NOTA:

Fuerza a mi gente de Tenerife.


Ajena al mundo más allá de las cálidas paredes de la casona, Kyoko seguía con sus pacíficas rutinas. Además del cortejo de Kuon, cocinaba, cosía, impartía sus clases y ayudaba en las demás tareas. Y últimamente también jugaba. Sí, durante un rato —y con más frecuencia de la que ella jamás reconocería— se permitía ser la niña que siempre quiso haber sido y jugaba entonces a la rayuela, al escondite o incluso a las canicas de piedra pulida. Había confeccionado también muñecos de trapo, hechos de retales (en los que podían reconocerse a habitantes reales de la casa, lo cual era sumamente inquietante) y creaba luego historias con ellos impostando las voces, bajo la mirada embelesada de los más pequeños (y los no tanto). Eran las suyas historias de truhanes y villanos que siempre encontraban su merecido castigo y pagaban por sus ruindades, historias en las que la justicia y la bondad siempre prevalecían.

Una de esas mañanas, un poco después de la clase a los más pequeños, un niño de unos cuatro años daba grititos felices cada vez que encontraba el escondite de alguno de sus compañeros. Kyoko, siendo la mayor (y la más aparatosa), andaba buscando cuanto mueble o cortina le sirviera de 'refugio'. Así las cosas, y casi sin pensarlo, la ancha espalda de Kuon acabó resultando el escondite elegido. Kyoko había pasado veloz junto a él y se había ocultado detrás de él, aferrándose a su camisa, tan cerca que el joven podía sentir el peso de su menudo cuerpo contra su espalda.

—No se te ocurra moverte —susurró entonces ella junto a su oído. Su aliento hizo que la piel del cuello se le erizara y que un delicioso escalofrío le recorriera la espalda.

—Ni bajo tortura me atrevería a hacer tal cosa —respondió él a media voz, por más que tortura (por lo demás placentera) era lo que precisamente sufría en ese instante.

Al cabo, Kyoko acabó siendo encontrada y otros juegos le siguieron. Kuon la observaba, con una sonrisa bastante tonta en la cara y los ojos llenos de ensoñación.

—Es maravillosa con los niños —dijo una voz a su lado, que resultó ser la de su madre.

—Lo sé —concordó él.

—No me importarían un par o dos de esos…

—Si tan solo me dejara entrar en su cama…

—Ya tendrías alguno en camino, ¿no?

Kuon asintió, distraído en la sonrisa de Kyoko, cuando un severo coscorrón de su madre le devolvió la atención plena de sus sentidos.

—Auch —se quedó él, llevándose la mano a la coronilla.

—Kuon —le increpó su madre, los brazos en jarra, bastante intimidante a pesar de su delicadeza—, así no se habla de tu futura esposa… —

—¿Cómo se te ocurre, Madre? —replicó él, sobándose la zona afectada—. Nunca antes de casados. ¡Pensé que ya había dejado más que claras mis intenciones!

Al otro lado del gran salón, Kyoko reía, sin saber que su pretendiente estaba manteniendo con la mujer que lo trajo al mundo una conversación bastante similar a aquella otra que una vez tuviera con él, pero esta vez, Kuon tenía a bien parecer lo suficientemente avergonzado y cabizbajo ante el dedo recriminatorio de su madre. Kyoko seguía riendo. Reía porque era feliz, porque su pequeño mundo se había llenado de dicha.


Pero un día, no mucho después, ese pequeño mundo se rompió en pedazos.

—Los días están siendo más largos— dijo una de las señoras del taller.

La sonrisa en el rostro de Kyoko vaciló y acabó por desaparecer. Los dedos, que sostenían la aguja y la labor, temblaron y una punzada de pánico, a traición e inesperada, le atravesó el pecho. La labor cayó al fin en su regazo y Kyoko se llevó la mano al hombro, frotándoselo.

—Pronto terminará el invierno— dijo alegre otra de las matronas, coreada por murmullos de asentimiento.

Con cada comentario (y terrible constatación de un hecho), Kyoko sentía el pánico treparle por la garganta, robándole el aire, haciendo que un agujero de vértigo creciente le arañara las entrañas.

Kyoko se apretaba el hombro, o bien lo presionaba con la palma abierta, ajena del todo al gesto involuntario, a tal punto que al cuarto o quinto comentario por el estilo, su mano semejaba ya una garra feroz que lo arañaba.

«Una idiota», se decía ella. Kyoko era una idiota por permitirse creer que tenía un futuro junto a Kuon. Que tenía simplemente cualquier futuro… El fin del invierno le recordaba que estaba viviendo una vida prestada, temporal, y que debía renunciar a ella. No solo por su propia seguridad, sino por la de aquellos que la habían acogido y que le habían enseñado que otra vida sin miedo era posible. Y era cruel tener que separarse ahora de ellos…, de Kuon… Debía irse, porque él la encontrará.

Julie la observaba. A veces, cuando la veía llevándose la mano al hombro, llena de angustia, intercambiaba una mirada rápida con Kanae, pero ambas decidían siempre mantenerse en silencio.


Y esa misma noche, Kyoko fue a hablar con los patriarcas.

—Me voy —dijo, y con solo esas dos palabras, todo movimiento cesó a su alrededor. Las cabezas se giraron hacia ella y las conversaciones callaron, y Kuon sintió el suelo abrirse bajo sus pies. Poco a poco, el resto del gran salón se fue contagiando y solo el crepitar de los leños en la chimenea se atrevió a quebrar el ominoso silencio.

—No digas tonterías —acertó a decir Kuon.

—Me voy —repitió Kyoko, sin mirarlo siquiera. La mano en el hombro apretaba, apretaba.

—Te estás haciendo daño —dijo Kuon, e hizo ademán de detenerla, pero Kyoko dio un paso atrás, alejándose de él.

—Debo irme —dijo, con los dedos como garras sobre su hombro.

—No te irás a ninguna parte —insistió Kuon. Un pico en su voz, demasiado alto, traicionó la inquietud que sentía. Tras él, el viejo Lory y el señor Hizuri se miraban.

—Señora Julie, por favor —suplicó Kyoko, con el semblante transido de dolorosa tristeza.

—Mamá, por favor —dijo de inmediato Kuon, obligándola a tomar partido —. Pero ¿qué tienes, Kyoko? —preguntó, voltéandose de nuevo hacia ella, la mano clavada en el hombro—. ¡Te estás haciendo daño! ¡Quieta, detente! —Y esta vez Kuon no se apartó sino que, a pesar de los esfuerzos de Kyoko por impedírselo, hizo a un lado la tela que se lo cubría. Él esperaba ver arañazos, o alguna pequeña herida autoinfligida, pero, por el contrario, fue incapaz de contener la exclamación de espanto que salió de su boca. Allí, en el hombro de Kyoko, profanando la nívea blancura de su piel joven, una cicatriz: claramente dos medias lunas —ahora enrojecidas por los afanes de Kyoko—, dos medias lunas que no podían ser descritas como ninguna otra cosa más que como marcas de dientes. Un mordisco que había desgarrado su carne y que había dejado una marca indeleble.

—Kuon, déjala. —Julie apartó suavemente a su hijo, demasiado impactado como para oponer resistencia alguna y se colocó entre Kyoko y él. Por su parte, Kanae, que se había abierto paso desde los inicios de la conmoción, la rodeó, protectora, con su brazo.

—Tú lo sabías —espetó Kuon. Realmente no era una pregunta, pero aun así, Julie asintió. Pues claro que lo sabía. Habían sido las mujeres de la casa quienes habían desnudado y cambiado a Kyoko aquella noche cuando la trajeron a la casa casi muerta. Ellas habían visto esa horrible marca, pero no quisieron creer que fuera verdad. Ni tampoco quisieron pensar siquiera en cómo había sucedido—. ¿Y no me dijiste nada?

—Kuon, hijo mío —respondió Julie muy despacio, con voz suave, tierna incluso—, eso solo le corresponde a Kyoko. A nadie más.

Su hijo acusó el golpe. Kuon bajó la cabeza, arrepentido.

—Lo sé, lo sé —reconoció entonces—. Es que… —empezó a decir, vacilante—. No pensé que... Creía que…

—¡¿Qué?! —exclamó entonces Kyoko, zafándose del brazo de Kanae, y dando un paso hacia adelante—. ¿Qué yo exageraba? ¿Que no era verdad lo que les llevo diciendo desde que llegué aquí? ¿Por qué no me toman en serio? Los pongo en peligro… —Kyoko paseó la mirada por los cabeza de la casa esperando hallar en ellos repulsa, miedo…, enojo incluso. Pero solo vio en ellos tristeza, la clase de tristeza que se siente cuando sufren las personas por las que tienes afecto. Y era cierto. En esa casa, Kyoko siempre se había sentido apreciada y valorada—. He sido tan tonta… He sido tan feliz desde que llegué aquí que pensé que… —les dijo, aunque su voz se apagó al final y no pudo terminar la frase, así que calló y sacudió la cabeza para espantar el llanto que amenazaba con desbordarla.

—¿Y nosotros? —preguntó Kuon con un hilo de voz.

—No puede haber ningún nosotros, Kuon… —respondió ella, con el corazón roto, sabiendo que también rompería el de Kuon.

—¡No puedes estar hablando en serio! —exclamó él, negándose a renunciar a ella, negándose a vivir sin ella.

—Cuanto más tiempo me quede, más peligroso será —repitió Kyoko—. Así que en cuanto se abra el paso, me marcharé.

—No, muchacha —intervino entonces el señor Hizuri, poniéndose en pie para colocar con extrema suavidad su mano sobre el hombro herido de Kyoko—. Ya te lo dijimos una vez. No tienes que irte.

—Exacto, Kyoko. De aquí no te vas —repitió Kuon, enhebrando su mano en la suya. Nuevas lágrimas acudieron a sus ojos y Kyoko hubiera querido abrazarlos a todos y a la vez, haber sido capaz de alejarse de ellos. Pero…

Simplemente no podía hacerlo. No podía.

—Cuéntanos, chiquilla —dijo al cabo el viejo Lory, agitando en el aire una mano con una elegante floritura—, ¿a qué bestia hemos de esperar?

Con la casona entera reunida en el salón principal, Kyoko casi podía sentir la expectación, acompañada del crepitar de los leños, la respiración sosegada de los más pequeños, dormidos desde hace rato, y el suave frufrú de las manos ocupadas en tareas menores. Si iban a ponerse en peligro por una de los suyos —porque eso es lo que era Kyoko, ahora lo sabía ella— tenían todo el derecho del mundo a saberlo.

Así que enderezó la espalda, apretó la mano de Kuon en la suya y finalmente tomó aliento. Exhaló el aire muy, muy despacio y comenzó a contar su historia.