FABIAN BUSTER
En el Mercado de los Tutoriales, el suelo es de asfalto y las tiendas son de plástico blanco, todas iguales.
—Por aquí, señor Ford —dijo un muggle de mediana edad, de pelo canoso. Iba vestido de traje y corbata, como es costumbre en el Mercado de los Tutoriales—. La 324 le va a encantar. En la 324, los tutoriales se venden como rosquillas.
—Pero ¿Es que acaso es diferente a las otras tiendas que me ha mostrado? —preguntó el joven Ford mientras se acomodaba la corbata.
—Es 3,52 centímetros más alta, y 2,31 centímetros más ancha.
—Vaya.
—Además está de oferta. 5% de descuento con el carné de socio, y por 200 dólares le damos una mano de pint-
—Oiga, Gomez, ¿Y esa tienda?— Interrumpió el señor Ford.
Era imposible pasársela de largo, y no solo porque era la única tienda de madera de todo el mercado. Estaba vieja y destartalada. La lona azul necesitaba unas cuantas manos de pintura. Y la trastienda…
La entrada a la trastienda era un agujero negro detrás de una cortina rasgada, al fondo, como una boca de lobo que quiere engullirlo todo.
—Esta sí —dijo el señor Ford—. Esta es mi tienda.
—Créame —dijo el señor Gomez, que se había detenido junto a él—. No lo es.
—Es perfecta —replicó el joven—. Necesitará unos cuantos arreglos, claro, pero es perfecta. Una tienda así atrae la atención de todo el mundo.
—Usted no lo entiende —dijo Gomez—. Si se pudiera comprar, ya lo habría hecho yo. Esta tienda está maldita. Es la tienda de Fabian Buster.
—No creo en esas cosas.
—Pero es que esta es la tienda de un mago, señor Ford. Y no me diga que no cree en la magia ni en los magos, porque la Guerra de los Kellr no fue hace tanto, ¿Cuántos años tenía usted?
—Quince, creo, cuando empezó la guerra.
—En esa época esto se llamaba el Callejón Diagón, y era un mercado de magos. Estaba todo sucio y viejo y feo, y la gente compraba pócimas y calderos y otras cosas de magos.
—Pues qué pérdida de tiempo—comentó César
El señor Gomez le hizo un gesto para que bajara la voz. César se dio la vuelta para ver quién los podía estar escuchando, a aquellas horas de la mañana.
Detrás de ellos, una vieja encapuchada los miraba. Se encontraba de pie junto a su tienda de plástico, removiendo y removiendo un enorme caldero. César no podía saber seguro que era vieja, pues no podía verle la cara, pero de algún modo lo sabía. Tampoco podía saber seguro que la señora los estaba mirando, pero no le cabía ninguna duda.
—No mires o te hechizará —susurró Gomez, obligándolo a mirar otra vez hacia la tienda de Fabian Buster—. Esa es Lily Potter. Su tienda lleva aquí más tiempo que la de Buster. Ha tenido que ir renovándose con los años, y ahora cada vez vende menos cosas de brujos y más cosas de muggles.
—¿Ella conoció al tal Buster?
—No lo sé, ni me interesa —reconoció Gomez—. Lo último que quiero es meterme en los asuntos de los brujos.
—Me gustaría echarle un vistazo a esta tienda —dijo César Ford.
Allí sus tutoriales sí que se iban a vender como rosquillas. Sobretodo uno en partícular, titulado: Aprende a Aprender en Siete Semanas. Los usuarios terminan el tutorial sabiendo cómo aprender cualquier cosa por su cuenta. Pronto ya nadie necesitaría tutoriales para tocar el piano o montar un mueble de IKEA, o para pedirle una cita a una chica. Pronto César conseguiría el monopolio de todo el Mercado de los Tutoriales.
—Lo siento, señor Ford —dijo Gomez—, pero yo no pienso entrar ahí. Yo sí que creo en la magia y en las maldiciones. Mi primo Carlos se burló de una bruja una vez, y apareció muerto de un ataque al corazón a las dos semanas. Si quiere le dejo un rato con la tienda para que la mire usted, y yo me voy a desayunar. El precio es negociable, podemos hablarlo después.
—¿Tan peligroso es ese Fabian Buster? —preguntó César Ford—. ¿Qué era, un mago oscuro o algo así?
Gómez se encogió de hombros.
—La gente dice que Buster dejó una maldición antes de desaparecer, y que cualquiera que se meta en esa tienda no vuelve a salir. Pero hay muchas versiones de la misma historia. Hay quien dice que la maldición solo afecta a los avaros. Yo de usted tendría cuidado
—¿Es que hay algún tesoro escondido en la trastienda? —dijo César, y los ojos se le iluminaron.
—Escondido no. Está bien a la vista, en ese mostrador de cristal. Lo llaman: Los Veintitres Sueños de Fabian Buster. No te puedo contar la cantidad de brujos que han venido con sus sortilegios y sus pócimas a intentar abrir ese mostrador. Ninguno lo ha conseguido
—¿Nadie ha probado a romper el cristal con un martillo? —preguntó César, y Gómez soltó una larga carcajada.
—Tú prueba, si quieres —dijo.
Y se alejó.
El joven esperó a que Gomez se hubiera perdido de vista. Después miró hacia todos los lados, y comprobó que La Vieja, la tal Helena, se había marchado, dejando reposar su caldero. Era la oportunidad perfecta.
Las vigas estaban sucias y roídas, pero eso tenía fácil arreglo. Lo que más llamó la atención de César fue el mostrador de cristal, porque a través de él, vio algo que lo dejó sin aliento.
Había veintitres esferas que parecían tener vida propia. Flotaban en el aire como si respiraran, y brillaban como pequeñas estrellas. Cada una era de un color diferente, como bolas de un árbol de navidad. A César le pareció que una de ellas, de color verde musgo, lo estaba llamando.
"Es como si fueran personas. O espectros. Son fantasmas de lo que nunca existirá, y a la vez sí que existen, tan vivas como yo. Incluso más". César no sabía por qué sabía todo eso, pero estaba convencido de que era cierto.
"Además, estas esferas deben de valer un pastizal. Si consigo abrir esa vitrina, voy a ser rico".
Por una puertecita de madera se pasaba al otro lado del mostrador. Los estantes de madera estaban vacíos, y el suelo estaba lleno de cajas de cartón. César se agachó para observar un librito de cuentas, abierto por la mitad. Allí estaban registradas las últimas ventas de Fabian Buster.
Kimera Estándar-1,95G-2 de Julio de 2067
Eso era lo último que se había vendido.
No me extraña que Buster despareciera. Debió de cerrar porque se estaba muriendo de hambre.
César recogió el libro de cuentas y se lo guardó en el bolsillo. Después se puso en pie para seguir investigando.
Y cuando se puso en pie para seguir investigando, estuvo a punto de caer de culo, porque La Vieja se encontraba a cinco centímetros de su cara, esperándolo al otro lado del mostrador como si fuera una clienta.
Sus ojos verdes brillaban como las escamas de un dragón, y veían más allá del tiempo y las estrellas.
—Márchate, muggle. No tienes nada que hacer aquí. Esto es asunto de brujos.
—¿Usted conoce a Fabian Buster? —dijo César, cuando se hubo recuperado del susto.
La Vieja siguió mirándolo con esa mirada penetrante, pero al ver que el joven no pensaba mover ni un músculo, dijo:
—No. Y aún así le conozco mejor que la mayoría. Quizás le conozco mejor que él a si mismo. Como te conozco a ti, César Ford, que te vistes de traje y reniegas de tus raíces, y ni siquiera conoces tu verdadero apellido.
"¿Quién es la vieja de mierda esta para hablarme así?" pensó el joven "¿Y cómo coño sabe que soy adoptado?"
—Supongo que usted sí conoce mi verdadero apellido —replicó, arqueando una ceja, y tratando de ser lo más educado posible—¿O solo asume que soy adoptado por el color de mi piel?
—No digas memeces, muggle —dijo La Vieja—. Y aléjate de esta tienda. Es la última vez que te lo digo. Incluso las brujas y los brujos le tienen miedo.
—Pues yo no soy ni bruja ni brujo —dijo César Ford, aunque algo en la mirada de aquella señora le hizo pensar que era mejor hacerle caso.
Y quizás le habría hecho caso, de no ser por lo que pasó a continuación. Una esfera de color gris escapó de la oscuridad de la trastienda de Fabian Buster. Voló sin ser vista hasta la espalda de César Ford, y la atravesó.
César se sintió cansado, y los ojos se le cerraron un momento.
#
Vio unos ojos negros. Unos ojos negros como alquitrán, fijos en él como una serpiente fija sus pupilas en su presa. Había mucha ira en esos ojos. Muchas ganas de hacer daño. César se sintió como si hubiera cometido un terrible delito, y esos ojos estuvieran a punto de impartir justicia.
Los ojos desaparecieron, y en su lugar vio unos dedos. Eran largos y delgados. Huesudos. Se movían rápidamente en la oscuridad como las patas de una araña.
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César abrió los ojos, sudando. La Vieja lo había estado observando mientras soñaba.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó el joven, que por primera vez estaba asustado—. Ha sido como...Como...
—Como un sueño —dijo La Vieja—. Creía que los muggles no soñabais.
—Sí soñamos —replicó él—. Pero tomamos mucho café, y dormimos muy pocas horas, y nunca recordamos nuestros sueños.
"Excepto aquella vez —pensó César—. Aquella vez que tuve un sueño y sí me acordé de él. Había una playa y una mujer que cantaba, y muchas más cosas que no recuerdo, y yo era feliz".
La Vieja andaba en sus propias cavilaciones. Miraba ahora hacia César, ahora hacia la oscura trastienda, y a veces miraba hacia el cielo gris.
—Ha sido muy raro —dijo el joven Ford—. He visto… Se sentía como… Como si estuviera viendo algo que no debería estar viendo.
—Pues aplícate el cuento.
—He visto unos ojos. Creo...Creo que eran los ojos de Fabian Buster. Y he visto unos dedos. ¿Qué eran esos dedos? Me daban mucha grima. Mucha… Me daban ganas de irme corriendo a casa y abrazar a alguien.
—Solo ha sido un sueño, muggle —dijo La Vieja—. No te creas todo lo que ves en sueños.
Y dicho esto, se marchó.
Sin embargo, César SABÍA que lo que había visto era real. Aquellos ojos eran reales. Tan reales como los suyos propios. Lo sabía. Lo sabía porque no era la primera vez que los veía. Los había visto antes, hacía mucho tiempo.
"Pero, ¿dónde? Quizás fue en un sueño. Quizás fue en el sueño de la playa".
Era hora de marcharse. César sabía que tocaba hacerle caso a La Vieja y marcharse. Pero no pudo hacerlo. No hubo manera. Un fuego oscuro había nacido en su interior, y contaminaba poco a poco cada rincón de su alma.
La cortina rasgada le dio acceso a la oscura trastienda. Ya no eran suyos los pies que se adentraban en aquellas tinieblas, pues César había caído en un terrible hechizo. Se había convertido en presa de la maldición de un brujo.
Y no era el primero.
...ÑIIIII...
Alguien ya lo esperaba al otro lado de aquel umbral. Se movía con cautela, rodando eternamente en las tinieblas. A la escasa luz que se colaba por la cortina rasgada, César llegó a entrever la silla ensangrentada, y la carne destrozada allí donde tendrían que empezar las piernas.
