cuando me despertaba, no recordaba si había tenido pesadillas.

La mañana me sorprendió de golpe. Tenía las mantas enredadas a mi alrededor y me sentía más dolorida que de costumbre. Era temprano todavía, pero sabía que si cerraba los ojos de nuevo solo daría vueltas y más vueltas. Así que decidí ponerme en pie. Podría salir al jardín un rato.

Me senté sobre los cojines, aunque al instante me arrepentí. Percibía punzadas molestas en el vientre.

El corazón se me detuvo por un breve instante.

Lo comprobé bajo las faldas del vestido con dedos temblorosos. Vi la mancha roja con claridad, aunque por un corto momento no comprendí lo que significaba.

Fue como si me hubieran abofeteado de pronto. Me llevé una mano al vientre e inspiré hondo. Había estado equivocada. Allí no había nada. Nunca lo hubo. Había sido una insensatez por mi parte hacerme ilusiones, a pesar de haberme prometido a mí misma que no me entusiasmaría hasta saberlo con certeza. Cerré los ojos y me sequé las lágrimas con frustración. ¿Por qué demonios lloraba por algo que ni siquiera había existido?

Ya era la segunda vez que Link y yo lo intentábamos. Sabía que en realidad no era tan grave, pero no podía evitar sentir una extraña desesperanza. Con Arwyn y Artyb no habíamos tenido que intentarlo tantas veces. Ellos habían llegado de forma inesperada, como bendiciones de la Diosa. Sin embargo, eso se había acabado.

Me sequé otra lágrima. Link lo entendería. Siempre lo entendía. Lo había entendido la primera vez, e incluso había permitido que rompiera a llorar entre sus brazos mientras se lo explicaba, pese a haberme jurado a mí misma que no derramaría una sola lágrima.

Ignoré las punzadas molestas en la parte baja del vientre y salí de la cama. Debía mantenerme ocupada hasta el mediodía. Hasta que llegara la hora de reunirse con el alcalde. Esperaba que para entonces hubiera recobrado un mínimo de compostura.

Contemplé la última carta que había recibido de Link hacía unos días. La había leído tantas veces que ya ni siquiera tenía la cuenta. Podría recitarla de memoria si me lo propusiera.

Me debatí entre la idea de leerla de nuevo o dejarla en su sitio. Sabía que nada más abrirla rompería a llorar, así que decidí dejarla sobre la mesita. Era mejor prevenir la catástrofe.

Por Hylia, estaba siendo más ridícula que de costumbre. Link estaba negociando un acuerdo importante entre los zora y Construcciones Karud. Estaba cumpliendo con su deber, con lo que se esperaba de él y de su posición. Yo solo estaba siendo egoísta, como de costumbre.

Ahogué un gruñido. La cabeza me retumbaba, sentía punzadas dolorosas en el vientre y las piernas me pesaban a cada paso que daba. Y, para empeorar las cosas, sentía como si no hubiera dormido nada la noche anterior.

Bajé las escaleras con los pies descalzos. La madera crujía suavemente. Estaba preparándome uno de esos tés con los que Link se calmaba el dolor en los músculos cuando escuché como la puerta de una habitación cercana se abría con lentitud.

Arwyn asomó la cabeza y sonrió un poco al verme. Se acercó a mí, cerrando la puerta tras de sí. Apenas hizo ruido, y ella no solía ser sigilosa. Solo lo era para su hermano. Y, al parecer, no quería despertarlo.

—¿Qué haces despierta tan temprano? —le pregunté al tiempo que le acariciaba el pelo. Los rizos apuntaban en todas direcciones.

Ella parpadeó con los ojos aún nublados por el sueño.

—No podía domir más.

Le besé la frente.

—¿Tuviste un sueño malo?

Frunció el ceño y negó con la cabeza.

—No es un sueño malo —contestó ella—. Hice una miga. Sabe muchas cosas. Habla conmigo. Me enseña.

—Recuerda que es solo un sueño, Wynnie. Acabarás olvidándolo.

—Yo no —dijo ella. Tomé un sorbito de té. Parecía tan convencida que no quise llevarle la contraria—. ¿Papá viene hoy? —preguntó al cabo de un rato.

Hice una mueca. ¿Recordarían lo que les había contado la noche anterior?

—Ya te lo dije anoche —murmuré—. Papá no quiere estar lejos de casa. Pero tiene un trabajo muy importante. Seguro que volverá en cuanto pueda.

Ella clavó la vista en el suelo.

—Quiero darle un brazo —susurró, como si le diera vergüenza admitirlo en voz alta.

—Se dice abrazo, Wynnie —le recordé. Ella apretó los labios, frustrada, y murmuró la palabra para sí misma varias veces—. Yo también quiero darle un abrazo. Pero hay que tener paciencia, ¿entiendes? Papá se pondrá triste si ve que estabais enfadados con él.

Arwyn abrió mucho los ojos.

—No estoy enfadada —se apresuró a aclarar—. Con papá no.

—Bien —dije, forzando una sonrisa—. Entonces sé paciente por unos días más.

Link cada vez viajaba por más tiempo. Aquel era el viaje más largo que había hecho desde que sus hijos nacieron. Casi dos semanas enteras fuera de casa. Y lo peor era que tendría que partir hacia Akkala pronto. No sería una estancia corta, precisamente. Él ya me lo había advertido.

Al principio Arwyn y Artyb había sobrellevado bien la ausencia de Link. Pero, cuando transcurrió la primera semana y su padre seguía sin aparecer bajo el umbral de la puerta, habían aparecido los ojos llorosos y las preguntas cada pocas horas. Lograba contener el desastre a duras penas.

Arwyn despertó a Artyb al cabo de un rato. Él siempre estaba de un humor terrible por las mañanas. No dejaba que nadie se acercara. Nadie salvo su padre, sorprendentemente. Sin embargo, Link no estaba allí para ayudarme.

—Hoy vendréis conmigo a hablar con el alcalde —les dije mientras esperábamos a que fuera mediodía en el jardín—. Veréis a qué se dedican papá y mamá cuando no estáis mirando, ¿qué os parece?

Arwyn sonrió. Artyb se limitó a gruñir.

—¿Por qué?

—Porque es muy interesante. Será como leer uno de tus libros.

El fastidio dio paso a la curiosidad poco a poco, y contuve una sonrisa de satisfacción. Siempre me lo ganaba con la curiosidad.

—¿Puedo llevar un grillo? —preguntó Arwyn.

Escuché como Artyb reía en voz baja. Estaba tardando en sacar lo de los grillos.

—Arwyn, hemos hablado de esto muchas veces.

—¿Y si al calde le gustan los grillos? Puede ser un migo, mamá.

—Se dice alcalde, Wynnie. Y no creo que le gusten los grillos.

—¿Cómo lo sabes?

La miré con una pizca de exasperación. Imaginé la expresión triste de su rostro si me negara a dejarla llevar los grillos. La cara del alcalde, en cambio, sería irrepetible al verlos. Merecía la pena solo por eso.

—Esto es lo que haremos —susurré—: Tú te llevas un grillo. Solo uno. Lo mantienes tranquilo y dentro de su recipiente. Bajo ningún concepto puedes sacarlo de ahí y dejarlo por la casa. ¿Entendido?

Ella asintió rápidamente. Una parte de mí que todavía tenía dieciocho años se moría de ganas por soltar los grillos en la casa del alcalde. No obstante, debía ser un ejemplo para mis hijos ahora.

Cruzamos el puente justo a mediodía y nos internamos en el corazón de la aldea. A aquellas horas se encontraba atestado de gente. Los niños gritaban y corrían por las calles, y tuvimos que abrirnos paso casi a la fuerza entre la multitud. Muchos me reconocieron y me saludaron. Ya era conocida como Zelda, portavoz hyliana, y no como simplemente la amiga de Link. Eso era bueno.

Divisé un orni entre la multitud, y por su uniforme lo reconocí como uno de los encargados de repartir las cartas por todo Hyrule. Los orni podían recorrer distancias más largas sin tardar tanto como el resto de razas, aunque no eran los únicos que colaboraban en el sistema de correspondencia. Lo habíamos establecido hacía solo tres años, después de mucho insistir. Sobre todo con los orni, que no estaban de acuerdo con nada que viniera de un hyliano. O de cualquier otra criatura, a decir verdad. Pese a ello, acabaron aceptando que aquel proyecto les aportaría valiosos beneficios, y la propuesta fue aprobada por el concilio. Estaba particularmente orgullosa de aquel logro.

Seguí haciéndome hueco entre la multitud. Arwyn estaba de puntillas para ver mejor, y Artyb observaba sus alrededores con el ceño fruncido. Aguardé con nerviosismo, rezando por que Link hubiera recibido mi carta. Por que fuera tan tonto como yo y hubiera escrito la respuesta inmediatamente después de leer mi mensaje.

Diosas, estaba peor que cuando tenía dieciocho años.

El orni sacaba cartas de su bolsa y leía el destinatario en voz alta. Varios hylianos se acercaban cuando los llamaban. Inspiré hondo para guardar la calma. No iba a hacerme ilusiones. Él estaba terminando las negociaciones ya, y esa siempre era la parte que más nervioso lo ponía.

No. No me haría ilusiones.

—¿Zelda de Hatelia?

Sentí un alivio inmenso. Me apresuré a recoger mi carta y luego la guardé a buen recaudo. Supe que era de Link con solo verla. Contuve una sonrisa tonta.

—¿Mamá? ¿Qué es eso?

—Una carta, Artty —respondí yo—. La leeremos luego. ¿Qué te parece?

—¿Es de papá?

Asentí, y a él se le iluminaron los ojos. Arwyn dejó escapar una exclamación ahogada.

—Quiero leerla ya.

—Ahora tenemos que ir a hablar con el alcalde —repuse, muy a mi pesar—. La leeremos luego.

Los tomé de las manos, ignorando las protestas de ambos. Yo también estaba deseosa de leer la carta de Link, pero necesitaba acudir a aquella reunión con el alcalde. Así no tendría que preocuparme por él hasta que Link regresara.

Ascendimos una pequeña colina y cruzamos el umbral que señalaba el inicio de las tierras del alcalde Rendell. Su casa era más grande que las otras de la aldea, y solo había crecido durante aquellos últimos años, a medida que Hatelia florecía como capital hyliana.

Solté a los niños y golpeé la puerta con los nudillos. Arwyn sostenía un recipiente de cristal. Un grillo daba saltos en el interior. Habíamos abierto agujeros para que la pobre criatura pudiera respirar.

Sabía de buena tinta que a Link no le gustaba tener a nuestros hijos cerca del alcalde. Estaría en desacuerdo si estuviera allí, viendo como los llevaba hasta su casa. A mí tampoco me hacía gracia la idea pero, en días como aquel, eran ellos quienes me daban fuerzas. Eran diminutos y todavía tenían vocecitas agudas, pero ambos podían ser curativos.

El alcalde apareció bajo el umbral unos momentos después. Me miró con el ceño fruncido y luego miró a los niños. Arwyn ya tenía una gigantesca sonrisa estampada en la cara, aunque Artyb lo observaba con desconfianza. Yo decidí mantenerme a la mitad; sonreía, pero no con mucho entusiasmo. Solo para no empezar mal.

—Oh. Tú —murmuró.

—Yo —asentí—. Como acordamos, ¿recuerdas?

El hombre asintió al cabo de unos instantes. No era muy viejo, aunque tampoco era precisamente joven. Empezaba a mostrar hebras grises en el pelo. Link decía que se estaba haciendo viejo muy deprisa.

Recorrimos el interior de la casa a paso rápido. No había mucha decoración. Aquel hombre tenía hijos propios y una esposa. Eran gente sencilla, pese a su posición de poder.

Llegamos a la habitación donde siempre nos reuníamos. Era pequeña. Había una mesa con sillas alrededor. Se parecía más a una sala de tortura que a un lugar de simples reuniones.

Solo había tres sillas. En una se sentó el alcalde, frente a nosotros. Miré a los niños con una mueca. Habría que compartir sillas, porque el hombre no hizo un solo ademán de ir en busca de una más. Tomé asiento y les indiqué que se turnaran. Sin una sola interrupción.

Arwyn apretó los labios y Artyb se sumió en un silencio que, de alguna forma inexplicable, gritaba todo lo que estaba pensando. Sin embargo, para mi sorpresa y alivio, ninguno protestó en voz alta.

—¿Para qué has traído a tus... criaturas? —preguntó el hombre tras carraspear.

Escuché como Arwyn le preguntaba a su hermano en un susurro qué significaba criatura. Él se encogió de hombros.

—Son mis hijos —dije con una sonrisa falsa—. Quería estar con ellos. Que vieran a lo que me dedico cuando no estoy en casa. Además, tampoco quería que se quedaran solos.

—¿Tu esposo no está?

—Ha salido de viaje por lo de Construcciones Karud. Lo hablamos en la última reunión, ¿recuerdas?

Él gruñó.

—¿Has mandado a ese...? —Alcé una ceja, y él se detuvo—. ¿Lo has mandado a él a negociar con los zora?

Maldije para mis adentros. Aquel hombre no podía aguantar mucho tiempo sin hablar de forma despectiva. Normalmente se refería a Link, así que no me sorprendía. Link no solía acudir a las reuniones con el alcalde. Era un blanco fácil para él, y quería evitar que tuvieran problemas.

—Link es tan portavoz hyliano como yo. Sabe negociar y sabe hablar con las delegaciones. Lo hace a menudo, cuando nos reunimos con los demás. Tú también estás presente en esas reuniones, así que asumo que lo habrás visto ya.

Él se me quedó mirando. Abrió la boca para hablar, pero una vocecita lo interrumpió.

—Papá es bueno. Comemos rodillo. Una vez me dio un poco.

Arwyn tenía una sonrisa radiante, aunque el alcalde la miró con disgusto.

—¿Qué demonios dice?

—Su padre trajo el rocodillo de los goron una vez —respondí yo.

—Un salvaje —lo escuché decir entre dientes. Apreté los puños con fuerza, tanto que me hice daño—. Mi hijo no hablaba así a su edad.

Mi corazón se hundió cuando vi como la sonrisa de Arwyn se marchitaba poco a poco. Pareció hacerse más pequeña en su sitio.

—Los niños son diferentes. Algunos aprenden más deprisa y otros, más despacio. No hay nada de malo en...

—Bobadas —me interrumpió él—. Enseña a tu hija a hablar, Zelda.

Aquello me dejó clavada en el asiento. Era la primera vez que alguien se comportaba de forma tan mezquina con los niños.

Me arriesgué a mirar a Arwyn. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Verla fue como si me hubieran atravesado con una hoja afilada. Me puse en pie de un salto, y la silla crujió dolorosamente, aunque apenas alcancé a escucharlo.

—Di lo que quieras de mí, pero ni se te ocurra intentarlo con mis hijos —le advertí.

El alcalde Rendell pareció sorprendido. Hubo silencio por un momento y luego suspiró.

—Siéntate y cálmate, niña. Todavía tenemos que empezar la reunión.

—No soy ninguna niña —siseé.

—Siéntate para acabar con esto de una vez por todas.

Contuve la ira que amenazaba con salir a flote y tomé asiento. Escuchaba los sollozos ahogados de Arwyn. Sabía que se estaba esforzando por ocultar que lloraba. Eso solo empeoraba el dolor que yo misma sentía por dentro. Cada sollozo me sacudía de arriba abajo. Link y yo siempre le habíamos enseñado que no había nada de malo en llorar y en mostrarse vulnerable. Era injusto que tuviera que esconderse de aquel bastardo.

Dejé un montón de papeles sobre la mesa con manos temblorosas.

—Estos son... —Escuché otro sollozo—, son los planos del pozo.

—¿Y?

Allí se agotó mi paciencia. Me puse en pie de nuevo.

—Si de verdad te importa tu pueblo, míralos. Si no, da igual. Ya los he supervisado yo. Eso es todo.

Teníamos más asuntos que discutir, pero no me quedaban energías suficientes. Así que cogí a los niños de la mano y me los llevé de allí a paso rápido.

Nadie dijo una palabra durante el viaje de vuelta a casa. Con solo abrir la puerta, Arwyn corrió al interior y se encerró en la habitación que compartía con Artyb. Él tenía una expresión grave en el rostro. Yo suspiré y golpeé la puerta con suavidad.

—Wynnie, vamos a leer la carta de papá. ¿Por qué no vienes? —Solo hubo silencio al otro lado—. Seguro que dice cuándo volverá a casa. —De nuevo, silencio. Escuché movimiento a través de la puerta, así que supe que estaba bien—. ¿Vas a dejarnos a Artty y a mí solos?

No hubo respuesta, así que me aparté de la habitación, con el corazón más pesado que la roca más enorme de Hyrule, y volví con Artyb.

—¿Intentarás hablar con tu hermana luego? —le pregunté en voz baja. Sabía que ellos discutían a menudo, pero en ocasiones demostraban lo mucho que se querían. Era como si pudieran comunicarse sin palabras.

Artyb asintió con determinación.

—¿Por qué dijo cosas malas de Wynnie? —quiso saber.

Me agaché para quedar a su altura.

—El alcalde no nos quiere mucho a papá y a mí. No debería haberos llevado a la reunión. Él solo iba a usaros para presionarme.

Artyb no parecía haber entendido la mitad de lo que había dicho, pero no hizo preguntas. Le besé la frente y le mostré la carta de Link.

Nos sentamos a leerla junto a la chimenea. Como era de esperar, Link no daba detalles de las negociaciones. Sentí una punzada de irritación con él, pero en el fondo no podía culparlo. Seguramente estaba harto de las condiciones y los términos.

Debía de estar esperanzado por lo del bebé. Mis ánimos se desplomaron un poco más. ¿Se decepcionaría cuando supiera que no lo habíamos conseguido?

Pero Link era Link. Lo conocía, y él jamás se enfadaría conmigo por algo así. Sin embargo, la vieja costumbre de imaginar solo la peor situación no me había abandonado aún.

—Dice que tiene regalos para ti y para Wynnie —le dije a Artyb.

A él le brillaban los ojos. Tal vez nunca lo admitiría en voz alta, pero echaba de menos a su padre.

—Voy a decírselo —anunció él. Luego corrió hasta la habitación y abrió la puerta sin llamar primero. Arwyn no lo detuvo, así que supuse que todo estaba bien.

Arwyn no dijo una sola palabra en lo que quedaba de día. Las punzadas en el vientre habían empezado a hacerse más poderosas; había tenido la esperanza de abrazarlos a ambos con fuerza hasta que se durmieran. No obstante, Arwyn no dijo nada de la historia que les conté aquella noche ni tampoco se movió cuando la arropé con las mantas y le di las buenas noches antes de irme.

No pude dormir, como era de esperar. Arwyn estaba sufriendo por mi culpa. Yo la había llevado a la casa del alcalde; yo la había convertido en el blanco fácil de aquel impresentable. Ella odiaba no poder hablar tan bien como el resto. De hecho, en ocasiones la frustraba.

Cerré los ojos y se me escapó una lágrima. Allí, en la oscuridad de la noche, sola en mi cama, nadie me vería. Pensé en Arwyn, aún con los ojos cerrados. Y, sorprendentemente, fui capaz de sentir su tristeza como si fuera la mía propia. Solo duró un instante, y no le di mucha importancia. Las mujeres de la aldea me habían hablado de aquello. De los instintos de una madre.

Arwyn seguía sin querer hablar al día siguiente. Tenía los ojos hinchados durante el desayuno, y se aferraba a su recipiente repleto de grillos como si la vida dependiera de ello. Yo me encontraba aún peor que la tarde anterior.

—Wynnie dice que no quiere hablar —me susurró Artyb cuando la noche empezaba a caer—. Dice que es malo y le dicen cosas malas. Por eso no va a hablar jamás.

Me cubrí el rostro con las manos y suspiré, frustrada.

—¿Has hablado con ella?

—Solo dice eso —respondió él, encogiéndose de hombros.

Observé a Arwyn, que se había hecho un ovillo junto a la chimenea. Jugueteaba con el recipiente lleno de grillos, aunque ella sabía que bajo ningún concepto podía abrirlo dentro de casa.

Le revolví el pelo a Artyb a modo de agradecimiento. Él fue a sentarse al lado de Arwyn, que no dijo una sola palabra. Me froté las sienes y fui escaleras arriba. Tenía que pensar. Jamás había estado en una situación así con mis hijos. Había sabido que se darían en algún momento, pero, Diosas, no tan pronto. Arwyn tenía solo seis años.

Aparté los papeles de la mesa y tomé asiento. Intenté pensar en el siguiente paso que debía dar, pese a que tenía un dolor de cabeza insoportable. Y, además, Link era quien siempre tenía las mejores ideas. Yo les sacaba partido después. Así funcionábamos.

Lo necesitaba a mi lado de nuevo. Cerré los ojos mientras me frotaba las sienes palpitantes. No había dormido nada la noche anterior, y me había pasado la anterior a esa dando vueltas.

No quería dormirme, pero debí de hacerlo en algún momento porque el crujido de la puerta abriéndose me despertó de golpe. Oí voces un instante después.

Me puse en pie de un salto, temiéndome lo peor. ¿Y si el alcalde había decidido visitarnos? Él no había acudido a nuestra casa más de dos veces, pero no estaba pensando con claridad en aquel momento.

Bajé las escaleras a la carrera, saltando escalones de dos en dos. Cuando llegué abajo, vi que los niños me miraban con expresión culpable.

—¿Qué os he dicho sobre abrir la puerta? —dije, sin importar que hubiera un extraño oyéndonos al otro lado del umbral—. Podría ser alguien malo. Sobre todo de noche. Mamá y papá siempre abren la puerta, ¿entendido?

Ellos asintieron. Miraban fijamente al suelo. Me sentí algo culpable por haberlos reprendido, pero el miedo podía conmigo en situaciones así.

Me moví para averiguar quién había llamado y me quedé helada en el sitio cuando vi a Link. Me observaba con una pizca de diversión, aunque a él lo asustaba tanto como a mí que los niños abrieran la puerta.

—Has vuelto —dije estúpidamente—. Pensé que tardarías más.

—Dos días son suficiente. —Miró a los niños—. ¿Nadie me ha echado de menos?

Arwyn que la primera en correr en su dirección. Artyb la siguió muy de cerca. Link los alzó en brazos a ambos y los hizo girar en el aire.

—He estado demasiado tiempo fuera, ¿a que sí? —murmuró mientras los abrazaba con fuerza.

—Yo no te he echado de menos —dijo Artyb, aunque se aferraba a Link de tal forma que parecía estar pegado a él.

—No vayas de tipo duro conmigo, Artty. A mí no me engañas.

Artyb fue a responder, pero entonces los tres oímos un sollozo. Link se detuvo en seco y miró a Arwyn, que lloraba sobre su hombro. El corazón se me encogió. Yo podría haber evitado aquellas lágrimas.

—¿Wynnie? —susurró él—. ¿Qué te pasa?

Arwyn se limitó a sorber por la nariz y a negar con la cabeza. Ni siquiera quería hablar con su padre.

Link compartió una rápida mirada conmigo. Me sentía tan culpable que ni siquiera podía mirarlo a los ojos, así que me acerqué a los niños.

—¿Por qué no vais a preparar la mesa? —les dije—. Papá vendrá enseguida.

Ellos bajaron de los brazos de su padre y corrieron hacia el interior. Salí al jardín con Link y cerré ligeramente la puerta.

Una vez estuvimos solos, me dejé caer contra él por fin. Y él me sostuvo, como siempre hacía. Me refugié en su pecho y suspiré cuando percibí como me rodeaba con los brazos. Por primera vez desde que se había ido, me sentí completa.

—Ha sido una tortura —susurré.

—Dímelo a mí —susurró de vuelta. Inspiró hondo sobre mi pelo, y su respiración me hizo cosquillas.

—Te he echado mucho de menos. No sabes cuánto.

—¿De verdad? —dijo él, fingiendo sorpresa—. ¿Dónde está tu orgullo de hierro, Zelly?

—Oh, cállate antes de que empiece a arrepentirme.

Él rio. Aquel sonido siempre había sido agradable. Alcé la vista para mirarlo; incluso en medio de la oscuridad casi absoluta supe que sus ojos estaban llenos de afecto profundo. De amor. Me acarició la mejilla y me dio un beso largo, uno que me dejó sin aliento. Uno como los que solía darme cuando éramos más jóvenes.

—Yo también te he echado de menos —dijo al separarse.

Perseguí sus labios y le di un beso más corto antes de entregarme a sus brazos otra vez. Él me acarició la espalda con lentitud, y aquello alivió el dolor en el vientre por unos maravillosos momentos.

Sabía que teníamos mucho de lo que hablar, pero no me apetecía en absoluto decir nada. Solo quería abrazarlo durante un rato más.

—Deberíamos volver dentro —me susurró de pronto—. Hace frío, tengo hambre y quiero estar con ellos. —Sonreí a medias—. También echo de menos mi casa y tengo que llevar las malditas alforjas dentro.

Me separé de él despacio y me cargué dos bolsas al hombro.

—También apestas a caballo —le dije—. No vas a dormir en mi cama sin haberte dado un baño antes.

Él recogió las alforjas y se olisqueó a sí mismo. Hizo una mueca. No pude contener la risa entonces.

La cena transcurrió en paz aquella noche, y Link incluso consiguió arrancarle una palabra a Arwyn. Solo una. Pero era un comienzo.

—¿Qué me he perdido? —preguntó él cuando el silencio sobrevino de nuevo.

Me miraba fijamente mientras hablaba. Era difícil sostenerle la mirada, aunque conseguí rozar su tobillo con disimulo bajo la mesa. Él pareció entender que aquello significaba que hablaríamos más tarde.

—¿No habías traído regalos? —dije para cambiar de tema.

Link se puso en pie de un salto. Por su expresión deduje que se le había olvidado. Fue hasta las alforjas, que se habían quedado junto a la puerta, y estuvo un buen rato rebuscando. Cuando se dio la vuelta sostenía dos paquetes. Se los tendió a Arwyn y a Artyb.

Tomó asiento y observó como ellos abrían los paquetes. Con solo mirarlo supe que estaba nervioso. Diosas, no podía creer que la valoración de sus hijos lo preocupara más que la opinión de la delegación zora. Pero así era Link.

Artyb sacó un libro encuadernado en cuero.

—«Historia de los zora» —leyó en voz alta. Miró a Link con el ceño fruncido—. ¿Tú lo lees?

Él soltó un bufido.

—Claro que no. Yo ya me sé toda la historia de los zora. —Abrió el libro y examinó páginas al azar—. Pero sé que no conoces a muchos zora. Pensé que sería buena idea. No es un libro muy largo y hasta tiene dibujos.

Artyb examinó el libro con curiosidad y luego me miró.

—¿Me ayudas a leerlo?

—Cuando quieras, Artty.

—¿Esta noche?

Estaba agotada, pero leería para él si eso era lo que quería. Me sentía tan culpable por haberlos llevado con el alcalde que no sería capaz de volver a negarles nada.

—Esta noche —asentí.

Arwyn sostenía una figura meticulosamente tallada en cristal. El mismo cristal con el que construían los zora. No me hizo falta acercarme para saber que tenía un gran número de detalles. El número de rupias que Link se había gastado también debía de ser grande.

La figura parecía brillar por sí sola. Arwyn la sostenía con tanta delicadeza como a sus recipientes repletos de grillos, quizá incluso más. Miró a Link con los ojos muy abiertos.

—Fui de visita a la región de los zora un día —dijo él—. Vendían eso en una de las tiendas. Casi recién sacado de la forja. Es un lagarto que solo se encuentra en Lanayru, Wynnie.

Ella pasó un dedo por la cola de cristal del lagarto. Me pareció que sonreía, aunque no quise hacerme ilusiones.

—Gracias, papá —dijo en voz baja.

Arwyn colocó la figura del lagarto en la mesa junto a su cama. Después de leerles un rato, me despedí de ellos. Link permaneció dentro un poco más, así que lo esperé al otro lado del umbral. Cuando reapareció por fin, cerró la puerta tras de sí.

—¿Ha sido un viaje largo? —le pregunté.

—He forzado a Viento —masculló él—. Y también he tenido que pasar una noche a la intemperie.

Suspiré, imaginándome lo dolorido que debía de estar.

—¿Por qué no vas a darte un baño? Yo te prepararé ese té.

—Solo si tú vienes conmigo, Zelly.

Me ruboricé, aunque no fue por la propuesta. Clavé la vista en el suelo y tomé aire.

—Link, yo... He sangrado. Hace dos noches, más o menos. Quería decírtelo, pero no había encontrado el momento.

Hubo silencio por un instante. Él puso una mano sobre mi mejilla para que lo mirara y, cuando lo hice al fin, me sorprendió ver que sonreía.

—Te lo dije hace unos meses, Zelda. Nunca me enfadaría por eso. Diosas, no es culpa tuya. Las cosas funcionan así.

—Pero sí estás decepcionado.

—¿Decepcionado por qué? ¿Porque tengamos que seguir intentándolo? Lo haré todas las veces que haga falta. Cuando tenga que venir, vendrá.

Cerré los ojos y me relajé por fin.

—Gracias, Link —susurré. Era afortunada de tenerlo a mi lado como compañero.

Él suspiró.

—Me he equivocado por primera vez, Zelly. El instinto ha fallado.

—Estás perdiendo facultades con la edad —dije con una pequeña sonrisa.

Él sonrió también.

—Cuando quieras volver a intentarlo, dímelo. Está en tus manos.

Mi sonrisa se hizo más amplia. Sacudí la cabeza.

—No quiero volver a intentarlo mientras apestes de esa forma.

Él rio.

—Ven conmigo y me daré todos los baños que quieras.

—¿No te importa que esté...?

—Claro que no, Zelda.

Algo revoloteó en mi estómago, y me sentí como si tuviera dieciocho años otra vez. Seguí a Link hacia el exterior.

El agua cálida hizo maravillas con el dolor que llevaba días sintiendo. Y la presencia de él también ayudó en gran medida. Percibía como su pecho subía y bajaba contra mi espalda. Cubrí sus brazos con los míos, y noté los músculos firmes bajo la piel.

Sabía que Link estaba pensando, sin embargo. Algo lo preocupaba, y en el fondo creía saber el qué. Tras unos instantes, escuché como tomaba aire para hablar. Me obligué a adelantarme, presa del pánico.

—¿Cómo han ido las negociaciones?

Él suspiró y se relajó junto a mí otra vez.

—Mejor de lo que esperaba. Creo que ellos estaban desesperados. No presionaron mucho.

—¿Los hylianos saldrán beneficiados de alguna manera?

Link calló por un rato. Me giré en la bañera para mirarlo. Tenía el ceño fruncido.

—Le dije a Karud que aprovechara la oportunidad para presionar. Pero ya sabes cómo es él, y yo tampoco quise entrometerme demasiado. Eso era cosa suya. Al menos tendremos la gratitud de los zora durante el próximo siglo.

Sonreí y le aparté el pelo húmedo del rostro.

—Has hecho un buen trabajo.

Él sonrió también. Pese a todo, le había costado acostumbrarse a su nueva posición. Algunas razas todavía prestaban atención al decoro y a la cortesía, y Link llevaba mucho tiempo sin dedicarle un solo pensamiento a aquellas tonterías. Sin embargo, empezaba a estar contento con su trabajo por fin. Estaba cómodo y no le daba miedo hablar. No dudaba ni se mostraba nervioso.

—Gracias, Zelda —susurró, y luego cerró los ojos.

—¿Cuándo irás a Akkala?

Su ceño se frunció, y me arrepentí al instante de haber dicho nada.

—No me lo recuerdes —gruñó.

Suspiré y le di un beso en el hombro desnudo.

—Tengo que saberlo, Link.

Él reflexionó unos instantes, aún con los ojos cerrados.

—Dentro de dos lunas —dijo por fin—. Se lo he prometido a Karud.

—Será un viaje bastante largo —murmuré. Sentía aquel familiar dolor en el pecho con solo imaginar más semanas de ausencia de Link. Supuse que una parte de mí jamás dejaría de ser una niña enamorada.

—Lo sé —suspiró él, acariciando mis brazos desnudos. Todavía tenía los dedos ásperos—. Pero no puedo seguir posponiéndolo, Zelda. Uno de nosotros tiene que estar allí.

—Ya lo sé.

—Es mejor librarnos de eso ahora. Luego pasaré medio año sin viajar muy lejos, si quieres.

Apoyé la cabeza en su pecho y examiné sus ojos, que brillaban bajo la luz de las velas.

—Hay que detallar ese plan.

Sus labios dibujaron una pequeña sonrisa, aunque el gesto no alcanzó sus ojos. Se me quedó mirando durante un largo rato con una expresión indescifrable.

—Zelda —empezó en voz baja. Me tensé de golpe. Sabía lo que él iba a decir—, por favor. Dime qué le pasa a Arwyn.

Inspiré hondo para prepararme. Aquello iba a ser difícil, pero sabía que Link lo entendería. Siempre lo entendía.