DESCARGO DE RESPONSABILIDAD: Skip Beat! no es mío. Estas letras que vas a leer, sí.

AVISO: Brínquense los nombres japoneses y háganse a la idea de que es la vieja Europa.

NOTA: Actualización no regular (de momento), aunque me esforzaré en que no se note ;)


CASA REPLETA

La ventisca atrapó a Kuon en medio de una quebrada. El viento gemía, como si estuviera vivo, por entre las fisuras de las altas paredes de piedra. El caballo piafó inquieto, receloso, y Kuon lo arreó con un chasquido de la lengua. La carreta también gimió, las ruedas deslizándose sobre el camino desigual, que no tardaría mucho en quedar cubierto de nieve.

Cuando salieron del relativo abrigo de la quebrada, diminutos copos helados les cortaron la piel y el viento los golpeó con saña. Kuon se acomodó entonces el embozo, tapándose el rostro hasta justo por debajo de los ojos para protegerse del viento helado. Maldijo la estupidez de llevar mitones en vez de guantes y volvió a arrear a la noble bestia.

La noche caía y si quedaban atrapados en las montañas sin llegar a lugar seguro, estarían perdidos sin remedio. Kuon estaba considerando seriamente la posibilidad de dejar atrás la carreta con todas las mercancías que traía y bajar la montaña cabalgando, cuando el caballo se detuvo y se negó a seguir tirando. Extrañado, bajó con cuidado del pescante y avanzó tocando suavemente el flanco del animal, que hocicaba un montón de nieve a sus patas.

Sí, desde luego había algo ahí.

¿Un animal?

No…, de ser así, Rufus estaría más nervioso. Con el pie, tanteó el bulto cubierto de nieve y parte de ella se desprendió, dejando al descubierto un pie. No, no era un animal, porque los animales no suelen llevar botas de piel.

¿Una persona?

¿En serio? ¿Pero quién en su sano juicio se atrevería a salir con un tiempo como este? Ah, espera. Él. Pero bueno, tampoco es que pudiera haberlo evitado, porque el pedido de alumbre había tardado demasiado en llegar. Pero al menos había vendido a buen precio la lana inglesa, aunque los rollos de algodón tejido le habían salido casi-casi tan caros como los de seda… Kuon seguía sin creerse esos cuentos de mercaderes borrachos que por una jarra de cerveza te contaban que habían visto con sus propios ojos el árbol en el que crecían las ovejas que producían el algodón ¡Tremenda tontería! Los árboles no dan ovejas. Y punto.

Y ahora esto, se dijo, dando otra patadita al bulto yacente. ¿Estaría vivo? Qué no daría él por estar de regreso en casa y poder sacarse las botas y extender los pies frente al fuego de la chimenea, con la caótica cháchara familiar a sus espaldas.

¡Qué molestia!

Así que Kuon exhaló un suspiro que rebotó contra el embozo que le cubría la boca y se agachó para sacudir a manotazos la nieve que cubría al desconocido. En conciencia, la verdad sea dicha, tampoco podía irse y dejarlo ahí… Sus padres lo criaron para ser mejor que eso…

Cuando lo alzó, constató que pesaba poquísimo y parecía una cosa diminuta entre sus brazos. ¿Sería un niño? Anduvo con cuidado (no fuera resbalar y partirse una pierna en medio de la nada) hasta la parte trasera de la carreta y soltó el bulto inerte sin mucho miramiento sobre sus mercancías.

Se atrevió entonces a descubrir la frazada con la que llevaba el rostro cubierto. Por un momento se quedó mirando su rostro y suspiró de nuevo, esta vez con un dejo de tristeza.

¡Una chica!

La piel desprovista de la lozanía de los vivos, con ese inconfundible toque azulado de la hipotermia. No es que Kuon supiera esa palabra, pero sí sabía que el frío había ganado esta vez y se la había llevado consigo. ¿Tendría a alguien que la echaría de menos? ¿Un padre, un esposo, un hermano…? Alguien tan joven… Se merecía algo mejor que morir sola en los caminos…

Y cuando Kuon fue a acomodarla para que no se le cayera de la carreta en algún bache, resulta que la chica muerta protestó cuando su cabeza chocó contra alguna caja. Kuon dio un paso atrás, sorprendido, y frunció el ceño.

—Bien, no te morirás hoy —le dijo, apresurándose a cubrirla con sus valiosos rollos de algodón tejido—. Bueno, esto descarta abandonar la carreta —añadió, amontonando sobre ella todo lo que encontró a mano. La chica volvió a quejarse—. Si nos morimos, será culpa tuya.

Pero Kuon sonreía tras el embozo cuando subió al pescante y tomó las riendas. Si lograban llegar a tiempo, el frío no ganaría esta vez.

Rufus se puso en camino mientras la ventisca arreciaba y el cielo se oscurecía, tirando con renovados bríos. Él anhelaba también la calidez de su establo y una buena gavilla de avena. Por supuesto, ansiosos como estaban, ni Kuon ni Rufus se dieron cuenta de la figura que los observaba de lejos oculto entre las sombras.