Aslan Jade Callenreese era una persona de cuidado. Apenas contaba con dieciséis años, pero la vida le había hecho malas jugadas casi desde que nació. Por eso, Aslan no se confiaba ni dejaba nada a la suerte.
Se hacía llamar Ash Lynx y así es como lo conocían. El pequeño cachorro de Dino Golzine había crecido para ser objeto de admiración, morbo y burla. Y aunque muchos deseaban que el hermoso muchacho les calentara la cama, nadie podía tocarlo a menos que Dino lo permitiera.
Daba igual que Ash quisiera. Daba igual que estuviese enfermo, cansado o asustado, Ash siempre debía estar disponible para los comensales gourmet que acudían a esa maldita marisquería que no vendía ni un solo marisco.
Sus victimarios se tomaban el tiempo de saborear el plato estrella. Aunque hubiese niñas de cinco o seis años, o niños traídos desde el otro lado del mundo, anunciados como platillos selectos, Ash siempre terminaba por ser el broche de oro, la cereza del pastel.
No era para menos. El joven había crecido para ser alto, de buenas proporciones, caderas firmes y piernas esbeltas. Su piel era prístina y suave, sin ninguna marca, uno de los logros de los que más se enorgullecía Dino. Tenía nalgas redondas, un abdomen bien trabajado y unas axilas lampiñas. Su cabello era liso y rubio, del color del oro. Lo que más destacaba era, sin duda alguna, sus facciones atractivas y bien proporcionadas y sus ojos verdes.
Era bastante obvio que su atractivo era gracias a su madre. Después de todo, su padre no podría ser más feo, aunque quisiera. Sí, su madre le había heredado la belleza absoluta, pero con eso no había hecho más que condenarlo.
En otras circunstancias, hacía años que Ash hubiese sido descuartizado. Sus órganos bien cuidados (otro logro de Dino) se hubiesen vendido al mejor postor, mientras que su cuerpo vacío hubiese sido usado como muñeca sexual o como bolsa de droga. Ash deseaba eso con todas sus fuerzas, pero Dino no le concedía el gusto.
Lo mantenía vivo, o lo que se pudiera llamar "vivo". A veces era violado en grupo y a veces, por uno solo. Pero esos imbéciles solían abrirlo de piernas apenas lo veían y ensartarlo como si fuese una maldita fruta directo a la brocheta.
Así que todo se reducía a ser violado o peor: a instruir a niños de siete años para que supieran cómo comportarse. Pero eran solo unos niños, ¿qué podrían saber acerca de penes, anos y semen? Tan pronto como se daba la vuelta, Ash escuchaba los aberrantes gritos saliendo de sus gargantas hasta que era imposible acallarlos.
Gritaban y gritaban hasta que se quedaba mudos porque las cuerdas vocales no funcionaban más. Se quedaban extáticos, catatónicos, con las tripas saliéndose por el ano o con la boca desfigurada porque algún imbécil les había metido el glande hasta la garganta.
La escena más aterradora vino en su cumpleaños diecisiete. Ash tuvo que ponerse en cuatro encima del cuerpo sin vida de una niña a la que le faltaban los ojos. En su lugar, había dos pequeños orificios rellenos de semen y sangre.
Al final, cuando el criminal terminó de rellenarlo a él mismo de semen y se marchó sin más, Ash se levantó, dio tres pasos y vomitó tanto que estaba seguro de que en cualquier momento vomitaría su propio estómago.
Ash se desplomó junto a su vómito, sin fuerza. Aunque olía asqueroso, preferiría una y mil veces siempre oler ese menjurje antes que tener que respirar el olor almizclado y terrible del lugar.
Se quedó así, tiritando en el suelo, mientras un sicario entraba al dormitorio para tomar a la niña de una pierna y sacarla así, mientras sus manitas apenas tocaban el suelo y se arrastraban tras ella. Ash procuró no volver a mirarla, pero cuando se levantó se dio cuenta del rastro de semen y sangre que bajaba desde la cama.
Volvió a vomitar, lloroso.
Cuando Dino le dio permiso, Ash corrió a limpiarse y vestirse. Ni siquiera hizo caso cuando el cerdo de Marvin le salió al paso. Él solo quería correr tan rápido que en el siguiente minuto estuviese en China, lejos de todos esos perros en celo.
Habían pasado dos meses desde que Papa Nick fue a él con la brillante idea de designarlo como su heredero, pero Ash no volvió a saber más nada de él. Suponía, y con justa razón, que Dino o que el propio hijo de Nick se había enterado. A lo mejor el viejo ya estaba en un barril a mil metros bajo el agua. A lo mejor solo era una broma estúpida de Dino para que Ash tuviera una mínima chispa de esperanza de escapar de aquel infierno.
Sea como fuera, Ash estaba más desesperado que nunca. Aunque Skip y Griffin lo necesitaran, el muchacho estaba comenzando a perder fuelle. Se desinteresaba de su banda, de sus hobbies y de sus maquinaciones. Solo iba de aquí para allá, caminando por la ciudad mientras intentaba, en vano, borrar de su cabeza y de su piel las imágenes y las sensaciones nauseabundas que lo perseguían día y noche.
Esa tarde no fue distinta. Caminó y caminó sin rumbo, dejándose llevar por la marea de gente. Escuchó la alegre risotada de una niña, y esto le trajo recuerdos de unas horas atrás; tuvo que meterse a un callejón a vomitar de nuevo. No había comido nada, así que solo salió bilis amarga con sabor a semen.
Una furibunda lágrima se deslizó por su mejilla.
Estaba harto.
Completamente harto.
—¡Hey! ¿Estás bien? —una voz suave pero atropellada, que parecía todavía no acostumbrarse al acento americano, surgió del callejón oscuro.
Ash se preparó. Buscó cada salida, cada oportunidad, se aseguró de tener a la mano su pistola y su daga y entonces, más seguro, levantó la vista y dirigió la mirada a donde se suponía que había una persona.
El desconocido fue iluminado por los últimos rayos de sol y, como si fuese una especie de entrada dramática, las luminarias se encendieron y le dieron en el rostro cuando estaba a dos metros de Ash. Era de constitución atlética, pero vestía con mezclilla, una camisa de botones y un delantal. Llevaba el cabello negro corto y liso, y tenía los ojos cafés más dulces que Ash hubiese visto nunca. Un pin de pollito con caracteres asiáticos le adornaba el pecho, encima del corazón.
—¿Quieres pasar al café? Te ves muy mal.
El tipo rezumaba auténtica preocupación, de esa que Ash solo había podido ver en Skip o en Blanca. Tal vez en sus subordinados más cercanos. Ash confió en él, no porque se acercara con nerviosismo y cuidado o porque pareciera la persona más ingenua y débil que él había visto en años, sino porque sus ojos eran completamente transparentes. Ash podía ver a través de ellos.
—Tengo el estómago revuelto.
—Ven conmigo, primero tienes que sentarte, de preferencia que no sea entre la basura.
Su inglés era rudimentario, tosco y torpe, pero eso solo lo hacía parecer más frágil y sencillo. El desconocido dudó por un momento, luego tomó a Ash por la mano y le pasó un brazo por el hombro. Este se dejó guiar, tembloroso.
No sintió repelús. Era un simple desconocido ayudando a alguien que acababa de vomitarle el callejón. Cualquier neoyorkino pasaría de largo o, peor, le gritaría para que se largara a vomitar los negocios de otras personas. Pero a pesar de que su amabilidad desinteresada era sospechosa, Ash no podía entender qué era ese sentimiento de confianza que le transmitía el desconocido a través de sus manos firmes y callosas.
—¡Ibe! ¿Puedes traer un vaso de agua y unas galletas? —preguntó.
Ash lo vio mejor con la luz interior del café. El muchacho tenía rasgos asiáticos y una piel apiñonada, como si en otro tiempo hubiese estado más moreno, trigueño tal vez.
El hombre que salió de detrás de la barra también era asiático. Se dirigió a la mesa de Ash con el mismo gesto de preocupación que llevaba el muchacho asiático en la cara.
—¿Ash Lynx? —reconoció Ibe una vez que estuvo cerca de él—. ¡El pandillero al que entrevisté!
Ash se regañó por bajar la guardia. Sacó su pistola, le quitó el seguro y la encañonó a la cara de Ibe. No había pasado ni siquiera un segundo.
—¡No! ¡Por favor, espera! —el muchacho habló en algo que parecía japonés. Se interpuso entre la pistola e Ibe con la misma rapidez con la que Ash la apuntó y cerró los ojos con fuerza, lívido de miedo. Luego volvió a hablar en inglés—: No somos tus enemigos. Por favor guarda el arma. Por favor.
—No estamos aquí para investigarte, si eso es lo que piensas. Tú fuiste el que llegó aquí de pura coincidencia, ¿no es así? —argumentó Ibe, luchando con el muchacho para sacarlo de la dirección de la pistola—. Ei-chan tuvo problemas y decidimos quedarnos un tiempo en Estados Unidos. Abrimos este lugar. No tiene nada que ver con tu identidad o lo que haces. Voy a dejar el vaso y las galletas aquí. Por favor, guarda el arma, Ash Lynx.
Ash obedeció casi a regañadientes, pero solo porque el muchacho parecía a punto de desmayarse. Volvió a colocar el seguro, se guardó el arma y se dejó caer de nuevo encima de su silla.
Ibe dejó en su mesa, tal como prometió, una bandeja con un vaso de agua fresca y galletas.
—¿Te vas a quedar así por siempre? —preguntó de malos modos.
El asiático abrió los ojos por fin. Como no vio la pistola por ningún lado, se desinfló por el alivio y se dejó caer en otra silla.
—Eso fue espantoso —dijo en voz alta—. Ibe me habló acerca de los pandilleros, no le creí cuando dijo que ibas por ahí con una pistola de verdad… ¿No te gusta el agua? Necesitas tomar algo ligero primero, si te doy café o algo más consistente puede que lo devuelvas.
—Puede que el agua tenga algo.
El muchacho abrió los ojos, desconcertado. Agarró el vaso ante la mirada atenta y pesada de Ash y le dio un sorbo. Ash vio que el nivel del agua bajó y que, en efecto, el muchacho se la bebió.
Cuando dejó el vaso en la bandeja, Ash lo agarró y se bebió el agua de golpe. No sabía si era por todo el vómito del día o porque hacía años que no probaba un simple vaso de agua purificada, pero aquel líquido le supo a gloria.
—Ahora puedes comer algunas galletas —sugirió el muchacho—. Voy a ir por medicina para las náuseas. Solo quería que tuvieras algo en el estómago para que no te dieran agruras.
El muchacho se levantó lentamente, atento a las manos de Ash. No lo culpaba; él haría lo mismo si no supiera desenfundar y disparar al instante. Cuando lo tuvo fuera de vista, revolviendo detrás de la barra, Ash se levantó y desapareció con un suspiro.
